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«SELFIE», MI GENERAL

Su nombre, todos lo sabíamos, no era Francisco Villa, pero a él le gustaba llamarse así y a nadie parecía importarle. Alguna noche, al calor de múltiples tragos de aguardiente nos contó por qué decidió ponerse dicho mote, pero yo no estaba en condiciones de sostener una charla y menos aún de retenerla en la memoria.

No fui de sus primeros soldados, de su pandilla cercana, me uní a él porque no tuve opción, porque me sorprendió escondido entre un par de arbustos luego de un tiroteo, con una cámara a mi lado. Don Pancho creía firmemente que la revolución tendría que ser filmada.

—¿Sabes usar ese cacharro?

—Sí —respondí acoquinado y tembloroso al vislumbrar mi futuro próximo.

—Entonces vienes conmigo, trépate al cuaco.

—Sé usar la cámara, pero no mejor que cualquiera, si lo que usted necesita es un experto, puedo recomendarle a alguien —dije en un último esfuerzo por zafarme de la situación.

Pancho Villa me vio a los ojos mientras se ajustaba los pantalones a la cintura, sopesando mis palabras. Segundos después, su respuesta fue un par de bofetones que me ventilaron el miedo, lustraron las muelas e hicieron trepidar mis rodillas.

No tuve más opción que salir echando plomo junto con el grupo.

Aquella primera noche anduvimos a salto de mata buscando un sitio para pernoctar. El desánimo permeaba el ambiente de la cuadrilla, pues a lo largo de la semana había sufrido varias bajas, todas ellas por deserción.

Don Pancho dispuso que lo mejor sería pasar la noche en pleno erial, sin techo que nos protegiera, pues eso evitaría el encierro y que fructificara cualquier intento de emboscada.

Todos comenzaron a tender sus cobijas o armar el tinglado para dormir lo más caliente que se pudiera, pues la neblina bajaba poco a poco, con ánimo de volcarse sobre el cuerpo para hacerlo tiritar. Yo me disponía a hacer lo propio, pero mi general tenía otros planes para mí.

—Usted no va a dormir, usté va a grabarme mientras duermo —dijo mientras se quitaba las botas.

Quise protestar, pero me toqué las zonas donde habían impactado los bofetones y recordé que Villa no aceptaba un no como respuesta. Así que empecé a grabar hasta que los ojos se me hicieron pequeños y terminaron por cerrarse.

Me despertó el sonido de una trompeta que, como el clarín con su bélico acento, nos convocaba a lidiar con valor. Posteriormente, se anunció un discurso de don Pancho, quien reunió a la tropa. Todos lo rodearon formando un círculo casi perfecto. Antes de hablar, se ajustó bien los pantalones, se arregló el bigote y engominó el cabello, se enchinó las pestañas y lustró sus botas. A mí, por supuesto, me dio una indicación para que hiciera mi trabajo, así que tomé la cámara y busqué el mejor ángulo.

—Como ya se habrán dado cuenta, andamos escasos de humanidades, fusiles y parque, así que —hizo una pausa en su discurso para mirar hacia el cielo y respirar hondo y continuó— pos vamos a tener que hacer un pacto con la gente de Emiliano.

Apenas terminó la frase, se escucharon algunos abucheos a las espaldas de don Pancho, mismos que se silenciaron cuando él se dio la vuelta y buscó con mirada inquisidora a los culpables.

El ambiente sin duda era tenso. Desde meses atrás el viento traía rumores sobre un supuesto conflicto entre Villa y Zapata por diferencias ideológicas en los objetivos de ambos movimientos.

—Y tú, espero que hayas grabado eso —dijo al ver que había puesto la cámara en el piso.

—Tengo un problema —respondí preparando las mejillas para una nueva arremetida.

—Pues más le vale solucionarlo.

—El asunto es… que se me acabó el espacio de almacenamiento...

A juzgar por la cara que puso, supuse que no sabía de lo que estábamos hablando, como si este Francisco Villa se hubiera quedado en la época del verdadero Doroteo Arango, así que antes de que intentara reacomodarme la dentadura, me dispuse a explicarle. Le dije que una videocámara necesita baterías y una tarjeta para almacenar lo que se grababa, que era imposible filmar por el resto de los días así, por obra y gracia de la tecnología.

