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CAPÍTULO UNO

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Por fin acababa sus estudios. Ese era el último día y no podía ser más feliz. Emma llevaba a casa las notas de su máster en Derecho Financiero. Y ya por fin, tras cinco años de estudio a conciencia intensivos, estaba preparada para encontrar trabajo y adentrarse en el mundo laboral.

Aunque quizá, se tomara julio y agosto de vacaciones en la casa que tenían en Torremolinos, al lado de la playa y donde vivía con su padre desde que tenía tres años. Los dos solos. Toda la vida. Ahora tenía veinticuatro años.

Si su padre se tomaba un mes de vacaciones iban a disfrutar los dos juntos. Y en septiembre empezaría a enviar currículums. No hacía falta que fueran de viaje lejos, ni fuera de España, ella ya había ido a Londres y a Irlanda todos los veranos y sabía inglés a la perfección.

Ya no necesitaba ir de nuevo, pero si su padre quería ir a algún lugar, irían, y si quería ir solo, se quedaría en casa, bañándose en la playa y paseando por la arena. Descansando, porque estaba agotada de esos años de estudios intensivos.

Su padre, Juan Carlos Sánchez, era un neurocirujano de prestigio. Trabajaba en una clínica particular que era suya y en la que tenía acciones con otro socio.

Era un hombre alto y atractivo. Lo había sido más en su juventud, educado y con clase, tenía los ojos verdes como ella y el pelo castaño oscuro. Llevaba gafas y era un hombre tranquilo y paciente.

La clínica en la que trabajaba y de la que era socio, era grande e importante en el centro de Málaga y trabajaba más horas de la cuenta.

Emma estaba deseando llegar a casa y esperar a que su padre terminara su jornada laboral y contarle que había sacado un sobresaliente en el máster.

Cuando llegó, tomó algo que la chica que tenían para limpiar la casa había hecho, y se echó una siesta. Estaba cansada. Bajaría a la playa más tarde.

La señora de la limpieza se fue a su casa y ella se quedó tumbada en el sofá con las cortinas echadas, dejando el salón en penumbra.

La casa a oscuras y en silencio. Y pensó en su padre. Tenía sesenta y dos años. A ella la tuvo con treinta y ocho años y era hija única. Provenía de una familia adinerada y tenía mucha clase. Era todo un señor. Y Emma estaba muy orgullosa de él.

No entendía cómo no había encontrado a otra mujer ni había querido vivir con ella. Suponía que había tenido relaciones, pero imaginaba que, para su padre, ella era lo más importante y nunca quiso traer a casa a ninguna mujer.

Su padre era todo su mundo, su vida, y lo quería más que a nadie en la vida. Cuando sus abuelos murieron, al ser hijo único, se quedaron solos, sin más familia, pero había procurado que nada le faltase a su hija.

Era un hombre risueño y amable, tranquilo y cariñoso con ella y no recordaba que su padre le riñera nunca.

Su padre conoció a su madre, Marina, una noche en que ambos salieron por las discotecas de Marbella, por primera vez. Su padre era diez años mayor que su madre, tenía treinta y siete años y su madre veintisiete, y se acostaron juntos. Su madre quedó embarazada y se casaron a los tres meses, sin apenas conocerse. Solo por el hecho de estar embarazada, o sea, por ella.

Su padre, por lo que le contaba, sí que le gustaba su madre, pero para ella solo había sido una noche loca.

Y cuando ella cumplió tres años, conoció a un americano y los abandonó a los dos, dejando a su padre sumido en el dolor de verse solo, con una niña pequeña. Pero había hecho un buen trabajo.

Nunca se hablaba de su madre en casa. Solo Emma le preguntó por su madre cuando estaba en el instituto y su padre le dijo la verdad. Y hasta ahí.

Habían sido muy felices durante esos años. Su padre compró la casa en la playa y allí vivieron años tranquilos, y metió a una mujer para cuidar a su hija, la casa, y ahora le tocaba a ella buscar trabajo.

Cuando despertó de la siesta, se tomó un refresco y bajó un rato a la playa. Solo tenía que cruzar una pequeña carretera y estaba en el mar. Su casa estaba en primera línea de playa y era maravillosa. Por las noches, en verano y en invierno, podía oír el mar, el arrullo de las olas y disfrutar de los sonidos del baile del agua.

