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CAPÍTULO UNO

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―Hija, ¿estás segura? ―le decía su madre a Carmen.

Estaba preocupada, porque la quería de vuelta y así poder cuidarla en casa, lo antes posible, después de lo que había pasado un par de meses antes.

A pesar de todo, no lograba convencerla de que se volviera a España desde Nueva York.

―Bueno, mamá, voy a probar por última vez. Y si al fin no consigo nada de lo que me gusta, me vuelvo a casa. Es lo que me ha recomendado el psicólogo.

―¿Eso es lo que quieres? ―le preguntó―. Estoy preocupada, cariño.

―Te prometo que, si ninguna de esas oportunidades me salen bien, regreso. No quiero darme por vencida y volver como una fracasada, quiero luchar e intentar salir adelante sin sentirme derrotada. ―Y lo decía muy convencida―. Ya estoy de nuevo preparada para ello. Estoy animada, contenta y con ganas de empezar de nuevo otras oportunidades, y esta, creo, que será buena.

―Estás tan lejos, mi niña… Te queremos ―dijo con sentimiento―. Antonio y yo te cuidaremos bien en casa y aquí podrás buscar también un trabajo o montar tu propio negocio. Antonio puede ayudarte y te prestaremos dinero para abrir tu propia tienda, si eso es lo que tú quieres.

―Mamá, quiero hacer las cosas por mi cuenta. Os lo agradezco de todas maneras. Además, estoy a siete horas en avión. Pero quiero darme una nueva oportunidad.

―Pero ¿qué vas a hacer tú en un rancho en Montana?

Su madre no lo veía nada claro.

―Mamá…

―Eso no es lo tuyo. ―Y no le faltaba razón―. Tú restauras y además eres una chica de ciudad, cariño. No te veo yo en el campo en medio de la nada.

―¿Qué voy a hacer? Descansar. Liberarme. Trabajar. En el anuncio de trabajo solo ponía encargarse de una casa pequeña en un rancho.

«Esto no podía ser muy difícil», pensó.

―Pero, hija…

―He visto la zona y es preciosa. El pueblo se llama Lewistown y tiene cinco mil habitantes y el rancho está a siete kilómetros más o menos del pueblo. Creo que estaré muy bien allí, y si no me va bien o no es lo que espero, me vuelto, ya te lo he dicho. No te preocupes tanto.

―¿Pero ya te han contratado?

―Sí, claro ―dijo muy resuelta―, ya he hablado con el dueño, me da el tiempo necesario para llegar. Tengo que llevarme la camioneta. Por lo visto, ha heredado el rancho familiar y lo está reformando. Y eso es lo mío. Restaurar y reformar.

―Bueno, hija, al menos allí puedes tener paz y descansar…

―No te preocupes, también sé limpiar y hacer de comer, por si lo dudabas.

―Yo solo quiero que estés bien después de lo que te hizo ese maldito cabr…

―¡Mamá!

A veces su madre se preocupaba en exceso, pero todo eso era porque la quería.

―¡Oh! Hija…

―Mamá, el mundo está lleno de cabrones. A mí me tocó uno, pero al menos he tenido buena ayuda para salir adelante ―dijo, esperando que ella supiera que estaba entre esas personas que tanto la habían ayudado―. Y he sido fuerte, así que no te preocupes.

―Pareces tú la madre.

Carmen rio.

―Sí, lo he pasado muy mal, pero al menos me he liberado. ¡No iba a acostarme con ese viejo por mantener un trabajo!

―¡Desde luego que no!

―Mamá, voy a terminar de arreglarlo todo y terminar las maletas, quiero salir temprano mañana. Tengo cuatro días para llegar y quiero estar allí para el fin de semana, porque el lunes de la siguiente semana… ¡Empiezo a trabajar!

Su madre suspiró, a sabiendas de que su hija no regresaría a España por una buena temporada.

―¿Ya sabes qué sueldo vas a tener?

―Eso es lo de menos. ―Aunque su madre no pudiera verla, Carmen hizo un gesto con la mano―. Tengo ahorrado bastante dinero de mis dos años aquí, unos cincuenta mil dólares. Sabes que estaba ahorrando para abrir mi propio negocio, pero necesito mucho más para no quedarme sin nada. Y montar un negocio en Nueva York, requiere mucho más de lo que tengo.

