Читать книгу Un vaquero entre la nieve - Erina Alcalá - Страница 4
CAPÍTULO UNO
Оглавление―Pase, señorita Gutiérrez. Cierre la puerta y siéntese ―dijo el hombre en un inglés tan perfecto que ya le gustaría a ella hablar así.
El señor Wilson era inglés, de Londres, pero había llegado años atrás a la Gran Manzana y allí había montado su empresa de publicidad. Otro hombre en busca del sueño americano.
Tendría unos treinta y cinco años y era un hombre alto, con entradas en el pelo, serio y muy inteligente, nariz grande y un tanto inclinada hacia la derecha, lo cual no dejaba de hacerlo atractivo.
―Dígame, señor Wilson ―dijo Elena sentándose insegura con las manos en el regazo juntas, esperándose lo peor. Ya tenía una idea más o menos de lo que iba a ocurrirle y se lo esperaba. Lo sabía desde hacía unas semanas o quizá un mes y todos los compañeros se lo habían advertido.
―Como habrá oído, señorita Gutiérrez, voy a casarme.
―Sí, lo he oído. ¡Enhorabuena! ―dijo ella, incómoda, en el sillón de enfrente. Era de estatura baja y no le llegaban los pies al suelo y eso le molestaba donde quiera que fuese. Qué manía de hacer las sillas altas y las mesas bajas, dispuestas para las contracturas. Sobre todo, en los bares. O esos taburetes con mesas altas, ¿había algo más incómodo?… Necesitaba un apoyo en los pies para sentirse relajada. Y las manos le sudaban por el futuro incierto que le esperaba.
El señor Wilson hizo un silencio tan largo, que a ella le pareció exagerado. Y eso podía significar nada bueno para ella. Cuando no la miraban a la cara, no eran buenas noticias, lo había aprendido desde el instituto y se temió lo peor.
―Bien, no voy a hacerle esperar más, Helen. Como sabe, mi novia es licenciada en Recursos Humanos, como usted, y está sin trabajo ahora mismo y como comprenderá… las circunstancias me obligan a dejarle sin trabajo a usted, y lo siento mucho, porque solo necesito a una persona en este puesto, y me apena mucho, porque usted ha sido una persona muy valiosa estos años en la empresa y por ello se lo agradezco, pero no me queda otra solución y espero que lo comprenda. ¡Póngase en mi situación!
―Sí, lo entiendo. Si eso es lo que quiere… no puedo decir nada. Me lo esperaba. ―Claro que se lo esperaba, ya se lo habían dicho sus compañeros por activa y por pasiva, que iba a la calle en cuanto entrara su novia en la empresa.
―Siento mucho todo esto. Ha sido durante estos cuatro años una gran directora de Recursos Humanos en esta empresa de publicidad y se lo agradezco mucho. Le daré una buena carta de recomendación y seis mensualidades.
―No hace falta, de verdad ―dijo Helen como la llamaban allí, aunque Elena era española, sorprendida por la cantidad que iba a pagarle―. Me ha pagado bien y me dio una oportunidad cuando la necesitaba.
―Pero quiero dárselo, es una gratificación mientras encuentra otro trabajo, y le deseo suerte. Queda una semana para terminar el mes y en ese tiempo, me gustaría que trabajara con Érica, mi novia, y le explicase el funcionamiento de la empresa. Al final de mes se va. Lo siento mucho, Helen. Ha sido un placer contar con usted. —Se levantó y le dio la mano; y ella correspondió igualmente.
―No se preocupe. Y muchas gracias ―dijo levantándose del sillón.
Y directamente se fue al baño a llorar en cuanto salió del despacho del director. No podía ir directamente a su despacho, las lágrimas le brotaban como un río. Sus compañeros la habían visto entrar en el despacho del jefe e irían en procesión a darle en la espalda un golpecito de pena.
Ya lo sabía, que llevaba cuatro años trabajando en la empresa y ahora tenía que enseñar a aquella insufrible mujer durante una semana lo que ella sabía, pero que se olvidara de algunas cosas, que lo trabajara ella.
Le enseñaría lo imprescindible, la creatividad que se la inventara ―se dijo. Si no fuera porque el señor Wilson era una buena persona…
Si al menos fuese una chica agradable, pero era mujer altanera, orgullosa y soberbia, que te miraba por encima del hombro, sin saber hacer la o con un canuto…
Estaba bien que le pagase seis mensualidades, había sido generoso el jefe y una buena carta de recomendación, pero eso no le servía de mucho, si tenía que empezar de nuevo a buscar trabajo en un tiempo récord para no tener que salir del país.
