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Capítulo I · ¿Qué enseñó Jesús?

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Jesucristo es, sin duda, la figura más importante que jamás haya aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo dejando de lado nuestras creencias. Esto es verdad, así le llamemos Dios u hombre; y, si lo consideramos hombre, lo tenemos por el más grande profeta y maestro del mundo, o, quizás, sólo como un bienintencionado loco que, después de una efímera y tempestuosa vida pública, sufrió el dolor, la ruina y el fracaso. Sea cual sea la interpretación personal, quedará el hecho incuestionable de que tanto su vida y su muerte, así como las enseñanzas que se le atribuyen, han influido en el curso de la historia más que las de cualquier otro hombre que jamás haya vivido. Mucho más, incluso, de lo que lo hicieron Alejandro, o César, o Carlomagno, o Napoleón, o Washington. Son muchas las personas que vivieron bajo sus doctrinas, o al menos, por las que se le atribuyen; se escriben, leen y compran multitud de libros acerca de Él; se pronuncian más discursos (o sermones) sobre su persona que sobre todos los nombres mencionados juntos.

Él ha sido la inspiración religiosa de toda la raza europea durante los dos milenios en que ésta ha dominado y moldeado los destinos del mundo entero —cultural, social y políticamente—, y durante el período en que toda la superficie terrestre fue por fin descubierta y ocupada, y sus caminos trazados por la civilización.

Estos hechos lo colocan a Él en el primer lugar de la importancia mundial.

No hay, por lo tanto, trabajo más elevado que la de inquirir e investigar acerca de Sus ideales.

¿Qué enseñó Jesús? ¿Qué quiso verdaderamente que creyéramos e hiciéramos? ¿Cuáles fueron los fines que albergaba en su corazón? Y, ¿hasta qué punto logró cumplir estos fines con Su vida y Su muerte? ¿Hasta qué punto ha expresado o representado Sus ideas el movimiento llamado cristianismo, tal como ha existido durante los últimos diecinueve siglos? ¿Qué alcance tiene el mensaje que el cristianismo de hoy presenta al mundo? Si Él volviera ahora, ¿qué diría, en general, de las naciones que se llaman cristianas, y en particular de las iglesias cristianas, de los adventistas del Séptimo Día, de los anglicanos, los bautistas, los católicos, los cuáqueros, los griegos ortodoxos, los metodistas, los presbiterianos, los salvacionistas o los unitarios? ¿Qué fue lo que enseñó Jesús?

Éstas son las preguntas que tengo intención de responder en este libro. Me propongo a demostrar que el mensaje que nos trajo Jesús tiene un valor único porque es la verdad, la única explicación perfecta de la naturaleza de Dios y del hombre, de la vida y del mundo, así como de la interdependencia que existe entre ellos. Y lo que es más, encontraremos que Su enseñanza no es una mera apreciación abstracta del universo, lo cual sólo tendría un interés académico, sino que constituye un método práctico para el desarrollo del alma, un método que nos sirve para reformar nuestra vida y nuestro destino, de manera que podamos hacer de ellos lo que queramos.

Jesús nos explica lo que es la naturaleza de Dios y lo que es nuestra propia naturaleza; nos habla del significado de la vida y de la muerte; nos enseña por qué cometemos errores; por qué caemos en la tentación; por qué enfermamos y nos empobrecemos; por qué nos hacemos viejos; y, lo que es más importante, nos dice cómo pueden ser vencidos todos estos males, y cómo podemos traer salud, felicidad y prosperidad verdadera a nuestras vidas y a la vida de los que nos rodean, si ellos lo desean realmente.

