Читать книгу Dos adultos en apuros - Emma Goldrick - Страница 5

Capítulo 1

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ENTONCES, ¿has terminado con Alfred? –preguntó Mary Kate Latimore levantando la vista del petit point mientras su hija menor caminaba arriba y abajo, haciendo aspavientos y moviendo las manos de vez en cuando.

–Definitivamente –contestó Hope enfadada–. Es el fin, pero no se lo dirás a papá, ¿verdad?

–Tu padre es amigo del padre de Alfred –comentó Mary Kate dejando a un lado la labor y cruzándose de brazos–, pero eso no tiene nada que ver ni contigo ni con cuándo, cómo o con quién te cases.

–Pero él dijo que…

–¿Él?, ¿te refieres a Alfred?

–Sí, dijo que a papá no le iba a gustar que lo abandonara, que… bueno, que cuando se lo dijera me iba a enterar. Luego me hizo una burla y se marchó, y…

–¡Dios mío, hija!, ¿y llevas toda la tarde preocupada por eso? ¿Tan poco conoces a tu padre?

–A veces no estoy segura, mamá. En la familia todos son tan altos, tan enormes, tan firmes… –Hope tragó, se aclaró la garganta y se enjugó una lágrima–… y los hombres con los que mis hermanas se han casado también lo son. En cambio yo… yo no soy más un renacuajo, apenas mido más de metro y medio…

–Casi como yo –la interrumpió su madre–. Y tienes un precioso cabello dorado, igual que lo tenía yo antes de que se me pusiera gris. Y una bonita figura que lucir. ¿Qué quieres decir con eso de firmes?

–Bueno, pues que todos tienen… opiniones fuertes, por decirlo de algún modo. Tú me conoces, mamá, yo nunca he tenido agallas para… no soy como Becky. Ella es médico, yo me desmayo solo de ver sangre. O Mattie; ella se fue a África, yo soy incapaz de ir a Boston sola. O como Faith; ella es abogado y está casada con un constructor texano. Yo jamás podría dirigirme a un jurado, y las vacas me espantan. No… no soy nada, ni siquiera pude mantener aquel empleo de profesora, a pesar de lo que me gustan los niños. No podría ser ni bibliotecaria. ¿Qué va a ser de mí, mamá?, ¿tendré que conformarme con Alfred?

–Aún eres joven, niña, encontrarás tu lugar en el mundo –aseguró Mary Kate–. Ya lo verás. Y no tiene por qué ser con Alfred Pleasanton.

–Sí, claro. Entonces en un convento, ¿no?

–Calla, pequeña –sonrió su madre–. No creo que haya ningún convento para personas con un carácter como el tuyo. Siéntate, ya llega tu padre.

–Me voy, me esconderé –dijo Hope poniéndose en pie de un salto.

–Siéntate –ordenó su madre.

Toda la familia sabía reconocer aquella voz de mando. Hope sacó un pañuelo y se sentó tratando de hacerse la valiente, pero sin conseguirlo. El enorme hombre que entró por la puerta, sin embargo, ya no era el que había sido un día. Tenía el pelo gris, sus hombros parecían encorvarse, y solo iba a Boston una vez por semana o cuando su hijo Michael lo llamaba para pedirle ayuda en su labor como director de la Latimore Incorporated, la mayor empresa de construcción de la costa este.

Bruce Latimore se acercó a su diminuta mujer, se inclinó sobre ella y la besó en lo alto de la cabeza.

–¡Dios, qué día! –se quejó–. Y no lo digo solo por la maldita artritis.

–Pues por aquí tampoco hemos tenido mucha paz –contestó su mujer levantando la cabeza con una sonrisa–. ¡Si te hubieras tomado tus pastillas a la hora de comer…!

–¿Te lo dije? –preguntó Bruce levantando ambas manos y encogiéndose de hombros.

–Exacto, te lo dije –repitió Mary Kate–. Tu hija tiene un problema.

–¿Mi hija?

Bruce Latimore estaba seguro de una cosa: Mary Kate Latimore, juez del Tribunal Superior de Justicia, era la encargada de dar órdenes en lo referente a las mujeres de la familia, y solo acudía a él cuando necesitaba que repitiera lo que ella ya había decidido de antemano. Así pues, lo único que tenía que hacer era averiguar qué quería Mary Kate que repitiera.

–Hope, ¿tienes un problema? –inquirió Bruce.

