Читать книгу Una okupa en mi rancho - Erina Alcalá - Страница 8
CAPÍTULO 4
ОглавлениеDurmió unas cuantas horas por la noche en el avión. Les dieron a los pasajeros la cena, el desayuno y un almuerzo.
Cuando llegó a Los Ángeles y el avión sobrevolaba sobre la ciudad, le encantó. Parecía otro mundo, y es que se trataba en realidad de otro continente.
Esperó su maleta e iba a tomar un taxi hasta la estación del tren para Cheyenne, Wyoming, cuando divisó en los paneles: «Vuelos a Cheyenne» y pensó que un vuelo le ahorraría tiempo, por lo que sacó un billete de avión. Tenía ganas de llegar, pero aún le faltaba; se ahorraría horas de viaje interminables en tren.
Así que sacó un vuelo a Cheyenne y facturó de nuevo la maleta. Comió y tomó de nuevo café. Iba a llegar casi de noche. Y si lo hacía a esas horas, acudiría a la estación de autobuses y preguntaría por el autobús de Dubois, o si acaso se podía quedar en un hotel cercano. Estaba molida y tampoco hacía falta correr.
Eso hizo cuando llegó a Cheyenne, tomó otro taxi a la estación de autobuses y preguntó desde dónde salían los autobuses a Dubois y cuánto tardaban.
Más de cinco horas de viaje. Y ya llegaba a su destino. Eso tornaba el viaje interminable. Salía a las doce de la noche y llegaba a las seis y media de la mañana o las siete.
Total, ya eran las diez y media. Así que comió algo, se refrescó de nuevo y le entró ganas de darse una ducha de campeonato. Tendría que esperar.
Cuando llegó la hora, se montó en el autobús nocturno y puso la alarma del móvil, llamó a Marina y les dijo que iba ya en el autobús camino de Dubois, que llegaría por la mañana porque en España sería de noche.
―¿Te ha ido todo bien?
―Sí, gracias, Marina, cansada, pero muy bien.
―De nada, Marina Paredes ―le dijo la verdadera Marina.
―¡Qué raro me suena!
―Pues que no te suene raro, no te equivoques.
―Te dejo, voy a dormir un rato, cuando llegue al rancho vuelvo a llamar y te cuento. Dile a mi abuela que estoy bien y que la quiero.
―Adiós, cuídate mucho.
―Lo haré, si ya casi he llegado…
Fue cerrar los ojos del cansancio y al abrirlos había amanecido. Preguntó lo que quedaba para llegar a Dubois y le dijeron que tan solo un cuarto de hora.
El paisaje era precioso, le encantaba, los pinos a lo lejos, un río, las flores en primavera amaneciendo con los rayos del sol, los campos, y se divisaba el pueblo a lo lejos.
Se vio parada en un pueblo que amanecía, junto a una maleta, y se dirigió caminando a una cafetería que había abierta.
Entró al baño y luego se sentó en una mesa.
―¿Quiere desayunar? ―le preguntó la camarera, una chica joven con una libreta y un bolígrafo en la mano para tomarle nota.
―Sí, por favor, café con leche, no muy cargado.
―Muy bien, ¿completo?
―¿Cómo es completo?
―¿No es de aquí? ¿Está de paso?
―No, vengo al rancho Olsen, es de mi tío abuelo Frank.
La camarera la miró.
―Cuando desayune, cruce la carretera, siga hacia arriba y allí verá la notaría. Entre y pregunte por el señor Harris. Llevaba todo el tema de ese rancho…
―¡Ah, bien!, gracias por la información.
Y en cuanto acabó con ese gran desayuno completo que le salía por las orejas, pero que comió con apetito, pagó y le dio las gracias de nuevo a la chica.
―¿Dónde puedo comprarme un coche aquí?
―A la salida del pueblo, en esta misma acera, hay una gasolinera y un concesionario pequeño, pero venden coches nuevos y de segunda mano, de todo tipo.
