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Sábado

–No se oye nadie, vaya no más –susurra mi madre al borde de la puerta.

Me lanzo, entonces, a cruzar desde nuestra pequeña y oscura pieza hacia el baño. Miro por el rabillo del ojo, buscando estérilmente a los dueños de este lugar: el caserón de Rodrigo de Araya donde hemos pasado los últimos meses mi vieja y yo. Hemos vivido embutidos en una de las habitaciones que ofrece LaSeñoraLaura, la regenta de este sitio que ha perdido la guerra contra el tierral del que parece estar hecho todo aquí. Incluso la tierra acumula polvo. Enfilo hacia el baño con la toalla en la mano, y lo hago flotando a un palmo del piso. Sé que no hay nadie en este lugar. Y por eso me atrevo a flotar. Lo necesito. Me alivia. Me calma. Me doy permiso para flotar libremente, porque somos los únicos arrendatarios que hay. La familia de la habitación contigua se fue el mes pasado, en febrero. Gracias al subsidio habitacional, ahora viven en una casa de ladrillos rojos en La Florida.

Los dueños tampoco están. LaSeñoraLaura y su tropa familiar, su esposo y dos hijos, chiquillo y chiquilla, se han ido. Los hemos escuchado desde temprano abriendo y cerrando puertas, vociferando insultos contra “los comunistas malagradecidos”, mientras se preparaban para atender su puesto en la feria, donde debajo de un calendario de este año, 1989, con la cara impresa del General Pinochet, venden papas, zanahorias, lechugas y zapallos, vegetales que comparten –no importa si uno los agarra desde el final o arriba de la caja– una harinosa lámina indeleble de tierra. Con mi vieja les hemos comprado verduras en la feria de calle Maratón, como gesto de amabilidad. Pero desistimos desde que nos resultó imposible extraer las manchas negras de tierra de las hojas de las lechugas, que parecían tatuadas de lunares negros de sabor amargo.

Mientras floto, miro la tierra del suelo debajo de mis pies y me fijo en la toalla que arrastro a propósito por el piso: la punta caída se desliza mientras forma una estela a su paso. Más que nunca en mi vida, trato de mantenerme levitando lo más que pueda. Sostengo fuerte la toalla entre mis manos, porque apenas cruce la puerta del baño, quiero cubrir el espejo para evitar el reflejo que veré allí si me descuido. Es la rutina que llevo practicando casi de manera automática. Aparte de la primera vez, en el liceo, cuando Silvio me dejó hablando solo en el recreo y se fue con la Paula, con mi Paula, apenas he visto al otro lado del espejo en dos ocasiones.

Las vacaciones de verano no han logrado apaciguar mi espíritu. Todavía hoy no doy crédito a lo que vi en el liceo. A lo que escuché esa mañana de mierda en que Silvio se fue a encontrar con mi Paula durante un recreo que todavía no termina en mi cabeza. Todo parecía ir bien, al fin. Todo parecía que podía mejorar un poco. Solo quería que Silvio leyera mi cuento de Mihai. Leyera lo que escribo. Pero lo vi. Lo escuché. Al otro lado del espejo apareció el vampiro con sus ojos amarillos y lo que dijo aún me resuena como un fuelle hirviendo en la cabeza: “Llamadme Mihai”.

Después de ese día, pensé que todo lo había soñado. Que era una alucinación. Que era un delirio. Pero pronto entendí que sí había pasado realmente. Que había visto lo que vi y escuchado lo que escuché y que, para mi temor cada vez más apabullante, podía repetirse. Como dije, solo dos veces más me he atrevido a mirar un espejo sin cubrirlo, como lo estoy haciendo en este baño fétido y oscuro.

La primera ocasión después del liceo fue en este mismo baño. Había visto por el rabillo del ojo a Mihai cada vez que buscaba mi reflejo en el vidrio de una ventana en el liceo o en los vidrios empotrados en muchas puertas de esta casa monstruosa, o donde mi tía María Piedad y sus tres baños, o en el espejo retrovisor de las micros repletas. Creía poder ver a Mihai a cada momento y eso me aterraba más que la idea de no ver mi propio reflejo.

