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2.

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¡Qué tiempo tan magnífico! El verano parecía no querer llegar a su fin. La estación se prolongaba agradablemente, ideal para dar un paseo, pero, salir sola… ¡uf! Siempre he preferido la compañía, ya fuera para hablar o simplemente para pasar el rato.

Aquel mediodía decidí visitar los Jardines de Luxemburgo. Pronto volvería a estar en Montparnasse. Preferí dar un rodeo por Denfert-Rochereau, lo que alargaría considerablemente el recorrido, con el único objetivo de causar una casualidad. Sin embargo, aunque el destino haya previsto un plan distinto y el momento el lugar propicien una buena oportunidad, cualquier intento acaba en fracaso. Me demoré en el barrio, echando un ojo a los comercios, a las tiendas, esperando, como tonta, ver a Franck a lo lejos. Cualquiera me habría tomado por una turista desorientada que no sabe muy bien lo que busca, pero que se maravilla con todo tipo de cosas. Miraba en todas direcciones. No quería ni el jabón con olor a jazmín de la tienda de aromaterapia ni el cálido y apetecible cruasán de la panadería de al lado. Solo esperaba esa coincidencia. El corazón se me salía del pecho al pensar que su casa se encontraba tan cerca, apenas a unas calles. Solo tendría que tocar a su puerta para sorprenderle, pararme en frente de él, como cuando salíamos juntos. Esta vez, nada justificaba dicha acción.

Pasaba por delante de las innumerables cafeterías de la plaza Denfert-Rochereau, ralentizaba el paso, echaba vistazos al interior, me asomaba para intentar ver quién se encontraba al fondo. No había ni rastro de su sombra. De repente, escuché como alguien me llamaba. En repetidas ocasiones, han querido invitarme para tomar algo. Tipos ligones y fanfarrones. Ni más ni menos que el tipo de personas con las que he tenido la ocasión de codearme trabajando en bares. Caminé recto hacia adelante. Tenía la mirada fija en los pies, pensativa, decepcionada, cándida. Atravesé la plaza, recorrí la avenida Denfert-Rochereau, después, el bulevar Saint-Michel. Observaba a los transeúntes; los hombres me miraban, me sonreían alegremente, otros parecían intimidados y bajaban la mirada. Yo también bajaba la mirada, deprimida. Continué con mi camino. Cuando llegué al lado del parque, me senté en la terraza de una cafetería. Desde allí disfrutaba de las vistas de una de las entradas. Divisaba a parejas que se cogían de la mano, se besaban, se reían… La felicidad rodeaba a esas personas. La mía parecía perdida, extraviada, incluso, desaparecida.

Para no dejarme abatir por la melancolía pedí un helado de frutas del bosque y una limonada. Desde que era una niña, la boca se me hacía agua delante de estas exquisiteces.

Un peatón se paró para pedirme fuego. Le sonreí mirando de reojo y sacudí la cabeza. Este acercamiento, de lamentable banalidad, no dejaba lugar a dudas. Le respondí amablemente que no fumaba. Tras ello, empieza con el palabrerío.

–Señorita, es usted encantadora. ¿Puedo invitarla a tomar algo?

–Gracias, señor, pero me gustaría estar a solas en la mesa. Estoy esperando a mi prometido.

–Ah… Lo lamento, señorita. Su prometido tiene mucha suerte. Qué pase un buen día.

Inmediatamente el tipo se marchó. No siempre es tan fácil deshacerse de un individuo que quiere conocerte. A veces son muy insistentes. No dudo de la seriedad de algunos, pero la mayoría no quieren otra cosa que llevarte a la cama. Ya no me apetece. Solo me ha apetecido en contadas ocasiones… Puede ser que, en una ciudad diferente, con un estado de ánimo distinto, me dejase seducir… En ese instante, mis pensamientos se centraron en otra persona. El pobre, al que vi salivar al echarle el ojo a mis muslos, los cuales sobrepasaban la minifalda de temporada y resplandecían bajo el tórrido calor de esta prolongación del verano. Al hablarme, me di cuenta de que posó la mirada en mi escote. Es halagador, aunque descortés.

