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Capítulo primero. Presencia y silencio

Gruñón místico

Cada año, por Pascua, marchábamos del minúsculo convento y emprendíamos un viaje de tres días hasta llegar a la catedral.

El viaje era duro, especialmente para los más ancianos. Pero todos lo esperábamos con mucha ilusión.

Abandonar el rigor del convento, recorrer juntos el camino hasta Plasencia, encontrarnos con sus gentes, respirar otros olores, era una aventura y un auténtico placer.

Pero el colofón del viaje era, por encima de todo, la catedral.

Era bella, majestuosa. Llena de representaciones que revitalizaban en tu mente las imágenes de la Historia Sagrada, haciéndolas más claras y luminosas un tu interior. Los vitrales se encargaban de darles color transformando la luz que los atravesaba y que se había ido desvaneciendo en el recuerdo desde la última visita.

Pero lo mejor de todo es que ¡era enooooorme!

Acostumbrados a la estrechez de las celdas de cuatro pies y medio del Palancar, aquellas dimensiones abismales te hacían experimentar a Dios en toda su inmensidad. Allí sí era posible vivenciar un atisbo de la grandeza. Acercarse a comprender, aunque solo fuera minúsculamente, qué podría significar la palabra infinito.

Así que, cuando era el momento de empezar los preparativos para el viaje, una ola de energía invadía el convento, que parecía renacer, cobrar vida al fin. Parecía que la primavera empezara a penetrar en nosotros porque todos estábamos más alegres y cordiales.

Todos menos el viejo hermano Ciriaco.

Cada año, sistemáticamente, era el último en terminar de preparar su zurrón y en calzarse las alpargatas de viaje. Lo hacía a regañadientes, refunfuñando

–Insensatos, grrr, atajo de ignorantes, grrr, paletos...

Gruñía por lo bajini, como disimulando, pero en el fondo deseando que todos le oyeran. Los demás no sé, pero yo entendía perfectamente los insultos que se escapaban de su boca desdentada.

Siempre había sido el más huraño del convento pero en esas fechas su mal humor alcanzaba sus cotas más altas.

La cosa se ponía peor cuando llegábamos a la catedral. Cada expresión de asombro de un hermano, cada manifestación de satisfacción del grupo, tenía como premio un rebuzno y, en sordina, un par de insultos de propina.

Aquel año no me pude contener.

–¿Qué os pasa cada año, querido hermano, que cuando vamos a la catedral y mostramos nuestro asombro ante la majestuosidad de Dios, os molestáis y empezáis a gruñir?

–¿Majestuosidad de Dios decís? Grrr… la verdad, no entiendo muy bien qué demonios hacéis todo el año estudiando y rezando… para esto… Venid, ¡os mostraré!

Por sorpresa, me agarró fuertemente del brazo y me arrastró hasta la puerta de la catedral. Apartando a manotazos y rebuznos a la gente que estaba en el umbral, me colocó justo debajo de la entrada, con un pie dentro y otro fuera.

–Mira adentro –me dijo–. ¿Qué ves?

Todavía sorprendido por su reacción y ante la visión de la impresionante cúpula, no pude más que responder:

–Veo… veo… grandeza, majestuosidad…

–Grrr... bien, bien, ahora mira afuera –me dijo, señalando con su mano hacia el cielo–. ¿Qué ves?

–Pues… no veo nada… unos pájaros revoloteando… el azul del cielo…

–¡¿Lo veis?! ¡¡¿Lo veis?!! ¡¡A eso me refiero!! –exclamó, como el que consigue una ansiada victoria–. La única majestuosidad que encierra la catedral, es la de vuestra propia ignorancia.


Hemos venido para hacer algunos cambios

Isla de Inchkeith, año 1493.

El terrible experimento de Jacobo IV llega a su fin. El suplicio va a terminar para los niños que han sido recluidos allí desde su nacimiento. Hasta entonces, han sido privados de todo contacto con otros seres humanos. Su único vínculo con la Humanidad ha sido una criada sordomuda a la que se le ha prohibido cualquier tipo de intercambio lingüístico y afectivo con los niños.

El objetivo del experimento es descubrir qué lengua hablarán de manera natural, si nadie les ha enseñado a hablar ni han podido entrar en contacto con idioma alguno.

El resultado, según la propaganda oficial de la época, es que «hablaban un muy buen hebreo».

Los testimonios extraoficiales apuntan, no solo a que no hablaban lengua alguna, como es natural, sino a que, por desgracia, no sobrevivió ninguno.

Lamentablemente, esta no fue la primera ni la última vez en la que tuvieron lugar experimentos semejantes. Los escritos de Herodoto hablan de experiencias similares llevadas a cabo por el faraón Psamtik en el siglo VI A. C. Parece ser que Federico II de Prusia y el káiser Guillermo «El Grande» también llevaron a cabo la misma atrocidad.

El maldito experimento es la demostración de dos cosas:

En primer lugar, se convierte en una prueba más de que la crueldad humana no tiene límites, especialmente cuando se es muy poderoso, se vive cómodamente y se tiene la sensación de ser intocable o prácticamente inmortal.

Es una prueba más de que el poder jerárquico, político o religioso puede corromper fácilmente a las personas y convertirlas en máquinas inconscientes e insensibles al servicio de fuerzas oscuras. El poder que se otorga, que no emana directamente de la propia persona, consume a su portador: no es la persona la que posee el poder, sino que es el poder el que posee a la persona.