Repetir la experiencia de mirar directo a los ojos amarillos de Mihai era la comprobación de que no necesitaba enterarme de que Mihai es real. Yo estaba ansioso, con un miedo galopante y encerrado frente al urinario, dándole la espalda al espejo, no me atreví a encender la ampolleta desnuda arriba de mi cabeza. Eran las 11 de la mañana de una jornada hermosa de verano en diciembre, pero era imposible que entrara ni una línea de sol en ese baño encajonado en el pasillo de la casa de LaSeñoraLaura. Como si la oscuridad fuera una aliada permanente de este lugar, las tinieblas guillotinaban cualquier intento de iluminación natural. Entonces, esa segunda vez, me decidí. Sentía demasiada curiosidad y sed de comprobar si en efecto era real lo que había visto y prendí la luz y me planté frente al espejo con la clase de valor del que carezco porque, lo he pensado largamente, la condición de allegado te quita mucho. Cuando uno es allegado, se pierde el coraje, la dignidad, la privacidad y hasta el nombre. Lo único que uno no pierde, creo, es la capacidad de temer más y más. El miedo crece proporcionalmente a la falta de certezas en un futuro mejor. Y ahí estaba yo. Con mi terror creciendo sano y fuerte, pero, no me lo explico, listo para verme o verlo o ver algo frente a mis ojos, algo que no era de este mundo. Es cierto, los tuve cerrados al comienzo. Apreté los párpados rezando el Padre Nuestro católico y luego el Padre Nuestro evangélico, cuya variación más perturbadora para mí era el cambio de la frase “líbranos del mal” por “líbranos del Maligno”. El puto “Maligno”.

Abrí los ojos, apreté los dientes y levité frente al espejo, esperando lo peor.

No vi mi reflejo.

Tampoco los ojos amarillos.

Esperé unos minutos más contemplando el vacío frente a mí.

Pero nada pasaba.

Nada.

Y di gracias por eso.

La segunda ocasión después del liceo en Año Nuevo. El paso del maldito 1988 a este incierto 1989. Mi vieja y yo habíamos sido invitados a celebrar donde mi tía María Piedad, en Gran Avenida. Esa ha sido la tradición desde que estábamos allegados donde mi tío Pancho, en Ramón Cruz, para poder salir de esa pesadilla. Puta, Ramón Cruz. Debo confesar que el 31 de diciembre realmente eché de menos Ramón Cruz. Comparado con el atierrado infierno de ahora, el barrio de Ramón Cruz me parece hasta entrañable. No el departamento, aclaro. Jamás ese lugar de mierda será para mí un lugar agradable. Pero hago e hice un ejercicio mental ese 31 de diciembre, mientras nos alistábamos con mi vieja para viajar en micro a Gran Avenida, y me imaginé salir volando por el balcón de mi tío Pancho en una de las muchas tardes en que mi vieja y yo pasamos encerrados en esa pieza de la Villa Frei. Me imaginé afuera de las persianas, afuera de las muralllas con restos de papel mural, y me vi y me veo iniciando el vuelo desde el balcón hecho de cemento. Me vi y me veo en ese juego de imaginar cosas el último día del año, mirando hacia atrás en la terraza antes del salto, enfrentando la ropa interior blanca de las Yeguas, tendida en un colgador de alambres, encarando el atardecer naranja. Entonces, me veo y me vi saltando decidido desde ese sexto piso, con mi sombra alargada a mi espalda y reflejada en la pared. Aunque sabía (sé) que poseo la habilidad secreta del vuelo y del vuelo rasante, en mi descenso ensoñado caía pesadamente y durante esta caída libre me iba fijando en el bello rebote del sol en las hojas de los árboles gigantes que escoltan el block de Ramón Cruz. Me iba fijando en el rebote del sol color azafrán en las ventanas que, bajo el departamento de mi tío Pancho, se iban sucediendo una tras otra mientras la gravedad hacía lo suyo: tirarme con fuerza hacia las fauces del suelo en una fracción de segundo.

Sí, estuve soñando despierto y bajo una emoción poderosa. ¿Nostalgia? Puede ser. ¿Se puede tener nostalgia de los peores momentos que uno ha vivido? Sí, creo que sí, porque eso es lo que sentí ese último día del año pasado cuando íbamos sentados en la micro, en una destartalada Ovalle-Negrete rumbo a Gran Avenida a despedir ese año de mierda. Y tanto mi vieja como yo, no emitimos palabra durante todo el viaje. Como en los viejos tiempos de Ramón Cruz, nos transmitimos pensamientos y aunque ambos sabíamos que estábamos en un hoyo, material, emocional, rendidos y cansados frente a los infortunios de la vida, nos enviábamos positivos mensajes mentales de “todo va a salir bien”, “queda poco”, “mañana será otro día”.