Tenía cinco escalones que subían a una terraza o porche a la entrada de la casa, bastante amplia. En la terraza, tenían su padre y ella largas conversaciones, sobre todo en verano. Sacaban los balancines y una mesa, y allí se contaban de todo, cenaban, leían.

La casa tenía dos despachos, un gran salón y comedor, una gran cocina y un patio amplio con todo, incluso una piscina mediana.

Y en la parte alta de las dos plantas que tenía, cuatro dormitorios amplios y dos baños.

Era preciosa y tenía acceso al bus para ir a Málaga, aunque ella ya no lo necesitaba. Se sacó el carné el año que terminó el instituto y su padre le compró un coche para ir a la Universidad. Tenían dos plazas de garaje, una para su padre y otra para ella.

Cuando subió de la playa, estaba tan contenta… Se dio unos largos en la piscina y se duchó, esperando que vinera su padre a cenar.

Su padre vino a las ocho de la tarde. Serio y taciturno.

―¿Qué pasa, papá? Hoy tengo muy buenas noticias. He sacado sobresaliente en el máster. Ya he terminado por fin. ―Y lo abrazó.

―Me alegro tanto por ti, pequeña… ―lo dijo con cierta tristeza, abrazándola.

―¿Papá, qué pasa?

―Voy a ducharme y hablamos, hija.

―¿Es algo serio?

―Ahora hablamos.

Y se quedó preocupada. Su padre siempre se alegraba tanto de sus logros… Seguro que alguna operación había ido mal. ¡Pobrecillo!

Cuando bajó de ducharse, ella estaba impaciente y se sentaron en el salón.

―Hija, ya eres una mujer, tienes veinticuatro años, has terminado los estudios que elegiste. Creo que he hecho un buen trabajo contigo. Eres una hija maravillosa que nunca me has dado problemas, ni siquiera te he visto salir con chicos, solo has estudiado.

―Lo sé, papá. Y tú eres el mejor padre.

―Ya no volveré a trabajar. Hoy es el último día. He estado arreglando documentos esta semana. Llevo días haciéndolo.

―Pero, papá, ¿te jubilas?

―Forzosamente, hija, sabes que mi pasión es la neurocirugía.

―¿Entonces? Eres joven. Tienes sesenta y dos años.

―Lo sé. Tú ya estás preparada para estar sola y vivir tu vida.

―A ver, cuéntame de verdad, ¿qué pasa?

―Tengo un tumor inoperable en el cerebro. Yo mejor que nadie lo sé.

Emma se echó a llorar desesperada y lo abrazó.

―Papá, pero hay neurocirujanos como tú, radioterapia y quimioterapia.

―No voy a hacer eso, es demasiado tarde para mí. No me he notado nada hasta que ha sido demasiado tarde. Me quedan apenas tres meses de vida y no pienso pasarlas en el hospital, el tumor se ha extendido, tengo metástasis en varios órganos importantes, no te voy a dar los detalles, porque quiero pasar ese tiempo contigo. Tengo planes para ti.

Emma no dejaba de llorar.

―No llores, hija. De todas formas, tú tienes que hacer tu vida. Dios me ha dado el tiempo suficiente para dejarte preparada.

Y estuvo más de una hora llorando. El padre tenía que consolarla.

―Vamos, hija, eres una mujer. Tenemos que hablar en serio. Debemos dejar muchas cosas solucionadas.

―Papá, ¿qué voy a hacer sin ti?

―Vivir, hija, vivir cada día como si fuese el último.

Cuando pasaron unos días, ella se calmó un poco y pasaban todo el tiempo juntos. Iban a desayunar juntos, a la playa, hablaban de todo y del futuro. Su padre le dijo que quería morir en casa y que solo debería ponerle morfina los últimos días que estuviese en casa, ya estaba al tanto su socio en la clínica y se lo proporcionaría.

Le contó que tenía un seguro de vida de cuatrocientos mil euros desde hacía tiempo, y uno de decesos. Quería que lo incineraran y esparcieran las cenizas al mar frente a la casa, una noche, cuando ella quisiera.

Emma, a veces, no podía soportar la tranquilidad que su padre tenía y no había momento que no llorara cuando no la veía.

Le dijo que había vendido la clínica a su socio. Y le dijo el dinero que tenía, aparte de la casa, y que pusieron a nombre de los dos.

Le aconsejó que no vendiera la casa de momento, porque tenía planes para ella. Entre el seguro, lo ahorrado y la mitad de la clínica, su padre tenía más de cincuenta millones de euros.

