Читать книгу A la velocidad del hachís - Enrique Figueredo - Страница 6

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Capítulo primero

Las hélices le han destrozado el abdomen. El daño resulta irreparable. Como suele decirse en los informes forenses, el cuerpo presenta heridas incompatibles con la vida. Las aperturas en canal incisocontusas inundan la pequeña anatomía. Las palas rotatorias de un motor fueraborda son como cuchillos, mejor dicho, como hachas sobre el tejido humano. La víctima de la atroz acometida tiene 9 años. Ahí se para su reloj. Todo cuanto estaba por venir habitará solo en los pensamientos de unos padres con la vida tan rota como el tronco de su pequeño hijo.

El cadáver está cubierto por una manta o una toalla. Así lo encuentra la primera patrulla policial al llegar. Lo que acaba de ocurrir es tan traumático que resulta comprensible que los testigos se atropellen a la hora de exponer los detalles de lo que acaban de presenciar. Se genera un enorme alboroto sobre la arena. Griterío de desesperación. Rabia. Los agentes de la ley descubren casi de inmediato que en mitad de todo ese revuelo, los espectadores del suceso mantienen retenido a un hombre. Aunque hay que abrirse paso entre una maraña de maldiciones, improperios e insultos, poco a poco el relato se va aclarando.

A pesar de la conmoción, resulta incontestable que lo que ha ocurrido es que una narcolancha, una de esas embarcaciones superpotentes que sirven para traer hachís de Marruecos a España a toda velocidad por el estrecho de Gibraltar ha pasado por encima de otra de recreo mucho más pequeña, con la que un padre y su hijo estaban pasando un rato de esparcimiento navegando cerca de la orilla. Los motores de la todopoderosa goma, durante la embestida, han alcanzado al niño mortalmente. Son las 17.00 horas del 14 de mayo del 2018 en la playa de Getares, en Algeciras: uno de esos enclaves estratégicos del narcotráfico en España. La muerte de M., hijo de la ciudad, conmueve a toda la provincia de Cádiz, a toda Andalucía, a España entera.

El pequeño recién muerto en la playa de Getares es víctima indirecta del negocio sucio de la droga; uno de los delitos más extendidos en la costa gaditana, en la onubense y también en la del Sol. Así se percibe por la mayoría de la población: el niño de Algeciras ha muerto porque un lanchero de la droga le ha pasado por encima.

Se oye decir en el Campo de Gibraltar que los traficantes entran la droga por Algeciras, por San Roque –era más fácil cuando podía remontarse el río Guadarranque, salpicado entonces por narcoembarcaderos–, o por La Línea de la Concepción, incluso por Sanlúcar de Barrameda o Barbate, pero resuelven sus diferencias a sangre y fuego en Marbella o Estepona, en la vecina provincia de Málaga, donde los actos de sicariato y la violencia entre grupos criminales, incluso mediando explosivos, se han disparado en los últimos años. Son enfrentamientos de grupos delictuales de diversas nacionalidades que quieren dominar el crimen organizado, y por supuesto la droga es una de sus principales manifestaciones y fuente de fabulosos ingresos. La disputa de los mercados y el impago de las deudas que toda esta actividad delictiva transnacional genera son algunos de los desencadenantes de esta violencia. Los datos policiales comprendidos entre el 2017 y el 2018 señalan que el número de homicidios en la provincia malagueña se incrementaron de forma alarmante. Lo hicieron alrededor de un desesperante 85%. Ahí se libra una guerra entre los clanes internacionales. Son situaciones más peligrosas todavía que las que se viven en todo el Campo de Gibraltar, pero no centran tanto la atención de los medios de comunicación como lo que ocurre en el sur gaditano. De ello se quejan bastantes vecinos de la comarca, pues dicen ver en este desequilibrio en el foco de atención pública y mediática un síntoma de estigmatización de su territorio, cuando en otros la violencia y las acciones criminales son mucho más sangrientas.