De más joven, me habría reído ante tal situación, al dejar que un seductor imaginase que podría salirse con la suya. Le dejé que me invitara a una copa, o quizás a dos… Después de conocernos brevemente, me largué y le dije que me esperaban en otra parte. Evidentemente, no quiso dejar el asunto así, me pidió mi dirección y quiso saber si sería posible que nos viéramos en breve. Para no parecer desagradable y evitar algún tipo de tragedia, intercambiamos los números de teléfono. Al final, él me dio el suyo. ¡El mío era falso!

Tras disfrutar de mi helado y dejar seco el vaso, me dirigí a aquel jardín que me resultaba absolutamente magnífico. Lo recorrí por completo y me senté en frente de una zona de juegos infantil. Me encontraba a la sombra, tranquilamente bajo los árboles, todavía absorta en mis pensamientos románticos. Mi tranquilidad se vio repentinamente interrumpida por una descarada pareja de enamorados que acababan de sentarse en el banco de al lado. Estaban a punto de tener relaciones sexuales ahí mismo. El amor que sienten las parejas y que exponen en público hace que los solteros se sientan incómodos. El amor y la pasión vuelven a las personas inconscientes de sus actos. Preferí fingir que los ignoraba y observé cómo se divertían los niños. Inevitablemente, me vi forzada a pensar en Franck.

Cuando le conocí, a menudo se encargaba de un niño pequeño. Yo solo le había visto a través de algunas fotos y Franck me había contado por encima su historia con una mujer que le había jugado una mala pasada con tal de consolidar su relación. Tras pasar por crisis y peleas, se produjo lo contrario. Con el tiempo, Franck aceptó positivamente este importante cambio en su vida: el de convertirse en padre y aprender a ocuparse del niño nacido de esa unión. Aun así, el comportamiento egoísta de esa mujer complicaba gravemente la situación entre ambos, ya que lo agobiaba constantemente con reproches y otras mezquindades. Desconozco todos los detalles de su historia, puede ser que un día me los revele.

Un día me contó que tuvo que cuidar del pequeño durante dos semanas en el domicilio de la madre para que esta pudiera ir a un entierro al extranjero. No pudo o no quiso llevarse a su hijo. Franck, forzado por un tipo de obligación moral, se instaló en el apartamento durante una quincena. El niño no había cumplido todavía los dos años. Franck no se había ocupado jamos solo de un niño pequeño. Cambiar los pañales, limpiar el pipí y la caca, darle de comer, bañarlo, acostarlo… Ese tipo de cosas eran nuevas para él. Franck creció con esta experiencia, se apegó y encariñó mucho con su hijo. Yo todavía no he tenido la ocasión de cuidar a un bebé. Lógicamente, con veinte años no me sentía preparada en absoluto para una responsabilidad así. Ahora, llego a imaginarme en el papel de madre. Franck me aseguró que me convertiría en una madre llena de dulzura y bondad con mis hijos cuando le confesé mis dudas sobre mi capacidad de ejercer algún tipo de autoridad sobre ellos. Ahora pienso que una vez que se presenta esta situación es cuando le haces frente. Intentas lidiar con ella del mejor modo posible, te formas con la práctica. Una parte de la vida va acompañada por esta evolución: casi todos pasamos por la casilla de «padres».