―Mientras te pague algo…

―El dueño me va a pagar al principio unos dos mil dólares, pero tengo comida y cama. Así que los ahorraré enteros, que es más de lo que ahorro aquí. Y además estaré en el campo y lejos de todo. Creo que estaré bien en ese lugar, lo presiento. Al menos, por un tiempo.

―Si no, vuelves a casa ―dijo su madre―. Llámame todos los días, cariño, hasta que llegues, para que sepa que has llegado bien.

―Lo haré, mamá, te quiero. Dale besos a Antonio.

―Se los daré de tu parte. Y yo también te quiero a ti, hija. Cuídate.

Carmen Valle era una chica inquieta e imparable trabajando, ya desde pequeña, lo era. No paraba quieta un momento, empezaba algo y ya estaba pensando en hacer otra cosa en cuanto terminaba.

Era de Sevilla capital, allí vivía su madre, Inma Ortiz, viuda desde hacía unos años de su marido Eduardo Valle, padre de Carmen y de su hermano mayor, Raúl.

Su padre había sido militar del ejército del aire y murió accidentalmente en unas maniobras militares cuando ella tenía doce años y su hermano Raúl, quince. Eso, le pesó a ella, porque era la princesa de su padre. Lo quería mucho y no pudo disfrutar de él todo lo que hubiese querido. Le hacía falta muchas veces como ahora. Aunque su madre siempre estuvo ahí, su padre le había dejado un hueco enorme de infelicidad y melancolía, un vacío difícil de llenar. Su padre había sido un hombre recto y serio, pero en casa con ellos era el mejor padre del mundo. Aún lo recordaba son su uniforme azul. Tan alto y guapo.

Su madre no se volvió a casar, eran un matrimonio muy unido y tuvo que sacar adelante a sus dos hijos, y se dedicó a cuidarlos hasta que estos se hicieron mayores, terminaron sus carreras, y se independizaron.

Esa fue la misión y el objetivo que se impuso y lo había conseguido con los dos, lo cual no quería decir que no se preocupara por ellos después.

Ahora que tenía a sus hijos lejos de ella, salía con un buen hombre, Antonio. Abogado de cincuenta años y sus hijos estaban encantados de que no estuviera sola y hubiese encontrado un buen hombre, porque era joven aún y tenía derecho a ser feliz.

Antonio tenía un bufete de abogados en Los Remedios, un barrio de Sevilla, donde habían vivido ellos y su madre.

Aún tenían la casa familiar, y conoció a Antonio en la cafetería donde iba a desayunar todas las mañanas. Y al final decidieron vivir juntos en la casa de su madre.

Su hermano Raúl era militar como su padre, había seguido sus pasos y estaba destinado en el ejército del aire en Madrid, en Moncloa. Allí llevaba ya unos años, y ella quiso estudiar Bellas Artes en Sevilla y hacer varios cursos de restauración que era lo que le gustaba.

Todo lo que pasaba por sus manos, ella lo restauraba. Se le daba bien y era creativa y trabajadora y conseguía restauraciones maravillosas. Le encantaba todo lo vintage que además estaba de moda ahora. Pero podía hacer otro tipo de restauraciones e incluso tapizaba, hacía marcos para cuadros, sillas, sofás. Compraba jarrones y los modificaba y pintaba. Le daba igual lo que fuese, lo restauraba todo. Pintaba y le daba a todo la vuelta.

Le encantaba la madera, los muebles antiguos, esa era su predilección y en un intercambio que hizo a Nueva York cuando estaba en la Universidad, se enamoró de la ciudad y supo que se iría al terminar la carrera. Allí tenía más oportunidades.

Y con veintidós años, su carrera terminada y algunos cursos, hizo las maletas y con una amiga, Paula, que conoció en la Universidad, emprendieron rumbo a la Gran Manzana, a la aventura.

Tuvieron muy buena suerte, pues en menos de un mes, encontraron ambas fácilmente trabajo en una empresa de muebles antiguos y las contrataron como restauradoras.

Alquilaron un apartamento de dos dormitorios en Brooklyn, en una zona tranquila, y durante un año vivieron y conocieron Nueva York perfectamente.

Salían los fines de semana a divertirse como dos jóvenes de su edad y eran felices con su vida. Tenían un buen sueldo, pues aparte del salario cobraban una comisión y a veces lograban ganar hasta ocho mil dólares al mes, porque eran muy buenas y las restauraciones se pagaban bien y resultaban costosas.

Y Carmen logró ahorrar en un año casi cincuenta mil dólares.