Lo primero que tenemos que comprender es un hecho de importancia fundamental, porque significa romper con los puntos de vista ordinarios de la ortodoxia. La verdad es que Jesús no enseñó teología alguna. Su enseñanza es enteramente espiritual o metafísica. El cristianismo histórico, desafortunadamente, ha puesto su mayor atención en las cuestiones teológicas y doctrinales, las que, por extraño que parezca, no tienen nada que ver con la enseñanza evangélica en sí. Mucha gente sencilla se sorprenderá al comprobar que todas las doctrinas y teologías de las iglesias son invenciones humanas, nacidas en la mente de sus autores e impuestas a la Biblia desde fuera. Pero es así. No hay absolutamente ningún sistema teológico o doctrinal que pueda ser hallado en la Biblia; sencillamente ninguno. Personas honradas que sintieron la necesidad de obtener cierta explicación intelectual de la vida, creyendo también que la Biblia era una revelación de Dios al hombre, llegaron a la conclusión de que una debía encontrarse dentro de la otra, y luego, más o menos inconscientemente, se pusieron a crear aquello que querían encontrar. Pero les faltaba la llave espiritual y metafísica. No estaban afirmados sobre lo que podemos llamar base espiritual, y en consecuencia buscaron una explicación de la vida puramente intelectual o tridimensional, y es imposible explicar la existencia con semejante criterio.

La explicación verdadera de la vida del hombre descansa en el hecho de su entidad esencialmente espiritual y eterna, y en que este mundo, y la vida que intelectualmente conocemos, no son más que lo que muestra un corte en sección de la verdad completa acerca de él. Y un corte en sección de cualquier cosa —sea una máquina o un caballo— no puede darnos ni tan siquiera una explicación parcial de lo que es el todo.

Mirando a un rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos— y colocándose en un plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico, los hombres han creado absurdas y horribles fábulas acerca de un Dios limitado y semejante al hombre, que rige su universo tal como un rey oriental, más bien ignorante y bárbaro, que maneja los asuntos de su pequeño reino. A este ser, así creado, se le atribuyen toda suerte de flaquezas humanas, tales como la vanidad, la inconstancia, y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e inconsecuente acerca del pecado original, la expiación por la sangre, el castigo infinito por transgresiones finitas, y, en ciertos casos, se añadió una doctrina increíblemente horrible de la predestinación al tormento eterno o a la felicidad eterna. La Biblia no enseña ninguna teoría semejante. Y si estuviera en los objetivos de la Biblia sostener tal cosa, aparecería claramente expuesto en algún capítulo u otro, pero no es así.

El “Plan de salvación” que figuraba con tanta prominencia en los sermones evangélicos y en los libros de teología de la pasada generación, es tan desconocido para la Biblia como lo es para el Corán. Nunca hubo tal plan en el Universo, y la Biblia no lo expone en ninguna manera. Lo que ha sucedido es que algunos textos oscuros del Génesis, ciertas frases sacadas acá y allá de las epístolas de San Pablo, y unos cuantos versículos aislados de otras partes de las Sagradas Escrituras, han sido entresacados y reunidos por los teólogos para sostener la clase de doctrina que a su parecer debería encontrarse en la Biblia. Jesús desconocía todo esto. Claro está que Él no es en modo alguno como Pollyanna o un optimista. Nos advierte, no ya una vez sino muchas, que la obstinación en el pecado trae en verdad muy serias consecuencias, y que el hombre que pierda la integridad de su alma, aun cuando gane el mundo entero, resulta extremadamente necio. Por otra parte, nos enseña que somos castigados a causa de nuestros propios errores, o mejor aún, son nuestros propios errores los que nos castigan. Jesús nos enseña también que cada hombre o mujer, por encenegados que estén en lo impuro y malo, tienen acceso directo a un Dios de misericordia, paternal y todopoderoso, quien los perdonará y les proporcionará Su propia fortaleza para ayudarles a descubrirse de nuevo a sí mismos, setenta y siete veces si es necesario.

Jesús ha sido también mal comprendido y mal representado en otras maneras. Por ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza sobre el cual establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía, o tal o cual sistema ritualista. Él no autorizó semejante cosa y, de hecho, todo el contenido de su pensamiento es definitivamente antieclesiástico. A través de toda su vida pública lo vemos frente a los clérigos y demás oficiales religiosos de su propio país. Por eso ellos se le opusieron y lo persiguieron después, llevados por un instinto de propia conservación —instintivamente sintieron que la verdad, tal como Él la exponía, anunciaba el fin de su poderío, y más tarde le hicieron matar. Él pasó por alto la pretendida autoridad que tenían ellos como representantes de Dios; y hacia su ritual y ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio.

