Читать книгу Los cuerpos rotos - Enric Puig Punyet - Страница 7

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Los cuerpos visibles

Dolores aguarda impaciente de pie, al lado de la puerta principal de su minúsculo apartamento apenas usado, habitado desde hace siquiera un año. Se dio cuenta entonces, asumido su último divorcio, digerida la emancipación definitiva de sus dos hijos, de los metros cuadrados que sobraban y los ahorros que escaseaban para vivir más allá de la mera subsistencia. Su nuevo piso, aseado, arreglado y maquillado como ella misma ahora, contiene convenientemente todos los fragmentos de memoria que desea mostrar al exterior: retratos de la familia que aún permanece, un paisaje ampliado, bañado por una puesta de sol, pequeñas figuras atávicas, expuestas en las estanterías, recuerdos de un pasado remoto o de esos viajes que place recordar.

Dolores espera ansiosa la aparición de Amanda. Es media tarde. De los nervios le tiemblan las piernas, nada acostumbradas están ya a tacones como los que calza ahora, y se apoya con decoro en el aparador del recibidor, al lado de una maceta con flores preparadas para la ocasión. Su cita se demora diez minutos y su cuerpo se estremece por la presión y las prisas. Hace solo un par de horas terminó abruptamente el encuentro con un cargante supervisor, la reunión de control que ese detestable personaje utiliza semanalmente para preguntarle por el trabajo realizado y los siguientes objetivos, marcados en un cronograma. Dolores trabaja como programadora en una empresa multinacional de eventos que aborrece por sus métodos, sus arbitrajes y sus reuniones. Para ausentarse de esta última, se ha excusado haciendo alusión una vez más a la reciente muerte de su madre. Pero, a decir verdad, no ha sido ningún luto lo que la ha impulsado en esta ocasión a interrumpir de repente una reunión alargada más de la cuenta, sino la impaciencia por volver al espacio íntimo, delante del espejo, y cambiarse de ropa, eligiendo metódicamente las prendas que mejor disimularan sus malmiradas mollas, y lavarse el pelo y secarlo y peinarlo con esmero.

Luce ahora el mismo vestido negro con puntillas, ligeramente escotado, que vistió hace tres semanas en el entierro de su madre. Desde entonces, las conversaciones con su afectado padre, ahora solo, se han convertido en citas diarias que ocupan largas charlas siempre incomprensibles, por mucho que Dolores se esfuerce en entenderlas. El habla entrecortada, los balbuceos y los lapsos se han intensificado desde la abrupta desaparición de la madre que manejaba mucho mejor los mecanismos necesarios para una conversación fluida. Ahora, la recurrencia diaria del mismo escenario y el hombre distante, sentado en un sillón rodeado de flores que se marchitan, forman una singular imagen que ya no logra sentir familiar.

Bajo el vestido, Dolores esconde hoy un conjunto de encaje comprado para la ocasión, rebuscado entre catálogos con la esperanza de que se amoldara bien al cuerpo por el que siempre se siente abochornada. Al colocárselo frente al espejo, ha decidido no rehuir la caricia de las yemas de sus dedos en sus muslos, en su espalda, en su pecho. Ha preferido, al contrario, recogerse en ese roce y agudizarlo, imaginando el placer del recorrido inverso por yemas ajenas, los dedos de esa a quien espera, que la desvisten lentamente. Y ahora en el zaguán, durante unos eternos minutos de demora, se excita Dolores rememorando las conversaciones concatenadas, vibrantes aunque fugaces, mantenidas desde hace tan solo una semana con Amanda. Tan poco ha pasado desde que coincidió por accidente, en medio de una fiesta, con esa chica todavía joven, supuestamente tersa. Tan poco ha pasado desde que Dolores, sabiendo ya que le llevaba quince años a la recién descubierta, se vio de repente abrumada por la confesión de la vida en matrimonio rutinaria y apática de esa desconocida. Tan poco ha pasado desde esa conversación que rápidamente se transformó en lisonjas recíprocas y en la expresión de un deseo por aventuras inesperadas, incidentes azarosos y nuevas experiencias. Y junto a ese cercano recuerdo proyecta Dolores también ahora, a media tarde, apoyada todavía en el aparador de la entrada, los próximos pasos en lo que será propiamente la primera cita con Amanda, ese momento anhelado, la prevista ausencia del marido. Imagina un inútil aunque protocolario paseo por el apartamento; poco hay que mostrar más allá del recibidor: un salón poco usado, una cocina funcional, un baño diminuto. Son estancias que se recorrerán rápidamente, en una provocadora maniobra de aplazamiento, hasta llegar por fin al dormitorio oscuro, persiana bajada, a la cama con sábanas recién cambiadas y rodeada de velas perfumadas.