Me desperté de mi ensueño bruscamente. Escuché unos llantos que ensordecían el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas en los árboles. A mi izquierda, una mujer joven le daba la mano a un niño de tres o cuatro años. Él chillaba. Su furia retumbaba a lo largo del sendero. Arrastraba los pies y regresaba sobre sus pasos, no paraba de girarse. La joven parecía completamente abrumada por la situación y no conseguía calmarle. La escuché pedirle perdón, ya que la zona de juegos era de pago y no llevaba dinero encima. Claramente, este hombrecito no comprendía por qué no tenía derecho a ir allí mientras que los otros niños se divertían. No conseguía calmarlo, ya no sabía lo que hacer con él. Le tiraba del brazo, después lo consolaba y empezaba de nuevo cuando el niño no se movía. Veía que se sentía incómoda, bajo la mirada de desconocidos que la observaban de arriba a abajo, en ocasiones con desprecio o desdén, como si no estuviera a la altura como madre. Los enamorados que tenía al lado dejaron de copular y huyeron tapándose los oídos, irritados por los gritos, no sin compartir su descontento. En mi opinión, no estaban para nada preparados para ser padres.

Revisé mi cartera y saqué un billete de cinco euros. Me acerqué a esta joven, bastante menuda, que parecía más joven que yo. Le sonreí y le ofrecí el dinero. Había visto un rótulo que marcaba el precio. Lo rechazó, avergonzada, y, sin lugar a duda, en cierto modo por orgullo. Insistí, con el pretexto de que, si yo tuviera un hijo, me gustaría que pudiera divertirse para hacer nuevos descubrimientos. La madre acabó aceptando esta ínfima ayuda. Me lo agradeció de todo corazón. Sentía que este gesto la había emocionado. Sus ojos empañados hablaban por ella, era inútil que dijera nada más. Les observé regresar a la entrada, donde la tristeza del pequeño se esfumó. Resonaban gritos de alegría. Los niños brincaban. El alma de los niños es pura: un diamante en bruto, la inocencia personificada. El adoctrinamiento se inicia con la televisión, plagada de programas de mala calidad y carentes de cultura, salpicados de mensajes y de implicaciones alienantes.

Volvía a sentarme en el banco. Me di cuenta de que la madre me saludaba. Su hijo trepaba por una casita de madera y después se deslizaba por el tobogán. Me sentía muy feliz por ellos. Esa joven madre y su hijo podían disfrutar tranquilamente de la tarde. Por otro lado, lo que me preocupa y parece incomprensible, por no decir inadmisible, es que el ayuntamiento haga pagar por las áreas de juego en plena ciudad, no necesariamente mejores que las que son accesibles para todos. ¡En mi país, jamás he visto tal cosa!

Se me acercó un hombre para pedirme un cigarro. Siempre la misma historia… Rostro joven, unos veinte años, tez morena. Le respondí que no fumaba y que no me gustaban los fumadores, pensando que así me lo quitaría de encima pronto. Luego le ignoré y continué observando a los niños que se divertían. El hombre se sentó a mi lado, haciendo caso omiso a mi comentario. Pasó el brazo por detrás de mí, sobre el respaldo del banco. Le miré con incredulidad, molesta por este gesto inoportuno. Me contó que le encantaba este tiempo agradable para pasear y para tener la ocasión de hablar con una mujer guapa como yo. Definitivamente, en Francia no podía salir sola ni saborear la tranquilidad. No le contesté y me levanté para marcharme. Inmediatamente se puso por delante y me propuso tomar una copa con él. Traté de hacerle entender educadamente que no me interesaba su oferta. Insistió y me dijo que quería pasar tiempo conmigo, incluso en otra ocasión, y me pidió mi número de teléfono. Le respondí que no tenía y me alejé súbitamente. A mis espaldas, solo escuché una palabra: «¡Mentirosa!».

Un poco más adelante, me giré para comprobar si me seguía. Le vi intentando atacar a una nueva víctima.

«¡Pobre tipo!», pensé.

Afortunadamente paseaba por un parque, si no estoy convencida de que me habría seguido por la calle. Antes de que acabara el día, probablemente habría conseguido embaucar a alguna joven en busca de su príncipe azul. ¡Hay quien cree que vivimos en un gran mercado de prostitutas! Nos cogen, nos besan, si divierten con nosotras y después nos tiran. ¡Abusivos depredadores!

En el camino de regreso a casa puse en orden mis emociones. Mientras subía, me paré en una tienda del barrio para escoger mi comida de ese día y del siguiente. Compré fruta, manzanas y uva, así como un plato para llevar de pescado y otro de verduras.