Solo aquellos cuyo poder emana de su propia naturaleza, de su persona y no de títulos, puestos, linajes o distinciones, son capaces de soportar la fuerza centrífuga del lado oscuro del poder. Estos son los verdaderamente poderosos.

Y de estos, haberlos «haylos».

Curiosamente, a estas personas el poder otorgado no les interesa para nada. Sencillamente no lo quieren, entre otras razones quizás porque no lo necesitan.

Llevo años estudiando a estas personas tan especiales. En este libro hablaremos de ellas. También hablaremos del control y del poder, de su lado luminoso y de su lado oscuro.

Por otro lado, el miserable experimento también nos muestra algo que sin embargo no requiere de ninguna demostración: que las personas somos en relación con otras. Que necesitamos de los demás para validar nuestra existencia. Necesitamos hablar con otros, interactuar, intercambiar, de lo contrario sentimos que no existimos. Nos convertimos en fantasmas y la falta de conexión y contacto nos llevan a la enfermedad o incluso a la muerte.

Uno necesita sentir que existe y la prueba irrefutable de la propia existencia suele ser el efecto que produce en lo demás. Que le miren cuando habla, que le escuchen, que reaccionen.

Por eso es tan desagradable saludar a alguien por la calle y que no nos devuelva el saludo. O estar hablando con alguien y que se dé la vuelta y se marche sin haber podido acabar de explicar lo que queríamos.

Nos aterroriza que nos ignoren, tanto que preferimos una respuesta negativa o desagradable a que no haya respuesta. Necesitamos sentir que producimos un efecto en los demás y en el mundo que nos rodea.

Mi interpretación de esta necesidad es que hemos venido al mundo para hacer algunos cambios. Que nuestra vida tiene un sentido y que este sentido es hacia fuera: trasformar la realidad con nuestra aportación personal.

Algunas personas realizarán grandes cambios, otras se ocuparán de cambios más pequeños pero igualmente necesarios. Cada persona tiene un papel que representar.

Pobres aquellos que sientan que no están cambiando nada a su alrededor. Su existencia irá quedando vacía de contenido, de sentido y de vida. Una existencia sin influencia es como hablar para las paredes: al poco tiempo uno se acaba callando.

No hemos venido para pasar inadvertidos y desaparecer sin dejar rastro alguno. Tenemos una misión que cumplir.

Y aunque hemos llegado hasta aquí desnudos, es igualmente cierto que se nos ha enviado bien equipados y con el poder de llevar a cabo estos cambios. Se nos ha dado una magnífica herramienta para lograr nuestro propósito.

La herramienta somos nosotros mismos. Pero, ¿sabemos cómo usarla?

Presencia que transforma

Aquel que sabe

y sabe que él es,

ese es sabio.

Ante su sola presencia

el hombre puede transformarse.

Texto Sarmouni

Tengo en mi casa una pequeña estatua de Buda, tallada en madera, de unos treinta centímetros de altura. La empleo en mis talleres para facilitar que los asistentes entren en contacto y se familiaricen con el concepto de presencia que influye, que transforma.

Simplemente la coloco delante de ellos, les pido que la observen por unos minutos y que me digan qué sensación les genera. Las sensaciones son muy diversas, normalmente todas positivas.

Y, lo más interesante de todo: todavía no he encontrado a nadie que me diga que no le genera nada.


Figura 1. Mi estatuilla de Buda. Si la miras atentamente durante unos minutos empezará a generar sensaciones en ti. Y eso que ahora mismo ya ni siquiera es un volumen en el espacio, sino un simple dibujo plano en blanco y negro.

Las formas en el espacio, su volumen, generan sensaciones en nosotros. Es el efecto de la arquitectura. Cuando los volúmenes del espacio representan figuras humanas, las sensaciones que generan en nosotros pueden ser incluso más intensas. Es el efecto de la escultura.

Si lo que tenemos delante son seres humanos de carne y hueso, el impacto puede llegar a ser realmente transformador. Es el efecto de la comunicación.

Paul Watzlawick en su «Teoría de la Comunicación Humana» establece la primera de sus leyes: «No es posible no comunicar», argumentando que todo comportamiento comunica algo. Como no es posible no comportarnos, no es posible no comunicar. Incluso el que se queda sentado en una silla con los ojos cerrados está comunicando muchas cosas (que está cansado, que no quiere ser molestado, etc.), lo que a nuestros efectos significa que si hay presencia, hay comunicación. Tu presencia comunica. Y vaya si comunica.

Además, la presencia comunica normalmente de manera inconsciente, sin que te des cuenta. Lo cual no significa que tenga poco impacto, sino todo lo contrario: lo que nos afecta de manera inconsciente tiene mayor influencia sobre nosotros porque es muy difícil oponer una barrera a algo cuya existencia simplemente ignoramos.

Cuando aparece una presencia por nuestros alrededores el efecto es automático e inmediato. Piensa en cuántas ocasiones has retrocedido de manera instintiva, sin ni siquiera pensarlo, cuando otra persona ha invadido tu espacio personal.

El tamaño de este espacio personal varía en función de las distintas culturas y a menudo resulta incluso divertido observar como un latino se acerca a un anglosajón para hablar mientras el otro se aleja. Entonces se vuelve a acercar y el otro se vuelve a separar y así sucesivamente.

Pero ni se dan cuenta: su conciencia está enfrascada en el tema del que están hablando, en el contenido de la conversación. No se percatan de que la razón de que esa conversación no acabe de fluir nada tiene que ver con los argumentos que están intercambiando.