Pero el domingo 1 de enero de 1989 iba a ser exactamente igual al 31 de diciembre de 1988. Ni un cambio. Nada iba a mejorar, y mañana sería otro día, pero uno peor, porque sería más de lo mismo.

Una mierda.

Celebrar, la verdad no sé qué había que celebrar, pero celebrar el 31 de diciembre significaba salir con mi vieja a las 11 de la mañana, porque la bondad de mi tía María Piedad ofrecía pensión completa: almuerzo, once y la cena de Año Nuevo. Y estadía hasta la mañana siguiente.

Llegamos a eso de las 12 y media donde mi tía. Nos demoramos cerca de 25 minutos en caminar tres cuadras porque mi viejita, mi vieja, se agota cada cinco pasos. Tomarla del codo era sentir un alambre entre mis manos. En estos meses su figura se mermó demasiado. Ha devenido en una figura casi transparente. Fuerte aún, pero no como antes. Sé que ella ha tratado de dejar el cigarrillo, pero no ha podido. Cada vez que la veo fumar creo que es el cigarro en su boca el que se la está fumando a ella y la está convirtiendo en cenizas que se irán con el viento en cualquier momento.

Caminando por la Tercera Transversal, una calle residencial con casas amplias y hermosas de la comuna de San Miguel, mi vieja rengueaba como una locomotora enferma y podría decir que se llegó a poner azul de tanto esfuerzo que hizo por marchar a un ritmo normal. Sí, es una anciana, pero una anciana deteriorada. Más de lo que yo pensaba.

Y cuando por fin llegamos a destino, nos abrió la reja ­alguien nuevo para nosotros.

–Hola, soy Antonio, el pololo de Paty.

¡¿Pololo?! Era un chiquillo de tez blanca y dientes demasiado resplandecientes. Su pelo corto, casi al ras, hacía sospechar de inmediato: hijo de milico, pensé, y sé que mi viejita pensó lo mismo.

Antonio, entonces, nos abrió la crujiente reja roja, nos hizo pasar y estuvo como un edecán, todo el almuerzo, once y en la noche, custodiando a mi prima Paty, porque ese Año Nuevo era diferente: era una fiesta para lolos, amigos de Paty, algo nunca antes visto y el inicio de una nueva era para todos, en especial para mí.

Antonio era alguien cuyas ideas no las podía oír bien, porque sus pensamientos, vagos o confusos, tenían el espesor de un balbuceo infantil. Antonio era un niño de cuatro años, pude darme cuenta al telepatear sus ideas, siempre atento a los deseos más mínimos de mi prima Paty. Que si la sal, que si más pan, que si más bebida. Lo que mi prima iniciaba como una frase que reflejaba su deseo, Antonio lo terminaba de inmediato con una acción atenta y asquerosamente cordial. Yo observaba a Paty desde mi rincón en la mesa y ella me devolvía disimulada y cómplice las miradas con una mueca de satisfacción, porque al fin había encontrado al esclavo que estuvo buscando durante tanto tiempo: un pololo servil, capaz de leer sus pensamientos.

Al inicio pensé que Antonio era capaz de leer los pensamientos de todos, pero pronto comprendí que no. Solo buscaba y busca la aprobación vertical de un superior. Quiere órdenes y por eso tiene el talento de adivinar lo que ese superior quiere de él antes de verbalizarlo. De hecho, cuando estábamos los tres en el living, pasando el calor de la tarde, los tres solos porque mi tía y mi vieja estaban durmiendo siesta, Antonio miró al techo con esperanza y dijo:

–Mi gran sueño es ser como Rick Hunter, de Robotech.

Me quedé helado por la reflexión de un joven mayor que yo, a quien solo por haber nacido antes y vivido más, uno tendería a respetar. Miré a mi prima, listo para sintonizar por la estupidez recién invocada, ¡19 o quizás 20 años y querís ser como un mono japonés! Estaba listo para incluso reírme en la cara de Antonio, pero ella ignoró mi mirada y cariñosamente se inclinó sobre él y le tocó el hombro con un gesto de complicidad.

–Antonio quiere ingresar a la Fuerza Aérea –espetó Paty con la parsimonia solemne de quien está leyendo una rendición con la humeante derrota detrás.