Paula conoció a Dan, un abogado de Boston y se fue a vivir con él de la noche a la mañana, y terminó casándose con él.

Carmen se quedó sola, sin creérselo apenas, pues lo de su amiga había sido un flechazo auténtico en toda regla con Dan, en cuatro meses ocurrió todo.

Cuando se quedó sola, tuvo que cambiarse a un estudio para poder mantenerse, ya que si seguía en el apartamento no podría ahorrar nada.

El estudio era apenas una sala con una cocina y un baño pequeño con ducha, lavadora y secadora.

En el salón tenía un sofá cama, una mesa para dos de comedor y una pequeña mesita con un mueble para la televisión, pero no podía permitirse más, si quería ahorrar algo. Y ella quería hacerlo para montar su propia tienda de restauración.

Al irse su amiga, empezó su calvario. El dueño de la empresa empezó a acosarla, la molestaba constantemente con palabras casi obscenas y sibilinas, pero que parecía lo que no era. Se arrimaba por delante de ella y por detrás frotándose a veces, sin parecer que fuera acoso. Y como ella no hizo caso a sus pretensiones, le quitaba clientes, no le dejaba contestar al teléfono, la ninguneaba o reñía delante de los clientes y compañeros de la tienda, le decía que si es que ya no le gustaba trabajar en la tienda, hasta que ella se encontró encerrada en ese círculo de la noche a la mañana sin poder hacer nada, porque se sentía débil y enferma, no salía y fue encerrándose en sí misma y deprimiéndose, y al año, ella ya no aguantó más.

El estrés que sufrió le hizo padecer ataques de ansiedad y pánico, miedos tremendos, hasta de salir a la calle.

Su trabajo no lo realizaba con tranquilidad ni como debía hacerlo. Y esto la consumía y siempre estaba con la lágrima fácil; ella, que siempre había sido una mujer alegre, divertida y fuerte, se convirtió en una muñeca de trapo.

El dueño estaba casado y con hijos y tenía casi sesenta años, pero se le metió a Carmen por los ojos y esta, al final, no pudo más porque se dio cuenta de que su salud estaba en juego y tuvo que renunciar al trabajo de su vida, a sus clientes que estaban encantados con ella y con sus trabajos, y volver a su estudio sin trabajo, sola y vacía, pero liberada.

No le quedó más remedio que visitar al médico de su seguro de salud que se hizo cuando llegó a Nueva York, y por los síntomas que tenía, este la envió al psicólogo, y estuvo dos meses con dos visitas semanales y una buena regañina por parte del psicólogo, porque estuvo a punto de cogerse una depresión grave, si ya no la tenía por haber aguantado tanto ese tipo de situación y no acudir antes a un especialista.

Le hizo muy bien ir a verlo y no interponer denuncia, porque se hubiese metido en un callejón sin salida. Sin dinero suficiente y difícil de demostrar un mobbing en el trabajo. Lo mejor que hizo fue dejar ese empleo.

El psicólogo le recomendó dejar de trabajar al menos un par de meses y recuperarse, y eso hizo ella.

Habían pasado ya esos dos meses y como el psicólogo le aconsejó, dejó un tiempo para recuperarse, y más tarde, empezó a buscar trabajo.

Indagó fuera de esa gran ciudad asfixiante para ella en esos momentos de su vida.

Mirando por internet, le llamó la atención un anuncio:

Busco señora interna para hacerse cargo de una casa no muy grande en un rancho de Montana, en Lewistown, a cinco millas del pueblo. Se necesita poner las casas a punto, ya que han estado cerradas cinco años y encargarse de solo una persona. Dos mil dólares y comida. Llamar al 555396942. Contacto: Dale Evans.

Ella supuso que llamaría mucha gente del pueblo, y que el trabajo ya estaría ocupado, pero no todo el mundo quería estar interna en un puesto de trabajo, ella lo necesitaba. Miró la zona y el pueblo, fotos y ubicación. La zona era preciosa, verde y las montañas a lo lejos, riachuelos y nieve seguro en invierno, y en un impulso, tomó su móvil y llamó.

Lo que no entendía era que hablaba de una casa y luego parecía haber dos. Eso se lo preguntaría al dueño, porque en principio le interesaba, Montana estaría bien. Y llamó al número de teléfono del anuncio esperando tener suerte todavía.

―¡Hola! ¿Dale Evans?

―Sí, soy yo.