Parece ser que, en materia religiosa, la naturaleza humana está más predispuesta a creer en aquello que quiere que en tomarse el trabajo de escudriñar las Escrituras con una mente abierta. Hombres realmente sinceros, por ejemplo, se han abrogado el papel de guías del cristianismo con los más imponentes y presuntuosos títulos, y después se han vestido de hábitos elaborados y magníficos para impresionar así a la gente, pese a que su Maestro, en el más claro lenguaje, ordenó estrictamente a Sus discípulos que no hicieran nada de eso: pero ustedes no se hagan llamar Rabbí, porque uno solo es su maestro, el Cristo, y todos ustedes son hermanos (Mateo 23:8). Denunció a los fariseos como hipócritas.

Jesús, como veremos más adelante, no sancionó nunca la importancia de ceremonias rituales, ni de leyes rígidas, ni de ordenanzas severas de ninguna clase. En lo que sí insistió fue en que cierto espíritu prevaleciera en la conducta de uno, siendo cuidadoso en enseñar sólo principios, conocedor de que cuando el espíritu es recto los detalles lo serán en consecuencia, “la letra mata pero el espíritu vivifica”, según lo demostraba el triste ejemplo de los fariseos. Sin embargo, a pesar de esto, la historia del cristianismo ortodoxo se compone en su mayor parte de esfuerzos encaminados a hacer observar a los fíeles toda clase de ritos externos. Un ejemplo lo tenemos en los puritanos, al querer imponer a los cristianos el sábado de los judíos como día de descanso, a pesar de que las leyes sabáticas eran una ordenanza puramente hebraica. También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por los que descuidaban lo referente exclusivamente a la profanación del sábado; y a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la observancia supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer cualquier cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su enseñanza se advierte claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado espiritual, pensando y conduciéndose de una manera espiritual.

Es obvio, pues, que si el sábado hebreo fuera todavía impuesto a los cristianos, como éstos no guardan su observancia sino la del domingo, aún estarían incurriendo en las mismas consecuencias de quebrantarlo.

Muchos cristianos modernos, sin embargo, se dan cuenta de que no hay ningún sistema de teología en la Biblia, a menos que se quiera ponerlo allí de forma deliberada, y han renunciado casi por completo a la teología; pero todavía cuentan con el cristianismo porque sienten intuitivamente que es la verdad. En realidad, su actitud carece de justificación lógica puesto que no poseen la clave espiritual, que hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de quien no posee ni la ciega fe de la ortodoxia, ni la interpretación espiritual y científica de la Biblia. Se encuentra sin sostén en todo aquello que no pertenece a la vieja Escuela Unitaria. Si no rechaza del todo los milagros, siente gran incomodidad con respecto a ellos; lo desconciertan y quisiera que no aparecieran en la Biblia, se alegraría mucho si los pudiera dejar de lado.

Un bien conocido clérigo ha publicado recientemente una Vida de Jesús que ilustra cuán falsa es esta posición. En este libro el autor concede la posibilidad de que Jesús curó a algunas personas o les ayudó a curarse a sí mismas; pero nada más. Niega rotundamente los otros milagros. Según él, éstos no fueron más que las acostumbradas leyendas que se forman alrededor de todos los grandes personajes de la historia. Cuando ocurría la tempestad en el lago, por ejemplo, los discípulos se hallaban en extremo asustados, hasta que se acordaron de Jesús, y este pensamiento sólo sirvió para calmar sus temores. Este hecho fue exagerado más tarde hasta convertirse en una historia absurda que describía a Jesús mismo andando sobre las aguas para acercarse al barco. En otra ocasión, sigue el mismo autor, parece que Jesús reformó a un pecador, levantándolo de una sepultura de pecados, y esto, años después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se relata la resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba fervorosamente, su rostro se iluminó con un extraordinario resplandor, y Pedro, que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después, Pedro refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en aquella ocasión. Así se creó la leyenda de la Transfiguración, y tal es el origen de otros y otros ejemplos semejantes.