–No exactamente –contestó la niña enderezándose en el asiento–. He… he roto mi compromiso con Alfred –confesó por fin a toda velocidad.

–Ah –contestó Bruce tratando de pensar también a toda velocidad–. ¿Alfred?, ¿te refieres a ese tipo repugnante que ha estado merodeando por aquí durante los dos últimos meses?

–El mismo –contestó Mary Kate.

–Papá…

–¡Qué buena idea! –la interrumpió su padre–. Y ahora que lo pienso, tampoco aguanto a su padre. Pero entonces, ahora tienes más tiempo libre, ¿no?

Hope Latimore vaciló. ¿Más tiempo libre? Su padre se había hecho muy mayor, pero no había perdido agilidad mental. Y, en aquella familia, una chica que hablara sin pensar podía verse envuelta en muchos problemas. Sin embargo, si se trataba solo de tiempo libre… ¿cómo podía eso causarle problemas?, se preguntó dándole vueltas al asunto.

–Pues… sí –contestó ansiosa, mirando al suelo.

–Bien, porque necesito ayuda.

Hope levantó la vista de inmediato. Su padre se había dejado caer en su sillón favorito y leía el Boston Globe. Su madre, siempre ocupada, había dejado la labor y lo miraba.

–¿Que necesitas ayuda?

Aquello parecía imposible. Hope había visto a su padre gobernar el mundo durante toda su vida. Solo de vez en cuando lo había visto volverse hacia su mujer para pedir consejo. Su hermana Becky se había echado a reír y le había dicho que se equivocaba, que era su madre la que lo dirigía todo, pero Hope no la había creído. Y de pronto…

–Sí, necesito ayuda, cariño –insistió su padre dejando el periódico a un lado–. A ti te gustan los niños, ¿verdad? Me refiero a los pequeños.

–Sí –contestó Hope vacilante, cruzando los dedos–. Me gustan los niños pequeños.

–Entonces todo arreglado –afirmó Bruce Latimore volviendo a su periódico.

–¿El qué? ¿qué es lo que está arreglado? –preguntó Hope.

–¿Es que no te lo he dicho? –preguntó a su vez Bruce volviendo a apartar el periódico.

–No, me temo que no, cariño –contestó Mary Kate en un tono de voz muy expresivo, que Hope había aprendido a interpretar a base de experiencia. Aquello significaba que su madre… o su padre… se estaba burlando de ella. O los dos–. Deberías explicarte, Bruce.

–Sí, bueno… –vaciló Bruce Latimore sacando una pipa del bolsillo y dándole golpes contra la palma de la mano. No tenía tabaco. Su mujer lo había convencido de que fumar era malo–. Hay un chico que…

–¿Es un empleado alto y grande?

–Pues… no, ninguna de las dos cosas –respondió Bruce sobresaltado ante la pregunta–. Es de una empresa a la que hemos contratado, no es empleado nuestro. Y, la verdad, no es muy alto. Debe medir metro setenta y nueve o metro ochenta, diría yo.

–Entonces, ¿no es un empleado? –volvió a preguntar Hope aliviada.

–¿Qué tienen de malo los empleados? –sonrió su padre.

–Pues que tienen esa tendencia a…. repetir todo lo que oyen en las oficinas de Latimore.

–Ah, ¿hacía eso Alfred?

–Bueno, esa era una de las pegas.

–¿Y otra era ser demasiado alto?

–Sí, esa era otra –admitió Hope retirándose el pelo de la cara.

–Entonces este chico es justo lo que necesitas –rio su padre–. Es exactamente lo que necesita nuestra empresa de construcción, pero no tenemos dinero para pagarlo: un genio de la informática. Y no te creas que hay muchos. Por eso lo hemos contratado, para que solucione nuestro problema, y te aseguro que no sale barato.

–Seguro que podrías encontrar a una mujer que resolviera el problema igual de bien –soltó Hope–. ¿Es que siempre tiene que hacerlo todo un hombre?

–No, pero a este chico lo conocemos, y tu hermano Michael confía en él.

–Bien… ¿y qué?

–Pues que el chico tiene un problema muy particular. Su hermana tiene dos hijos, un niño y una niña, y resulta que ella y su marido tuvieron un accidente de tráfico. Ya están mejor, pero necesitan tiempo para recuperarse. Y no tienen quien les cuide a los niños.

–¿Y?