La comunicación a través de la presencia constituye probablemente la forma más antigua de comunicación y se remonta, ya no solo a nuestros ancestros humanos y pre-humanos, sino que es la forma de comunicación por antonomasia en el reino animal. Los adiestradores conocen muy bien la importancia de la postura. Pobre del domador de leones que no haga su trabajo desde una postura firme y poderosa.

Existe un vídeo en YouTube1 donde puedes comprobar el poder de una presencia firme y centrada. Hay un grupo de aprendices de torero quietos de pie en una plaza de toros. Están todos como formando una parrilla silenciosa, separado cada uno por un par de metros del resto de compañeros. La postura de todos es recta, mirando al frente con los pies juntos, bien firmes en el suelo. Las manos en el pecho y los codos pegados al cuerpo. Inmóviles.

De fondo, la voz del maestro: «¡Sampayo, trae ese capote!» y de repente aparece en escena una vaquilla encabritada, corriendo y dando brincos.

Es sorprendente ver cómo la vaquilla, a pesar de correr y saltar como loca, va pasando entre los aprendices sin rozarlos en ningún momento. Los respeta como si fueran firmes columnas de cemento y de hecho al cabo de un rato se limita únicamente a correr por el perímetro de la plaza, como evitando cruzar por el espacio que hay entre los muchachos, como si en ese espacio hubiera algo que prefiriera no traspasar.

«¡Prueba superada!» grita el maestro, y los aprendices asustados ponen pies en polvorosa para ponerse a buen recaudo, sin creerse todavía lo que acaba de pasar.

Pues bien, esta comunicación que emana de la presencia, esta fuerza que ejerce sobre los demás, es probablemente la mayor capacidad transformadora de la que dispones.

He podido estar en presencia de grandes maestros, terapeutas y comunicadores. He revisado miles de horas de grabación de algunos de los personajes más influyentes del último siglo. Y, en mi opinión profesional, todas sus «técnicas», lo que parece más evidente, son solo la superficie.

Pero no necesariamente lo que produce el cambio.

Lo verdaderamente efectivo es mucho más sutil. Su capacidad de transformación se encuentra en un lugar mucho más profundo.

Su verdadero poder emana de su presencia.

El velo de la aureola social

Muchas personas confunden el poder de la presencia con lo que podríamos denominar la «aureola social»: el efecto que ciertos personajes famosos o famosillos generan en otros por el mero hecho de aparecer en nuestro televisor o en las revistas.

No te equivoques. Esa aureola no la producen ellos, sino que la producen los que les admiran, la masa fan, los medios. La produces tú.

Si algún día tienes la oportunidad de hablar con alguno de estos personajes verás como en muchos casos esa aureola no aguanta ni cinco minutos una conversación medianamente profunda. En otros casos puede que quizás aguante un poco más, pero normalmente no suele resistir un segundo encuentro a solas.

Momento en el que se le viene a uno rápidamente a la cabeza aquello de «caga el Rey, caga el Papa y de cagar nadie se escapa». La portada del libro era estupenda, pero el libro era normalillo.

La aureola acaba de desvanecerse.

Es importante saber distinguir esta aureola para levantar el velo que puede tender sobre nuestros ojos.

Los liderazgos más oscuros, normalmente ausentes de contenido real, se suelen sustentar sobre la aureola social.

Desde las tiranías políticas más oprimentes, hasta los niños bullies del colegio. El clásico ejemplo es el del niño que se convierte poco a poco en el tirano dominador de los demás. Quien se atreve a disentir es excluido del grupo. El tiranillo no tiene ninguna cualidad especial más allá del miedo que genera a los otros niños de ser marginados del grupo. Un poder que ha ido creciendo poco a poco, partiendo prácticamente de la nada. El tiranillo realmente no tenía grandes cartas, pero las circunstancias han facilitado que las haya jugado bien.

Una presencia profunda aguanta perfectamente la falta de fans, la falta de medios, la conversación y el paso del tiempo. Esto es así porque es la propia persona la que desprende la aureola. No somos los demás los que se la generamos, ni los fans, ni la parafernalia, ni la vestimenta.

Una presencia profunda en realidad produce mucho más que una aureola. Más bien genera una especie de campo gravitatorio cuyo efecto deforma el espacio y nos atrae con una fuerza inexorable.


Figura 2. Una presencia poco profunda no ejerce ningún efecto sobre las personas de su alrededor, que siguen su trayectoria sin alteración.


Figura 3. Una presencia poderosa y centrada deforma profundamente el espacio y ejerce una fuerza sobre las personas a su alrededor de la que no es posible escapar.

La fuerza de una presencia realmente profunda y centrada puede ser tan notable que, en ocasiones, de manera inexplicable, somos incluso capaces de sentir que nos está observando sin ni siquiera haber entrado en contacto visual ni auditivo con esa persona. No sabíamos que estaba allí, pero percibimos claramente su presencia.

Pero, ¿a qué nos referimos específicamente cuando hablamos de una presencia profunda y centrada? ¿Cuáles son sus características?

Presencia descentrada

Muchas veces para describir un concepto nuevo resulta muy útil empezar describiendo el concepto opuesto.

Esta es una de esas ocasiones, ya que estamos mucho más familiarizados con lo que es una presencia descentrada de lo que lo estamos con la idea de una presencia centrada.