–Pucha, sí, mi gran deseo es pilotar un F-16, como Rick Hunter pilotea los Varitecks –agregó de inmediato Antonio y comenzó a perderse en una larga y atropellada lista de capítulos de la serie que, claro, yo había visto y aún veía. Pero él mencionaba detalles como si fueran capítulos de su propia vida y experiencias, batallas perdidas, ganadas, amores imposibles en una vida de mentira y un conjunto de idioteces que simplemente me dejaron boquiabierto y con ganas de hacerlo parte de una broma, porque, oh, Dios mío, lo que escuchaba no podía ser cierto.

Paty lo miraba con falsa admiración y, pude leerlo en sus pensamientos, vio a Antonio como un pasaje futuro a la estabilidad económica: un oficial de la Fuerza Aérea, alto, guapo, respetable, esposo y padre de familia, de la familia militar en un Chile con uniformados en la cumbre de la pirámide social.

Ella creía que ese era su porvenir.

Pero pude ver que nada de eso iba a pasar.

El futuro de Antonio no iba a conjugar ni con aviones ni con la Fuerza Aérea ni con nada parecido. Antonio iba a ser rechazado por pie plano. Luego de una depresión y subir más de 12 kilos, y tras la pena de perder a mi prima, Antonio iba a encontrar al cabo de tres amargos años el amparo de un transformista de San Diego, seguidor de las animaciones japonesas como él. Ambos serían una feliz pareja de vendedores de juguetes y figuras de animaciones de Oriente en un galpón del persa Bío Bío.

Pero antes de ese futuro, mucho antes, llegó la fiesta de Año Nuevo de 1989. Mi vieja y mi tía se recluyeron en la pieza de mi tía María Piedad para acostarse y escuchar con la sordera de las viejas la vida que transcurría detrás de las paredes. Nosotros, los lolos, empezamos a multiplicarnos en el living, comedor y patio de adelante y de atrás, debajo del parrón. Aparecieron vecinos, vecinas, chiquillas, chiquillos, cabros y cabras que conocía de vista, de las veredas donde tantas veces jugué; además de personajes nuevos y, me sorprendí, calcados respecto de la figura de Antonio: seguidores de los milicos, seguro, de pelos cortísimos, pasados a colonia, abriendo sus morenas caras con risas blancas, listos para tomar cervezas y una mezcla de Coca-Cola y pisco que yo nunca había visto ni probado hasta esa noche, con puchos que nunca se terminaban de fumar entre los dedos, como si fueran una sexta y eterna falange en la mano derecha: una nueva protuberancia, humeante, mitad ceniza, mitad papel.

Entonces, después de una hora, quizás dos, atestiguando esta nueva situación, después de beberme dos cervezas, un vaso de piscola y fumar no uno, sino que dos cigarros, me fui tambaleando algo mareado al baño.

Y ahí, justo ahí, fue la segunda vez que vi el espejo después del liceo.

Había olvidado mi miedo gracias a la incesante y continúa estupidez de Antonio.

Sin embargo, ahí estaba de nuevo.

Frente a mí. En el espejo del baño de mi tía.

Pero no vi nada.

Tampoco vi, como esperaba, mi propio reflejo.

No vi nada.

Después de mojarme la cara de felicidad, después de respirar aliviado con la llave del agua corriendo, levanté la cabeza sintiendo un rico vértigo en el estómago, que luego se convirtió en un golpe seco de pavor porque, frente a mí, en el vidrio, se materializó un ojo amarillo... y luego el otro. Dos globos que formaban una mirada desoladora. Sentí pavor y luego vino un vómito brutal. Cuando logré salir del baño y llegar a la fiesta, mi prima y Antonio bailaban felices sobre el piso de parqué bien pulido, y los demás invitados se movían en una ola de alegría contagiosa.

Yo era inmune a esa fiebre de rock latino. Las canciones en español de Soda Stereo, Virus y G.I.T., música hecha para jóvenes vivos y felices, pasaban a través de mi persona como ondas de sonido que expandían su curso sin toparse con ningún cuerpo a su paso.

Yo no existía.

No estaba ahí.

Nadie me veía.