―Me llamo Carmen Valle y llamo por el anuncio de trabajo. Claro, si está libre aún.

―Está libre, ya sabes que tienes que dormir aquí. El sueldo y lo que hay en el anuncio. Renovar las casas que han estado cinco años cerradas.

―Sí, no me importa, ni el sueldo. Estoy dispuesta a hacer el trabajo y poner la casa a punto. Pero pone dos casas en principio. ¿O es una?

―En realidad son dos casas, la principal, que no es demasiado grande, tres dormitorios y una que tengo por si contrato trabajadores, con tres dormitorios también más pequeña. Están en buen estado, solo falta pintura y un poco de reparación y decoración, y meterles útiles de todo. Hay que tirarlo casi por completa y lo que requiere una casa, comprarlo. Tengo un presupuesto para cada una y no puedo pasarme.

―¡Ah, perfecto!, me interesa. Si no le importa esperarme. Vivo en Nueva York, y tardaré unos cuatro días. Tengo una camioneta y no quiero dejarla tirada. Iré en ella. Puedo salir mañana por la mañana, en cuanto deje el apartamento.

―¿Cuándo puedes estar aquí?

―Para el fin de semana. ―A Dale le pareció que eran muchos días.

―¿De dónde eres?

―De España, pero vivo en Nueva York, he perdido el trabajo y quiero llevarme mi camioneta. Me hará falta. Por eso, iré por carretera y tardaré más o menos tres días en llegar. Si no le importa esperarme…

―Está bien. Si sabes cocinar, las labores de casa y arreglar estas casas viejas, te espero el fin de semana. Estás contratada.

―¿En serio? Gracias, y sí, sé hacer todo eso y le dejaré la casa vieja como nueva.

―Eso espero. Guardo tu número de móvil por si hay cualquier cambio y te envío por mensaje el itinerario y cuando llegues al pueblo, puedes preguntar por el rancho Evans.

―Gracias, Dale. Intentaré no perderme y llegar lo antes posible.

―Hasta el fin de semana, Carmen.

―Gracias, Dale, por la oportunidad, de verdad. Hasta pronto.

¡Qué raro!, y además no le había preguntado nada, ni la edad siquiera, ni el estado civil, pero bueno, suponía que si venía sola desde tan lejos, no tenía pareja.

Carmen, de todas formas, preguntaría en el pueblo al llegar. Estaba feliz. El campo sería lo que necesitaba ahora, en estos momentos de su vida.

Empezó al cabo de cinco minutos en el móvil a recibir el itinerario, y la forma de llegar al rancho:

EVAN’S RANCH.

Tenía trabajo, y lo primero que hizo fue llamar al psicólogo y contárselo, ya sus sesiones habían acabado, pero quería que lo supiera.

―Me alegro por ti, Carmen, disfruta y llámame si me necesitas. Suerte. Ya estás preparada y recuerda, haz los ejercicios que te he enseñado.

―Por supuesto, gracias por todo, Robert, si no hubiera sido por tu ayuda… Un abrazo, quizá cuando pase un tiempo, te llamo y te cuento cómo me va.

―Me gustaría. Cuídate, Carmen.

―Adiós y gracias por todo de nuevo.

Luego habló y quedó con su casera que vivía en el mismo edificio para el día siguiente dejarle la llave, no quería que le devolviera nada, total, quedaba una semana para terminar el mes de marzo.

Y esa noche, con sus maletas, una grande y otra pequeña para las cosas de aseo, la camioneta llena de sus productos y herramientas, y bastante pintura azul y blanca que había comprado para renovar un apartamento y que el acosador no le quiso pagar y se la llevó, quizá podía servirle para la casa del rancho, un maletín con su PC, su cuenta en la que tenía cincuenta mil dólares que había conseguido ahorrar en esos dos años de trabajo y el despido.

Durmió tranquila y animada por la aventura nueva que iniciaría al día siguiente en Montana.

Carmen era una chica morena de pelo castaño, por media espalda, liso con algunas vetas rubias, siempre lo llevaba cogido en una coleta alta, por el trabajo, o una trenza, ojos castaños claros, medía uno sesenta y cinco, una nariz pequeña y perfecta, y labios bonitos, así como su sonrisa, que la había perdido ese último año, debido al maldito, como ella le llamaba, pero que la estaba recuperando.