–Y nosotros necesitamos a ese experto en informática, pero él dice que no puede trabajar porque tiene que ocuparse de los niños. Dice que el único modo de cumplir su contrato con nosotros es consiguiendo a una mujer buena y fiable, a una…

–¿Niñera? –lo interrumpió Hope.

–Ama de llaves –la corrigió su padre–. Para un par de meses, quizá tres. Dos niños, los dos muy pequeños. Casi bebés, supongo. Viven cerca de la carretera, como a kilómetro y medio de Taunton.

–¿Y crees que podría traerme aquí a los niños?

–No, él dice que no. Los niños están viviendo en su casa desde el accidente, y no quiere trasladarlos. La madre está hospitalizada, y creo que la cosa va para largo. Incluso está preocupado de que la niña se olvide de su madre. Bueno, ¿qué te parece? –Hope dio vueltas a la idea. Una familia. Con dos niños. Y un adulto que probablemente trabajara en Boston. Podía llevarse a su perro por si acaso, y conducir hasta… –Por supuesto, él espera que vivas en su casa –añadió su padre interrumpiendo sus pensamientos.

–Hija, no hace falta que trabajes –intervino entonces Mary Kate–. Tu parte de los dividendos de la Latimore Incorporated es suficiente para…

–Para mantener a una flota, ya lo sé, pero si no hago algo me voy a volver loca –aseguró Hope desesperada.

–Empiezas mañana –dijo su padre volviendo al periódico.

–¡Espera un momento! Querrás decir pasado mañana –aseguró Mary Kate resuelta–. Estamos hablando de mi hijita pequeña. Mañana mismo iré a ver quién es ese joven.

–¡Michael es tu hijito pequeño, es dos años más pequeño que yo! –exclamó Hope de inmediato, sintiendo la necesidad de luchar.

Mary Kate dejó la labor y se quedó mirando a su hija.

–Michael es más alto que tu padre, y lleva dos años dirigiendo la Latimore Incorporated. Tú eres mi hijita pequeña.

–Sí, mami.

Llegó el domingo. Aunque hacía sol, soplaba un viento frío procedente del Canadá, y se esperaba otra borrasca. Una fila de árboles, desnudos de sus hojas desde hacía tiempo, se alineaban en la carretera hacia el sur. Hope Latimore silbó tratando de reunir coraje mientras conducía su viejo Jeep Wagoneer hacia Taunton.

Rex, el enorme y viejo pastor alemán, iba sentado en el asiento del copiloto sacando el hocico por la ventana. Su madre había estado con el ceño fruncido, pero había dado su aprobación «siempre y cuando Rex la acompañara». Aquello no tenía sentido. Rex tenía catorce años, y era muy manso, pero siempre era de agradecer el poder contar con un amigo.

Quince minutos más tarde Hope vio la casa. Estaba muy alejada de la carretera, apenas se la veía. Era una cómoda granja de buen aspecto, con miles de añadidos posteriores. Hope maniobró y se detuvo delante del porche. El lugar estaba en silencio, parecía abandonado. Rex se negó a salir del vehículo.

–Cobarde –musitó Hope respirando hondo y subiendo las escaleras del porche.

El perro gimoteó, pero no se movió. En la puerta había un timbre y llamó varias veces. Al otro lado de la puerta hubo un gran jaleo. Y, al abrir, un murmullo de voces. Dos niños pequeños aparecieron. Un niño bien fuerte y una pequeña y delicada niña. El niño era casi una cabeza más bajo que Hope, y la niña más bajita que el niño.

–¿Sí? –preguntó el niño.

–Soy… –Hope tragó. Tenía la boca seca. Jamás se le habían dado bien las presentaciones–. Soy la nueva… ama de llaves.

–¡Hah!

Eso mismo pensaba Hope. Dio un paso atrás y estuvo a punto de caer por las escaleras del porche. Ambos niños la miraron con ojos negros muy abiertos.

–Mi padre me ha mentido –musitó Hope–. ¡Me dijo que erais casi bebés!

–¡Hah! –volvió a exclamar el niño saliendo al porche y mirándola de arriba abajo–. ¿Bebés? Yo tengo ocho años, y Melody tiene tres. ¿Bebés?

–No, ya lo veo… –comenzó Hope a explicarse mientras Rex salía del coche y se colocaba junto a ella.