Por eso, cuando abordo este tema en mis talleres siempre empiezo preguntando por los comportamientos de las personas descentradas y entonces somos capaces de llenar pizarras enteras:

 Interrumpe

 No escucha

 Utiliza un tono poco o nada agradable

 No cumple

 Llega tarde

 Demuestra poco equilibrio

 Es impulsiva

 Muestra nerviosismo

 Transmite un agobio visible

 Denota cierta agresividad

 Pide todo para ayer

 En algunos casos expresa obsesión, en otros pasotismo

 Ejerce una influencia negativa

 Muestra preocupación continua

 Tiene falta de criterios sólidos

 Transmite falta de claridad en las ideas

 Es poco razonable

 Expresa cambios de opinión constantes

 Muestra falta de organización

 Genera desorden

 No predica con el ejemplo

 Transmite egoísmo

 Te genera desconfianza

Seguro que fácilmente se te ocurre alguna que otra característica más para engrosar esta lista.

Una presencia descentrada genera una influencia desagradable, malas sensaciones, ganas de alejarnos. No sería la primera vez en la que alguien cargado de argumentos es incapaz de convencerte de algo, simplemente porque un gramo de ese mal rollo que genera su presencia pesa más que una tonelada de razones.

Lo divertido ahora es girar el dedo hacia uno mismo y darse cuenta de que, en mayor o menor grado, en más o menos ocasiones, todos nosotros exhibimos alguna de estas «virtudes». Cuanto mayor es la presión sobre nosotros, cuanto mayor el grado de exigencia, con más facilidad caemos en ellas.

A veces incluso las llegamos a «cronificar» y mostramos alguna de estas perlas de manera sistemática, hasta en las situaciones más banales, sin saber ni si quiera muy bien por qué. Sin ser capaces de entender nuestro propio comportamiento, respondiendo de manera automática, incluso a nuestro pesar.

En muchas ocasiones no somos conscientes de lo descentrados que podemos llegar a estar. Especialmente en estos tiempos que corren...

La sensación de urgencia permanente

Una señal inequívoca de que estás fuera de tu centro es esa sensación de urgencia permanente que puedes estar experimentando tanto en tu vida profesional, como en tu vida personal. La sensación de que todo es para ayer, de que todo corre prisa, de que no llegas a nada.

Esa sensación pretende darte la capacidad de rendir más y más, de llegar a todos los plazos, de hacerte eficaz. Y, sin embargo, a la larga, consigue todo lo contrario: te agota, te desmotiva y te coloca fuera de tu centro de manera crónica.

Voy a decirte algo que creo que necesitas saber y que puede que en un primer momento te resulte un tanto extraño: a no ser que seas bombero, médico de urgencias, soldado en el frente o piloto en pleno aterrizaje forzoso (por poner algunos ejemplos), lo tuyo no son urgencias reales.

Te puedo demostrar mi afirmación muy fácilmente con el siguiente razonamiento: resulta que en tu día a día laboral tienes un montón de tareas supuestamente muy «urgentes» que hacer y que te generan esta sensación de urgencia permanente tan estresante. Y, sin embargo, te pones enfermo unos días, o incluso una semana, o dos semanas, y no solo no pasa absolutamente nada, sino que resulta que nadie se ocupa de hacer esas tareas supuestamente tan urgentes.

Cuando regresas de tu baja allí siguen esas tareas, esperándote tranquilamente en la oficina.

Coloquemos cada cosa en su lugar: lo nuestro no suelen ser urgencias.

Pero ahora imaginemos que realmente lo fueran. Si ese fuera el caso, esa sensación de urgencia permanente probablemente no sería tu mejor aliado.

Si alguna vez tienes la oportunidad de ver a los profesionales de las auténticas urgencias en acción, médicos, bomberos, soldados, verás que precisamente gestionan esas urgencias vitales con la máxima tranquilidad. Se entrenan para mantenerse centrados, equilibrados, para gestionar esas situaciones con calma, tranquilidad, energía y cabeza.

«Keep calm and carry on» reza el eslogan de un póster producido por el gobierno del Reino Unido en 1939, diseñado para empapelar las calles de la nación ante la eventualidad de una invasión inminente (que afortunadamente nunca necesitaron emplear).


Figura 4. El acertado eslogan cuya traducción sería: «Mantente calmado y sigue adelante».

Tus «urgencias», probablemente no son urgencias. Y si lo son, la sensación de urgencia permanente más bien te puede perjudicar.

Pero, además, esa sensación ni siquiera es de urgencia permanente. En realidad, si profundizas un poco en ella descubrirás que lo que estás sintiendo no es urgencia, sino que es otra cosa.

Lo verás claro con otro ejemplo. Imagina que estás en tu puesto de trabajo y dentro de una hora tienes que entregar un informe de mil doscientas páginas, de elaboración súper compleja y que si no lo entregas a tiempo generarás un problema muy grande en tu departamento. Te juegas el puesto de trabajo.

Mientras lo imaginas, lógicamente, aparece la dichosa sensación.

Ahora imagina que el informe está prácticamente acabado y que lo único que te falta para poderlo entregar es rellenar una ficha con tus datos personales y firmar. Algo bien sencillo que puedes hacer en cinco minutos.

La entrega del informe sigue siendo igualmente urgente e igualmente importante, pero la sensación de «urgencia» desaparece.

¿Por qué? Sencillamente porque lo que estás sintiendo no es urgencia sino sensación de falta de control. Ahora sí que le hemos puesto el nombre correcto a la sensación.

Esa vibración tan molesta, que resuena en tu interior como los instrumentos del dentista en tu boca, que te impide ser tú mismo, que te impide funcionar en tu máximo nivel, es en realidad la sensación que se produce al pensar que no vas a llegar a tiempo para cumplir tus compromisos, urgentes, o no. Es sensación de falta de control.