Por supuesto, debemos escuchar con compasión los argumentos sinceros de un hombre que se halla impresionado por la belleza y el misterio de los Evangelios, pero, faltándole la clave espiritual, cree sentir que su sentido común y toda la erudición científica de los hombres están en contradicción con el contenido de esos Evangelios. Pero no es tan sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo el resto de los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús no creyó que fueran posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca, es cierto, por ostentación, pero sí constante y repetidamente—, si Él no creyó y enseñó muchas cosas en franca contradicción con la filosofía racionalista de los siglos dieciocho y diecinueve, entonces el mensaje de los Evangelios es caótico, contradictorio y carente de todo significado. No podemos eludir este dilema diciendo que Jesús no estaba interesado en las creencias y supersticiones de su tiempo, y que las aceptó más o menos pasivamente porque lo que le interesaba en verdad era el carácter. Éste es un argumento débil, porque este carácter debe incluir una comprensión de la vida inteligente y vital a la vez. Asimismo debe incluir ciertas creencias y convicciones definidas acerca de las cosas de importancia valedera.

Pero los milagros sí ocurrieron. Todos los hechos que los cuatro Evangelios relatan de Jesús sucedieron, y muchos más. Muchas otras cosas hizo Jesús, que si se escribieran una por una, creo que este mundo no podría contener los libros (jn. 21:25). Jesús mismo justificó con sus obras lo que la gente estimó ser una extraña y maravillosa enseñanza; pero Él fue aún más lejos y dijo refiriéndose a aquellos que estudian y practican sus enseñanzas: “Las cosas que hago las harán, y muchas más aún”.

Después de todo, ¿qué es un milagro? Los que niegan la posibilidad de los milagros apoyándose en el argumento de que el universo es un sistema de leyes que funcionan perfectamente sin que quepa el más mínimo fallo, están en lo cierto. Pero olvidan que el mundo que conocemos a través de los cinco sentidos, y cuyas leyes son las únicas conocidas por la mayoría de los hombres, no es más que un pequeñísimo fragmento de todo el universo existente en la realidad, y que cada ley está subordinada a otra superior en un sentido de menor a mayor. Ahora bien, el recurrir de una ley inferior a otra superior no es realmente quebrantar la ley, porque la posibilidad de tal cosa cabe dentro de la constitución suprema del universo. Por eso, en el sentido correcto de lo que la violación de una ley implica, los milagros no son posibles. Empero en el sentido de que todas las leyes ordinarias y las limitaciones corrientes de lo físico pueden ser abrogadas y contrarrestadas por algo más alto que las comprenda, los milagros, en el sentido coloquial de la palabra, no solamente son posibles sino que pueden ocurrir y ocurren.

Supongamos, por ejemplo, que un lunes nuestros asuntos se encuentran en tal condición que, humanamente hablando, es seguro que antes que la semana termine se producirán determinados cambios. Puede tratarse de cuestiones legales, acaso alguna dura resolución judicial o problemas físicos en nuestra salud corporal. Puede que una alta autoridad médica haya decidido que es indispensable una operación muy delicada, o aún más, que estime su deber decir al paciente que no hay esperanzas de que recobre su salud. Ahora bien, si en presencia de tales condiciones el sujeto en cuestión puede elevar su conciencia por encima de las limitaciones del plano físico —lo cual no es más que una enunciación científica de lo que hacemos cuando oramos— las condiciones de ese plano serán cambiadas, y de un modo del todo imprevisto e imposible normalmente, las trágicas consecuencias esperadas se desvanecerán. La sentencia legal no se pronunciará, el paciente se recuperará en lugar de tener que sufrir la operación o de morir, y las cosas se arreglarán para el provecho de todos.

En otras palabras, los milagros, en el sentido corriente de la palabra, pueden suceder y, en efecto, suelen suceder como resultado de la oración. La oración tiene realmente el poder de cambiar las cosas.

Sí, gracias a la oración, las cosas pueden venir en forma muy diferente a como hubieran venido de no haberse orado. No importa cuál sea la dificultad que enfrentamos; no importan las causas que la hayan producido. Suficiente oración barrerá la dificultad; solamente debemos ser perseverantes en nuestra apelación a Dios.

La oración, sin embargo, es al mismo tiempo una ciencia y un arte; y fue a la enseñanza de esta ciencia y de este arte que Jesús dedicó la mayor parte de su ministerio. Los milagros de los Evangelios sucedieron porque Jesús tenía aquella comprensión espiritual que le daba un poder en la oración superior al que nadie había tenido jamás.