En ninguna de sus conversaciones anteriores han apelado Amanda y Dolores al sexo explícito. No han hablado de cuerpos ni de roces que desvisten y, al hacerlo, circulan voluntariamente cuellos y hombros, cinturas y labios. No han hablado manifiestamente de caricias, aunque estas han estado siempre sobrevolando cada palabra, cada punto y aparte, cada expresión de deseo de maridos ausentes. Por todas esas omisiones sabe Dolores que, a pesar de la timidez y las inhibiciones que comparten, a pesar del refreno inevitable en las primeras frases, tarde o temprano se descubrirán las sábanas, quién sabe si eludiendo incluso la ridícula visita por el piso que ha previsto internamente. Esa cama en una noche artificial de finales de mayo, refugiada de miradas curiosas y rodeada de velas recién prendidas, recibirá más pronto que tarde el cuerpo acalorado de Dolores que, entonces, deseará el de Amanda a su lado, a su alrededor. Deseará sus brazos como deseó los brazos de su padre en medio de un entierro singular, deseará sus manos como desea, a pesar de todo, estrechar la de su irritante supervisor, deseará sus labios como los ha deseado repetidamente después de cada conversación interrumpida. Pero deberá conformarse, como antes debió hacerlo en tantos otros casos, con una fría pantalla de vidrio rozada arbitrariamente, con un dispositivo plástico que succiona y vibra mientras una voz lejana, entrecortada, insiste incansablemente en que eso es proximidad, en que Amanda está justo al lado, conectada.

De repente, Dolores interrumpe sus proyecciones y se queda inmóvil. Su teléfono, agarrado con firmeza desde antes de la hora acordada, inseparable de su propio cuerpo, ha empezado a sonar. Amanda la llama por Skype. «Disculpa. Andrés no se iba», le dice antes incluso de saludar. La timidez y el decoro se pierden por la urgencia. Se respira impaciencia, poco tiempo. «Espera, que me pongo en modo ausente —responde Dolores—. No quiero que nos importunen ahora mi jefe o mi padre.» Y, alargando el brazo, sonríe sonrojándose y dirige a Amanda al interior de su cuarto.

¿Qué nos ofrece, hoy, un cuerpo? ¿De qué nos sirve el cuerpo en un escenario pandémico, una situación que nos fuerza a resguardar el propio de todos los demás por mandato, pero también por prudencia? ¿Es nuestro cuerpo una simple herramienta más, la habitual, con la que nos hemos acostumbrado a relacionarnos, a experimentarnos, a vivirnos hasta ahora, pero que deberíamos aspirar a sustituir algún día? ¿O se trata, al contrario, de algo fundamental para nosotros, de algo esencial a lo que nunca podríamos o deberíamos renunciar?

Estas preguntas son variantes distintas de una sola cuestión fundamental que este ensayo pretende responder. Es la duda que, de una forma más o menos consciente, está hoy entre las máximas preocupaciones de cada persona que, como Dolores, se halla o se ha hallado encerrada, aislada, a causa de un acontecimiento llamado covid-19. ¿Qué haremos con el cuerpo? La pregunta no es nueva, pero sí lo es su alcance. Hasta hoy podía considerarse una especulación propia de seminarios de filosofía y departamentos de tecnología, acelerada desde que se multiplicaron las formas continuadas de convivencia entre los seres humanos y la cibernética. Esa relación nos llevó al límite inevitable de poner en duda nuestra propia condición humana. Pero ahora, de repente, ese interrogante se ha vuelto inaplazable y ha adquirido una insólita dimensión política. ¿Qué vamos a hacer con nuestro cuerpo? ¿Qué vamos a hacer si sustituirlo es, quizá, la opción más sensata? ¿Qué vamos a hacer cuando está más cerca que nunca la posibilidad, la tentación y las razones para poder hacerlo? La respuesta a esta pregunta es apremiante, ineludible. Pronto será urgente que cada uno de los cuerpos que habitamos el mundo adoptemos una posición clara sobre ello.