Para identificar rápidamente si te encuentras centrado –o más bien descentrado–, el mejor indicador suele ser la presencia de esa sensación, una supuesta sensación de urgencia que en realidad es falta de control.

Esta sensación es consecuencia de estar fuera de tu centro, pero al mismo tiempo también es causa de ese «descentre» al retroalimentarlo.

Porque cada vez que esa sensación se genera en ti, no solo te hace menos eficaz, sino que tu presencia vibra y resuena con ella, emitiéndola a tu alrededor. Los demás la perciben, se dan cuenta de tu falta de centro y por lo tanto de tu falta de control. Es inevitable que lo hagan. Y, como consecuencia, no solo sientes que no tienes el control sino que realmente no lo tienes, entre otras razones porque los demás no te lo van a dar.

El control jamás se otorga al que no lo tiene ya.

Acercándote al centro

A lo largo de este libro veremos que el centro es un lugar lleno de recursos. Por ello cuanto más te acercas a él, mayor es la sensación de control.

Esta sensación de control se acaba transmitiendo a través de las señales que envía tu cuerpo. Los demás captan esas señales y es eso precisamente lo que te coloca en una posición de influencia.

Uno de mis antiguos jefes, un director de ventas del que aprendí mucho, era un auténtico maestro del control. Cuando subía a las reuniones del comité de dirección, hablaba bien poco. Dejaba que los demás lo hicieran, que discutieran entre ellos. Al cabo de un rato, cuando ya se habían “quemado” y estaban descentrados por la discusión, simplemente lanzaba sus propuestas. Y lo más interesante: las expresaba desde su centro, con confianza y tranquilidad.

Esto hacía que los demás casi siempre se pusieran de su lado. Algunos, a veces, se ponían un poco nerviosos, les incomodaba su seguridad, su liderazgo. Y claro está, cuanto más nerviosos se ponían, menos convincentes resultaban y más control tenía él de la situación.

A medida que te acercas al centro puedes sentir como la sensación de falta de control, desaparece y deja paso a una tranquila sensación de control.

A diferencia de la sensación de urgencia permanente, precisamente podríamos describirla como de «no-tiempo», de presente permanente. Como si el tiempo no estuviera transcurriendo o como si el tiempo en realidad hubiera dejado de tener importancia. Presencia y presente son dos palabras prácticamente iguales. No es casualidad: estar presente en el aquí y ahora te acerca a tu centro.

Cuanto más cerca estás del centro, mayor es la sensación de calma. Las vibraciones molestas van desapareciendo del cuerpo y van abriendo paso a una sensación de paz que curiosamente podríamos describir como falta de sensación.

¿Y qué encontraremos justo en el centro? Como iremos descubriendo a lo largo de esta obra, el centro es un punto que se caracteriza por un profundo vacío.

En el centro no hay nada.

Sólo un silencio generador desde el que precisamente surge todo aquello que necesitas en cada momento.

El Tao es vacío,

imposible de colmar

y por ello inagotable en su acción.

En su profundidad

reside el origen de todas las cosas.

Tao Te Ching, capítulo 4: La Singularidad del Tao

El centro

Podemos definir el centro como un estado interno de máxima capacidad personal que nos coloca en la posición óptima para influir y ejercer el control.

En ese estado tenemos en potencia a nuestra disposición el mayor número de herramientas posible para lograr nuestros propósitos.

Desde el centro nuestra presencia alcanza en silencio su mayor profundidad y su máximo poder. Esto es así porque, como veremos más adelante, el centro es un estado generador de:

 Equilibrio

 Influencia

 Orden

 Energía

Estas cuatro propiedades del centro son las que te llevan precisamente al poder personal, al control.

El centro se puede alcanzar a través del trabajo a distintas profundidades. Cuanto más profundo sea el trabajo que hagas sobre ti mismo, con más intensidad te colocarás en este estado de máxima capacidad y más influencia tendrás sobre los que te rodean.

Si por el contrario el trabajo que realizas sobre ti mismo es más bien periférico, el estado será más superficial y el alcance de tu influencia menor.

Figura 5. Representación gráfica del centro y de los distintos niveles de alcance y profundidad a su alrededor.


Representamos esta influencia en forma de círculos concéntricos que emanan de ti, simbolizando, en primer lugar, el movimiento de esa ola invisible que invade el espacio a tu alrededor. La aureola de una presencia que toca y transforma.

Pero también la ilustramos en forma de círculo para representar así cada uno de los diferentes niveles de trabajo sobre ti mismo que son necesarios para cosechar esa influencia. Unos niveles que son cada vez más difíciles de trabajar, cuanto más cerca estén del centro.

Justo en el centro de estos niveles, existe un punto mágico, casi inalcanzable. Un punto que, como buen concepto geométrico que es, está allí pero no tiene dimensión. O sea, es, pero al mismo tiempo no es.

El centro.

El concepto del centro es en realidad una idea arquetípica; la manejamos de manera más o menos consciente desde hace miles de años y se ha venido expresando gráficamente de forma similar en diversas civilizaciones, aunque con distintas connotaciones e interpretaciones. Cada manifestación cultural del centro nos da pistas para comprender su verdadera naturaleza.

Por ejemplo, en japonés, la palabra «enso» significa círculo y se representa como tal de un solo trazo sin posibilidad de modificación. Se considera que el resultado de este ejercicio caligráfico es una especie de fotografía del estado mental y espiritual del que lo dibuja.