Helen, como la empezaron a llamar en Nueva York, y Elena, como se llamaba en España, había nacido en Cádiz capital. Tenía veintisiete años en esos momentos en que perdió el trabajo, y era una mujer inteligente, trabajadora, risueña, muy generosa con los demás y con buen humor desde pequeña.
Tenía el pelo liso, castaño claro y largo. Generalmente lo llevaba recogido en una coleta alta y elegante para trabajar, o suelto y recogido hacia atrás para estar en casa cómoda, y si salía por las noches los fines de semana, se lo dejaba suelto.
Medía uno sesenta y cinco de estatura, guapa, los labios carnosos, la nariz pequeña y los ojos grandes, de largas pestañas de un marrón tan claro que parecían amarillos.
Era un color raro y bonito y, en conjunto, no pasaba desapercibida. En Estados Unidos, para el trabajo tenía una gran variedad de trajes de chaqueta; de verano e invierno.
En casa, estaba siempre en chándal o mallas cómodas y para salir como una chica de su edad: escote, vestidos y faldas cortas…
Siempre tuvo beca para estudiar, tanto ella, como su hermano, dos años mayor que ella. Fernando estudió Ingeniería Industrial y estaba trabajando en los astilleros de Cádiz y salía con una chica, Paula. Se había independizado en cuanto llevaba trabajando un año y lo hicieron fijo.
Alquiló un piso y se fue a vivir con Paula, que aún estaba terminando un máster en Educación Social, pero trabajaba ya en una asociación a media jornada.
Sus padres eran personas normales; su padre, José Antonio, aún trabajaba de guardia de seguridad en un aparcamiento céntrico de la ciudad y hacía noches, días y tardes. Rotaba en el trabajo, a turnos. Su madre, Carmen, había sido y era una modista a la que nunca le faltaba trabajo. Parecía una hormiga, trabajando siempre. Ella nunca la veía parada. Su madre era la mujer más ocupada del mundo. No tenía contrato laboral y ganaba más que su padre incluso, con los encargos que le hacían. Se había especializado en hacer trajes para los carnavales, a muchas agrupaciones, y estaba todo el año liada en una habitación que tenía para el uso de ese trabajo y a la que ella llamaba su taller, porque a veces debía hacer veinticinco trajes iguales de distintas tallas y tenía una pared entera con una percha alta y otra baja para ir colocando los trajes.
Al principio, trabajaba en su dormitorio de matrimonio, pero cuando su hermano Fernando y ella se fueron de casa, se instaló en la habitación de su hermano que era más grande y allí puso su taller, porque además daba a la calle. Era la habitación más luminosa y necesitaba luz para coser.
Era un piso pequeño de ochenta metros cuadrados, en el que habían vivido y vivían sus padres. Ahora decían que les sobraba espacio. El piso era de tres dormitorios, pero en una zona buena, de gente trabajadora.
En la otra parte de la habitación de costura, su madre tenía la máquina de coser, los hilos y las telas, y un gran maletín con agujas, hilos y tiras decorativas colgaban de la pared. Una gran mesa… aquello parecía una tienda más bien. Una mercería, y porque no lo tenía preparado, que si no…
Nunca le faltaba trabajo, incluso hacía trajes de gitana y otras costuras menores, pero ganaba casi más que su padre.
Elena, la más pequeña, estudió Recursos Humanos en la Universidad de Cádiz y trabajaba todos los veranos desde mediados de junio hasta finales de septiembre en un hotel de recepcionista, siempre el mismo, porque les gustaba cómo trabajaba y la llamaban todos los años.
Hablaba inglés y algo de francés y esos meses le servían para practicarlo. Trabajaba duro, muchas horas, a turnos como su padre, y guardaba ese dinero para cuando acabara la carrera poder marcharse a Nueva York. Era su sueño.
El resto del dinero, el de la mitad de junio, lo guardaba para ropa y divertirse durante el verano, que también lo necesitaba. Era una chica joven y divertida. Y como a todas, le gustaba salir con sus amigas e ir a la playa.
Y estuvo seis años de duro trabajo sin descanso entre el instituto y la universidad y el hotel en los veranos. A veces, hasta la Semana Santa y la Navidad, trabajaba unos diez días. Y no podía decir que no, porque le pagaban muy bien en esas fechas.
Ese último año de carrera, cuando acabó en el hotel, en octubre, hizo su maleta, con su título, y se marchó a Nueva York. Tenía veinticuatro años. Sus padres no terminaron de creérselo, porque siempre lo decía, pero ellos nunca la creyeron hasta tenerlo todo listo para partir.
Desde Cádiz había solicitado a una agencia inmobiliaria de Brooklyn un apartamento pequeño y quedó con el agente inmobiliario, dos horas y media más tarde mientras llegaba el vuelo, en la puerta, para no tener que pagar hotel y, sobre todo, por si el vuelo se retrasaba. El agente inmobiliario le pasó la dirección para quedar.