―Papá, esa es una gran cantidad de dinero.

―Por eso no quiero que vendas la casa, cuando te vayas, si no te va bien, siempre tienes un lugar donde volver y si estás bien, siempre puedes venderla.

―¿Dónde voy a ir, papá?

―Con tu madre a Estados Unidos. He hablado con ella.

―Pero, papá, si no la conozco. No he hablado con ella ni una sola vez.

―No quiero que estés sola, te quiere allí. Siempre te ha querido. Toma. ―Y le dio unas cartas.

―Van dirigidas a mí, le ha dado vergüenza escribirte a ti, pero nunca te ha olvidado. Me escribía cada mes durante todos estos años.

―Pero, papá, no quiero ir a Estados Unidos.

―Quiero que vayas, allí tienes una familia; si no te gusta, te vuelves. Tienes dinero para no trabajar en la vida, pero sé que quieres hacerlo, porque has estudiado para eso, podrás montar tu bufete allí y tendrás a tu madre. Cuando nos divorciamos, se casó con Donald Jones, un ranchero de Montana. Vive en un rancho allí, en Montana.

―¿En un rancho en Montana?, ¿y qué voy a hacer allí?

―Hay un pueblo grande cerca. Donald, con el hombre con el que vive, es un buen hombre y te acepta allí en el rancho. Ya he hablado con ellos, tenía un hijo antes de conocer a tu madre. Su mujer murió. El hijo, es unos años mayor que tú. Tendrás otra familia.

―Mi familia eres tú, papá.

―Pero yo no estaré, cariño.

―Está bien, iré, pero si no me gusta, me vengo a casa.

―Muy bien. Ya lo tenemos todo solucionado.

Los siguientes días, semanas y meses, hicieron solo lo que su padre quería, que era dar paseos por la playa y hablar con ella, darle consejos, recordar los tiempos pasados, mirar fotos de cuando ella era pequeña, de sus viajes, leer las cartas de su madre…

A veces, lo dejaba solo mirando al mar por la noche, cogidos de la mano en silencio y respiraban el anochecer.

El tiempo se le iba a Juan Carlos, su padre, irremediablemente, y pasó julio y agosto bastante bien, pero en septiembre entró en fase terminal y el médico de cuidados paliativos pasaba todas las semanas; a ella le daba indicaciones de suministrarle la morfina, y cuando a mediados de septiembre su padre estaba siempre dormido, ella no se separaba para nada de su lado, ni de día ni de noche, llorando como una niña.

Murió el veinticinco de septiembre, pero murió en su casa y en su cama.

Todo se hizo como él quiso, fue incinerado y al tanatorio acudieron todos sus compañeros de la clínica, amigos, algunos pacientes; y a ella le daban ánimos.

A los dos días, Emma echó sus cenizas al mar por la noche y entró en la casa vacía, sin su padre, para siempre.

Al cabo de dos semanas, cuando se recuperó un poco, empezó a hacer las gestiones económicas, cobró el seguro de vida, y lo ingresó en su cuenta, esa que su padre había preparado para ella. Vendió los dos coches y con eso tendría para el viaje a Montana.

Despidió a la mujer que habían tenido toda la vida. Se abrazaron llorando.

Su padre ya le había dado una buena indemnización con anterioridad.

Vació la piscina, la señora se llevó todo lo que había en la cocina y la dejó limpia, también le regaló las plantas y recogió algunas sábanas y las puso encima de los muebles.

Sacó un billete para Nueva York y otro para Helena, en primera. Allí pensaba comprar un coche para ir conduciendo al rancho.

Comprobó cómo estaba el tiempo y en Helena se compraría alguna ropa de invierno para el rancho porque seguro que allí haría frío. Reservó un hotel en el centro para dos días. Descansar y comprar. Llegaría por sorpresa al rancho.

Ya estaba todo listo. Había quemado una etapa de su vida.

Solo llevaba una maleta grande y un maletín con su pc y sus títulos, junto a su bolso de mano. El resto, lo dejó en su casa, y en el bolso de mano todos los carnés y documentos y las llaves de la casa, las tarjetas, el pasaporte...

Con su padre abrió dos cuentas. Una que no tocaría con cuarenta y nueve millones ochocientos mil euros.

Y una con tarjeta para gastos con ciento noventa mil euros. Y diez mil euros sueltos.

