Читать книгу La gloria de don Ramiro - Enrique Larreta - Страница 3
PRIMERA PARTE I
ОглавлениеRamiro solía quedarse hasta la noche en el último piso del torreón, escuchando los cuentos y parlerías de las mujeres.
Allí terminaba la tiesura solariega. Allí se canturriaba y se reía. Allí el aire exterior, en los días templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja.
¡Qué holganza para el niño hallarse lejos de la facha torva del abuelo, y encima de aquellas cuadras silenciosas del caserón, donde se acostumbraba encender velones y candelabros durante el día! Cuadras sólo animadas por las figuras de los tapices; fúnebres estrados, brumosos de sahumerio, que su madre, vestida siempre de monjil, cruzaba como una sombra.
Las criadas le querían de veras. Todas miraban con respetuosa ternura al párvulo triste y hermoso que no había cumplido aún doce años y parecía llevar en la frente el surco de misterioso pesar. Todas rivalizaban en complacerle, en agasajarle.
Durante el trabajo, entre el zumbo de las ruecas, se hablaba de cosas fáciles que él comprendía, y, casi siempre, al anochecer, se contaban historias. Añejas historias, sin tiempo ni comarca. Unas sombrías, otras milagreras y fascinadoras. Consejas de tesoros ocultos, de agüeros, de princesas, de ermitaños. Una vieja esclava, herrada en la frente, sabía cuentos de aparecidos. Ramiro la escuchaba con singular atención, cada vez más goloso de pavura y de misterio.
La estancia era un vasto recinto que ocupaba casi todo el plano de la torre. Las vigas no habían perdido el oro de la añosa pintura, y la faja de escudos nobiliarios, que corría en lo alto de las cuatro paredes, lucía intacto su tinte de gules y sinople. En el rincón más obscuro dormía un antiguo telar descompuesto. No se había pensado nunca en repararlo, y se le dejaba apolillar y cubrirse de telaraña, conservando todavía entre sus maderos, los hilos de una estameña comenzada, quizá, en el reinado anterior.
En el grosor de las paredes, cada ventana formaba un hueco profundo, con sendos poyos de piedra. Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar.
Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero. El niño oteaba los corrales y los patios, el interior de los conventos, el caparacho de las iglesias. A corta distancia, en el sitio más eminente, la catedral levantaba su torreón de fortaleza, almenado y pardusco.
Desde la otra ventana se disfrutaba de una vista grandiosa: el Valle-Amblés, toda la nava, toda la dehesa, el río, las montañas. Fuera de los sotos ribereños, la vegetación era escasa. Raras encinas, negras a distancia, moteaban apenas los pedregosos collados. Paisaje de una coloración austera, sequiza, mineral, donde el sol reverberaba extensamente. Paisaje huraño y apacible como el alma de un monje.
Vivo resplandor revelaba a trechos, entre fresnos y bardagueras, el curso del Adaja, esparcido sobre la arena como galón de plata que se deshila. En el fondo, la sierra de Avila levantaba sus picos más altos chapados de nieve. De ordinario, un bulto de nubes asomaba por detrás de la Serrota o del Zapatero, como vapor de una olla, sombreando los picachos y suspendiendo sobre la falda largos vellones horizontales.
Aquella tarde las mujeres aderezaban ropas de iglesia. Sentadas en redondeles de esparto, extendían sobre el suelo las viejas vestiduras, cambiando el hilo desdorado, rehaciendo la raída guirnalda, el símbolo eucarístico, la orla de santos; y, a veces, también, alguna alcoránica leyenda deslizada en la estofa por el obrero morisco. Era un trabajo piadoso. Aquellos ternos y frontales pertenecían a los conventos. Los monjes aseguraban que cada puntada equivalía para Dios a una cuenta del rosario.
Había góticos terciopelos que se plegaban angulosamente, terciopelos acartonados y finos del tiempo de Isabel y Fernando, donde una línea segura iba inscribiendo el tenue contorno de una granada sobre el fondo verde o carmesí; donosas telas de plata que parecían aprisionar entre la urdimbre un viejo rayo de luna; brocados y brocateles amortecidos por el polvillo del tiempo, a modo de vidrieras religiosas. El resplandor del poniente prestaba rara vislumbre a todos aquellos ornamentos, iluminando de soslayo las sedas multicolores, cuyos tintes vinosos habían madurado como zumos añejos en los cajones de las sacristías.
La luz se apagaba en el cielo. Soplos de sombra cenicienta parecían llegar del exterior y posarse en la estancia. Ramiro, asomado a una de las ventanas, miraba morir el crepúsculo. En el fondo de las callejas ya era de noche.