Era una todoterreno. Sus padres querían darle algo de dinero, ya que no dio su brazo a torcer, y porque tenían miedo de que se fuera a esa ciudad tan grande y sola. Y su hermano también quiso darle algo, pero ella tenía ahorrado de todos esos veranos una buena cantidad de dinero.
Y con sus maletas, veinticinco mil euros más o menos, que tuvo que cambiar a dólares, unos veintiocho mil dólares, puso rumbo a la Gran Manzana en busca del sueño americano.
Fue a Málaga en tren y allí tomó el avión que la llevaría a Nueva York.
Cuando llegó al aeropuerto de Nueva York, y pudo salir de esa mole y tomar un taxi, empezó a respirar.
Le dio la dirección que le pasó el agente inmobiliario al taxista. Y esperaba que fuese puntual el agente inmobiliario y que estuviera por allí y no la dejara colgada.
Tardó un tiempo en llegar y al fin, el taxista paró, le pagó, y con sus maletas se quedó en la puerta del edificio un momento esperando al agente inmobiliario.
Estaba muerta de cansancio. Deseaba que no tardase mucho.
La calle le dio buena impresión; eso le había pedido al agente, una zona buena, pero no excesivamente cara. Y a la misma puerta llegó un chico joven trajeado al cabo de diez minutos de espera, y se dirigió a ella, ya que la vio con las maletas, y un par de bolsos.
―¿La señorita Elena Gutiérrez? ―dijo sin pronunciar bien las eres.
―Sí, soy yo.
―Encantado. ―Le dio la mano a modo de saludo y ella correspondió de la misma manera y con una amplia sonrisa―. Soy el agente inmobiliario, me llamo Dan. ¿Está lista para ver el piso?
―Estoy lista, sí.
―Bueno, como verá, la calle es buena y tranquila. Enfrente tiene autobuses, ahí tiene la parada enfrente, para Manhattan, y si anda una manzana sale a la avenida, y se encontrará el metro. Puede pedir un plano cuando saque los billetes.
―¡Ah! Gracias, estupendo.
Subieron a un noveno piso y al final del pasillo, le abrió la puerta.
Todo estaba en buen estado, salvo el piso. Se le vino el alma a los pies. Estaba sucio como él solo. Estaba peor que sucio. Los muebles estaban en buen estado y parecían prácticamente nuevos, pero más sucios no podían estar y le faltaba una capa de pintura a todo. Dejó las maletas en el suelo mugriento y miró al agente.
―Yo pedí un apartamento o piso pequeño limpio y pintado y esto es…
―Bueno, verá, primero se lo enseño y hablamos, ¿vale?
―Vale —dijo ella decepcionada, nada más llegar.
El piso era pequeño, un dormitorio independiente con una cómoda alta y una mesita de noche, con un vestidor mediano a un lado y al otro, un baño grande, con columna de lavado y secado, una buena ducha, nada de bañera, un mueble para meter toallas u objetos de baño y un lavabo de piedra con bastante espacio para poner sus útiles de aseo y maquillaje. Eso le gustó.
Tenía un anexo para los útiles de limpieza aparte. Pero todo dentro del baño y al final separado por una puerta corredera de madera tipo granero. Eso no estaba mal.
La cocina daba al salón, era pequeña, pero suficiente para ella con una península pequeña y dos taburetes. Todo parecía nuevo, los muebles bonitos, pero tan sucio…
El salón era pequeño, con una mesa de comedor para cuatro, dos sofás y un mueble-estantería con una televisión en el centro no demasiado grande.
Una mesita en la entrada con una lámpara para tirar y las puertas no podían estar peor, en vez de blancas eran marrones. Sin embargo, tenía buenas cerraduras: tres. Y unas vistas preciosas. Era muy luminoso.
Ella miró al agente.
―Está bien, si no fuera por la suciedad y la falta de pintura… Me gustan las vistas y el piso es lo que busco ―dijo Elena.
―Verá, el apartamento es de unos señores mayores. Y esta es la propuesta. Si usted lo pinta y lo limpia, no le cobran el primer mes de alquiler, incluida la comunidad. De lo contrario, ellos se encargan, pero tendrá que esperar al menos diez días.
―¿Cuánto es en total?
―El apartamento es un chollo para lo que suele haber aquí, mil doscientos dólares con comunidad incluida.
―O sea, que tendría que pagar la fianza nada más y dentro de un mes empezaría a pagar.