Una semana antes había ido al banco a cambiarlos a dólares.

En total llevaba, cuando miró sus cuentas, casi cincuenta y seis millones de dólares en la de ahorro y en la de gastos, doscientos catorce mil dólares.

En el aeropuerto cambió el resto que le sobró de los diez mil euros, porque ya no le harían falta en euros, y que destinaría a comer, pagar el hotel y gasolina para el coche, taxis, etc.

El uno de octubre iba camino de Nueva York, inquieta y delgada.

Emma siempre había sido delgada, pero ahora tenía una talla treinta y seis, claro, que no pasaba el metro sesenta, unos ojos verdes como su padre, que habían perdido vida.

Durante el vuelo en primera, iba dormitando casi todo el vuelo. Cierto que en primera iba cómoda y se estaba bien, aunque el viaje se le hizo largo.

Cuando llegó a Nueva York, facturó de nuevo la maleta, pero debía esperar dos horas, que dedicó a comprar alguna revista, refrescarse un poco y comer.

El viaje a Helena se le hizo más corto. Hacía un frío que pelaba y debía comprarse ropa de invierno ya, y un coche al día siguiente.

Tomó un taxi que la llevó al hotel, pidió cena, se dio una buena ducha y se acostó hasta el día siguiente. Aunque eran las cinco de la tarde, estuvo durmiendo hasta las diez de la mañana del día siguiente.

Se puso lo más abrigado que llevaba y salió a desayunar y de compras. Le indicaron un centro comercial no muy lejos del hotel y allí desayunó y se compró otras dos maletas con ropa de invierno, botas, un buen abrigo, otro más tipo rancho, jerséis de lana, calcetines y pijamas, pantalones calentitos de pana y vaqueros, bufanda, guantes… se gastó en ropa casi mil dólares. No le faltaba de nada de ropa de invierno.

Los llevó al hotel y preguntó si podía meter un coche en el parking y le dijeron que sí.

Y fue a mirar coches… Era una delicia conducir un coche sin marchas. Eligió un Ford Kuga.

Le encantó, porque era coche y todoterreno, pero fino, elegante y era grande. Lo eligió en color gris oscuro y pagó su primera gran pasta con su tarjeta, veinticinco mil dólares con todos los extras.

Se fue encantada con un seguro que le regalaron por un año, aunque no sabía si iba a estar allí un año.

De nuevo se fue al hotel y allí comió y cenó. Miró en internet donde estaba situado Stevensville, en el condado de Ravalli y encontrar el rancho Jones.

Así que miró planos en internet. Casi cuatro horas de viaje, pero pondría en el coche el navegador y no tendría problemas.

Al siguiente día, se levantó temprano se duchó, terminó de hacer las maletas, su maletín y bolso, y se marchó a pagar. Bajó todo en el ascensor al parking y metió en el maletero todo, menos su bolso. Puso el navegador y salió hacia su destino.

Cuando llevaba una hora conduciendo tras salir de Helena, paró en una cafetería de carretera a desayunar y llenar el depósito de gasolina, ya que cuando compró el coche, tenía gasolina suficiente para un par de horas.

El paisaje era maravilloso, pero fuera hacía frío, menos mal que se vistió para soportarlo. No quería saber el frío que haría en pleno invierno.

Cuando por fin llegó al pueblo Stevensville, le encantó, con casas de madera a ambos lados de la carretera y casas en las afueras con un cierto encanto que había visto al entrar.

Paró en una cafetería del centro y tomó otro café y allí preguntó por el rancho de Donald Jones, su padrastro.

Debía seguir la misma dirección, salir del pueblo y como a cinco kilómetros girar a la derecha y a otros dos kilómetros más o menos vería el cartel del rancho. Le dio las gracias a la camarera y continuó.

Conforme avanzaba, veía más vegetación y se acercaba a una zona que le dejaba ver a lo lejos, montañas de pinos en la lejanía.

Por fin entró al rancho, estaba cansada y aún tuvo que conducir otros cuatrocientos metros por una carretera rodeada de árboles a ambos lados, preciosa, antes de llegar a la gran explanada que tenía el rancho.

Una gran casa de madera enorme y lo que le extrañó era que había más de treinta coches aparcados a ambos lados de la casa, había gente en la puerta con copas bebiendo y habría más dentro. Quizá estaban celebrando algún evento o alguna fiesta.

Se colocó el abrigo, tomó el bolso y de momento dejaría las maletas dentro del coche.