―Muy bien, agradecida de nuevo. Vendré más por aquí. Me llamo Marina Paredes.
―Y yo Mel, encantada, Marina, espero que te quedes.
―Eso pretendo. Gracias, Mel.
―De nada, suerte.
―¿Quién es —le preguntó el cocinero que había tras la barra.
―La sobrina de Frank Olsen. No creo que sepa que ha muerto y que el rancho está vacío.
―Pobrecita.
Y Marina cruzó la calle hasta llegar a la notaría. Aún tuvo que esperar diez minutos a que la abrieran.
Y cuando un señor con traje que parecía ser el señor Harris abrió la puerta, ella entró detrás de él.
―¿Está esperándome?
―Si es el señor Harris, sí, lo espero.
―Lo soy, encantado. ―Y le dio la mano.
―Soy Marina Paredes.
―Marina Paredes, ese nombre me suena de algo.
―¿Sí?
―Sí, pase. Siéntese aquí, voy a mi despacho a preparar el ordenador y la llamo enseguida.
―Vale, gracias. ―Y se sentó en la pequeña sala de espera.
Diez minutos más tarde la hizo pasar.
―Muy bien, señorita Marina Paredes, dígame en qué le puedo ser útil.
―Bueno, vengo de España, de un pueblo pequeño del sur; tengo un tío abuelo que tiene un rancho de caballos aquí cerca, Frank Olsen, del rancho Olsen. La chica de la cafetería me ha dicho que viniera a hablar con usted cuando le he preguntado por mi tío abuelo.
―Usted es la sobrina que tiene en España, me habló de usted, Marina, por eso me sonaba el nombre. ―Se levantó y cogió una carpeta con el nombre de Frank Olsen, rancho Olsen.
―Sí, exacto, ¿trae sus documentos? Tengo que comprobarlos, como comprenderá.
―Sí, señor, lo comprendo. ―Y le mostró el carné de identidad, el pasaporte, y todos los billetes de los vuelos desde España.
―Exacto, es usted. ¿Y qué le trae por aquí?
―Quiero vivir con él en el rancho.
―Eso no va a ser posible, querida.
―¿No? ¿Ha vendido el rancho?
―No, murió hace un año, dos después de su único hijo.
―¿Un año? No he tenido noticias de eso.
―No he podido encontrar su pueblo, parecía ser pequeño.
―Sí, muy pequeño.
―Bueno, veamos, le contaré la historia: El rancho está como lo dejó, cuando supo que se moría.
―¿De qué murió?
―De cáncer de pulmón. Fumaba demasiado.
―¿Y su hijo, su nuera y su nieto?, creo que tenía un nieto.
Y el señor Harris le contó toda la historia.
―¿En serio?, ¿y entonces su nieto?
―Su nieto está desaparecido desde los dieciocho años. Y no sabemos dónde está ni si volverá. En todo caso de que regresara, podría reclamar el rancho, pero ahora es suyo, lo dejó su tío abuelo escrito, y que si no lo reclamaba su nieto, era suyo si venía. Si luego viniera su nieto y usted ya ha ocupado la propiedad, será de los dos, así de claro. Así que usted ha llegado primero y ocupará la propiedad. Si viene Travis Olsen, tendrá que cederle la mitad.
―Bueno, al menos eso me parece justo, claro que sí…
―Pero no tiene animales, se vendieron todos.
―No importa, no voy a poner un rancho al uso. De momento voy a vivir allí y veré a qué me dedico.
―Pues firme aquí. ―Y así lo hizo.
―De momento, es la única dueña del rancho. Tome sus escrituras. Si viene Travis, tendremos que modificar ese testamento, así está estipulado.
―Me parece bien.
―Ahora queda otra cuestión.
―¿Sí? ¿Cuál?
―El dinero.
―¿Qué dinero?