Y al darme cuenta que una corriente helada –miedo– ­recorría mi espalda, decidí flotar en mitad del jolgorio a dos palmos del piso. Mi resolución fue premiada por la estúpida acción de un invitado, un doble perfecto de Ungenio González, mi personaje favorito de Condorito. Este gemelo perdido apagó la luz pícaramente y a medida que las baterías de plástico de G.I.T. sonaban, se escuchaba “estoy loco o ya no puedo entender, la gente está tan dura, que ya no se puede creer, voy buscando algo y no me importa qué”, este chico apagaba y encendía las lámparas en el techo como si la luz y su ausencia fueran las baquetas pegándole a una batería de polietileno.

Entre golpe de batería con sombra y golpe con luz, entre oscuridad y destello, aproveché de jugar en mi mareo: nadie lo notaba, estoy seguro, pero a cada regreso fugaz de la luz yo aparecía en extremos opuestos del living: en la puerta de entrada; luego, al lado de las cortinas; en seguida, en la puerta de la cocina. Volaba raudo entre los cuerpos danzantes, en la fracción de segundo en medio de la oscuridad, para puro tratar de contener con esta jugarreta el pavor que sentía.

Nunca me había movido tan rápido, no desde que descendí del cielo en el liceo para que Sergio no notara que yo flotaba en vez de estar detrás suyo, aquel día inolvidable en que por primera vez vi a Mihai.

Iba en la aparición 12 entre los invitados, lo sé porque contarlas me daba coraje. Pero nadie me notaba, incluso apareciendo mágicamente frente a sus ojos, fugazmente, nadie parecía darse cuenta de que estaba allí como un espectro que duraba lo que vive un suspiro.

Me preparaba a contar 13, me aprestaba a disolverme en la oscuridad para levitar hacia otro punto de la habitación, lo tenía claro, frente a la vecina de mi prima, la Amalia, crespa simpática que le reía maracamente a uno de los amigos cuadrados de Antonio, cuando una mano me detuvo en seco.

–Para, para. No te vayas, que ya van a dar Año Nuevo.

Mi prima Paty me sostenía a su lado. Me hablaba al oído, sin mirarme a los ojos. Me tenía adherido a su telaraña de dulces mensajes y el tono suave de su voz erradicó de mi cabeza, por minutos, el miedo feroz.

–Todo va a estar mejor, ya verás. Ten fe.

Mientras me tranquilizaba, el doble de Ungenio González se dejó de lesear con la luz y, en seguida, uno de los convidados sintonizó Radio Portales: comenzaba a escuchar la cuenta regresiva.

–12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1. ¡Feliz Año Nuevo!

El abrazo de mi prima me quitó el aliento por un instante.

Confieso que cuando me vuelve el miedo, trato de recordar el reconfortante tono de mi prima diciéndome: “Todo va a estar mejor”.

Ahora, frente al espejo del baño de LaSeñoraLaura respiro hondo y planeo firme sobre el reducido espacio del piso. Escudriño con falso valor el espejo, no la ausencia de mi reflejo –¡prefiero eso a ver a Mihai de nuevo!–, sino que miro atento el desnivel de las orillas en el vidrio, los broches que lo sostienen en cada lado y la opacidad de tres, no, corrijo, cuatro puntos oscuros, pifiaduras, antirreflejos que hay en el centro del vidrio. Nunca me había fijado en ellas: insolentes, detenidas en ese campo de batalla en que se ha convertido este espejo, en particular en el escenario de mi guerra contra los espejos en general.

Estoy contemplando la cara desnuda del espejo cuando detrás de uno de los puntos sin reflejo comienza a emerger un brillo áureo que, primero, me hace dudar, pero después, me hace entrar en la ilógica de la razón: como si fuera un holograma, detrás del cristal está ondeando en el vacío la esfera ocular que siempre viene y vendrá acompañada de su par.

Me trago el grito para no asustar a mi viejita, que seguramente está terminando de vestirse al otro lado, en nuestra pieza.

Aunque mantengo cierto control inicial, mi pavor no se apacigua ni con el recuerdo reciente de mi prima y su mantra de “todo va estar bien”. Nada está bien ahora y, sin pensarlo demasiado, me lanzo volando contra la puerta sin abrir y, desde adentro del baño ejerzo una fuerza de la que jamás me creí capaz. En pleno vuelo rasante, de dentro hacia fuera, golpeo con mi hombro izquierdo la madera y me abro paso, llevándome conmigo dos de las tres bisagras que saltan en el aire, con un tintineo que me recuerda –en medio del horror que vivo– al tierno y breve cántico de una Navidad lejana y pacífica.