Saludó a las personas que había fuera y que se le quedaron mirando, y cuchichean tras ella y entró en la gran casa. Avanzó entre la gente que hablaban y comían de platos y bebían de copas que había repartidas por las mesas y muebles.

Divisó a una mujer con un delantal blanco que entraba en lo que parecía la cocina y fue tras ella.

―¡Hola!

―¡Hola, querida!, y ¿tú quién eres?

―Soy Emma, la hija de Marina, quizá me he equivocado, pero con tanta gente no la encuentro, además, hace años que no la veo.

―Por Dios, mi niña. Ven, siéntate. ―Y le hizo sentarse en una de las sillas que había en la cocina, mientras daba instrucciones a otras dos chicas jóvenes para que llevaran más comida a la sala.

―¿No te has enterado de nada?

―¿De qué debo enterarme? Llevo casi cuatro días de viaje desde España.

―Siento ser yo quien te dé la mala noticia, pero tu madre y el señor Donald tuvieron un accidente hace tres días y han muerto. Se han enterrado arriba en el cementerio esta mañana.

Y ella murió de nuevo de repente. No había nadie con más mala suerte que ella con la familia, sus padres habían muerto con menos de un mes de diferencia. Y estaba a miles de kilómetros de su casa.

―¿Cómo? Pero…

―Sí, hija, te esperábamos antes, no después de la muerte de tu madre. Fue un accidente horrible.

―Lo siento, tuve que arreglar muchos documentos con la muerte de mi padre el mes pasado.

―Hija. Lo siento. En cuanto termine el sepelio y se vaya toda esta gente, te preparo tu habitación. Soy Nani y cuido la casa, toda la vida llevaba con tu madre y el señor Jones.

―¿Y su hijo? Tenía uno, ¿también ha muerto en el accidente?

―No, cariño, menos mal, se quedó en el rancho. Nunca se llevó bien con su padre. Cuando cumplió dieciocho años y terminó el instituto, se fue a trabajar a otro rancho a cien kilómetros de aquí. Hace tres meses, su padre lo llamó incesantemente e hicieron las paces y lleva tres meses trabajando en el rancho como capataz, tu padrastro se ocupaba de las cuentas y dejó el trabajo duro a su hijo Chris. Aún las cosas entre ellos no estaban bien del todo. Tenían distintas formas de trabajar. Después te lo presento. ¿Tienes hambre?

―Un poco, la verdad.

―Pues sal al salón y comes algo mientras esto termina. Luego sacamos tus maletas y te llevo a tu habitación, está preparada.

―Puedo irme al pueblo y volver a España. Ya no es necesario que me quede.

―No, cariño, tienes que quedarte hasta la lectura del testamento.

―¿Qué testamento?, si no tengo nada, nunca he estado aquí.

―Pero eres hija de Marina.

―Está bien, me vendrá bien descansar en un lugar así unos días antes de irme. No estaba unida a mi madre desde que me abandonó, esto lo hice por mi padre, pero si le soy sincera, Nani, me hubiera gustado conocerla al final.

―Era una mujer preciosa y maravillosa, encantadora. Una señora. Pero venga, ya tendremos más tiempo de hablar. ¡Emma, sal y come algo y conoce a algunas personas!

Y Emma salió al salón y tomó un par de copas, más de cinco canapés y otros tantos bocadillos con apetito, sin ser consciente de que un hombre alto con ojos negros y pelo más negro aún, la observaba desde uno de los rincones de la sala, mientras hablaba con un par de hombres.

―Vamos, Chris ―le decía el notario—. El rancho era de tu padre y ella ya está avisada. No sé por qué no ha llegado ya. Marina la esperaba la semana pasada. Va a ser todo un golpe para su hija. La semana que viene vengo y abrimos el testamento. Estará aquí para entonces. O eso espero.

―No pienso darle un trozo de mi rancho. No va a venir una niñata busca fortunas a quedarse con lo que me pertenece. El rancho era de mi padre antes de que se trajera a Marina de España. Ella vino sin nada y ha sido la señora de la casa sin trabajar.

―Se hará la voluntad de tu padre, Chris. Además, tu padre no quiso que trabajara. Te cuidó de pequeño, no seas ingrato. Fue una madre para ti. Dejó a su hija y se preocupó de ti porque se enamoró de tu padre, y siempre te trató como a un hijo.

―¡Maldita sea!