Encontramos otro intento de interpretar los Evangelios digno de tomarse en cuenta, que es el de Tolstoi. Éste trató de presentar El sermón de la Montaña como una guía práctica de vida, tomando sus preceptos literalmente y pasando por alto la interpretación espiritual de la cual no era consciente; asimismo, hizo exclusión del plano del espíritu en el cual no creía. Aceptando de la Biblia sólo los cuatro Evangelios y suprimiendo de ellos los milagros, hizo un esfuerzo tan heroico como vano de armonizar cristianismo y materialismo y, por supuesto, fracasó. Su verdadero lugar en la historia resulta así no el del fundador de un nuevo movimiento religioso, sino el del genio cuyo anarquismo práctico abrió el camino a la revolución bolchevique tal como Rousseau preparó el advenimiento de la Revolución Francesa.

Es la clave espiritual lo que revela el misterio del contenido de la Biblia en general, y de los Evangelios en particular. Es esa clave o interpretación espiritual lo que nos explica los milagros, y nos muestra cómo Jesús los hizo para probarnos que nosotros también podíamos hacerlos y librarnos así del pecado, de la enfermedad y de las limitaciones. Con esa clave podemos prescindir de las inspiraciones de la elocuencia, y deshacernos de interpretaciones de la Biblia literal y supersticiosa y, no obstante, entender que es ella el más preciado y auténtico tesoro que posee la humanidad.

Desde fuera, la Biblia es una colección de documentos inspirados que fueron escritos a través de siglos por hombres de todos los tipos y en circunstancias diversas. Muy contados de estos documentos que han llegado a nosotros son originales; en su mayoría se trata de redacciones y compilaciones de fragmentos más antiguos, y el nombre de los autores rara vez se sabe con seguridad. Esto, no obstante, no afecta en lo más mínimo al propósito espiritual de la Biblia; sino que en realidad carece de importancia. El libro, tal como lo tenemos, es una fuente inagotable de la verdad espiritual, no importan los caminos por los que ha llegado a su forma presente. El nombre del autor de un capítulo cualquiera no tiene más interés que el de su amanuense a quien tal vez se lo hubiera dictado. La sabiduría divina es el autor, y eso es todo lo que nos importa. La exégesis, o alta crítica, se ocupa exclusivamente del aspecto externo, de la letra de las Escrituras, pasando por alto su contenido profundo, y tal crítica carece de valor desde el punto de vista espiritual.

El mensaje profundo de la Biblia nos es presentado a través de formas diversas: historia, biografía, así como lírica y otras formas poéticas; pero, sobre todo, se emplea la parábola para expresar la verdad espiritual y metafísica. En ciertos casos, lo que nunca había sido destinado a ser más que una parábola, fue interpretado literalmente durante algún tiempo; de ahí que a menudo haya parecido que la Biblia enseña cosas en completa contradicción con el sentido común. Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Adán y Eva en el Jardín del Edén. Interpretado correctamente, este relato es tal vez la más maravillosa de todas las parábolas. No fue el objetivo del autor presentar esta historia como verídica, pero muchos la han tomado así, dando origen a toda una serie de absurdas consecuencias.

La clave o interpretación espiritual de la Biblia nos libera de todas estas dificultades, dilemas y aparentes inconsecuencias. Al mismo tiempo, nos evita caer en las falsas posiciones del ritualismo, del evangelismo y también del llamado liberalismo, porque nos da la verdad. Y la verdad viene a ser nada menos que la sorprendente pero innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea el cuerpo físico o las cosas comunes de la vida, los vientos y la lluvia, las nubes, la tierra misma— está sujeto al pensamiento del hombre, y que él puede dominarlo cuando adquiere conciencia de ello. El mundo exterior, lejos de ser una prisión de circunstancias como comúnmente se le supone, no tiene en realidad ningún carácter propio, ni bueno ni malo. Su carácter es ni más ni menos que el que nuestros pensamientos le dan. Es plástico a nuestro pensamiento, cuya forma toma, y ello es cierto, entendámoslo o no, querámoslo o no.

