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ОглавлениеPREFACIO
El bien de muchos frente a las prerrogativas de unos pocos
EL 3 DE MAYO DE 1748 NACE en Fréjus Emmanuel-Joseph Sieyès. Quinto de los ocho hijos de un empleado del servicio postal, estudia con los jesuitas e ingresa a los catorce años en el Seminario de Saint-Sulpice, en París. Tras un decenio en la institución, asume la vicaría general del obispo de Chartres, y en 1787 es elegido como representante del clero en la Asamblea Provincial de Orleans, entrando en contacto con los círculos ilustrados en los que se gesta la Revolución francesa.
Nada más prometer Luis XVI la convocatoria de los Estados Generales, a mediados de 1788, publica Sieyès este Ensayo sobre los privilegios, y unos meses después ve la luz otro texto decisivo: ¿Qué es el Tercer Estado? Ambos escritos resultarían fundamentales para la proclamación de la Asamblea Nacional del 17 de junio de 1789. Habían pasado diez días desde que, a instancias del propio Sieyès, los otros dos Estados se unieran al tercero —el pueblo llano; el campesinado y la burguesía—.
Sieyès estuvo entre los miembros de la Convención (691 de 718) que enviaron al rey a la guillotina en 1791. Pero se desmarcó de Robespierre, lo cual, como a tantos, a punto estuvo de costarle la vida. Al ser preguntado por lo que hizo durante el Terror, Sieyès respondió sencillamente: «Sobreviví». Su concurso fue importante en el ascenso de Napoleón, con quien llegó a ser presidente del Senado. A medida que aquel se endiosaba, Sieyès se distanciaba de él, convirtiéndose finalmente en su opositor. Con todo, hubo de exiliarse en Bruselas al caer el imperio; tras la revolución de 1830 regresó a París, donde falleció seis años después.
El Ensayo sobre los privilegios reúne tres características que invitan a su lectura por parte del público de todas las latitudes y todos los tiempos. Uno, es una pieza literaria de primera magnitud: elegante, incisiva, cristalina, magnífica. Dos, es un discurso de enorme importancia moral y política, una reflexión que no ha perdido vigencia y probablemente nunca la perderá, además de un fino estudio sociológico de las clases pudientes que colapsaron junto al Ancien Régime. Y tres, es un documento histórico que ha contribuido como pocos a configurar los designios de la humanidad.
La sociedad contra la que protesta Sieyès posee tres características que la parte más civilizada del planeta ha dejado de tolerar (algo a lo que él contribuyó y hay que agradecerle): está construida sobre los lomos de muchos para beneficios de unos pocos; asume que las leyes no son las mismas para todos; y sanciona que ciertos intereses particulares sobrepujan al interés general. Sieyès se revela en su obra contra todo ello; suyos fueron algunos de los argumentos de mayor peso para la caída de la corte y la tiranía de los nobles y para la instauración, en Francia primero y luego en el resto del continente, de la democracia representativa.
El llamado de Sieyès es doble: un reproche definitivo al feudalismo (el imperio de una minoría) y una decidida apuesta por la meritocracia. El principio y el fin de su discurso es la equidad. Sieyès detecta el modo en que las clases laboriosas y la industria erigida por la burguesía han contribuido a hacer avanzar a su país, y denuesta que esa importancia económica y social no se vea acompañada por la relevancia política. Quienes ponen el ingenio y los brazos para que Francia progrese, dice, soportan todas las cargas, sin poseer el derecho a decidir su propio destino. El resultado constatable es el expolio del bien común.
Sieyès se fija en los ingleses para acercar la democracia representativa a su país. Escribe en ¿Qué es el Tercer Estado?: «En Inglaterra no hay más nobles privilegiados que aquellos a quienes la Constitución concede una parte del poder legislativo. Todos los demás ciudadanos están confundidos en un mismo interés; no hay privilegios capaces de crear clases distintas». Se avecina así a las tesis de Locke, cambiando el rumbo político europeo para siempre. La clave para subvertir esta situación, afirma, estriba en poseer una verdadera Constitución, garante de una soberanía real.
Por todo lo expuesto, resulta llamativo que nuestro autor, frente a otros, haya sido tan ignorado. Las democracias del siglo XXI se parecen mucho más a lo que concibiera Sieyès que a lo que estipulase Rousseau. El contrato social es una obra cuya relevancia no cabe exagerar; pero Rousseau (que escribió un Discours sur l’inegalité) creía en una soberanía ilimitada, mientras que Sieyès se refirió a una soberanía «necesaria», en el convencimiento de que el Estado no debía inmiscuirse en la esfera individual, destruyendo libertades. Confróntese esto con la añoranza del régimen de Esparta que puede leerse en Rousseau.
Sieyès se inclina al gobierno representativo no solo por las dificultades asamblearias para la ciudadanía cuando hablamos de un gran país, o por la escasa preparación de aquella: también por querer reservar un espacio imprescindible para que el ciudadano se ocupe de su vida privada. La democracia directa solo era posible, a su juicio, en una estructura social como la de la antigua Atenas; en su tiempo, según contaba en su discurso del 20 de julio de 1795, obligaría «a los hombres a vivaquear durante toda su vida». De ahí la importancia de Sieyès para las propuestas liberales que llegaron tras él.
El texto de Sieyès no solo posee un enorme valor político, sino también moral. Su oposición a todas las opresiones —las de la corte borbónica primero, las de la corte napoleónica después— se alzó como una queja clamorosa contra toda injerencia en la existencia del individuo y el modo en que este decide intentar el asalto a su felicidad. Y hubo de hacerlo desde una postura incómoda, sometido a innumerables presiones; no faltaron quienes, en ausencia de argumentos de peso, quisieron despacharlo por «metafísico». Un juicio, este, que la claridad de su prosa, reflejada en la presente publicación, desmonta sin paliativos.
Para Sieyès, los derechos individuales son pre y supraestatales; no hay nada que supere en importancia a la dignidad del individuo. A su juicio, para que dicha dignidad no ponga en peligro la convivencia hay que fortificar la equidad. La ética y la lógica han de configurar el derecho para erradicar toda prerrogativa, pues de lo contrario tanto la nación como el individuo están perdidos.
Emmanuel-Joseph Sieyès, casi un desconocido en nuestro tiempo, gozó de una amplia admiración en el suyo. Madame de Staël sostuvo que «sus escritos y opiniones inaugurarán una nueva era política». Mirabeau, que al leer este texto exclamó: «¡Hay un hombre en Francia!», lo consideró su maestro. Benjamin Constant dijo creer en la Revolución porque creía en él. François-Auguste Mignet afirmó, al componer su necrológica, que «muchos de sus pensamientos se han convertido en instituciones». Y el pueblo, que se alzaba sacudiéndose la opresión en su hora más crítica, lo reverenció.
En 1851, Sainte-Beuve escribió que Sieyès «se equivocó por completo al creer que la razón podía enseñarse en masa a los hombres y devenir la ley de las sociedades del futuro». No obstante, esa idea —que es posible instruir al ciudadano— es la que alienta a todos los que apuestan por la edición de las mejores obras del pensamiento humano, de modo que quienes hacen posible este libro, de algún modo, también son víctimas de la noble ilusión que cautivase a Sieyès. Apostar por la reflexión y por las personas siempre fue un coto vedado a los agoreros; el privilegio, en el buen sentido del término, de quienes aspiran a un mundo mejor.