O hacía algo de inmediato o aquellos dos niños le plantaban cara y la mandaban a casa. Sería una pena. Tendría que apuntarse un nuevo fracaso. Hope chasqueó los dedos al oído de Rex. El enorme perro se puso en guardia. Gruñó, sacó la lengua y jadeó, y la bravuconería del niño desapareció. Entró en casa y su hermana se escondió detrás.

–¿Ese perro es tuyo? –preguntó tembloroso.

–Sí, es mío –contestó Hope–. ¿No me invitas a pasar?

–Sí, claro –repitió el niño dando otro paso atrás.

–Así que tu hermana se llama Melody, ¿no? Es un nombre bonito. ¿Y tú?

–Él se llama Eddie –dijo la niña–. En realidad se llama Edward, pero no le gusta, así que el tío Ralph dijo que…

–A ese es a quien quiero ver –se apresuró a decir Hope–, al tío Ralph. ¿Se ha marchado a Boston a trabajar?

–No –contestó Melody–. Se ha marchado arriba, al ático. Trabaja allí.

–¿Marchado? ¿Trabaja en el ático? ¿Siempre?

–Sí –confirmó Eddie–. Siempre trabaja en el ático, es verdad. Mi hermana no habla un buen inglés.

–Esa es otra… –comenzó a decir Hope, que enseguida calló.

Su padre siempre iba directo al grano, y jamás olvidaba nada. ¿Cómo era posible que hubiera cometido aquellos dos errores? El tío Ralph vivía y trabajaba en casa, y se suponía que ella iba a tener que quedarse a pasar la noche allí… su madre no había dicho nada al respecto, excepto que se llevara a Rex.

¿Rex? Hope miró por encima del hombro. El perro la había seguido hasta dentro de la casa, pero luego había vuelto al felpudo de la puerta y se había dormido sobre él. ¡Vaya protección!

Dos niños. La niña era respondona y descarada, y tenía una espesa cabellera pelirroja recogida en lo alto de la cabeza. ¿Tres años? Alguien le había puesto un peto rojo que le quedaba pequeño, y la blusa ya no era lo blanca que debía haber sido. Iba descalza y parecía frágil. El niño parecía fuerte, alto para su edad, y llevaba un mono con parches en las rodillas que en otros tiempos debió de ser azul. También iba descalzo, y tenía el pelo más oscuro que su hermana. Los dos tenían ojos negros y observaban a Hope sin pudor.

–Entonces a quien tengo que ver es a vuestro tío –repitió Hope con voz trémula.

No estaba muy segura de querer ver al tío Ralph. Quizá debiera volver a Eastport, se dijo en silencio. Pero entonces defraudaría a su padre y a Michael, que se pondría a gritarle…

–¿Y a quién tenemos aquí? –dijo una voz profunda, saliendo de la oscuridad.

Hope sacó la cabeza, pero apenas vio nada.

–Me llamo Hope, significa Esperanza.

–Sí, bien, todo el mundo debe mantenerla –dijo la voz dando un paso hacia la luz, sin salir aún de la oscuridad.

–¿Cómo?

–Hope –repitió la voz–. Todo el mundo debe mantenerla.

Eddie soltó una risita nerviosa. Hope se ruborizó. Era un terrible juego de palabras, pero no tenía agallas para decirlo. Entonces aquella figura dio otro paso más hacia la luz.

–¡Tú! –exclamó Hope.

–Sí, yo –admitió él–. Pensaste que no ibas a volver a verme, ¿verdad, Hope Latimore? Ha pasado mucho tiempo desde el instituto. Recuerdas…

–No tengo ganas de recordar nada –declaró Hope resuelta–. Y, en especial, no tengo ganas de recordarte a ti, Ralph Browne. No después de…

–Sí –suspiró él–, no tuve precisamente mucho éxito en el baile de Graduación, ¿verdad? Bueno, gracias a Dios que hemos… que he crecido. Tú, en cambio… sigues siendo una mujer diminuta y…

Eso era lo que más odiaba en el mundo.

–Yo no soy una mujer diminuta –lo interrumpió Hope–. Soy bajita, pero no diminuta. Y no me gusta que me llamen…

–Pequeña o diminuta –la interrumpió él–. Es suficiente. ¿Lo habéis oído, niños?

Dos cabecitas asintieron.

–Ser bajita –continuó Hope con cabezonería– no tiene nada que ver con ser inteligente, con tener virtudes o con la moral.