Los pensamientos que a lo largo del día ocupan nuestra mente, nuestro Lugar Secreto, están modelando nuestro destino hacia lo bueno o hacia lo malo. Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida no es más que la proyección externa de nuestro pensamiento.

Ahora bien, está en nosotros elegir la clase de pensamientos que albergamos en nuestro receptáculo mental. Quizás sea difícil cambiar el rumbo ordinario de nuestro vicioso modo de pensar, pero puede hacerse. Podemos escoger la índole de nuestros pensamientos —y en efecto, siempre lo hacemos así—, por consiguiente, nuestras vidas son justamente el resultado de nuestra selección mental. Son, por lo tanto, la hechura de lo que nosotros mismos hemos dispuesto, y en consecuencia, existe perfecta justicia en el universo. No existen sufrimientos como consecuencia del pecado original de otro, sino que recogemos la cosecha que nosotros mismos hemos sembrado. Poseemos libre albedrío, pero este albedrío descansa en nuestra selección mental.

Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a través de toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente como la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la claridad de la luz va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La verdad nunca cambia, lo que cambia es la comprensión que de ella tienen los hombres. A través de los siglos esta comprensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llamamos progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la idea cada vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres de Dios.

Jesucristo recapituló esta verdad, la enseñó cabalmente y a fondo, y sobre todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de nosotros podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la plenitud de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una comprensión completa del mismo. Pero lo que podemos demostrar es algo muy diferente. Aceptar la verdad es el primer paso, pero poco hemos adelantado hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la Resurrección. Por razones que no vienen al caso explicar aquí, sucede que cada vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos una ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura; y la ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular. Jesús, al vencer toda suerte de limitaciones a la que la humanidad vive sujeta, y en particular venciendo a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e incalculable y por eso es lícito llamarle el Salvador del mundo.

En una ocasión de su ministerio que estimó conveniente, Jesús quiso reunir y expresar toda su enseñanza en una serie de discursos, que probablemente le llevaron varios días, hablando quizá dos o tres veces al día. Este ordenamiento ha sido comparado en ocasiones, y con bastante exactitud, a cierto sistema de escuelas de verano que tenemos hoy en día.

Jesús aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su mensaje o, lo que es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes, como se dice vulgarmente. Es natural que muchos de los presentes tomaran apuntes, los cuales fueron más tarde debidamente reunidos y ordenados como el Sermón de la montaña. Cada uno de los cuatro evangelistas recogió material de aquel sermón de acuerdo con sus puntos de vista personales, y es Mateo quien nos da la versión más completa y coherente. La presentación que él nos ofrece es una codificación casi perfecta de la religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha escogido la versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo contiene lo esencial; es personal y práctico, es conciso y específico y, no obstante, su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido de sus conceptos ha sido debidamente comprendido, no falta sino ponerlos fielmente en práctica para obtener enseguida los resultados. La importancia y el alcance de tales resultados estarán en relación directa a la sinceridad y constancia con que sus instrucciones sean aplicadas. Ésta es una cuestión individual que cada uno tiene que responderse a sí mismo “nadie puede salvar el alma de su hermano, o pagar la deuda de su hermano”. Podemos y debemos ayudamos unos a otros en determinadas ocasiones, pero es menester que cada uno de nosotros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de pecar, antes que pueda sucederle una cosa peor.

Si lo que deseamos realmente es cambiar nuestras condiciones de vida; si realmente queremos transformarnos; si de verdad anhelamos la salud, la serenidad y el cultivo espiritual, debemos poner nuestra mira en el Sermón, porque allí Jesús nos dice lo que tenemos que hacer. La tarea no es fácil, pero estamos seguros de que puede realizarse porque otros lo han hecho. Mas es necesario pagar el precio, y éste consiste en aplicar estrictamente los principios de Jesús en cada aspecto de la vida y en cada hecho cotidiano, tanto si sentimos el deseo de hacerlo como si no, y especialmente en aquellos casos en que nos sentimos inclinados a no hacerlo.

Si estamos dispuestos a pagar ese precio, entonces el estudio de este magnífico Sermón de la montaña se convertirá para nosotros verdaderamente en el Monte de la Liberación.

El sermón en la montaña

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