Dos días después llegó el gran día: comenzaba oficialmente, por un periodo de dos años, en la empresa que me daba una oportunidad, que confiaba en mí. Mi primer día transcurrió bastante bien. Solo tuve que traducir un documento para un cliente, del ruso al inglés. Mi jefe revisó la traducción y me felicitó por el trabajo realizado. Antes de empezar, me llevó a cada uno de los despachos para conocer al resto de empleados. Después, los días fueron pasando de modo similar. Por las mañanas, encontraba sobre mi mesa unas hojas para traducir a lo largo de la jornada, a veces acompañadas de indicaciones si se trataba de sintetizar al máximo unas instrucciones.

En la compañía trabajan una decena de personas. El jefe es un hombre joven, de unos treinta y pocos. Se lanzó solo a la aventura e inició su trayectoria de empresario que crea su primer negocio con recursos limitados. Tras finalizar sus estudios como traductor e intérprete, captó clientes de numerosas empresas de tecnología puntera o especializadas en el mercado de Internet. Los primeros clientes comenzaron a llegar atraídos por unos precios muy competitivos. Empezó mostrando su interés por sitios pornográficos, después, por folletos y artículos para particulares. ¡No rechaza nada! Los profesionales de la red, satisfechos con el trabajo anteriormente realizado, necesitaban servicios suplementarios en otros idiomas que él no dominaba. En lugar de rechazar contratos, él los aceptaba. Además, también aumentó sus tarifas indicando que se trataba de una tarea más delicada y contrató a personal. Hoy en día, su empresa se orienta al mercado internacional. Nos ocupamos de traducciones de cualquier ámbito. Todavía se realizan diversos servicios web, así como manuales de instrucciones de todo tipo, obras, resúmenes o informes en casi todas las lenguas posibles. Cuando sus empleados se ven desbordados o alguno no es nativo de lenguas más exóticas, recurre a personal puntual que contrata para trabajos específicos. Una historia de éxito la de esta pequeña empresa a la que jamás ha amargado una crisis.

Me asignan todos los encargos del ruso al francés y a la inversa. De manera excepcional, debo redactar folletos en inglés. Todo el mundo lo habla aquí, en cambio, yo soy la única que domina el ruso. Es, al mismo tiempo, mi lengua materna y una ventaja que aceleró mi contratación. Muchos documentos se reducen a un simple texto que se trabaja durante la jornada. Muy pocos requieren una semana de trabajo o más, como los folletos o los expedientes. En este caso, los proyectos se articulan alrededor de cuestiones particularmente técnicas y se destinan, la mayoría de las veces, a grandes empresas. Este tipo de manuscritos no admiten a aficionados. La traducción debe ser impecable.

Tras tantos esfuerzos que me devanan los sesos para encontrar las palabras que se acerquen al máximo al sentido del original, me siento exhausta. Se podría pensar que una tarea así se realiza con bastante rapidez. Sin embargo, a pesar de no poner en marcha las capacidades físicas, esta actividad requiere una reflexión intelectual que te agota por completo. El cerebro se encuentra constantemente en acción y no dispone de un minuto de respiro. Las células se alborotan, se impregnan del texto para emplear los términos precisos. Un auténtico trabajo de escritor, con la excepción de que te imponen la historia o la trama.

