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LAS BUENAS COSTUMBRES

Lazlo camina hacia la parada del camión que lo lleva a su casa. Atraviesa un túnel: su techo tiene estatuillas e imágenes cuyos detalles no se alcanzan a distinguir. Algunos se mueven con las luces de los autos. Por eso dicen que el túnel está embrujado. Otros aseguran que las pusieron cuando remodelaron la ciudad. Quién sabe. A nadie le gusta pasar por ahí, pero es necesario. Lazlo se persigna siempre antes de entrar, y le es suficiente para sentirse seguro.

Por lo general hay más gente; pero esa noche algo pasó. Lazlo espera solo, nervioso por la obscuridad y el silencio. Quisiera irse con sus amigos de la oficina. A sus pueblos. Acompañarlos y acompañarse en esas horas de cansancio y delirios que siguen al pasajero en la carretera a velocidades imposibles.

Es tarde. El camión no llega. Lazlo no tiene que ver el reloj para comprobarlo. Lo sabe. Casi salta y grita cuando escucha pasos y una respiración enferma a su espalda. Los pasos se arrastran y crujen. Piensa en una prótesis, pero no comprueba qué es. El ritmo no es placentero. Ni habitual. Aprieta su portafolios. No se anima a mirar de frente a la silueta que se detiene junto a él.

El desconocido se queja. Gime. Le cuesta respirar. Luego tose. El aliento le huele a tierra mojada. Es muy incómodo. Inusual. Termina el ataque de tos con una risa que suena a lodo yéndose por una coladera. Después continúa con el lastimoso ruido de su respiración. Le agrega algo más. Unos estertores. ¿Se estará ahogando? Lo mira apenas. Usa ropa vieja. Mojada. El desconocido toca a Lazlo. Como si fuera un niño, le pica las costillas. Lazlo se aparta, grita unas maldiciones, e intenta verse más grande y fuerte para lo que venga. Aunque no es suficiente. No está preparado para lo que está frente a él. Y lo inminente pasa: el desconocido le habla.

—Me llamo Kumo.

Lazlo quiere irse pero ve las luces del camión que ya se acercan por la avenida. Vienen lejos. Kumo lo toca de nuevo. Le aprieta el brazo y da una exhalación que parece éxtasis sexual. Lazlo lo mira sin verlo. Su rostro está quemado. No tiene nariz ni labios, solo hoyos. La piel parece cartón mojado; toda es una cicatriz. Los ojos son amarillos. Uno, más bien. El otro figura un huevo cocido: sin pupila, sin iris. Carne blanca. Lazlo mira hacia la calle y el camión sigue acercándose. Ya debería estar aquí. Viene muy lento. Ni modo. Pedirá un taxi aunque le salga carísimo. Quiere buscarlo, pero Kumo lo agarra de la ropa. Lo jala.

—Perdóneme. Por favor no huya de mí. Sé que mi apariencia física puede ser impresionante, pero créame que solo es una cáscara. No soy tan terrible como me veo. Soy bueno. Y quiero demostrárselo.

»Soy, digamos, su vecino. Vivo cerca. Por ahí, donde el túnel tiene esa grieta. Hay otra entrada; claro que no quepo por ahí. No se la enseño porque, creo, usted no tiene ningún interés en visitar mi hogar, ¿cierto? Aunque si así lo fuera, sería un honor para mí. Si quiere visitarme, avíseme para que le susurre las palabras con las que podrá abrir la puerta. Es por seguridad, no por otra cosa. No estoy en nada turbio. Yo, de hecho, me acerco a usted para hacer cosas buenas. Muy buenas. Quiero ofrecerle algo que, seguramente, le parecerá fantástico, pero no lo es. O puede que sí lo sea para personas como usted y como cualquiera, con una vida tranquila y, supongo, feliz, como debería ser… Bueno, yo quiero proponerle una cosa: un intercambio. Desde mi casa percibí que usted tiene algo muy valioso. Claro que no lo supe en este instante. Tuve que descubrirlo. Encontrarlo en usted. Lo hice gracias a que lo observé durante muchas noches. Mire, desde esa grieta que casi llega al techo, ahí me asomaba. Si usted hubiera volteado, tal vez me habría visto. Al menos, mis ojos.