–Podrías haber omitido eso de la moral. Eres una preciosa y diminu… mujer bajita, señorita Hope. ¿Crees que podrías manejar a estos dos indios salvajes?

–Sin duda –contestó ella tensa, sintiendo un escalofrío al recordar su experiencia como profesora del curso de noveno en el colegio público de Taunton.

«Es una profesora hábil y trabajadora», había dicho el director del centro al consejo escolar, «pero completamente incapaz de mantener la disciplina en una clase de veinticinco estudiantes».

–Entonces… –contestó el tío Ralph–, Eddie, lleva las bolsas de la señorita Hope a su dormitorio. Y tú, Melody, llévala a…. Pero en el nombre de Dios, ¿qué es eso?

Era Rex, por supuesto. El perro se estiró, se puso en pie y se acercó a Hope. Era enorme.

–Es Rex –dijo ella–, mi guardián. Mi madre ha dicho que no puedo quedarme aquí a pasar la noche sin perro.

–¿Tu madre? ¿Te refieres a esa diminuta… eh… mujer bajita que vino ayer?

–La misma –replicó Hope–. Es juez del Tribunal Superior de Justicia, ¿sabes?

–No, no lo sabía. ¡Vaya aguafiestas! Así que mima mucho a su hijita, ¿no? ¿Te tiene superprotegida? ¿Tienes que volver a casa a las once? –inquirió haciendo una pausa para reflexionar sobre el resto de cosas que había dicho Hope–. ¿Has dicho el Tribunal Superior de Justicia?

–Y mi hermano es muy fuerte y tiene ideas anticuadas –añadió Hope dándose aires de superioridad.

–¡Dios mío! ¿Hay más en la familia?

–Sí, y todos son mucho más grandes que yo –confesó Hope–. Pero, quitando a Michael, todas están casadas.

–Creo que será mejor que vuelva a trabajar –contestó él mirándola con expresión grave.

Parecía estar reflexionando. Luego sonrió a los niños y subió escaleras arriba. Hope lo observó.

Era un hombre delgado y esbelto, como de un metro setenta y nueve. En su entorno, de gente enorme, resultaba bajito, pero para Hope tenía una medida muy adecuada. Podía mirarlo levantando la cabeza, pero sin necesidad de acabar con dolor de cuello. Era musculoso, la camiseta que llevaba lo demostraba. Cintura y caderas estrechas embutidas en los vaqueros, hombros anchos, cara cuadrada y cabello rubio rojizo. Bien, se dijo Hope, sabía que tenía que haber algún hombre de su talla en este mundo. Ralph se paró al pie de la escalera y se dio la vuelta.

–La comida es a las doce, hay un horario en la pared de la cocina. Y ten cuidado con Eddie.

Antes de que Hope pudiera formular ni una sola pregunta Ralph se había ido. ¿Que tuviera cuidado con Eddie? Melody era una muñequita, pero Eddie… era otra historia. Hope observó el reloj colgado de la blusa de la niña. Faltaban tres horas para la comida, tenía que resolver qué preparar.

–Bueno, vamos –dijo Eddie recogiendo la maleta y comenzando a subir las escaleras.

El niño era alto y fuerte para su edad, pero Melody era diferente. La niña se acercó a ella y la tomó de la mano. E inmediatamente rompió el hechizo diciendo:

–Creo que hasta mi madre es más grande que tú –luego, al llegar al descansillo de las escaleras, añadió–: Bueno, tú eres más grande de arriba. ¡Mucho más!

Hope se miró y estuvo a punto de dar un traspiés. Ella usaba una talla de sujetador más grande que la mayor parte de las mujeres de su estatura. Recordaba perfectamente cómo se le quedaban mirando los chicos en el instituto.

–Algún día tendrás que contármelo –dijo Melody.

–¿El qué? –preguntó Eddie.

–Eso de ser… –comenzó a decir la niña.

–Eso tendrá que explicártelo tu madre –alegó Hope dando por terminada la conversación. Era lo último: darles una clase sobre sexo. Tenía veinticuatro años, pero aún se sentía cohibida al hablar de ese tema–. Mi madre me lo explicó todo cuando cumplí los trece.

–¿Explicar qué? –insistió Eddie.

–Cosas de chicas –contestó su hermana.

–Esta es tu habitación, Hope –dijo Eddie agarrando el picaporte.

–No, esa no –dijo Melody–, la siguiente, la que tiene cuarto de baño.