―Exacto —dijo el agente—, además, le regalan esta semana de octubre. Yo, me lo pensaría, y ya no tendría que pagar nada hasta diciembre los mil doscientos dólares. Si tiene buena mano, y tiempo, se ahorrará mil quinientos dólares, merece la pena. Es un piso pequeño y si se ahorra la mano de obra podrá comprar algunas cosas que necesite. Los muebles y electrodomésticos son casi nuevos, pero había un chico antes que era un desastre.
―Desde luego, más que un desastre, era un guarro. ―Y se rieron.
―Entonces, ¿qué me dice, señorita?
―Digo que sí, que me lo quedo, que tengo trabajo al menos durante una o dos semanas.
―Estupendo, traigo todo para que lo firme. —Y en la misma mesa firmaron el contrato. Le pagó la fianza y le dejó su número de cuenta para los pagos posteriores , luz y agua, a partir de diciembre, y el agente le dejó la copia del contrato y dos juegos de llaves de cada cerradura.
Desde luego, cambiaría las llaves. Lo primero que iba a hacer. Después de comer, claro. Y dormir.
Dejó las maletas y salió a comer fuera. Encontró una cafetería y comió y compró en un supermercado unas cuantas cosas para la nevera que dejó en la misma bolsa. Pidió un cerrajero urgente y cambió las cerraduras.
Al día siguiente ya saldría a comprar productos de limpieza y pintura y se pondría manos a la obra.
Estuvo durmiendo hasta la tarde del día siguiente. Estaba tan cansada del viaje y ahora le tocaba pintar, pero lo haría ella. Iba a juntar las facturas a ver qué ahorraba de los mil quinientos dólares que hubiera pagado, claro, sin contar el trabajo. Pero lo dejaría a su gusto.
Y empezó por pintar su dormitorio, quitar cortinas y poner lavadoras de sábanas y toallas, mientras pintaba todo el resto.
Eligió un tono gris neutro claro precioso, pintó los techos de blanco, el vestidor, y limpió el baño a conciencia, y todas las toallas, sábanas, colchas y ropa que había las metió en la lavadora dos veces antes de introducirlas en la secadora y una colada que hizo sin ropa para limpiar la lavadora.
Era horroroso. Había que empeñarse para ser tan marrano.
Tres días lo dedicó al dormitorio, el vestidor y el baño con la consiguiente limpieza, y colocar su ropa, otros dos al salón, y otros dos a la cocina, y tres días a limpiar bien todos los objetos, mesas, puertas, ventanas, y al suelo, que tuvo que darle un producto especial para las ralladuras, ya que era de madera, aunque no lo pareciera. Después, limpió la puerta de madera de la entrada, la fregó y le echó un producto especial, y al final los suelos con un producto especial, eso era lo último que le quedaba.
Cuando acabara tendría que comprar algunos objetos decorativos y alguna planta para darle vida al apartamento, y comida, sobre todo.
Tendría que darse una buena ducha y hacer una buena lista. Y comer fuera. Ya estaba harta de comer fuera. Llevaba ya una semana. En cuanto comprara comida iba a comer en casa.
Mientras limpiaba la puerta de la entrada, dos días antes de terminarlo todo, un señor de pelo blanco, alto y delgado, y de casi ochenta años, se paró a su lado.
―¡Hola, muchacha!
―¡Hola, señor!…
―Ferguson, vivo en la puerta de al lado. ―Y le dio la mano. Se saludaron una vez que ella se limpió la suya.
―Yo soy Elena, acabo de alquilar hace unos días este apartamento. Lo estoy terminando de pintar y limpiar.
―Gracias a Dios, estaba harto de ese chico. Hacía unas fiestas tremendas.
―No me extraña. Estaba todo sucísimo.
―¿Has pintado?
―Sí, el apartamento entero. Me queda la puerta de entrada y el suelo del salón y por fin estará listo.
―Estupendo, una buena chica. Bueno, si necesitas algo, estoy en la puerta de al lado, vivo solo.
―Lo mismo le digo, señor Ferguson.
―¿Has cambiado las cerraduras?
―Sí señor, las tres que tenía.
―Has hecho bien, pero esta calle es muy tranquila, en el tiempo que llevo no ha pasado nada, pero nunca está de más ser precavida y más una chica guapa como tú.
―Gracias. Mejor, eso de que sea un sitio tranquilo, me alegra y me deja tranquila.
―¿De dónde eres?
―De España ―le contestó.
―Ya decía que el acento... Yo soy de Montana, un ranchero de toda la vida.
―¿Y qué hace aquí?
―Mi mujer se empeñó, pero murió al poco de venir. Ya te contaré otro día, que tienes trabajo.
―Como quiera.
―Hasta luego, guapa. ―Y entró en su apartamento con bolsas de comida.
―Hasta luego, señor Ferguson.