Pero el ejercicio del enso no solo tiene una función descriptiva de ese estado, sino que su práctica nos ayuda a desarrollarlo y perfeccionarlo. El ejercicio concentrado del enso, nos facilita acercarnos al lugar de máxima claridad mental y espiritual que estamos buscando. Desde allí nuestra presencia alcanzará su máximo esplendor.


Figura 6. Representación de un enso.

En el budismo y el hinduismo la idea del centro se manifiesta gráficamente a través del mandala, palabra de origen sánscrito que significa círculo.

La práctica del mandala, bien sea mediante dibujo, pintura o empleando arena de diferentes colores, es de nuevo una forma de meditación y relajación ampliamente extendida en estas culturas.

Los mandalas tibetanos suelen hacerse con arena de colores, y una vez han sido creados, se permite que el viento se los lleve o incluso son directamente barridos del suelo, como símbolo de la impermanencia de todo y especialmente de la delicada impermanencia del centro, un estado que puede desaparecer en el aire con la misma facilidad que un gorrión asustado.


Figura 7. Representación de un mandala.

También en el arte cristiano medieval encontramos numerosas representaciones similares a los mandalas, por ejemplo en los rosetones de vitral de las iglesias y catedrales. Son ventanas por las que atraviesa la luz iluminando sus estancias con colores sorprendentes y creando un ambiente casi mágico, facilitador del contacto con lo divino.

Para mí simbolizan el centro como algo que permite ver en el interior la magia invisible que está en el exterior.


Figura 8. Fachada de la basílica de Santa María del Pi de Barcelona, con su enorme rosetón como protagonista.

Si viajamos hasta el continente americano, también encontramos distintas manifestaciones del centro, como por ejemplo las milenarias chacanas de los Andes, cuya escalera de cuatro lados precisamente representa un puente infinito hacia lo más elevado. El camino infinito del desarrollo personal.

El centro de la chacana, muy acertadamente, está ni más ni menos que vacío.


Figura 9. La chacana o cruz andina.

En ese mismo continente, también podemos intuir la representación de algunos aspectos del centro en la piedra del sol azteca. En este caso, justo en medio, nos encontramos con un rostro del cual irradia todo lo demás, siendo así que para mí representa, no solo el centro, sino además la presencia de un ente o ser como mecanismo generador de ese centro.


Figura 10. La piedra del sol azteca.

La imagen de un personaje generando el centro nos conecta con otras manifestaciones diferentes, como por ejemplo, las thangka tibetanas, obras de arte sobre tela donde se representa a personajes divinos a través de caleidoscópicos mandalas de una gran riqueza. La belleza de estas obras quiere expresar el poder radiante del personaje que ocupa la posición central y que mueve y transforma todo lo que hay a su alrededor.


Figura 11. Representación de Buda en un thangka adaptado de una creación del maestro tibetano Romio Shrestha.

En este mismo sentido, la aureola de los santos, la corona de los reyes o los tocados de plumas de los jefes indios norteamericanos, también nos dan pistas adicionales que nos ayudan a comprender de manera visual la naturaleza del centro. Estos símbolos vienen a representar el poder, la fuerza o la capacidad que irradia de la persona hacia fuera.

Pero por otro lado estos símbolos añaden todavía más pistas a la naturaleza del centro porque expresan un rasgo adicional: una capacidad de percepción fuera de lo común, casi extrasensorial. La concentración de información y energía desde el más allá, que se acumula en alguien prodigioso.


Figura 12. Representación de un santo de cuya cabeza emana una aureola. Presta atención a su postura y especialmente a la posición de reposo de sus manos, que denotan un estado interno de paz y tranquilidad.


Figura 13. Un rey poderoso con su espléndida corona. Como una pirámide invertida, las puntas se abren hacia arriba, hacia el cielo, para recibir su poder real, para captar la energía y se cierran hacia abajo para concentrar ese poder en el centro de su persona.


Figura 14. El jefe indio con su tocado de plumas. Las plumas, no solo muestran el poder realizador que emana de su persona, sino que sus puntas se convierten además en «antenas» que le permiten multiplicar su asombrosa capacidad de percepción. Una percepción que llega a abarcar lo extrasensorial.

La Ley del Silencio

Treinta radios confluyen en el centro de la rueda,

es su hueco lo que resulta útil al carro.

Con el barro formamos la vasija,

es su vacío el que le da la utilidad.

Abrimos puertas y ventanas en los muros de la casa

y es su vacío el que la hace habitable.

Así pues, aunque nuestra atención está en lo que es,

la utilidad se encuentra en lo que no es.

Tao Te Ching, capítulo 11:La Utilidad del Vacío

Cuando tienes la oportunidad no sólo de acercarte al centro de la presencia, sino de llegar hasta él, aunque sea por un instante minúsculo, descubres cómo paradójicamente, justo en el centro, en ese punto, no hay absolutamente nada.

El centro se caracteriza por un vacío absoluto.

Por ello la presencia que alcanza el centro consigue una profundidad insondable. Como si de un agujero negro se tratara, ese vacío ejerce una importante atracción sobre todo lo que le rodea.


Figura 15. Representación conceptual de la deformación en el espacio-tiempo producida por un agujero negro.

Como veremos más adelante, este vacío absoluto, lejos de ser un concepto abstracto, lo percibes claramente en tu interior como una ausencia de sensación en todas las dimensiones de tu experiencia. En definitiva como un silencio interior profundo y total.