Las estadísticas con respecto al número de asesinatos por encargo, las bombas en establecimientos o la quema de negocios que se dan en la Costa del Sol dan la razón a quienes creen que se ha centrado demasiado la atención en la provincia de Cádiz. Pero resulta que episodios como el del rescate por la fuerza de un miembro de un clan del hachís mientras, ya detenido, permanecía custodiado en el hospital –sus compinches pasaron por encima de los policías que lo vigilaban– como ocurrió en La Línea de la Concepción, o bien la muerte de un niño arrollado por una lancha semirrígida de los narcos removieron conciencias. Y centró el foco. Por trágicos en unos casos o por inauditos en otros, sucesos como estos pusieron en el mapa inevitablemente al sur gaditano. Los principales magazines de televisión enviaron reporteros y se nutrieron informativamente de cuanto ocurría. Toda esta intensidad informativa acabó por extender la idea –del todo cierta– de que algo estaba pasando en el Estrecho. Aunque el medio televisivo fue el que casi con toda seguridad dio dimensión nacional a las nuevas realidades del narcotráfico en esa zona de España, fueron los medios locales, especialmente los escritos –incluidos algunos corresponsales de medios con redacciones centrales en Madrid–, los que con su valentía informativa y proximidad aportaron la profundidad necesaria para que otros con menos experiencia sobre el terreno tuvieran la oportunidad de contar con una guía de valor incalculable para adentrarse en ese entorno informativo.

La narcolancha que acaba por matar a M. aquella tarde primaveral en Algeciras lleva rato haciendo maniobras muy peligrosas muy cerca de la orilla. Navega entre mejilloneras para añadir vértigo a la situación. Es tan marcada la agresividad del pilotaje que en un brusco desvío el patrón sale despedido por la borda. Tras ese percance, se sube de nuevo a la embarcación semirrígida de gran potencia; de unos 300 caballos. Tras salir proyectado, consigue volver a su cabalgadura náutica gracias a que no viaja solo. Y así, tras estar de nuevo a bordo, prosigue su alocado manejo. La desproporcionada motorización y el hecho de que la lancha vaya vacía, que no lleve carga alguna y que por tanto arrastre poco peso, dotan a la neumática de una aparente flotabilidad que supera al agua misma, como si la barca pudiera sostenerse por momentos en el aire, a penas sin fricción.

Los bañistas ya se han dado cuenta a esas alturas que alguien va haciendo el temerario por el mar y no tardan en reprochar su actitud al piloto. “Va como loco”, comentan. El patrón de la barca que compromete la tranquilidad y la seguridad de la playa de Getares, P.B.F., daría más tarde, tras la tragedia, “positivo” en la prueba de alcoholemia.

P.B.F. se comporta pilotando en el agua como si estuviera celebrando algo. Quizá ha logrado que le devuelvan la goma después de haber estado retenida por las fuerzas de seguridad tras alguna inspección antidrogas. Era frecuente que las barcas volvieran a sus dueños tras una inmovilización preventiva hasta que a finales del 2018 el Gobierno prohibiera las narcolanchas, fueran o no cargadas de droga.

Este era el circuito que seguían las embarcaciones hasta su ilegalización: los agentes de la ley las sacaban de la circulación, pero luego eran devueltas a sus dueños en una especie de ciclo infinito. Si en el mejor de los casos la barca fluía por todo el proceso legal administrativo y era incautada y finalmente salía a subasta como es menester, ¿quién iba a estar interesado en comprar una barca con semejante hipertrofia de motor sino una banda de narcos? No sirve para otra cosa que no sea correr sobre el mar, volar sobre el agua, sirve para que cualquier transporte dure lo menos posible y a la vez ponerse a salvo de una eventual persecución policial. Su consumo de combustible y configuración no es apta para nada más. Quién sabe si para una operación militar de comandos, pero desde luego no para salir a pescar.

Tras el mortal atropello, sobre la semirrígida se produce entonces una sorprendente escena. El acompañante del patrón, el copiloto por definirlo de un modo que permita mejor su identificación, A.C.G., se encara con el temerario timonel. Ambos inician un aparatoso forcejeo que por instantes pasa desapercibido, pues la mayor parte de la atención tras el terrible trance se centra en los gritos del padre del chico, que no deja de repetir algo como “me lo has matado”.