―El que tenía su tío abuelo. Era un rancho próspero y dio bastante dinero en su tiempo. También es suyo. Y de Travis, le aconsejo que le guarde su mitad.
―Lo haré.
―Diez millones.
―¿De qué?
―De dólares, mujer.
―¿Diez millones de dólares?
―Sí, cinco para cada uno. Se vendió todo el ganado, pero me temo que va a tener que hacer algunas reformas en ese rancho.
―Las haré, con ese dinero…
―Y si no va a meter animales…
―De momento no, voy a dar un tiempo por si viene Travis, ¿qué edad tiene?
―Unos treinta años. Pero quizá se haya ido al extranjero, se haya casado, vaya usted a saber.
―No se preocupe, si viene tendrá la mitad de todo.
―¿Tiene cuenta?
―Sí.
―Le hago una transferencia por el dinero.
Y se la hizo.
―Necesito su teléfono y ya le he descontado los impuestos y mi minuta. —Ella esperó que le diera toda la documentación.
―Si se va a quedar aquí, le aconsejo que se dé de alta como ganadera, aunque no tenga ganado o autónoma si vive aquí, si no, no podrá quedarse en el país, y que se haga un carné nuevo y contrate un seguro de salud. Eso para empezar. ¿Quiere que me encargue de ello?
―Me parece bien, como autónoma.
―Son 500 dólares y la llamo en cuanto lo tenga todo para que venga a recogerlo. ¿Quiere un seguro de salud completo?
―Sí, claro.
―Pues le sumo 1500 dólares al año.
―Perfecto, tome los dos mil dólares.
―Le hago una factura. Bueno, estas son las llaves del rancho, las de la entrada y esta la de la casa principal. Dentro están el resto de las llaves con los nombres de cada cosa, su tío abuelo era así.
―Si tengo que reformar algo, ¿me puede recomendar un contratista?
―Este es el mejor. ―Y le dio una tarjeta.
―¿Tiene luz?
―Sí, dele a la llave y a la del agua en cuanto entre, están en la entrada a la derecha, pero tiene que ir al Ayuntamiento a darse de alta, yo me ocupo cuando tenga todo y se lo pongo a su nombre. No le cobro nada, no se preocupe.
―Si le tengo algo que pagar…
―Nada, mujer.
―Bueno, entonces, me llevo las llaves y si me dice dónde está el rancho…
Se asomó con ella a la calle.
―¿Ve la gasolinera al final del pueblo?
―Voy a pasar a comprarme un coche.
―Bien. Pues siga la carretera, y cuando pase unas cuatro millas verá un cartel: «Rancho Olsen» a la derecha, siga otra milla y lo verá.
―Estupendo. Gracias, señor Harris.
―Bien, ahí lleva todo, me encargo de lo demás y la llamo quizá en tres días.
―Muy bien.
Siguió con su maleta hasta la gasolinera y entró en el concesionario. Se compró un monovolumen que le recomendaron.
―Si luego pone el rancho en marcha, necesitará camionetas.
―Ya veré qué hago, de momento pienso reformarlo y veré lo que realizo luego.
―Puede llenarlo ahí de gasolina. Tiene poca.
Lo pagó con tarjeta y la gasolina también. Enfrente había un supermercado que parecía más bien un almacén. Se paró a comprar algunas cosas, ya otro día haría una compra mayor.
―Si va al rancho Olsen, le podemos llevar la compra si pasa de 100 dólares. Tome nuestro teléfono.
―Bueno, gracias, voy a llevarme unas cuantas cosas que necesito de momento, pero al final serán muchas más. Vendré en cuanto lo vea.
Cuando llegó a la puerta del rancho abrió la cadena que lo cerraba y miró alrededor.
Era una preciosidad, y supo que allí sería feliz. Tenía dinero y e iba a poner el rancho como si estuviese en funcionamiento, por si venía el tal Travis. Y le enviaría a la verdadera Marina un millón de dólares.