Podemos enunciar así la que sería la Ley del Silencio diciendo que en el centro de la presencia sólo hay vacío, silencio.

Un silencio esencialmente hacia dentro que cada vez que se genera produce una ola expansiva hacia fuera, como una onda gravitacional, que alcanza y afecta aquello que encuentra a su paso.

La afirmación de que en el centro no hay nada, sólo silencio, un silencio con mayúsculas, profundo y vacío, te puede resultar ahora mismo un poco extraña. Sin duda de entrada suena casi paradójico afirmar que una presencia influyente y poderosa es precisamente una presencia profundamente vacía y silenciosa.

En realidad esta afirmación no encierra misterio alguno. Como iremos viendo a lo largo de este libro, en realidad las palabras presencia y silencio son casi sinónimos. Al igual que ocurre con la materia y el espacio vacío, son solo dos caras de la misma moneda.

Escucha bien lo siguiente: la presencia tiene la apariencia de ser lo que andamos buscando en esta obra, pero no es lo que andamos buscando. El silencio tiene la apariencia de no ser nada, y sin embargo es lo que verdaderamente andamos buscando.

Lo verdaderamente grande no es la catedral, es todo lo que hay fuera de ella. El espacio es inmensamente más grande fuera que dentro. Pero es verdad que solo hemos sido capaces de darnos cuenta de ello gracias a la presencia de la catedral.

Hasta ahora.

El Tao que puede nombrarse,

no es el Tao verdadero,

El nombre que puede dársele,

no es su verdadero nombre.

Sin nombre es el principio del Cielo y la Tierra,

con nombre es la madre de las diez mil cosas.

Desde el ser solo vemos su apariencia,

desde el no-ser comprendemos su esencia.

Ambas cosas, ser y no ser,

tienen el mismo origen,

aunque distinto nombre.

Su identidad es el misterio

y en ese misterio reside el origen

de toda maravilla.

Tao Te Ching, capítulo 1: El nombre del Tao

Centro, silencio y control

Los expertos en artes marciales estiman que la inmensa mayoría de las peleas callejeras dura menos de diez segundos. Son muy, muy rápidas. Mucho más rápidas de lo que solemos creer.

En el momento de iniciarse la pelea, antes de que nadie haya lanzado ningún ataque, las posibilidades de movimiento son casi infinitas, pero en cuanto uno de los contendientes lanza el primer golpe, las posibilidades de movimiento se restringen drásticamente.

Cada movimiento condiciona el siguiente y casi podríamos decir que el primer golpe a menudo lleva implícito cómo y cuándo acabará la contienda. A implica B, que implica C y que lleva a D. No hay más opciones y una vez se lanza A, el resto se ejecuta en pocos segundos.

Las artes marciales más avanzadas como el Aikido o el Wing Chun precisamente aprovechan este carácter convergente de la lucha y esperan o incluso provocan que sea el propio oponente quien haga el primer movimiento, de manera que pierda la posición centrada y sus opciones queden comprometidas.

La postura de combate en ambas artes marciales es distinta pero en ambos casos lo que se busca es mantenerse equilibrado y no perder el centro jamás, puesto que desde el centro, cualquier movimiento es posible.

En otras disciplinas como por ejemplo el boxeo, más allá de la postura, los contrincantes procuran mantenerse siempre en el centro del ring y evitan quedarse arrinconados porque desde el centro sus posibilidades de movimiento son siempre mayores.

Lo mismo ocurre en otro tipo de competiciones, como puede ser el ajedrez, donde los contrincantes buscan el dominio del centro del tablero, por ser el lugar desde el que existe un mayor número de posibilidades de movimiento. Un caballo en el centro del tablero puede ir a ocho sitios diferentes, mientras que si está en un lateral sólo puede ir a cuatro y si se encuentra justo en la esquina, solo puede ir a dos sitios distintos.

De la misma manera cuando queremos influir a alguien, por ejemplo a través de una conversación, el silencio es la posición más cercana al control porque es el estado que alberga potencialmente más posibilidades. Esto es así porque el silencio está en el centro: es el punto que equidista entre todos los mensajes opuestos.

Quien se mantiene callado en una conversación, no se compromete y por lo tanto mantiene todas sus cartas disponibles, cuando hable tiene la opción de decir lo que quiera. A diferencia del que ya ha expresado su opinión, que a partir de ese momento debe ser consecuente con lo que ha dicho y por lo tanto sus opciones son más restringidas. Cuanto más hablas, más te comprometes y más cierras tus opciones. Como consecuencia la conversación suele empezar a cerrarse hasta llegar a un lugar del que no hay escapatoria.

El silencio es por lo tanto un lugar que equidista de todos los mensajes posibles, está justo en el centro del significado y se convierte así en el lugar con más posibilidades de comunicación en potencia.

En definitiva, en el centro hay silencio y por ello es el lugar donde reside el control.

Esta es una de las ideas centrales de este libro y poco a poco, a medida que avancemos, la iremos ampliando y podremos profundizar cada vez más en ella.

Pero para poder continuar, ahora es necesario llevar la reflexión a otro nivel, de manera que podamos desgranar este silencio, esta presencia, este centro, en las cuatro dimensiones en las que los seres humanos experimentamos nuestra existencia.

Las cuatro dimensiones

Desde la más remota antigüedad, las distintas dimensiones en las que transcurre la experiencia humana son un tema recurrente en casi todas las disciplinas de desarrollo personal. No obstante no hay uniformidad en la definición de estas dimensiones, que a menudo se solapan o se disgregan de una tradición a otra, probablemente por las dificultades y diferencias lingüísticas en el espacio, el tiempo y las culturas.