Piloto y copiloto pelean hasta que A.G.C., de un empujón, derriba a su súbito oponente. Con el patrón echado en la cubierta de la embarcación, su acompañante salta por la borda. En el agua, el copiloto suplica al conductor de una moto de agua que se ha acercado a comprobar lo sucedido que lo lleve hasta la orilla. El ahora náufrago lleva agarradas en las manos las llaves de la narcolancha. El patrón, ante la gravedad de la situación, viendo al niño destrozado por los motores de la embarcación que pilotaba, quería huir, pero su compañero se ha opuesto. Por eso peleaba. No quería, por lo visto, como más tarde trascendió, comerse un marrón que no le correspondía. Irse de allí sin haber hecho nada, le dejaba mal ante la justicia. “De aquí no se va nadie –pensó el copiloto–, no voy a cargar con esto”. Y así fue. El juez del caso lo dejó más tarde en libertad sin cargos.

El copiloto, pues, en poder de las llaves de la narcolancha, se baja de la moto de agua y cubre los últimos metros antes de salir del agua a nado. En la orilla, le esperan bañistas, quizá con lazos familiares o de amistad con la víctima, que la emprenden con él a palos pese a sus intentos de explicar que no ha sido él, que él se había opuesto a ese condenado juego. Las primeras acometidas de la concurrencia son imposibles de evitar. El horror y la furia han tomado el control. Queda finalmente retenido por el público hasta la llegada de la primera patrulla que, a la postre, lo detendrá en un primer momento por homicidio.

–Te llevamos detenido hasta que se aclaren las cosas.

La barca en la que está M.M.R., el padre del niño recién muerto, llega a la orilla. La embarcación de recreo queda momentáneamente varada. Es una dramática y desgarradora escena. Alguien tapa el cuerpo del crío. Mientras, el desdichado progenitor se culpa a gritos de haber llevado aquella tarde con él a su hijo. Que de otro modo seguiría vivo, grita desesperadamente.

Agentes de la Policía Nacional llegan al lugar indicado por una de las llamadas de socorro y alcanzan a hacer un rápido examen que les permite dibujar un poco los hechos. Enseguida ven al niño en la barca. Comprueban que el daño es irremediable. La narcolancha sigue a varios metros de la orilla como al pairo. El piloto homicida sigue a bordo. Dan aviso al servicio marítimo de la Guardia Civil para que intervenga con una de sus embarcaciones. Con su ayuda, se remolcan ambas barcas hasta unas instalaciones del gigantesco puerto de Algeciras.

P.B.F. queda detenido de inmediato.

El padre del niño acude también al puerto. El juez tiene que levantar el cadáver. En un acto de aguda desesperación, trata de tirarse al mar y ante la imposibilidad intenta autolesionarse en el abdomen con un objeto punzante. Llega a lastimarse, pero la fuerza pública que custodia los trámites judiciales logra que esa suerte de autocastigo nacido del dolor no prospere.



“La muerte de un policía local de La Línea de la Concepción y la muerte del niño de Algeciras cambiaron las cosas. Se produjo un salto mediático, sobre todo televisivo”. Es Paco Mena el que habla, presidente de la Federación de Asociaciones contra la Droga del Campo de Gibraltar. Cuando se refiere al fallecimiento de un policía local en La Línea, lo hace al respecto del trágico episodio que acabó con la vida de Víctor Sánchez, de 46 años, miembro de esa plantilla municipal que fue atropellado durante la persecución a unos motoristas que iban cargados de tabaco de contrabando. Tenía que ser un servicio sin demasiada complicación. Pero a veces las cosas se complican en la calle. Eran las 20.00 horas del 7 de junio del 2017, más o menos un año antes de la trágica muerte del pequeño M. en la playa de Algeciras.