Le dio pena cuando le dijo el señor Harris las palizas que le daba su padre a Travis y por eso tuvo que irse, solo su abuelo sabía dónde había ido y nunca abrió la boca.
Si regresaba, también sería su rancho. Por eso con su parte lo iba a dejar precioso y si él venía le tendría preparado sus cinco millones para lo que quisiera. Por si quería meter caballos o comprar lo necesario. Ella solo iba a reformar todo. El resto…
Quizá no volviera o estaba muerto, o casado en Nueva Zelanda.
Bueno, ella no tocaría ese dinero a no ser que tuviera cuarenta años, ese tiempo le concedería. Era suficiente.
Dejó la cadena en el suelo y siguió el camino, un tanto abandonado, pero la primavera florecía en el rancho y había pastos para ganado. Se veían bebederos a lo lejos y un gran arroyo.
Paró el coche en la puerta de lo que debía ser la casa principal. A lo lejos había un edificio grande de dos plantas y una casita pequeña de una planta al lado con dos garajes, y mucho más lejos unas filas de cuadras y un par de redondeles, que sería para domar los caballos o pasearlos. Luego había como tres graneros. Tendría que observar toda la propiedad.
De momento abrió y el polvo la echó para atrás.
La casa tenía tres garajes a la izquierda. Y ella entró en la casa con las manos en los ojos, para poder ver.
A la derecha le dio a los dos apliques que le dijo el señor Harris de la luz y el agua, y la luz del techo se encendió.
Bueno, al menos la luz la tenía ya, fue abriendo puertas y ventanas de todas las estancias. Subió y también aireó todas las habitaciones.
Arriba tenía cuatro dormitorios y dos baños, uno dentro del principal y el otro al lado de las tres habitaciones; estas eran grandes, enormes, y los muebles estaban oxidados, las camas eran de hierro. Todo estaba para tirarlo, pintar y restaurar.
La parte de abajo tenía dos salas amplias y grandes, un salón y una cocina, separados.
El patio con un aseo y otro cuarto de lavado. El patio estaba cubierto de tierra y florecillas que parecía un campo; era extenso y tenía una mesa y dos sillas blancas de terraza rotas y oxidadas también. Todas las estancias eran enormes. Un gran caserón para reformar.
La cocina era… los electrodomésticos blancos oxidados, todo estaba hecho un asco, de polvo, óxido, ropa vieja y olor a tabaco aún. Y salió con un racimo de llaves para inspeccionar la otra casa, la pequeña de una planta. Estaba un poco mejor, pero tenía dos dormitorios, un salón y una salita pequeña, el patio más reducido y un baño entre los dos dormitorios. Y garaje para dos coches.
El pabellón alto debía ser donde dormían los vaqueros cuando el rancho estaba en funcionamiento. Era grande. Abajo tenía una gran sala con cocina y fuego, una gran mesa vieja de madera y sillas rotas de enea. Arriba, a un lado, veinte habitaciones, una tras otra con camas y colchones y ropa para tirar. Y al otro lado del pasillo, los baños, duchas y lavabos, y espejos viejos, para veinte personas, como las habitaciones, y al fondo un cuarto con lavadoras y secadoras, cinco, para temblar, con estantes para doblar la ropa, todo doblado hacía ya tiempo.
Bueno, habría que ir arreglando todo.
Las cuadras eran muy espaciosas, se ve que hubo muchos caballos en su tiempo y de los rodeos habría que cambiar las maderas. Los pabellones… uno tenía herramientas y un viejo tractor, y un depósito sería para gasoil. Y espacio para meter camionetas. Era enormemente alto.
El otro era más pequeño, un granero y herramientas para el grano. Y un pequeño despacho con artículos para veterinaria, ya caducados. Una mesa y una silla de hierro blanco desconchada.
De ahí, de lo que había visto, no podía salvarse nada.