Don Pancho se rascó la cabeza y miró al resto de la tropa, algunos —los más jóvenes—, asentían dándome la razón, otros, los más, también parecían sorprendidos por lo que acababan de escuchar.

—¿Y dónde podemos conseguir la cosa ésa?

—En una tienda de electrónicos —respondí.

Mi general se dirigió a la tropa.

—¡Ya escucharon, pelados, hacia una tienda de electrónicos, que la revolución tiene que ser filmada!

Y tras esto, a los pocos minutos me di cuenta que era yo quien dirigía a la cuadrilla abrazado a un compañero de tropa cuyas habilidades para montar me parecieron sobresalientes a mí, que desde el carrusel de las ferias de mi infancia, no me había trepado solo a un equino.

No estaba muy seguro de poder encontrar una tienda a modo para llegar con aquellos bandoleros y obtener lo necesario. Desde hacía meses el país había cobrado las facturas de esta revolución y estaba en ruinas. Muchas ciudades otrora vigorosas y activas, lucían fantasmales la mayor parte del tiempo; avenidas desiertas, comercios cerrados y saqueados, sin electricidad ni transporte, apenas de vez en vez, algún alma con urgencia de salir cruzaba las calles a velocidad para desaparecer del panorama segundos más tarde. No las ruinas, sino el abandono y el silencio, permeaban los nuevos paisajes.

Tras horas de cabalgar, divisamos uno de los pocos centros comerciales abiertos. Estaba custodiado por varios militares. Pero mi general no se arredró y planeó un ataque desde cuatro flancos, total, éramos miles de pelados con poco o nada qué perder. Y además teníamos hambre, armas y valor suficiente para dar una batalla digna, aunque fuera la última. Así que esperamos a que llegara la noche.

Fue una lástima no haber podido grabar ese enfrentamiento. Por primera vez, supe que Pancho tenía razón y todo eso debería ser filmado. Les pusimos en su puta madre tras un combate memorable. Nos dejamos ir en estampida y aunque resultaba evidente nuestra precariedad de recursos frente a los suyos, los superábamos ampliamente en número y agallas. Apenas nos miraron comenzaron a disparar y a lanzarnos granadas, por lo que empezamos a caer de a hombre por metro de avanzada. Varios tiros me despuntaron la greña y en más de una ocasión vi caer al compañero que cabalgaba a mi lado.

Primero atacamos de frente, como indica el manual del perfecto soldado. Luego entramos por la retaguardia, como indica el manual del perfecto astuto. Más tarde, arremetimos por el lado derecho, como señala el manual de los guerrilleros que odian demasiado y, por último, los encerramos por el último flanco que faltaba, respetando los principios de la ambición y la sed de victoria.

Cuando llegó el momento de tenerlos cara a cara, ya no pudieron hacer nada. Intentaron un par de maniobras que nos desmantelaron todo el flanco izquierdo, pero no fue suficiente. También nosotros sabíamos apretar los gatillos y así lo hicimos hasta acabar con todos, o casi todos, porque unos prefirieron rendirse.

No pude celebrar la victoria. De inmediato, mi general —quien a partir de ese momento dejó de ser para mí, simplemente don Pancho— se dirigió a mí para decirme:

—Ora sí, pelao, vaya y traiga las chivas que necesita para la cámara, porque vamos a grabar el fusilamiento de estos pinches cobardes.

Y así lo hice.

Grabé todo el fusilamiento de los que se rindieron, la piedad que solicitaron a mi general y que éste decidió no conceder. Acribilló a uno por uno frente a la puerta principal del WalMart y fue en ese momento que tuve consciencia de lo que estábamos haciendo.

Después recorrí con cámara en mano cada uno de los flancos por los que atacamos. Era un paisaje delirante y apocalíptico. Cuatro avenidas pavimentadas de cuerpos, algunos todavía en agonía, suplicando ayuda.

—Mi general, hay mucha gente sufriendo, habría que darles el tiro de gracia para acabar con su dolor —dijo alguien en algún momento.

Entonces, Villa dio unos cuantos pasos caminando en círculo, ajustándose los pantalones que le quedaban grandes y mirando al piso.

—Pos ni modo, que se aguanten el dolor y que mueran cuando tengan que morir, no podemos desperdiciar las balas —sentenció.