Se produjo una estampida de ciclomotores. Un grupo de una media docena de ellos, cargados cada uno con dos cajas de tabaco, estaban circulando por una zona peatonal a gran velocidad y de forma temeraria. Se trataba de un parque situado muy cerca de la frontera con Gibraltar. A veces, las cajas que se pasan de Gibraltar al lado español lo hacen a través de un boquete abierto en la verja que delimita los lindes de la colonia británica. Se realiza una maniobra rápida y se cargan las motos. El equipo de Víctor Sánchez, en aquel momento jefe de Unidad de Respuesta Inmediata (URI) de la Policía Local de La Línea de la Concepción, se unió a la persecución que habían iniciado patrullas de tráfico. Más allá de la falta administrativa de contrabando, los motoristas estaban cometiendo, por lo menos, un delito contra la seguridad vial.

Sánchez se apeó de su furgón antidisturbios y siguió a pie. Es un procedimiento muy habitual de la URI. Mientras el motorista centra su atención en el vehículo policial grande y aparatoso, un agente caminando embiste al piloto en fuga de forma sorpresiva trabándolo o forzando su caída. Pero esta vez no resultó. Sánchez vio muy cerca la posibilidad de dar con el motorista y cruzó la calle. En ese momento, el furgón antidisturbios iba también tras el ciclomotor. Una décima de segundo. No hubo nada que hacer. El tremendo golpe provocó un fallo multiorgánico irreversible. El contrabandista huyó.

El accidente mortal que afectó al policía local de La Línea provocó uno de los primeros episodios masivos de reacción popular ante la inseguridad que acarrea el trapicheo en este caso en forma de tabaco de contrabando. Esa progresión delictiva no la transita todo el mundo, pero sí es muy habitual que en un determinado momento un contrabandista de tabaco dé el salto a la droga. Cuenta con medios y experiencia que puede aplicar a un negocio ilícito que le va a reportar más beneficios y más riesgos. En muchos casos, los procedimientos no son tan distintos, ni tampoco las rutas. Es sustituir una mercancía por otra. Se trata de un salto que casi nunca tiene vuelta atrás, y de ello no es siempre consciente su protagonista. Hace falta mucho autocontrol para salir del círculo del hachís; de la droga en general.

–Ha habido dos manifestaciones fuertes. Una, tras lo ocurrido en la playa de Getares. También hubo movilización tras la muerte del policía local durante un tema de contrabando. El asunto salió en la tele –explica Javier López Morales, policía nacional destinado en La Línea de la Concepción. Es representante del sindicato SUP.

Esos dos casos trágicos cambiaron la percepción que muchas personas tenían del tráfico de drogas y, en parte, del contrabando. Empezó a observarse que esas actividades ilícitas vienen acompañadas muchas veces de ruina, de muertes y de cárcel que en algunos casos se prolonga por muchos años. La gente empezó a ver la realidad del narcotráfico de otra manera. Ese giro de conciencias coincidió en un momento de mayor descaro de los grupos criminales o quizá fue la consecuencia de ello. El rescate de un miembro del clan de los Castañitas del hospital de La Línea es un ejemplo llamativo. Pero hubo más.

Ese cambio en la opinión pública se hacía necesario, según muchos. Se contemplaba el contrabando de hachís con un alto grado de tolerancia popular. Esa aceptación se antoja en algunos momentos como un mecanismo de defensa ante una realidad que no ofrece otras opciones de ingresos suficientes. Como una evolución inevitable de aquellos que con bajos recursos quieren progresar en la escala social.

No todo el mundo cree en esa especie de fatalismo:

–Existe una percepción muy extendida entre la población de que lo que se hace con el tráfico de drogas no es tan grave. Pero te digo que el que está arriba, en la parte alta de la estructura, sí lo sabe –comenta Paco Mena. El líder comunitario se refiere a los que mueven los hilos de las organizaciones, a los que ocupan la cúspide de la pirámide criminal rodeados de buenos equipos de abogados y de la seguridad de no tener que hacerse al mar o a la descarga en una playa.