Era encantador y si estaba solo, necesitaba hablar con alguien seguro, pero le cayó muy bien. Era educado y la había dejado trabajar.
Por fin terminó la puerta y el suelo. Aquello parecía otra cosa y una nueva casa. Estaba precioso y si no le costaba mucho lo que quería ponerle… pero, vamos, después de poner lavadoras y meter toda la vajilla en cuatro lavavajillas dobles, para limpiarlo todo perfectamente, la verdad es que resultaba distinta a cuando la vio por primera vez. Estaba preciosa, hasta el suelo con el producto que le recomendaron brillaba como si fuese nuevo, recién comprado; claro, porque se empeñó a fondo.
Y por fin se dio una buena ducha final. Se puso un chándal y salió a comer.
Cuando volvió a casa, se echó en su sofá y se quedó dormida media tarde. Estaba muerta. Iba a salir a hacer una compra de alimentos, lo más importante, y eso hizo. Cuando llegó, colocó todo en los armarios relucientes en su nevera de una puerta ancha y bonita. Y tres debajo para el congelador.
Tenía de todo. Le encantaba tener la nevera llena de productos, que no le faltase de nada. Eso la hacía feliz.
Y cuando acabó, hizo cuentas. Y entre pintura, productos de limpieza, las cerraduras, calculó algo de luz y comer fuera, había gastado setecientos dólares. Perfecto. Había sido todo un ahorro y lo había dejado como quería. Con lo que había ahorrado había comprado la comida y aún le quedaban quinientos dólares que utilizaría en comprar algunas macetas y objetos de decoración. Y el resto, de ahorro para un pequeño despacho que quería montar. Necesitaba también una impresora, un fax, un móvil nuevo y un pequeño despacho con todo lo necesario. Ella tenía su PC y eso debería tenerlo para el fin de semana.
No se podía permitir perder más tiempo en buscar trabajo. Así que todas las compras debía realizarlas en un día. Y tenía que encontrar un rincón en el salón para su despacho. Al lado de la ventana, donde había más luz y se veía la calle.
Estaba feliz en su pequeño piso, ahora tan limpio y bonito.
Y así, ese fin de semana había comprado una mesa de despacho, porque podía utilizar la estantería del salón para el papeleo, carpetas y libros y se ahorraría una estantería que, por otro lado, como le faltaba espacio, no sabría dónde ubicarla.
Un sillón, reposapiés, una papelera y todo lo que necesitaba para su despacho. Bastantes materiales de oficina, una lámpara para la mesa de entrada, otra para la del despacho y objetos de decoración en un bazar. Un par de plantas y su apartamento estaba listo.
Ahora sí que lo tenía todo. Una casa bonita por poco precio, claro, si ganaba bastante. Había echado un vistazo por internet y los directores de Recursos Humanos ganaban entre 5000 y 6000 dólares, y 4000 si no eran directores.
—Bien ―se dijo, el lunes se pondría manos a la obra a buscar trabajo. Miró su cuenta. Y había gastado casi 3000 dólares en el despacho y el móvil nuevo, objetos de decoración. Tendría que ahorrar y buscar trabajo ya mismo. Pero, a cambio, había ahorrado 500 dólares y no pagaría nada hasta diciembre. Estaba satisfecha, aunque muy cansada. Pero descansaría mientras la llamaban para algún trabajo.
La siguiente semana empezó a buscar empresas. Consultó los anuncios de empleo y a enviar currículums, y en la segunda semana, con una suerte enorme que no esperaba, la llamaron de una empresa de publicidad ubicada en Manhattan, cuyo dueño era el señor Wilson. No se creyó la suerte que tuvo, y que tan rápido la llamaran. Al menos tenía una entrevista y debía jugársela.
La empresa se llamaba Wilson Marketing y no supo cómo tuvo tanta suerte, pero en dos semanas de buscar trabajo, la contrataron como directora de Recursos Humanos. Su sueldo era de 5500 dólares netos. No podía ser más feliz.
Llamó a sus padres y a su hermano en cuanto tuvo el trabajo, y les dijo que aunque la empresa estaba en Manhattan, a ella le interesaba porque tenía un apartamento en Brooklyn en una buena zona y barato, y el autobús enfrente de su apartamento y la dejaba al lado del trabajo, aunque tuviera que gastarse un poco de sueldo en viajes, y media hora de tiempo, calculó unos doscientos dólares al mes, pero vivir en Manhattan era prohibitivo y quería ahorrar. Nunca se sabía qué podía pasar, si iba a estar mucho tiempo en ese trabajo.
Esos cuatro años de trabajo en Wilson Marketing fue muy feliz. Aprendió mucho, y se hizo a sí misma en el trabajo de Recursos Humanos. Y ahorraba casi 3000 dólares o más al mes. Salía algunos fines de semana y el resto de la semana lo pasaba en su preciosa casa. Solo gastaba en ropa y comida.