Por ejemplo, por su visión global e integradora y por su cercanía en el lenguaje y en el tiempo, resulta fácil comprender la lógica de la propuesta del sabio y misterioso Gurdjieff, creador del sistema del «Cuarto Camino», quien describe cuatro itinerarios de desarrollo personal.

El primer camino, al que denomina el «camino del fakir», consiste en desarrollarse en la dimensión física e instintiva como medio para alcanzar las más altas capacidades partiendo de la corporalidad. El segundo camino, el «camino del Monje», requiere trabajar con profundidad la dimensión emocional para alcanzar el amor en el centro y desde allí la salvación. El tercer camino, el «camino del yogui», hace lo propio con la dimensión mental, en cuyo centro es posible encontrar la iluminación. Y finalmente el «Cuarto Camino», la propuesta de Gurdjieff, es una disciplina integradora de las tres anteriores.

Más recientemente, el modelo del cerebro triúnico sugerido por Paul McLean establece una división anatómica bien clara entre lo que denomina el cerebro reptiliano (que comprende el tronco del encéfalo y el cerebelo), el sistema límbico (amígdala, hipotálamo e hipocampo) y el neocórtex o corteza cerebral.

Estas tres regiones del cerebro bien diferenciadas se corresponden precisamente con tres funciones diferentes y también con tres áreas bien distintas de la experiencia humana.

El cerebro reptiliano es el encargado de las funciones instintivas motoras, controla las funciones autónomas (como el latido del corazón y la respiración), los músculos y el equilibrio. Sería el cerebro que gestiona la dimensión física-motora de la experiencia humana.

El sistema límbico es el generador de las emociones, la parte del cerebro que gestiona la dimensión emocional de la experiencia.

Y, finalmente, el neocórtex, que se encuentra en el cerebro de los mamíferos más avanzados, es el responsable del habla y del razonamiento, por lo que podemos decir que es quien gestiona la dimensión mental de nuestra experiencia.

Si la experiencia humana transcurre en estas tres dimensiones tan bien diferenciadas, es razonable (y práctico) afirmar que la presencia se experimenta también en las tres.

Por lo tanto, la primera de las dimensiones de la presencia, y también la más evidente de todas ellas, sería la dimensión física. Tu cuerpo es la representación última de la presencia y a través de él se manifiesta lo que hay en tu interior. Tu cuerpo habla en silencio.

En íntima conexión con la dimensión física, encontramos la dimensión emocional. Sin que puedas evitarlo, igual que una antena, tu cuerpo transmite las emociones que sientes por el aire, como si se tratara de la retransmisión de un silencioso programa de radio. Las personas que en ese momento se encuentran a tu alrededor captan tu señal y su propio cuerpo reproduce estas mismas emociones en su interior.

La dimensión emocional conecta directamente con la dimensión mental. Tus pensamientos, los objetos de tu mente, la agitación y el caos mental o, por el contrario, el orden y la claridad, se muestran claramente a través de tu presencia y además son el motor de tus emociones y de tus acciones.

Pero llegados a este punto, nos faltaría añadir una dimensión que para mí es de importancia capital para comprender la presencia en su totalidad: la dimensión espiritual. Una dimensión que se encuentra en contacto íntimo con la dimensión mental.

Si buscas en un diccionario la definición de «espíritu» y eliminas todas las acepciones de carácter religioso o esotérico, encontrarás que esta palabra sirve para designar el «para qué», la «razón última». Por ejemplo, el «espíritu de una ley» es la razón por la que esa ley fue escrita.

Pues bien, en la dimensión espiritual encontramos el «para qué» de todo lo que hacemos. Según cuáles sean tus razones para influir en cada momento, según cual sea tu «para qué», producirás una presencia más o menos poderosa, más luminosa o más oscura.


Figura 16. Las cuatro dimensiones de la presencia y del silencio.

Como tendrás oportunidad de descubrir, las cuatro dimensiones de la presencia están profundamente inter-relacionadas y se afectan mutuamente siguiendo una secuencia muy concreta y bien definida.

El trabajo sobre una de ellas facilita el trabajo sobre las demás. Un enfoque simultáneo en varias dimensiones genera alineamientos y sinergias muy valiosos.

A partir de ahora exploraremos la naturaleza de la presencia (y del silencio) en cada una de estas cuatro dimensiones.

En los capítulos venideros, indagaremos en qué consiste la presencia en estas cuatro dimensiones y cómo generarla. También cómo consolidarla. Esto te permitirá profundizar mucho más en algunos de los conceptos que hemos enunciado, comprenderlos realmente y poder trabajar así a diferentes niveles tu poder personal.

Lo normal será que descubras que hay alguna dimensión de las cuatro en la que te resulta más fácil desarrollarte. Empieza por ahí, permite que tu centro crezca en esa dimensión y de ese modo surgirá un polo de atracción, una inercia que te facilitará trabajar en las demás.

La cosa funciona de esta manera. El desarrollo de la presencia no se consigue esforzándose intensamente en las cuatro dimensiones. El que mucho abarca poco aprieta. Más bien la práctica me demuestra que se trata de empezar a fluir donde sea más fácil y permitir que desde allí, poco a poco, como en un baile, se acelere el crecimiento del centro de manera orgánica.

1 El vídeo se titula «Toro entra a plaza llena de estudiantes y no los ataca».

Presencia y poder

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