Purpúreo reflejo bañaba en lo alto las almenas de la muralla, prestando un rubor de coral al tronco de uno que otro pino en los huertos. La ventana de una casa frontera acababa de alumbrarse, y veíase ir y venir, por delante de la luz, la sombra de un hidalgo que rezaba sus Horas. Vasta tristeza flotaba sobre la ciudad guerrera y monacal, y, en medio de aquel recogimiento, el niño creyó escuchar un coro lejano, un himno alucinante. Eran acaso las monjas agustinas. Por momentos, un hálito sagrado parecía pasar entre las voces y estremecerlas como llamas de cirios.
Ramiro recordó las descripciones que su madre le hacía del Paraíso y del Purgatorio.
Casi todas las tardes, antes del toque de oraciones, se presentaba en la cuadra un viejo escudero. El ruido de sus botas en los peldaños era inconfundible. Sin embargo, el hombre aparecía de sorpresa, abriendo la puerta de un puñetazo. Luego, levantando por detrás, con la punta del espadón, bufonamente, la capa, se quitaba el chapeo y, haciéndole barrer el piso con la pluma, saludaba de esta guisa a las mozas, cual si fueran infantas de España. Un arcón, forrado de bayeta amarilla, le servía de asiento. Cuando traía las botas enlodadas acercábase al brasero para secarse las suelas.
Era natural de Turégano, en Castilla la Vieja. Siendo muy niño, había dado muerte, con una navaja, al hijo de un alguacil. Después de cuatro años de cárcel, como sus padres quisieran colocarle en una tienda de platero, se desgarró para siempre. Su repugnancia por todo oficio mecánico y un exceso de voluntad errabunda le arrojaron por el camino soldadesco. Más de la mitad de su vida la pasó sirviendo al Emperador Carlos Quinto y al actual monarca Don Felipe Segundo, en los galeones y galeazas armados a la ligera para tomar represalias sobre los pueblos desprevenidos o caer de improviso sobre algún cargamento del turco. Conocía las islas del Levante y los menores recovecos de los golfos. Soldado y marino a la vez, la sarna, las bubas, las enfermedades vergonzosas que se toman en los puertos, las heridas de pica, de espada, de saeta, las porradas y quemaduras de los asaltos, fueron las especias en que se guisó de continuo su azarosa ventura. Había estado dos veces a punto de morir en la horca. El año 1560 cayó prisionero del turco, en los Gelves. Llevado a Constantinopla, y puesto al remo de una galera que cargaba materiales para el Palacio del Sultán, fue uno de los que mataron a los guardas a pedradas, huyendo a Sicilia con el bajel.
El hábito del acecho continuo y de los ataques súbitos como picotazos, había dejado un gesto de resolución instantánea en sus ojos enérgicos. Ojos grises de ave de presa, pupilas duras donde chispeaba todavía la brasa de su orgullo, como en los tiempos en que arrastraba sus castellanas espuelas por las losas de Nápoles.
Era su historia una ristra de hazañas más o menos honrosas; pero, lleno de altiva indolencia, no buscó nunca salir de la clase de soldado, calzando a la vejez el guante escuderil y acogiéndose a la tarea tranquila de acompañar por las calles a las señoras de la nobleza.
A más de los lances de su propia existencia, contábales a las criadas retazos de libros de caballerías, así como también tradiciones fabulosas de Avila y Segovia. Sabía canciones de barberos y caminantes, toda la vida en verso del moro Abindarráez; e innumerables letrillas que cantaba con áspera voz, al son de una vihuela, dándose vuelta los párpados para remedar a los ciegos.
Fiera y pálida cicatriz señalaba en lo alto su frente bronceada por el mar.
Aquella tarde, apenas se hubo sentado en el cofre y puesto a referir algunos comadreos del mercado, una de las mozas, pasándose ella misma el dedo sobre las cejas, le preguntó:
—Decí, seor Medrano: ¿quién os labró esa guirnalda?
El escudero bajó un momento los ojos sin responder, y sacando de su escarcela de badana un lienzo encarnado, sonose con él las narices. Dicho movimiento era a veces el anuncio de prolija narración.
El niño, apoyado ahora en la rodilla del antiguo soldado, jugaba con su espada, como de costumbre, tanteando los filos, curioseando las manchas de la hoja, o blandiéndola ante sí, con infantil arrogancia; pero al advertir la expresión pensativa del hombre, hincó el acero en el piso y, apoyando ambas manos en la gruesa empuñadura, se dispuso a escucharle.