Tenía un bonito cuerpo y siempre iba en zapatillas y mallas para el trabajo que eran más cómodas para levantarse, agacharse y moverse, y vestiditos o faldas cortas, con camisetas o blusas para vestir con algo de escote, como una chica de su edad, veinticuatro años, si salía a divertirse.

Era muy buena chica, siempre lo había sido, bromista, graciosa y con sentido del humor, muy seria y perfeccionista en su trabajo, dispuesta siempre a ayudar a los demás.

Al día siguiente, se levantó temprano, pasó por casa de su casera y le entregó las llaves y se despidió de ella.

Metió sus maletas en el asiento de atrás de la camioneta con una pequeña manta para taparlo, y en la parte de atrás, llevaba todas sus herramientas de trabajo. También, metros de rodapiés de madera para pintarlos, cortarlos, algunas maderas grandes y trozos pequeños y sus taladros, brochas, bombas para pintar, etc.

Había conseguido comprar una buena cantidad de materiales y herramientas y eso no pensaba dejarlo allí. A lo mejor podía utilizarlos en la casa si había que ponerla a punto. Y lo tapó también con un toldo ajustando la camioneta para que nada se viera.

Llevaba ya cuatro horas de camino, había salido de Nueva York y paró a echar gasolina y a desayunar. Luego haría unas buenas horas hasta comer de nuevo o tomar un café.

Y si todo iba bien, solo pararía unas tres noches a dormir en moteles que ya había previsto, y de día, sin parar o quizá para estirarse un poco y comer. Pero iba contenta, más que en los últimos doce meses.

Era feliz de nuevo, aunque no sabía dónde iba, pero allí se dirigía. Y recorrer los paisajes de los distintos Estados por los que pasaba, en primavera, le encantó. Sintió cierta libertad después de haber pasado tan mal año y el aire en la cara llenaba sus pulmones haciéndola feliz. Y le encantaba conducir por esos paisajes tan maravillosos.

Dale Evans se había criado en el rancho Evans, allí había nacido. Él y su hermano pequeño al que le llevaba dos años, Chris.

Cuando era niño, le encantaba el rancho. Era uno lleno de vacas y su padre fue un gran ranchero.

No era demasiado grande el rancho, pero tampoco pequeño.

No era el mejor del condado, ni el peor. Era un rancho familiar mediano y donde ellos subsistían y su padre logró pagarlo sin mucha dificultad en unos cuantos años, porque era un gran trabajador y además eran cuatro de familia.

Recordaba a su padre trabajar de sol a sol, solo y satisfecho de su rancho y de sus hijos pequeños.

Dos riachuelos atravesaban el rancho. Tenía una gran pradera de pastos para los animales, un par de colinas y los pinos se veían en el horizonte en las montañas, a lo lejos.

En invierno, la nieve cubría con su manto blanco el mismo y en primavera los prados se cubrían de verde. Y colores de las distintas flores. La primavera formaba un manto precioso de colores.

Allí toda la familia fue feliz. Ellos tuvieron una infancia dichosa, hasta que su madre murió de una neumonía un invierno frío cuando Dale tenía diecisiete años y le quedaba poco tiempo para terminar el instituto. No pensaba ir a la universidad.

Su hermano Chris, de quince, también estudiaba en el instituto y se quedaron los tres solos. Su padre ya no fue el mismo a partir de ese momento.

Y Dale no pudo soportarlo y se enroló en la marina dejando los sueños de universidad que su padre le tenía preparado atrás, pero no importaba. Él quería quedarse en el rancho a la vuelta.

Allí, en la marina, aprendió mecánica y estuvo en Afganistán, en primera línea, al frente varias veces con sus hombres. Fue nombrado teniente.

Cuando volvía al rancho, las veces que venía de la marina de permiso a ver a su familia, sobre todo después de alguna misión en Afganistán, su padre iba abandonando cada vez más el rancho y él mismo se descuidaba, y por más charlas que su hijo le daba, él ya no fue el hombre que había sido.

Su hermano se había ido a la universidad, su padre caía en picado y su hermano tuvo amigos bastante juerguistas y murió en una de las fiestas que hacían, de una sobredosis.

Dale no sabía siquiera que consumiera coca.

Y tuvo que hacerse cargo de llevarse su cuerpo al rancho y enterrarlo con su madre, mientras su padre, desesperado por otra muerte, la de su hijo menor, ya no estaba en su mundo y murió unos años después, abandonando el rancho.

Vendió los animales y se quedó en cama constantemente y no salió de ella.