Con el tiempo, se compró dos sofás nuevos y un colchón, algunas toallas y sábanas, pero nada más.
Tenía a su mejor vecino, el señor Ferguson, que siempre la cuidaba y estaba pendiente, y ella de él. Lo invitaba a comer muchas veces. Y se hicieron muy amigos, más bien parecían abuelo y nieta. A veces daban un paseo por la mañana los domingos y desayunaban fuera. Luego, iban un rato a un parque cercano.
El señor Ferguson le dijo que tenía un rancho en Montana.
―Pero ¿sigue teniéndolo? ―le preguntó en uno de sus desayunos.
―Claro. Tengo un capataz que me lo cuida. No es un rancho enorme, tampoco es pequeño, pero es el más bonito de Montana ―decía orgulloso, henchido de felicidad―. Verde, con prados y pinos a lo lejos y nieve en invierno, y un arroyo para las reses y en verano, corre el agua.
Cuando le contaba esas cosas, tan vívidas, ella creía que el señor Ferguson se las inventaba y ella le seguía la corriente. O quizá hubiese tenido un rancho de verdad, pero ya no lo tenía y soñaba con él como si lo tuviera aún.
―Yo creé ese rancho con mis propias manos, lo compré y tengo ahora, según Sam, mi capataz, ochocientas reses.
―¿En serio?, eso es mucho, ¿no?
―Bueno, eso es bastante para una persona sola, en invierno están en los graneros, hay mucha nieve. Y no salen hasta la primavera.
―¿Y solo tiene una persona trabajando allí?
―Sí, mi capataz, hace las cuentas y me envía el dinero cada año.
―¿Y por qué se vinieron a la Gran Manzana desde un lugar tan hermoso?
―Por mi mujer, teníamos un sobrino aquí, estuvo enfermo en el hospital mucho tiempo; finalmente murió, y ella ya no quiso irse y yo tampoco quise marcharme solo. Tengo sus cenizas en una cajita en el dormitorio. Ya no me iré. ¿Qué voy a hacer yo solo allí? Lo malo es que dentro de unos años se jubila mi capataz y veré qué hago. ¿No te gustan los ranchos, Helen?
―No he visto ninguno.
―Pero, sabes llevar una empresa.
―Sí, pero un rancho…, no he visto una vaca desde hace mil años y eran vacas lecheras. ―Y se rieron―. No tendría dinero para comprar algo así. Soy una chica de ciudad, señor Ferguson.
―Tengo dos cabañas, una grande y otra para el capataz más pequeña. Pero les hará falta algún arreglo.
―Como mi piso.
―O más, espero que no. Que estén aún en buen estado todavía.
―¿Le gusta la comida española, señor Ferguson?
―Me invitas demasiado y me estoy poniendo gordo. ―Elena se rio.
―Anda, no diga eso, sé que le encanta.
Y a ella le encantaba después de un café, un trozo de tarta de chocolate que sabía que le gustaba al señor Ferguson, y que le contara cosas de su rancho y de su mujer.
―¿Por qué no tuvieron hijos?
―Mi mujer no podía tenerlos y finalmente nos acostumbramos; pero a ella no le gustaba nada el rancho, a mí sí, yo soy de allí, de Carlton, que está en el condado de Missoula. El rancho está a cinco millas del pueblo. Es un pueblo pequeño, no llega a 800 habitantes. Al menos cuando nos vinimos, seguro que ha crecido más desde entonces y tendrá más tiendas y cafeterías.
Posteriormente se enteró de que no tenía ochenta años sino setenta y ocho, y estaba en forma; relativamente, claro. Se conservaba muy bien.
Elena o Helen, como la llamaban ya, había viajado un par de veces a España en esos cuatro años que trabajó en la empresa de publicidad. Hizo cada dos años un viaje en vacaciones a ver a su familia, y el señor Ferguson estaba al tanto de su casa cuando se iba de vacaciones.
Y el resto, aparte de los pocos gastos que tenía, quería ahorrarlos durante algunos años y con lo que le diera la empresa ahora que la habían despedido, habría logrado ahorrar. Miró su cuenta en el móvil: unos 150 000 dólares, y algo suelto en casa. Y se sintió satisfecha. El resto habían sido gastos normales: en ropa, piso, viajes, salidas y comer, nada más.
Y ahora estaba allí, sin trabajo, con una semana por delante aún, pero al igual que vino, con un tiempo limitado para buscar de nuevo trabajo, como hizo cuatro años antes.