Medrano comenzó de mal gesto. Era un antiguo episodio del desastre de los Gelves. Hablaba despacio, con acento semejante al son de un atambor destemplado, y más de una vez sus ojos se humedecieron al recordar las vergüenzas de aquella jornada.
Describía el desorden y la fuga de las naves cristianas al presentarse de improviso la armada turquesca. Estas encallaban en los bajíos; aquéllas, por querer escapar velozmente, quebraban sus entenas; otras se entregaban sin combatir. El, para bien de su honra, se hallaba en el fuerte. ¡Contaba entonces los horrores del asedio, las enfermedades desconocidas, las heridas monstruosas, el hambre, la sed! Habló de soldados que se escapaban de noche para comerse los cadáveres de los turcos; de mujeres enloquecidas, arrancándose unas a otras los pechos a mordiscos; de madres españolas que se arrojaban con sus criaturas de lo alto de las murallas. Cuando el General don Alvaro de Sande obró su funesta salida, él fue de los escogidos para acompañarle.
Habíase puesto de pie para describir mejor aquellos instantes de lucha desesperada.
—Ya íbamos llegando a las galeras—decía.—Los moros escopeteros, después de consumir toda la pólvora, no podían ofendernos, atajados por nuestras picas; pero uno de ellos, cosa de no creerse, hincose él mesmo en el vientre la mía, y dando de esta suerte varios pasos ensartado, como lo digo, logró llegarse hasta mí y alargarme, ¡pesia a tal!, una cuchillada bien bellaca en la frente. ¡Dejemos esto!—exclamó por fin, con el semblante alterado por el rencor, y sentándose otra vez en el cofre.
Una de las criadas canturrió:
¡Los Gelves, madre, no son buenos de tomar!
Pero el antiguo soldado agregó sin oírla:
—¡Cuándo verase libre la cristiandad de estos aliados del Demonio! A las veces me digo: ¿quién otro, llegado el caso, logrará contenellos agora que falta don Juan, el de Lepanto?
Al escuchar aquella última frase, Ramiro, apartándose del escudero y alzando la espada, repuso con asombrosa expresión:
—Cuanto a eso, yo he de hacer lo mesmo que el don Juan, si el Rey me señala.
Algunas criadas se sonrieron, y el niño, mirándolas en el rostro, exclamó nuevamente, golpeando con el pie en el solado:
—¡Yo he de hacer lo mesmo, digo e aún más he de hacer, con la ayuda de Dios e la Virgen!
Entretanto, a su espalda, la puerta de la escalera acababa de abrirse y una hermosa mujer, extremadamente pálida, toda vestida de negro, penetraba en la estancia. Era doña Giomar, la madre de Ramiro. Sus ojos fosforescían en la penumbra como humedecidos por lágrimas recientes, y su voz, de un timbre demasiado bajo tal vez, moduló con severa dulzura:
—Ya os he dicho otras veces, Medrano, que Ramiro no ha menester destos alardes. ¿Por qué le habéis dado la espada?
El niño, volviendo el rostro hacia ella, se adelantó a responder:
—Ese no quería, madre, e yo se la tomé con engaño.
—Otras serán, hijo mío—repuso entonces la llorosa mujer—, las armas que has de esgrimir cuando entres al servicio de Dios y de su Santa Iglesia; y harto mejor estuviera agora en tus manos algún libro de religión que no ese hierro.
Callose un instante, y el niño, viéndola llevarse a los ojos el estrujado pañizuelo, soltó al punto la espada, y corriendo hacia ella,
—¿Por esto lloráis?—la preguntó.
—No, hijo mío—repuso la madre, dominada por la congoja.—Conduéleme una nueva triste por demás. Ya no volveremos a ver a la Madre Teresa de Ahumada... Entró en el gozo del Señor, como una santa, antiyer, en Alba de Tormes.
Un murmullo de ayes y suspiros se levantó en la obscuridad de la estancia. Algunas mujeres sollozaron.
El sol acababa de ocultarse, y blanda, lentamente, las parroquias tocaban las oraciones. Era un coro, un llanto continuo de campanas cantantes, de campanas gemebundas en el tranquilo crepúsculo. Hubiérase dicho que la ciudad se hacía toda armoniosa, metálica, vibrante, y resonaba como un solo bronce, en el transporte de su plegaria.
Doña Guiomar, dejándose caer de hinojos, entonó en alta voz las palabras del Angelus. Todos, imitando su movimiento, se dispusieron a responder.
El escudero balbuceó las avemarías alzando el rostro y juntando las palmas como los niños.
Las ventanas, abiertas, dejaban penetrar una paz penumbrosa y el primer aliento somnífero de la noche.