»Espere, por favor. No se vaya, ya casi llega su transporte. ¿No ve las luces que se acercan? Créame que ya están por llegar. Falta poco. Escuche; es por su bien. No quiero hacerle daño y lo tendré que lastimar si intenta largarse de nuevo. Es una falta de educación que me deje hablando solo.

»Bien. Qué bueno que ya entendió. Ahora sí. Yo vi que usted tiene unos sueños muy buenos. Y los quiero. Yo no puedo soñar. Es de nacimiento. Pasa que, cuando voy a dormir, me quito los ojos porque no puedo cerrarlos y se hace mi noche y ya. Deje su maleta en el piso. Míreme a los ojos. Déjela. Ahí. Sí. Bien. Entonces le decía que no tengo sueños. Y quiero tenerlos. Los de usted se ven deliciosos.

»Leo muy bien los labios. Desde mi hogar he visto a tantas personas hablando que ya puedo saber lo que dicen sin escucharlas. Y sé qué acaba de decir. Lo hubiera enunciado en voz alta; no me habría ofendido. Francamente, me parece más una ofensa lo que está pensando, eso de querer irse y dejarme hablando solo, pero se la perdonaré por las intempestivas circunstancias en las que nos encontramos. Y déjeme decirle que no solo puedo ver las cosas que sueña aunque no esté dormido; también las puedo oler y sentir. Los sueños se están creando todo el tiempo. Cuando duerme, toman forma, pero antes de eso ya existen. Los veo puros, yo. Crudos, mejor. Sí, crudos. No ponga esa cara. Los humanos no tienen los sentidos desarrollados como los míos. Pero de lo que carecen en un área les sobra en otra. Como los sueños. Y yo ya no quiero ese silencio que cae cuando me deshago de mis ojos. Quiero otra vida. Otro cuerpo, en el mejor de los casos, pero no todo se puede. Quiero otras tribulaciones más que conseguir la carne y los insectos y el pasto para mantenernos firmes a mí y a mi casa ante nuestros siglos de edad.

»Ya casi llega el camión. No desespere. Míreme a mí y solo a mí. Sea paciente. ¿Que no se acercan las luces? Tal vez viene lento. La niebla a veces es tan densa que empasta las máquinas que ustedes usan para transportarse. Si no fuera tan impaciente, tan maleducado, yo ya hubiera terminado de hablar.

»Vamos a terminar esto ya. Yo quiero sus sueños, pero no soy un salvaje como para arrancárselos y ver cómo su mente y su cuerpo se deshacen por el trauma. Podría incluso tomar más que eso si quisiera, pero no soy ambicioso. Lo haría si usted en verdad fuera grosero. Con los sueños creo que es suficiente. Si me los entrega, no sufrirá y no habrá más efectos secundarios que un reemplazo de las alucinaciones por un silencio intenso. Yo le ofrezco esto a cambio».

Kumo se rompe el andrajo con el que ocultaba su cuerpo. La piel ahí no está en mejor estado que la de la cara y los brazos. Es un campo de batalla, llena de cráteres, derrapones y quemaduras profundas. Es asquerosa. Y gris y marrón. Lazlo está petrificado. Kumo se clava las uñas en el pecho. Sangra amarillo. Se ve que le duele. Continúa. Mete la mano (raquítica, como de bruja) completa. Saca algo que gotea. Una figura. Parece impermeable porque en segundos está limpia. Lazlo siente que no puede respirar al verla. Porque es él. En pequeño. Idéntico. Ni siquiera se distingue por esa a veces mínima distancia entre los rasgos naturales de una persona y un muñeco. Parece hecho de piedra y madera, pintado para que la piel fuera piel. Abre la boca. Lazlo también. Mira hacia las luces del camión. No se acercan. Kumo le avienta su versión miniatura. Lazlo la esquiva apenas. Choca contra el suelo y se rompe. Se deshace en cucarachas y escarabajos que corren a esconderse entre las grietas y el pasto de la banqueta. Kumo se enfurece. Abre la boca. Un par de dientes se le caen. Se escucha como la estática de la televisión. Toma a Lazlo del cuello y lo lleva hacia la grieta que dijo era su casa. Entran juntos. Sus formas se deshacen en la obscuridad.

El camión llega. Kumo sube. Se sienta hasta atrás. Lazlo lo mira desde la fisura en el techo. Derrama la última lágrima que creará jamás. No puede acostumbrarse a ese otro cuerpo. A esa nueva vida de tinieblas.

Nadie encontrará mis huesos

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