Y el tercero de los pabellones, cerrado también, se veía que era para meter más caballos. No veía la diferencia entre los caballos de las cuadras y los que habían metido en ese gran pabellón. Bueno, ya se enteraría. A lo mejor serviría para las yeguas preñadas…
Iba a irse a dormir a la casa pequeña, la que estaba en mejores condiciones.
Pero sacaría solo la comida, la metería como pudiera en la nevera y en la encimera de la cocina. Cerró todo, se dio una buena ducha, puso una sábana que encontró en un cajón, la extendió en la cama y estuvo durmiendo hasta el día siguiente.
Cuando miró el reloj eran las doce de la mañana. Había dormido un montón de horas. Envió un mensaje a su amiga Marina de España. Le dijo que le enviara por mensaje su cuenta bancaria para ingresarle el millón de dólares. Luego, se hizo el desayuno.
Llamó al contratista y le pareció mentira, pero el hombre apareció en una hora allí.
―¡Hola! ¿Qué tal?, soy Roy Bud, el contratista, hemos hablado por teléfono hace una hora
―Sí, Marina Paredes, encantada.
―¿Es de por aquí?
―No, soy española. Frank Olsen era mi tío abuelo y ahora he heredado el rancho.
―Una pena que este rancho esté desaprovechado, ¿lo va a poner en marcha?
―No de momento.
―¿Entonces?
―Lo que voy a hacer es reformarlo por completo, luego veré qué hago con él.
―¿Y qué piensa hacer?
―Quiero que observe todo y lo arreglemos, hasta las vallas y la entrada, en general, todo. Deseo tirar todo lo que hay en el rancho y ponerlo nuevo, pintar, decorar y amueblarlo, lámparas, azulejos, suelos nuevos…
―¡Vaya, eso es un buen trabajo!
―Sí señor, por eso podemos ir viendo estancia por estancia y le digo qué quiero.
―Pues vamos allá, tengo un grupo de hombres dispuestos a trabajar y los muebles se los pone mi mujer, si quiere, que tiene una tienda, puede ir a elegirlos: los muebles, la ropa de cama, las lámparas, colchones, cortinas, electrodomésticos, etc.
―Perfecto. Mejor a ella que a otro.
―Voy a quedarme en la casa pequeña, mientras que reforma la grande. Es lo primero que quiero que haga.
Y así fue diciéndole qué quería y cómo lo deseaba todo.
Roy le pasó un presupuesto, y su mujer otro, conforme iba metiendo muebles y ropa, y le colgaban las lámparas.
La reforma tardó tres meses. En este tiempo, ella le había enviado a su vecina el millón de dólares, y esta estaba entusiasmada, porque pagaron sus deudas y arreglaron la casa vieja que habían comprado al lado de la abuela. Y adquirieron unas fanegas de olivos también. Hablaban todas las semanas, y con la abuela también, aunque tuviese que ser en mitad de la noche.
Cuando acabó la reforma del rancho, parecía otro, y llenó la nevera. Se había gastado seiscientos cincuenta mil dólares, más el millón que le entregó a la verdadera Marina. Pero tenía un rancho maravilloso. Y además, dinero en el banco.
Había puesto una entrada blanca nueva preciosa y vallas nuevas en todo el rancho. La extensión de terreno era enorme y ella daba largos paseos.
Le habían pintado todos los bebederos de agua, todas las cuadras y tirado todos los aperos viejos de los caballos. Solo dejó las cuadras vacías, pintadas de color blanco, y los tejados nuevos. También pintó los dos rodeos y colocó madera nueva. Y arreglaron los campos.
El pabellón estaba listo para veinte personas, con sus respectivas camas, un gran salón, una enorme mesa, sillas y mecedoras, estanterías, un espacio por si se compraba una gran televisión, una cocina nueva con todos los utensilios necesarios, ropa, mantas, sábanas, edredones, lavadoras, secadoras, cinco de cada y estantes nuevos; y los baños, nuevos y bonitos, con lámparas y cada habitación con una mesa y una silla, una mesita de noche, un armario y una cómoda, sus toallas y ropa de cama.