Saqueamos lo poco que había en el centro comercial y de inmediato nos pusimos en camino para la reunión con Emiliano. La moral de la cuadrilla estaba alta pese a la fragilidad en que habíamos quedado tras la batalla. Éramos muy pocos. En ese momento, cualquier ataque medianamente organizado por un grupo de gendarmes nos hubiera pulverizado. Pero nadie parecía notarlo, ni siquiera mi general, quien iba al frente del grupo —porque para mi gusto ya no podía llamarse batallón o tropa— extraviado en sus cavilaciones.

Durante el trayecto vimos pasar un par de helicópteros del ejército encima de nosotros.

—Debemos apurar el paso, estos pelaos nos tienen a tiro de piedra —me dijo, y tras una pausa en la que respiró hondo, continuó—, no te pierdas ningún detalle.

Tras un par de días en los que de nueva cuenta estuvimos a salto de mata entre puebluchos y montañas, logramos por fin reunirnos con las tropas de Zapata. El encuentro tuvo sus momentos de euforia, sobre todo al principio, cuando vimos que eran muchos y más jóvenes que nosotros.

La mayoría de ellos llegó en motocicleta. Tenían comida y armamento. El encuentro entre Emiliano y mi general arrancó los vítores y aplausos de todos. Se abrazaron con fuerza y por varios segundos, tantos, que Pancho, tan flaco él, pareció extraviarse entre los robustos brazos tatuados, la generosa panza y la larga cabellera de Emiliano Zapata.

Esa noche supe, por voz de su propia tropa al calor del vino tinto que ellos bebían, que este Emiliano Zapata sí se llamaba así, y que de hecho, se había lanzado a la revolución más que por ideales políticos, por una convicción derivada de una lectura de mano, la cual dijo que su futuro estaba predestinado por su nombre.

También supe que no sufrían por recursos económicos, pues Emiliano era la oveja tiznada de una familia pudiente otrora dueña de gasolinerías, lo que explicaba el uso de las motocicletas en un país donde el combustible ya era para uso exclusivo del ejército.

En algún momento de la noche y de la borrachera, Emiliano se me acercó.

—Así que te gusta grabar…

—Son órdenes de mi general —respondí.

—Yo prefiero las selfies —dijo, y sacó un teléfono celular e inmortalizó ese momento entre los dos.

—No creo que le sirvan de mucho —arremetí—, ¿hace cuánto que el país se quedó sin internet? ¿Cinco, seis meses?

—No importa, güey, ya venceremos y volveremos a ser libres y prósperos —remató y se alejó dando tumbos por ahí.

A la mañana siguiente nos despertaron los tiros y el rugido de las primeras granadas que apenas anunciaban lo que venía. Nos tomaron desprevenidos, la mayoría aún teníamos alcohol en la sangre y algunos hasta el fusil descargado.

Las tropas de mis generales intentaron parapetarse, pero el ejército atacó con lo mejor que tenía y no le llevó mucho tiempo provocarnos bajas importantes. Dirigió su artillería hacia la mayoría de los caballos y motocicletas para impedirnos el escape, posteriormente, avanzaron con la infantería con la intención de encapsularnos.

Nos defendimos como verdaderos patriotas y héroes. Seguí a mi general y nos atrincheramos tras unas rocas en plena serranía. Desde ahí vi cómo se acercaban poco a poco. Nos eliminaban con facilidad. Pude grabar la muerte del general Emiliano tras un tiro exacto en el cogote.

Mi general Villa jalaba el gatillo y de vez en vez le pegaba a uno que otro pelado. Pero no había posibilidades de salir vivos de ahí, lo sabíamos ambos. Fue entonces que me dijo:

—Ya grabó todo lo que tenía que grabar, ahora apague esa chingadera y lárguese de aquí…

—Pero, mi general…

—Pero nada, cabrón, le estoy ordenando que se vaya de aquí y esconda esa chingadera donde alguien, algún día, pueda encontrarla…

—Pero mi general…

Entonces me volteó otro par de bofetones para acomodarme las ideas.

—Sáquese a la verga —remató.

Supe entonces que yo no era nadie para contradecir a don Pancho, saqué la cámara por última vez, la puse en modo fotografía, y mientras nos zumbaban las balas, me coloqué junto a él y tomé la foto. Segundos después, me escurrí pecho a tierra montaña arriba, dejando tras de mí aquella masacre.

Las conspiraciones fallidas

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