―Venga, cálmate, hijo.

Chris se separó del notario y siguió el rastro de esa pequeña morena con una cola alta, vaqueros y botas altas y un jersey negro. Era guapa, parecía despistada porque no hablaba con nadie, quizá era hija de alguno de los presentes.

Se acercó a ella.

―¡Hola!, ¿aburrida?

Y Emma miró atrás y hacia arriba. Era un hombre guapísimo, con el pelo negro al igual que sus ojos e intimidaba su altura.

―No me gustan las fiestas en los funerales ―dijo con cierto acento extranjero y él adivinó quién era.

―¿Eres Emma, la hija de Marina?

―Sí, ¿cómo lo sabes?

―Por el acento.

―¿Y tú quién eres?

―El hijo de Donald, tu padrastro.

―Encantada, siento lo de tu padre.

―Y yo lo de tu madre. Y no te quiero aquí en mi casa ni en mi rancho ―le dijo acercándose a ella―. Si piensas que vas a quedarte con un trozo de mi tierra, vas lista. ―Y se alejó de ella.

―¡Será estúpido! ―dijo despacio.

Lo que tenía de guapo, sexy y atractivo, lo tenía de imbécil, pero no iba a irse hasta que se leyera el testamento, para fastidiarle la bienvenida que le había dado.

Según Nani, el notario quería que estuviera presente e iba a estar. A ella, nadie la ninguneaba. Claro que no quería nada de ese rancho, pero lo fastidiaría unos días.

Vio a Nani hablar con el notario, un tipo alto y delgado de unos cincuenta años y se acercó a ella con una sonrisa.

―¿Eres Emma, la hija de Marina?

―Sí señor.

―Soy Fergus, el notario, eres tan guapa como tu madre. No puedes irte hasta el jueves que venga y abramos el testamento. Estás en él desde hace muchos años.

―¿En serio?

―Sí, la verdad.

―Gracias, pero no quiero nada. Nada de esto me pertenece. Me lo ha dejado bien claro el hijo del señor Jones.

―Ese muchacho, Chris, es un chico difícil, siempre estuvo enfadado con su padre por la forma de llevar el rancho. Tuvieron sus discrepancias acerca de cómo dirigirlo y se fue. Ha vuelto hace tres meses tan solo. Ya veremos. No te preocupes. Siempre está enfadado. No sé por qué, porque con los muchachos se lleva bien y chicas no le faltan.

―Ya lo veo…

Y el notario rio ante el comentario de Emma.

―Bueno, bonita. Ya es hora de que me vaya. El jueves os espero a las once de la mañana.

―Está bien, me quedaré hasta entonces.

―Tienes que quedarte, no se puede abrir sin ti.

―Hasta el jueves, señor Fergus.

―Adiós, adiós.

En una hora y media todo el mundo había desaparecido, las chicas terminaban de limpiar y Nani le dijo que sacara sus maletas que la acompañaría a su habitación. Estaba cansada y Chris se ve que había desaparecido.

Subió las maletas y su maletín, y ocupó un dormitorio precioso y amplio. Con colores suaves, una cama enorme, televisión, música, una gran cómoda alta y dos mesitas de noche. Un escritorio y sillón frente a la ventana y en un rinconcito, un balancín con una mesa alta y pequeña y una lámpara de lectura.

El dormitorio tenía un vestidor amplio a la izquierda en un pasillo y un gran baño a la derecha que daba a la explanada, como la ventana y el escritorio.

El baño era maravilloso, tenía ducha y una bañera de patas, un estante para las toallas y lavabo tipo spa, con distintas canastitas para colocar el maquillaje y los enseres de aseo. En un lado tenía el lavabo y en el otro un gran espacio y un espejo que ocupaba todo el lavabo.

Maravilloso. Imaginaba a su madre preparándole esa habitación y se emocionó por todo lo que le había ocurrido ese último mes y en los anteriores.

Y con un poco de fortaleza, deshizo las maletas, colocó todo, planchó la ropa arrugada, con una plancha que había en el vestidor, se dio una ducha, se puso un chándal y unos calcetines, y miró un rato por la ventana.

Lo que vio del rancho era una preciosidad. Nunca había visto uno, pero se veía enorme, los caballos a lo lejos libres y salvajes, preciosos.

Se secó el pelo y se acostó en esa hermosa cama. Necesitaba dormir y descansar.

Un vaquero difícil

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