Eso sí quiso dejarlo para vivir; los graneros pintados, y tiró todas las herramientas oxidadas, el despacho de veterinaria y el tractor.
Todo quedó vacío y pintado de los tres pabellones, por si acaso venía Travis algún día y quería poner en marcha el rancho.
Había que comprar cosas, pero al menos todo estaba listo para meter los enseres.
La casita la dejó preciosa, con una salita y un pequeño despacho al lado de la ventana, sin ordenador, solo la mesa y un sillón; y un salón abierto a la cocina, los dormitorios con baños y armarios, un aseo en el patio y un cuarto de lavado. El suelo del patio lo dejó de cemento y unas sillas y mesa para cenar, un toldo, pintó y arregló los tejados y alrededor de la casa le puso flores. Y se pintaron los garajes y las puertas.
Y por fin la casa grande resultaba maravillosa. Había hecho una carretera desde la entrada a las dos casas y al pabellón para que no se levantara tanto polvo.
En la casa principal preparó una sala de lectura y de televisión para descansar, con librería, sofás y sillones, y una mesa para comer, si quería recogerse en la sala en invierno.
El salón abierto a la cocina con una gran isla, la cocina nueva con todo lo imprescindible, un aseo en el patio y un cuarto de lavado, sillas y mecedoras, una barbacoa y, al final, una piscina no demasiado grande con piedras por donde caía el agua, césped y unas hamacas para descansar.
En la entrada, en el porche, una mesa y dos balancines. En la parte de arriba hizo los dormitorios con vestidores y duchas los tres más pequeños, en la principal dos vestidores y un baño enorme con lavabo doble y un espacio para poner pinturas y cosas de aseo, una gran ducha, un baño cerrado y una bañera de patas; los grifos todos de color negro en toda la casa.
Era una casa para enseñarla, preciosa, los suelos de color gris como la pintura de dentro, combinada con la ropa y muebles en grises y verdes.
Y lo que más le gustaba era la otra sala, enorme, con una gran mesa junto al ventanal, de pared a pared, hecha a medida de madera con cajoncitos pequeños; uno grande y otros pequeños en un lado. Otra mesa de despacho enorme en el lateral con tres sillones, uno para trabajar y otros dos para la mesa de despacho, que llenó de materiales: el ordenador, fax y una impresora de última generación. Todo rodeado de estanterías por la estancia.
Tenía planes. Iba a hacer pulseras, pendientes y collares, y todo tipo de bisutería artesanal; unas de mayor precio y otras más económicas.
Con una taza de café en la mano en el porche en pleno mes de junio, con una rebequita porque aún refrescaba, había ido esa tarde a comprar ropa y cosas de aseo. El día anterior se dedicó a la comida. Había colocado la ropa y se había hecho un café.
Vivía en un lugar incomparable donde el verano no era demasiado caluroso. Conocía a todo el pueblo, y ya tenía todos sus documentos guardados en su mesita de noche junto con un par de rifles y una pistola. Aún tenía miedo. Un rifle tras la puerta de entrada y otro en su dormitorio, por si acaso algo ocurría.
Y encargó también una gran mesa plegable con cuadraditos de distintos tamaños y cerrados para meter las joyas y venderlas los viernes, sábados y domingos en los mercadillos de los pueblos cercanos. Tenía tres pueblos donde vender, aunque el más grande estaba lejos, pero había ido a verlos. Saber qué se vendía. Y creía que podía ganarse así la vida, no necesitaba ahorrar, sino vivir y pagar todo. Si podía ahorrar un poco, lo haría. Porque no podía ni quería ser veterinaria de momento; aún soñaba con Rubén algunas noches.
La casa blanca con sus contraventanas negras y esa decoración completa de todo, la hizo tan feliz…