Eddie se encogió de hombros, cerró la puerta de un golpe y siguió por el pasillo hasta otra puerta más allá. Iba a tener su propio baño, era estupendo. El corredor era largo y recto, casi tan largo y estrecho como la pista de una bolera, y tenía ocho o nueve puertas cerradas que impedían que le llegara la luz y una pequeña y sucia ventana en cada extremo. Aquel lugar necesitaba una buena limpieza. Eddie abrió la puerta siguiente y la hizo entrar en una habitación decorada en marrón. Luego miró a su alrededor como si no pudiera creerlo.

–¿Esta? –le preguntó a su hermana. La niña asintió. Eddie se encogió de hombros y soltó la bolsa de Hope–. Vamos –le ordenó a su hermana.

Ambos bajaron al salón, la niña lo seguía sin pestañear. Rex se puso de pie para seguirlos.

–¡Rex! –lo llamó Hope. El perro se detuvo, miró a su alrededor y volvió a su lado–. ¡Condenado perro! –Rex giró una o dos veces sobre sí mismo y se dejó caer en la alfombra–. Bien, desharé la maleta, tomaré una ducha y miraré a ver qué pongo de comida.

Deshacer la maleta le llevaría poco tiempo: apenas llevaba dos o tres cosas, pero en cuanto a la comida… ¿Sándwiches y leche, quizá? Algo así, pensó. Era fácil contentar a los niños.

Hope se quitó el suéter y se desabrochó la blusa. Entonces escuchó un estruendo. Primero un golpe, y después una especie de ruido continuo, como si algo estuviera rodando. Melody gritó. Eddie gritó pidiendo ayuda. Rex se puso en pie y miró hacia la puerta. Hope se tomó unos segundos y por fin salió al pasillo justo cuando la bola que rodaba por él chocó contra la pared del fondo. La casa tembló.

La camisa, abierta, cayó al suelo. Los niños estaban de pie frente a ella, agarrados de las manos.

–Ha sido un accidente –afirmó Melody.

–Ha sido ella –dijo Eddie señalando hacia el rincón.

Junto a la pared, una enorme bola de jugar a los bolos.

–¡Dios mío! –suspiró Hope.

–¡Dios mío, es cierto! –exclamó el tío Ralph bajando las escaleras desde la tercera planta–. Te he dicho que vigiles a Eddie.

–¡No me digas! ¿Y por qué iba a querer un niño de su edad hacer una cosa así?

–¡Pero si yo no he sido! –insistió Eddie.

El tío Ralph esbozó una expresión de confusión. Melody, sintiendo que necesitaba protección, se agarró a la pierna de Hope con ambos brazos.

–¡Yo no he sido! –exclamó.

–Por supuesto que no –aseguró Hope.

–Bien, tengo trabajo –dijo el tío Ralph. Acto seguido se dirigió hacia la escalera y comenzó a subir, pero enseguida añadió en voz baja, para que no lo oyeran los niños–: Señorita Latimore, apreciaría mucho que no volvieras a aparecer casi desnuda delante de los niños.

–¿Cómo? –preguntó Hope–. ¡Ah, es cierto! –añadió mirándose y ruborizándose.

Llevaba lo mismo que hubiera llevado en una playa: bragas, sujetador y falda. Y era una suerte, por lo general nunca llevaba sujetador. Prefería la ropa suelta, grande, y con sus pechos firmes y bien desarrollados el sujetador resultaba innecesario. Hope miró a Ralph deseando que desapareciera de su vista.

–Sí, es cierto –repitió él con una media sonrisa–. Por mí ya te lo puedes imaginar, no tengo ninguna objeción, pero Eddie y Melody son…

–¡Cállate! –gritó Hope–. Yo no soy… soy… ¡ha sido un accidente!

Los dos niños soltaron una risita nerviosa.

–Te lo dije, ¿a que son grandes? –añadió la niña.

El tío Ralph subió las escaleras sin dejar de reír. Hope miró entonces a los niños, y estos dejaron instantáneamente de reír. Se retiró a su habitación y cerró la puerta de un golpe. Se dejó caer sobre la cama y apretó los puños.

–Dejaré este estúpido trabajo –se dijo en voz alta para sí misma–. ¡No tengo por qué aguantar este…! –golpeó los puños contra la pared–. ¡Tendría que haberle pegado! ¡Hace diez años, en aquel baile, tendría que haberle pegado!