Este veterano conocido por la lucha contra la droga está sentado en su despacho en la localidad de San Roque. Hay fotos suyas en la pared. Aparece en ellas con varios años menos. Aparece junto a políticos tanto del PSOE como del Partido Popular, incluidos algunos antiguos ministros. Pero sobresale la foto de Mena con Felipe González. Parte del cabello del activista contra la droga era negro todavía. Ahora luce una cabellera completamente cana. Avisa, cuando ve que la imagen despierta la curiosidad de su interlocutor, que González era ya expresidente cuando se tomó la instantánea.

–Debe restablecerse el principio de autoridad –Mena considera que ha sido quebrado–. Ha surgido una nueva generación de narcotraficantes. Son miembros más impulsivos y con menos sentido común.

–Ha habido una pérdida de valores y una falta de educación –relata el policía López Morales–. Los responsables son los hijos de los traficantes más veteranos, a los que las series de televisión les han calado hondo. Los narcos dicen que ellos no hacen nada malo, que “es para comer, es para mi familia”, repiten ellos y los que los apoyan, pero es verdad que desde la muerte del niño ha crecido la repulsa social.

Lisardo Capote es el jefe del Servicio Vigilancia Aduanera de Algeciras. Combate el contrabando, y por tanto, también el de hachís. Es un hombre de verbo ágil y certero. Ha dado muchas veces vueltas en su cabeza a lo que significa socialmente el narcotráfico.

–Decir que el contrabando es una manera de buscarse la via es una insensatez. El hachís –explica– podrá ser considerado una droga blanda, pero lo que hay detrás son muchísimas cosas. Genera una fuente de ingresos extraordinaria, y con esa fuente de ingresos todo lo que viene detrás suele ser bastante malo... Desde financiación del terrorismo hasta otras actividades. Y después de tener toda esa cantidad de dinero, lo que viene después es buscar poder y con el poder llega la corrupción, la compra de voluntades, y trae degeneración social.

Un excontrabandista de tabaco de la zona del Campo de Gibraltar que no quiere dar su nombre tiene también sus propias ideas a propósito de la percepción de que el tráfico de hachís no es o no debería ser delito. Para este hombre de marcado acento gaditano, las razones para ese tipo de consideraciones benignas acerca del contrabando de droga están muy claras:

–Eso lo ha dado la llamada narcocultura. Son cientos de familias las que viven del narco. Les ha dado todo, piensan, pero no es verdad. Han sido ellos mismos los que se han jugado tres años de cárcel o directamente la vida ahogados en el Estrecho. Aquí no hay Robin Hoods. Aquí nadie regala nada.

Piense lo que piense cada cual acerca de la necesidad de perseguir o no esta actividad del todo ilegal en el ordenamiento jurídico español, en lo que todo el mundo parece coincidir es que el tráfico de hachís está muy infiltrado en la sociedad de la región sur. Algunos de los detalles del trágico suceso del niño atropellado junto a su padre dan la medida de esta capilaridad de la actividad traficante. La narcolancha que atropelló al pequeño M. en la playa de Getares es de las que sirve de apoyo, llevando comestibles, agua o combustible, a las que se quedan fondeadas en alta mar cargadas hasta los topes de droga a la espera del momento adecuado para acercarse a la orilla y desembarcar el hachís. A veces aguardan en el mar durante días y por eso necesitan a otras embarcaciones que les lleven suministros. La que discurría peligrosamente entre las mejilloneras y que mató al niño era de las que ejercía esta función nodriza. Pues bien, la embarcación era de un miembro del clan de los Castaña, que tiempo después fue apuñalado de poca gravedad por el padre del menor fallecido. Alguien contó que el desconsolado progenitor andaba por Algeciras como alma en pena buscando consuelo en todo aquello que le hiciera olvidar y en una de estas se fue a por el dueño de la goma, pues no pudo ir a por el piloto porque estaba en la cárcel. Resulta que el padre de M. también está relacionado, según informaciones policiales, con otro grupo criminal vinculado al hachís: el clan de los Pantojos. El hachís está por todas partes.

A la velocidad del hachís

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