Y así llegó Dale a los treinta años. Hacía cinco que su padre había muerto y tras otra misión a Afganistán de seis meses, pidió una excedencia de un año en el ejército. Ya necesitaba un descanso de tanta guerra y muerte.

De vuelta a casa, se propuso ese año levantar el rancho abandonado. Si no era posible, lo vendería y volvería a la marina. Pero nunca pensó en cómo estaba el rancho cuando llegó por última vez. Era peor de lo que esperaba.

Su padre apenas había dejado dinero. Después de los dos entierros, el de su hermano y después el de su padre, apenas habían quedado treinta mil dólares y el rancho abandonado.

Dale sí que había conseguido ahorrar en el ejército desde que entró a los dieciocho años una cierta cantidad de dinero, sobre todo de sus misiones en el extranjero.

Las misiones a Afganistán las pagaban bien y no gastaba nada, porque salvo salir algunas veces, y tampoco era un chico que gastaba grandes cantidades de dinero ni en ropa ni en cosas innecesarias; vaqueros, alguna ropa para salir, camisetas, una colonia cara, el resto era para ahorrar.

Así que había conseguido ahorrar casi un millón doscientos mil dólares y los treinta mil de su padre.

Se lo pensó mucho, pero, se decidió a dejar el ejército e intentarlo en el rancho. Estaba hastiado de tanta guerra y era lo único que le quedaba. Iba a poner el rancho en funcionamiento, aunque estuviese solo al principio.

Estaba repasando qué podría servir y arreglaría la casa, la casita que había a medio kilómetro y que su padre hizo para un capataz y su mujer, un verano en que se encontraba animado, y los tres almacenes.

Compraría algunas vacas y empezaría solo, si acaso contrataría a algún muchacho de día o dos en el pueblo, cuando ya fuese viendo cómo prosperaba, si es que lo hacía. Primero tenía trabajo que hacer. Y era arreglar y, sobre todo, pintar y arreglar ese viejo rancho.

Puso el anuncio para que una señora pusiera también la casa a punto.

Necesitaba electrodomésticos nuevos, muebles y pintarla. Que pareciera un hogar. Necesitaba sentirse en un hogar. Estaba harto de tiendas de campaña y dormir en el suelo duro del campo de batalla.

Quería, al volver del campo, sentirse en una casa bonita. Tampoco cara. Pero que se pareciera a un hogar como cuando su madre la administraba.

Y, además, si no se quedaba, al menos venderlo por un mejor precio y no como un rancho abandonado.

Y cuando puso el anuncio, no llamaba nadie, y ya llevaba dos semanas allí. Descansando y echando un vistazo a lo que podía aprovechar de los tres graneros que tenía.

Cuando llamó Carmen, no le quedó más remedio que aceptarla. Nadie quería estar interna en un rancho y lo comprendía. No sabía por qué ella sí, y lo averiguaría.

Y además venía de tan lejos… Un gran cambio de una gran ciudad, al campo. Bueno, si había una, no le quedaba más remedio que contratarla. No había llamado nadie más.

Dale era un gigante de uno noventa, su cuerpo ejercitado por el gimnasio y el ejercicio físico necesario para estar en forma en la guerra.

Tenía un cuerpo perfecto y proporcionado, de anchas espaldas y largas piernas, dirían las mujeres.

Ahora llevaba el pelo muy corto, castaño claro, una nariz recta y bonita para un hombre y unos ojos azules que se volvían grises en los días nublados o cuando se enfadaba se le cambiaban de color. Acababa de cumplir treinta años.

Era algo serio y pocas cosas le hacían reír. Recordaba en su infancia ser un niño feliz y risueño, pero desde la muerte de su madre, su hermano, la marina y su padre, lo habían convertido en un hombre serio y de pocas palabras.

Como mucho, sonreía. Le costaba expresar sus sentimientos y por eso su relación con las mujeres, eran casi inexistentes.

Cuando llegó a la casa del rancho, la primera vez, se quedó de piedra. Solo había dos sillones de madera al lado del fuego, ¿qué había sido del viejo sofá? ¿Y los muebles? Una mesa para dos con dos sillas desvencijadas que no conocía, los electrodomésticos para tirarlos, el jardín del patio, para no verlo, porque ya no estaba.

Y en la parte de arriba había tres dormitorios con sus baños y sus vestidores, llenos de telarañas, los colchones y cortinas hechas añicos y la bañera del dormitorio principal y duchas de los otros dormitorios y los lavabos estaban… oxidados todos.