Cuando llegó a casa esa tarde, el señor Ferguson salió a su encuentro. Estaba deseando contarle algo. Pero cuando la vio cabizbaja y triste…
―¿Qué pasa, muchacha?
―Me he quedado sin trabajo, me queda una semana, nada más, el jefe se casa y mete a su novia. Después de cuatro años… —Abrió la puerta y entró. El señor Ferguson fue detrás.
―Vamos, Helen, hija, no llores. Cuando una puerta se cierra, siempre se abre una ventana.
―¿Sí?, pues espero entrar por esa ventana pronto o tendré que volver a Cádiz antes de lo previsto. Al menos me va a pagar seis meses de sueldo. Ya es algo. Pero me tendré que ir si no encuentro trabajo de nuevo. Volver a empezar. Con la suerte que tuve antes, no creo que me caiga ahora esa breva.
―Eso no va a pasar. Tengo noticias.
―¿Qué noticias?
―Se jubila el capataz de mi rancho el mes que viene.
―Pero ¿de verdad tiene un rancho?
―Pues claro, ¿qué creías que era mentira? Pues no, lo tengo y te lo voy a dejar.
―Pero ¿qué dice, señor Ferguson? Yo no sé nada de ranchos y no permitiría…
―No tengo a nadie a quien dejar mi rancho en Montana, ninguna familia, y tú eres como de mi familia, como la nieta que nunca tuve y nadie lo merece mejor que tú.
―¡Pero si yo no tengo idea de ranchos!, soy de ciudad…
―¡Bah!, tonterías, mañana llamo al notario y el rancho es tuyo. No tengo a nadie. Y en cuanto acabes la semana que viene, nos vamos. Me llevo las cenizas de mi mujer y si me muero, tú las juntas y las entierras en el rancho las dos.
Helen no sabía si reír o llorar. Pero el abuelo seguía entusiasmado.
―Si tienes un rancho y eres propietaria, te haces ganadera y nadie podrá echarte del país. Sam, el capataz, te enseñará todo y contrataremos a un vaquero y ya está, solo tienes que aprender.
―Pero me gusta la ciudad…
―Bueno, prueba, hasta que me muera, si no te gusta te vuelves y lo vendes todo. Te voy a dejar el dinero que tenga Sam de lo que ha dado de beneficios estos años el rancho y el de la venta de este piso. Para invertirlo allí. Yo me apaño con mi jubilación, un poco que me quede y estar allí contigo. No necesito nada más. Esa es la condición. Que te quedes hasta que me muera.
―Pero, señor Ferguson…
―A mí me queda poco tiempo de vida, pero me gustaría verte allí y ver cómo te desenvuelves.
―Está usted loco…
―Sí, probablemente. Pero ahora no tienes nada más. Llamaré al notario y vamos cuando salgas del trabajo, y cuando tengamos el piso vendido nos vamos al rancho. Compraré un coche. ¿Sabes conducir?
―Sí, pero…
―Pues nada, nos vamos a Helena en avión y allí compramos un coche hasta el rancho.
―Está usted loco, no sé. Tengo aquí mi despacho.
―Nada, nada, eres propietaria. Yo poco puedo hacer ya. Y tendrás el despacho que quieras con el dinero que vas a heredar. ¿Qué vas a dejar un fax y una fotocopiadora? Eso no es nada, mujer…
―Madre mía. Esto es una locura.
―Venga, anímate, mañana nos vemos. Tengo mucho que preparar.
«Se trata de una locura», pensó cuando se fue el señor Ferguson a su casa. Era verdad lo del rancho. Y ella pensando que se lo inventaba, ¿qué iba a hacer ella en un rancho?
Desde luego que tendrían que contratar a un vaquero, pero sobre todo tenía que comprarse unos cuantos libros y leer en internet, bajarse toda la información sobre cómo llevar un rancho. ¡Dios! Estaba loca.
Iba a heredar en Montana, aunque quizá no estuviera mal después de todo, pero sola con el abuelo en el campo… Lo intentaría, y si no le salía bien, cuando pasaran unos años y faltara el señor Ferguson lo vendería y volvería a su trabajo. Una promesa era una promesa.
Ya vería qué se encontraba, qué podía hacer ella allí, cómo se desenvolvía y contrataría a un vaquero que supiera lo que hacía, eso por supuesto.
Estaba nerviosa y a la vez impaciente. Pero bueno, aún le quedaba una semana. Debía dejar su piso, y realizar los preparativos, vender el piso del abuelo que pensaba darle el dinero para ese rancho.
Era una pesadilla todo eso, una locura. La más grande que había hecho en su vida. Y la aventura más loca que iba a vivir, sin saber qué le iba a deparar el destino, pero bueno, algo parecido hizo hace cuatro años antes.