Tras una jornada como esta, al salir del metro en Montparnasse, me quedaba deambulando por la calle durante media hora, a veces, incluso durante una hora. Estos paseos me ayudaban a desconectar. Entraba en las tiendas, me probaba la ropa, observaba los bolsos, olía los perfumes… Deseaba tantas cosas. No obstante, mi sueldo no estaba a la altura. Estaba muy, incluso demasiado, limitada. Demasiados esfuerzos para poca gratificación. En realidad, no disfrutamos de la vida, sobrevivimos. Y, aun así, no debería quejarme tanto ya que tengo un empleo, mientras que otros apenas se mantienen a flote. Ante todo, tengo un trabajo que no me causa ningún sufrimiento ni coacción. ¡Eso es lo principal! Aunque un día puede que ya no me guste, lo que me importa es el presente, y en este momento, estoy satisfecha. En algunos años, ya veremos si mis gustos cambian o mis necesidades se transforman… Ninguna ocupación a la que nos entreguemos en ese instante es un factor decisivo de en lo que se convertirá nuestro futuro o del trabajo que realizaremos más adelante. Un día te falta el dinero, otro día te encuentras bien. Esta evolución me parece normal, pero a la inversa puede acabar con una persona.

Por la noche, en mi casa, intentaba liberar la mente escuchando música. Mi tableta hacía las veces de dispositivo multimedia multitarea. Tras esta adquisición, ya no tenía ningún interés en cargar con un ordenador portátil, pesado y engorroso. Mi única preocupación aparecía a la hora de ver películas: la dimensión de la pantalla rápidamente mostró sus limitaciones si me colocaba demasiado lejos. En un futuro me gustaría comprar un monitor al que unirla. Así podría contemplar la ficción desde mi cama y disfrutar más, como si mirase la pantalla de la televisión. Mientras tanto, me sentaba delante de mi escritorio con la tableta apoyada en un soporte desmontable y orientable. Mis noches transcurrían así, escuchando música, viendo películas, leyendo y consultando correos y la actualidad mundial. Accedía a toda esa diversión e información con este fabuloso invento táctil. Después, la hora de dormir llegaba justo después de darme una ducha. Me dejaba como nueva y oxigenaba cada poro de mi piel eliminando las impurezas que obstruyen el cuerpo a lo largo del día.

En mi cama, por pequeña que fuese, solo echaba en falta una cosa: la cálida presencia de un hombre que me abrazase cariñosamente. No por los placeres carnales, aunque tengan su importancia, sino simplemente por sentirme bien, en confianza. Saber que le importamos a alguien y que esta persona disfruta con nuestra compañía a su vez, es un regalo que no tiene precio. Alguien con quien poder hablar sin miedo a ser juzgado. Ningún amante pasajero puede suplir esa carencia. Solo un lazo invisible, que nace de una relación amorosa sincera y seria puede ofrecer este lujo. Sí, el amor sincero es efectivamente un lujo.

Una mañana, cuando caminaba por el pasillo del metro que me conducía hacia el exterior, sufrí un fuerte dolor en el ojo izquierdo, como si un dardo me hubiese atravesado para desgarrar las membranas. Tal suplicio me abrumó de golpe. Estuve a punto de perder el equilibrio mientras que mi vista se ensombrecía con manchas negras. El electrochoque me hizo gritar. No conseguía mantener los párpados abiertos. No me choqué con nada. Un vaso sanguíneo acababa de reventar. El dolor persistía. Me movía hacia delante y hacia atrás, como un junco sacudido por una enorme borrasca. Entre vuelco y vuelco, lograba distinguir a numerosos viandantes con mi ojo derecho. Se marchaban sin detenerse, como si estuvieran al volante de un coche de carreras. Podía morirme allí mismo, así cualquiera habría podido pisotearme, en lugar de tener que evitar a la loca presa de una crisis de demencia. Descubrí con estupefacción el comportamiento frío e indiferente de la siniestra horda parisina.

Intenté encontrar un apoyo en la pared para recuperar el equilibrio. Tanteaba con la mano derecha, como un ciego sin referentes visuales. Sin darme cuenta, se me cayó el bolso al suelo. En ese momento, rocé un borde contra el que apoyarme. El dolor persistía. Para colmo de desgracia, el ojo que me hacía sufrir era el que funcionaba correctamente, mientras que el derecho se veía afectado de una grave miopía. Obligatoriamente debería llevar un par gafas para rectificar el desequilibrio, solo que, en mi caso, simplemente bastaría con la mitad. En lugar de decantarme por esta atadura, prefería conformarme con una cierta forma de armonía ocular, causada por la sustracción de mi visión doble asincrónica. Abiertos al mismo tiempo, mis ojos me ofrecían una visión más que satisfactoria, pero sin el ojo izquierdo sano, ni siquiera me atrevía a pensar en el estado de mi futuro campo visual.