La casita pequeña estaba igual que la grande. Era un calco de la casa grande, salvo que tenía los dormitorios más pequeños, sin vestidores y un baño para compartir dos dormitorios, los pequeños y el principal, un vestidor y un baño. Todos con ducha.

No quería pensarlo, pero de eso debía ocuparse la señora, dejarlo lo más limpio posible y si sabía pintar, mejor, él le echaría una mano, pero, tenía bastante con las vallas, que estaban en buen estado, pero a falta de pintarlas, eran altas y de madera, los almacenes y la tierra para dejarla lista y meter el ganado.

De momento había comprado algunas cosas para comer y estaba arreglando la maquinaria que había, el tractor viejo, y quitándole el óxido de los complementos, ordenando herramientas y lo estaba pasando todo a uno de los graneros para arreglarlo y dejar un granero pintado para meter en ese primero, herramientas, maquinaria, y después pintar el pequeño para el grano, y luego estaba el más grande de todos para juntar el ganado en invierno.

Ese sí que era enorme y cabían casi mil quinientas cabezas de ganado.

Menos mal que estaba en primavera. Era finales de marzo, quedaban apenas tres días para empezar abril, y quería dejarlo todo listo para el invierno, antes de las nevadas. Y requería tanto tiempo todo…

Cuando acabara ya se pensaría pedir un préstamo para comprar el ganado e ir pagando al final de cada año con los beneficios que obtuviese, porque con lo que tenía, no tendría suficiente para todo.

Casi se arrepentía de haber dejado el ejército en cuanto llegó al rancho y vio su estado, pero le encantaba tanto el campo…

Era una añoranza, pero también paz y mucho trabajo, aunque a Dale nunca le había importado el trabajar.

Lo que quería era dejar listo el rancho, al menos para meter las reses; las casas eran lo menos urgente.

Luego estaban los recuerdos, los recuerdos ahí presentes de su pasado, de su familia, de la decadencia de esta, desde la muerte de su madre. Fue una locura. Estaba tan unido a ella…

Su madre y su padre querían que fuese a la universidad, querían ver a su hijo mayor formado, aunque fuese en la Universidad Pública de Helena College of Technology, porque bien podía estudiar ingeniería y ellos se esforzarían en que hiciera un máster que le sirviera para llevar el rancho o trabajar en la capital, cerca. Pero esos no eran sus planes. Los planes de Dale eran quedarse en el rancho.

Dale nunca tuvo intenciones de eso como sus padres querían. Lo suyo era llevar con sus padres el rancho y que su hermano fuese a la universidad.

No había cumplido los deseos de ninguno y cuando murió su madre, ni su padre ni Dale pudieron soportarlo y cada uno llevó el luto a su manera.

Dale, con rabia, se fue a los dos meses a los marines y su padre encerrándose en sí mismo y sin energías ni ganas de nada. Siguió por su hijo pequeño, pero cuando este se fue a la universidad, empezó su verdadera decadencia y la del rancho.

Y allí estaba ahora, intentando poner en marcha su pasado de nuevo, recomponer su vida, hacer y dejar el rancho como en los buenos tiempos lo tenía su padre, como cuando eran una familia.

Quería hacerlo para descansar y, sobre todo, por su padre. Había trabajado toda su vida en levantar un rancho que se había desmoronado con la primera muerte de la familia y ahora estaba allí solo, en esa inmensidad, logrando recomponer los pedazos de su pasado como vidrios rotos, esperando la ayuda que venía en una camioneta de Nueva York sin saber si iba a conseguirlo o tendría al final que tomar una decisión definitiva cuando lo dejara listo:

Venderlo y volver a la marina.

Siempre era una opción, pero esta era la segunda de su lista.

Él era tozudo y le gustaba conseguir sus metas y objetivos; y levantar ese rancho, era su primer objetivo ahora mismo. Y cuando Dale se proponía algo, tenía que conseguirlo, fuera como fuese.

Era testarudo y trabajador y nunca se dejaba vencer, ni siquiera al ver el rancho desvencijado con el que se encontró.

Sabía que había mucho trabajo, pero no le temía al trabajo duro ni a la cantidad de horas. Estaba acostumbrado.

Y sacaría ese rancho adelante. Solo necesitaba un poco de ayuda.

Un vaquero con pasado

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