Y como decía el abuelo, cuando una puerta se cierra, siempre se abre una ventana y esperaba que fuese una amplia para poder respirar y sacar la ansiedad que la atenazaba y el miedo que le daba llevar algo con tanta responsabilidad.
De lo que tenía bastante claro es que contrataría un buen vaquero, a ser posible un capataz que supiera llevar un rancho y ella las cuentas, y esperó que la confianza que el abuelo había depositado en ella, diera sus frutos. Haría todo lo posible para no defraudarlo y hacer correctamente ese trabajo y poder llevar un rancho.
Helen era valiente, siempre lo había sido, pero tenía cierto miedo, aunque tenía al antiguo capataz para que le explicara algo antes de que el nuevo entrara.
Estaba inquieta, nerviosa y, sobre todo, algo loca. Pero el abuelo estaba más chiflado que ella si confiaba en una chica de traje de Manhattan.
En fin, la aventura comenzaba; o era eso, o de vuelta a Cádiz y aún tenía que apostar por este lado del charco.
No sabía qué iba a encontrarse, ni había visto un rancho, ni una vaca que no fuese lechera. Por ello, la apuesta que hacía su vecino era una locura total. Ella era solo directora de Recursos Humanos, sí que sabía contabilidad, nóminas y podría llevar una empresa pequeña, pero un rancho…
Demasiado confiaba en ella el abuelo, no sabía qué había visto en ella, salvo que estaba sin trabajo y que se llevaban bien y salían a desayunar los domingos, o lo invitaba a su casa algunos días, o le llevaba alguna comida, pero las cualidades necesarias para ser ranchera, no las tenía ni de cerca.
Pero si no sabía ni montar a caballo y además le daba un miedo horrible. Claro que, si encontraba a un vaquero que supiera cómo llevar un rancho, ella sabía mandar, de eso no tenía ninguna duda.
Pero tendría que confiar en ese hombre y ella era una ignorante con un abuelo, y encontrar un buen chico que encima supiera llevar un rancho, ya que no era lo mismo trabajar en uno que saberlo llevar. Debía ser un capataz, además con conocimientos sobre lo que había que comprar o vender, con contactos.
El abuelo, como ella le llamaba al señor Ferguson, la había metido en un berenjenal, del que ya veríamos si salía.
Era valiente, no se achantaba ante nadie, de hecho, se fue sola a Nueva York y vivió en soledad cuatro años en su piso, el que ahora tendría que dejar, pero, por primera vez, tenía miedo.
Todos esos años había pensado que el abuelo hablaba de un rancho en pasado. Nunca creyó que lo tuviera, sino que eran imaginaciones suyas. Que lo había tenido y lo vendió al venirse a Nueva York y su añoranza era de la que hablaba, pero ahora la cosa estaba seria; era verdad que tenía un rancho y no sabía cómo era, por mucho que le contara que era precioso y en primavera los prados eran maravillosos y además tenía reses.
Lo malo es que su capataz se jubilaba. Si al menos el hombre no se jubilara, ella podría aprender algo, pero se iba en dos semanas. A ver qué podría ella aprender en dos semanas de un rancho. Tampoco sabía si era muy grande o era pequeño o si tenía todo lo necesario para poder vivir.
Él le decía que no se preocupara, que ahora en invierno había menos trabajo, ya que los animales estaban dentro y el capataz le enseñaría en dos semanas lo que supiera, que el resto era coser y cantar.
―Vamos, Helen, pero si tú eres una chica valiente. Podrás con esto y te gustará tanto el campo que no querrás venirte.
―Eso lo dice para que no me asuste y acepte, pero tengo miedo a que nada salga bien.
―Ya verás, mujer, quizá el invierno sea algo duro, pero en cuanto llegue la primavera, ya sabrás de todo y serás feliz. Estoy seguro porque te conozco, de que ese será tu hogar. Te enamorarás y tendrás allí a tu familia.
―Vaya, no he encontrado novio en Nueva York con todos los hombres que hay, y voy a encontrarlo en el campo que no hay nadie.
―Nunca se sabe. A lo mejor cualquier vaquero…
―Cualquier vaquero no es lo que necesitamos, sino un vaquero que sepa de todo y bien, y me ayude o, mejor dicho, que lo lleve todo y me enseñe.
―Lo encontraremos, mujer, deja ya de preocuparte tanto. Date un respiro y vamos a la aventura. Deja los miedos a un lado, ¿qué puede salir mal?, y si no estás cómoda o no te gusta, te vienes. De momento no tienes otro trabajo.
Claro, ella lo veía tan animado como un niño con zapatos nuevos, alegre y juvenil como no lo había visto nunca. Contento y con ánimos que ya los querría para ella.
Bueno, Montana…
Allá iba.