El dolor se atenuó de repente, tan rápido como apareció. Distinguía de nuevo con claridad lo que sucedía a mi alrededor. En cuanto recobré el equilibrio me dirigí hacia las cosas que había desparramado por el suelo. Un hombre joven estaba recogiéndolas y las colocaba apresuradamente en mi bolso. Me miró y me lo entregó al mismo tiempo que me preguntaba cómo me encontraba. Menuda pregunta más tonta...

Le di las gracias y le conté con brevedad cómo apareció el dolor efímero.

—Me gustaría haberte agarrado cuando te estabas moviendo. No he podido. Te movías demasiado. No sabía qué hacer mientras te veía balancearte de ese modo.

Una persona se detuvo. ¡Ni siquiera dos, solo una! De todas formas, en París todavía quedan personas que se preocupan de verdad por las otras. En el fondo tenía curiosidad por saber si él habría reaccionado igual de haber si un hombre...

—Aquí tienes una tarjeta con mi número. Ahora no tengo mucho tiempo, pero si esta noche u otro día de esta semana quieres hablarme de ti tomando una copa… no dudes en darme un toque.

Cogí la tarjeta ofreciéndole mi sonrisa más cursi. Acababa de obtener la respuesta a mi pregunta. Hoy en día, todo tiene un interés oculto, en cualquier tipo de ocasión y situación. Por otro lado, ¿por qué no? Así es como nacen los encuentros. Un gesto, una acción, una palabra fuera de lo común, en un momento que rompe nuestro aislamiento.

Además, incluso a Franck me lo había cruzado en el metro. Aunque es cierto que yo fui la primera en hablarle, fue él quien me pidió el número. Ambos estábamos perdidos, en busca de nuestro camino y la vida nos ofreció un encuentro inolvidable.

Después, el hombre se escabulló como si acabase de perder el autobús y tuviese que perseguirlo. Miré la tarjeta: dirigía una agencia de seguros. Mala suerte, ¡odio a esos tipos! La partí en dos pedazos y la tiré a la papelera. A continuación, subí las escaleras que me llevaban hasta la superficie. Había tantas hormigas a mi alrededor que me sumergí entre las masas. Creemos que somos útiles y en una abrir y cerrar de ojos nos reemplazan. ¿Somos de verdad únicos? En caso afirmativo, ¿únicos en qué? ¿Para crear qué? Somos únicos por nuestras destrezas, por nuestros conocimientos personales, por nuestras invenciones. Somos capaces de crear, de dar vida, de modelar con nuestra propia sensibilidad. Somos únicos siempre y cuando descubramos nuestro potencial. Lo cierto es que quedan pocos empleos en los que nos hagan darnos cuenta de la unicidad. Con demasiada frecuencia se equipara a los seres humanos con simple piezas de recambio en el engranaje global de la concatenación en la que incluso nos forman el colegio. Todo hombre se convierte en un suministro de dinero del que el sistema capitalista le exige que saque provecho. Todos los individuos están libremente autorizados a escoger a los estafadores sodomitas que vendrán a robarles.

El fin de semana normalmente salía a dar un paseo. Disfrutaba todavía del fin de la estación. El buen tiempo sería cada vez menos usual y la lluvia tomaría el relevo. Me interesaba descubrir monumentos que no había visto con anterioridad y refrescar la memoria de los que no aparecen con demasiada claridad en mis recuerdos antes de que el mal tiempo llegase.

Durante mis primeras semanas en París adopté una especie de ritual. Los días transcurrían gratamente entre trabajo y salidas. Después, paulatinamente, llegó el día de mi cumpleaños.

Lo Que Nos Falta Por Hacer

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