Pero, todavía a causa de la covid-19, la pregunta logra un mayor alcance también en otra dirección. Antes de la pandemia, la cuestión transhumanista por el sentido del cuerpo trataba de responder a dos problemas distintos, habitualmente diferenciados por criterios éticos: por un lado, los avances tecnológicos eran percibidos como dispositivos de mejora o aumento de las capacidades humanas consideradas comunes o estándares; por el otro, como sustitutos proteicos de una pérdida o dolencia funcional, tanto física como psíquica. Ahora, el repentino advenimiento de un virus ha ocasionado, entre muchas otras repercusiones, que estos dos problemas se fusionen de una forma inédita. Para el cuerpo atravesado por la amenaza de la covid-19, un teléfono inteligente, una red social o una aplicación de videoconferencia ya no pueden entenderse como dispositivos que mejoran o aumentan las capacidades del ser humano que los utiliza, ya no pueden leerse como suplementos. Al contrario, en medio de una crisis global del contacto físico, las tecnologías actúan como sustitutos indispensables para los cuerpos que han perdido gran parte de sus capacidades relacionales y sociales propias, y que pasan entonces a requerir necesariamente la asistencia de prótesis, de nuevos órganos sin los que estarían inoperativos.

Por este motivo, el presente ensayo puede leerse como un comentario al transhumanismo en su acepción más programática, distinguiéndolo así del posthumanismo. (1) En las siguientes páginas no se hablará a propósito de este segundo término, asumido como un ideario amplio que, como indica su prefijo «post», da cuenta del fracaso del proyecto humanista renacentista e ilustrado, por haber tomado como modelo a un supuesto ser universal que resultó ser, sin embargo, inseparable de sus atributos particulares patriarcales, heterosexuales y coloniales. El posthumanismo así interpretado, en la línea de otros movimientos como la postmodernidad o el postestructuralismo, deberá sobreentenderse aquí como una vuelta de tuerca respecto a un anterior sistema edificante que desea desestabilizarse o derrumbarse, situado por lo tanto en un terreno de libre expresión, no cerrado por una definición estricta.

Por «transhumanismo», al contrario, deberá entenderse aquí la corriente propositiva y programática en cuya base reposa una escisión o disrupción en la historia de la tecnología. Esta corriente toma los últimos avances en cibernética, cognitivismo, bio y nanotecnología en un estado diferenciado, como singularidades de la evolución tecnológica que conllevan, inevitablemente, una disrupción epistemológica y social. La disrupción cibernética, cognitiva, bio y nanotecnológica permitiría al ser humano, en la práctica, trascender las limitaciones derivadas de su propia condición. La explicación de esta disrupción en el desarrollo de la tecnología consistirá, entre algunas otras interpretaciones, en la creencia de que, así como anteriormente la tecnología habría tratado siempre de emular seres y comportamientos no humanos de la naturaleza, en los últimos años la tecnología ha pasado al estado de emulación de la propia condición humana (o divina) en vías a su mejora.

1. Otros autores toman ambos términos en sentido inverso, otorgándole al posthumanismo el sentido fuerte o plenamente desarrollado de una corriente compartida con el transhumanismo. Según esta interpretación, ambos términos expresarían distintos grados de ejecución en el transcurso de una misma evolución: el transhumanismo manifestaría entonces una situación de tránsito, un estado previo al posthumanismo, es decir, al desprendimiento definitivo de la especie humana y sus lastres. Sin embargo, puesto que no existe todavía un consenso terminológico claro, en el presente ensayo se optará por utilizar exclusivamente el término «transhumanismo» en el sentido descrito más arriba.

Los cuerpos rotos

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