Ralph Browne, el chico que la había puesto en ridículo hacía diez años. Hubiera debido de… matarlo. ¡Rasgarle el vestido en mitad de la pista de baile! ¡Y en aquella ocasión no llevaba sujetador! ¡Y él, muerto de risa! Bueno, después de ponerle el ojo morado ya no rio más. Poco después él se lo había explicado todo al director del instituto como si fuera un accidente, y a ella la habían echado de clase durante una semana por pegarlo. ¡Era un monstruo!

Tomaría una ducha y se cambiaría de ropa. Y luego lo impresionaría con una comida como jamás la había imaginado. Ese era un buen plan. Hope entró en el baño, tiró la ropa al suelo y abrió el grifo del agua caliente. Se lavó, se calmó y, media hora más tarde, salió de la ducha.

Las toallas colgaban de una percha. Tiró de una de ellas y se secó. Salió del baño con la toalla colgada de una mano arrastrándola por el suelo. Sin embargo, tras dar tres pasos en el dormitorio, comprendió que había cometido otro terrible error. Había un hombre en calzoncillos a los pies de la cama, silbando. ¡El tío Ralph!

–¿Qué…? –gritó.

Él se dio la vuelta.

–Bien, preciosa, no cabe duda, pero no hacía falta que te tomaras tantas molestias.

Hope pareció quedarse helada. Jamás en su vida había compartido un baño con un hombre, y menos aún con uno medio desnudo, dispuesto para recibir un puntapié. Bueno, al menos desde que Michael tenía dos años. Hope respiró hondo.

–¡Sal de mi habitación! –gritó.

Él sonrió. Hope agarró la toalla y trató de taparse.

–Debe ser un error –rio él–. Ocurre que esta es mi habitación, y si de verdad quieres taparte, súbete más la toalla.

Hope miró para abajo. Tenía razón. Airada, subió la toalla.

–¡Sal de mi habitación! –repitió Hope ajustándose la toalla.

–Deja que te lo repita, esta es mi habitación.

–Tu sobrino…

–Sí, ya veo –contestó él mirando a su alrededor como si buscara algo–. Ya discutiremos sobre eso más tarde, en cuanto encuentre mis pantalones.

Hope suspiró frustrada y se retiró al baño cerrando la puerta de golpe.

–Supongo que eso significa que no me encuentras atractivo, ¿no? –inquirió él medio riendo a través de la puerta–. Si piensas marcharte será mejor que esperes hasta después de la comida –añadió en voz alta.

–¡Vete! –gritó ella apretando los puños.

–No mientras no… ah, aquí están –añadió acercándose a la puerta–. No podía marcharme, no encontraba mis pantalones. Nos veremos a la hora de comer.

Hope escuchó la puerta abrirse y cerrarse y se apoyó contra la del baño suspirando aliviada. Tenía que marcharse, se dijo a sí misma. No tenía por qué aguantar aquella situación.

Abrió la puerta del dormitorio despacio y asomó la cabeza.

–Esperaré –musitó sentándose en la cama–, ¡esperaré a que haga otro comentario y entonces lo golpearé tan fuerte que jamás lo olvidará!

En su interior, Hope no dejaba de oír la voz de su madre, que decía: «Vamos, adelante, abandona. Seis trabajos en menos de dos años, pero no importa. Mejor marcharse que matarlo. No has madurado lo suficiente como para enfrentarte a un hombre adulto, tienes que controlar tu carácter, cariño. Venga, abandona. Defraudarás a tu padre, pero él jamás ha comprendido a las mujeres. Vamos, abandona, Hope».

–¡Maldita sea, maldita sea! –gritó golpeando la almohada–. ¡No abandonaré, no abandonaré! Y no voy a llamar pidiendo ayuda. ¡No abandonaré! ¿Me oyes, Hope Latimore?

Hope se enjugó las lágrimas, vació la maleta y se vistió con una camiseta, vaqueros y zapatillas de deporte. Luego se peinó, pero apenas sirvió de algo. Sus cabellos rizados volvieron a revolverse en cuestión de segundos. Entonces bajó a la cocina. Por el camino tropezó con un espejo y se miró. La camiseta mostraba su figura a la perfección. Demasiado perfectamente.

–¡Oh, Diossss! –musitó volviendo al dormitorio a buscar un jersey grueso, amplio y suelto, para cubrirse.

Dos adultos en apuros

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