Mi vuelo está subiendo hacia la muralla de adobe, en 45 grados, donde termina con un golpe seco entre la esquina del techo y la pared.

Antes de caer como saco de papas en el suelo, logro mantenerme en el aire sin ningún punto de apoyo, en línea horizontal y a unos tres palmos del piso, flotando adolorido y mirando por el rabillo del ojo la puerta caída y el interior del baño y el maldito espejo sin nada ni nadie en su interior.

Por suerte no hay nadie en esta casa enterrada en capas y capas de polvo, tierra que surge cada día con más fuerza y voluntad, pese a que LaSeñoraLaura barre con demencial prolijidad. Es como si este lugar fuera objeto de una maldición que decreta convertir toda esta amargura en una duna de arena a la que estamos condenados. Entre estas capas de tierra que van a ocultar mis huellas incriminatorias, yo podría correr y huir. Podría, más bien, volar y huir. Pero estoy frito. Van a saber que fui yo. No es posible evadir la culpa: somos los únicos arrendatarios.

Entonces me abro paso por el pasillo, no sin antes pasar por la puerta caída y tomar mi toalla, y me apersono ante mi vieja para decirle que voy donde don Nico, el dueño y vendedor de la tienda Night, en Plaza Zañartu, acá a la vuelta.

–Voy a pedirle fiadas unas cosas para el colegio el lunes.

Voy corriendo, no quiero causar más atados con mis vuelos, y cruzo en la esquina para llegar jadeando donde don Nico: un señor de unos 50 años que se ha convertido en mi mejor amigo en este lado de la pesadilla que vivimos. Don Nicolás es de padres árabes, palestinos que llegaron a Chile para hacerse una mejor vida. Siempre me dice que su origen está en Belén, donde nació Jesús, y que recuerda esa ciudad de su niñez, a la que nunca ha regresado, con frescos de luz radiante y parientes festejando y comiendo y aullando a la luz de la luna la llegada del Mesías. Don Nico es católico, no cree en Mahoma; a veces hablamos de creencias religiosas y su falta de sermoneos es lo que más me gusta. También, su solidaridad: nos fía, nos ayuda, nos aconseja y su negocio, la librería y bazar Night, donde se pueden comprar los lápices Bic, las hojas y los sobres y estampillas para que mi mamá escriba sus cartas para que nos ayuden, se ha convertido en un templo de paz y tranquilidad.

Con mi vieja podemos pasar horas en el mesón de don Nico conversando con él o con su vendedora, la señora Adriana, una mujer diligente que envuelve paquetes con la eficiencia de un androide de la tele.

–Qué pasa, mijito –me dice don Nico; él me ha visto en apuros, como cuando estuve tres horas y media aguantando la mierda porque el baño de LaSeñoraLaura estaba vetado para nosotros, debido a que mi vieja se atrasó dos días en pagar el arriendo. Fue un sábado, lo recuerdo bien. Don Nico cerraba más temprano y con la cara llena de ­vergüenza, mi vieja le pidió el uso del baño para mis acongojados intestinos.

Desde esa ocasión, incómoda para él y para mí, y en donde me dejó pasar detrás del mesón en dirección a su WC personal, don Nico se mostró más piadoso con mi vieja (“No fume, señora Teresa, que no puede morirse todavía”, le suele decir en voz muy alta y modulando cada sílaba, como si fuera sorda) y conmigo (“¿Qué cuaderno necesita, mijo?”, me suele preguntar porque sabe que me termino rápido los cuadernos escribiendo y dibujando huevadas como Mihai).

Puta, Mihai.

Respiro hondo y me acerco al oído de don Nico.

Mientras le susurro lo acontecido que estoy, admiro a mi alrededor esta librería en la que me siento a gusto y seguro. Los estantes repletos de cuadernos nuevos, con espirales y sin espirales, los escaparates montados con estuches de 24 lápices de colores, cajas de témperas, distintos tipos de gomas de borrar, sacapuntas metálicos, tubos de óleo, pinceles de pelo de camello, blocks de dibujo tamaño mediano, atriles de madera y el delicioso olor del papel de la cartulina; todos juntos me susurran el dulce idioma de la creación: herramientas amigables listas para ayudar en la que podría ser una mejor vida con medios de producción como la gente.

Estoy divagando en esas ideas cuando me fijo que a un lado tengo una mujer mayor mirando con curiosidad cómo le hablo al oído a don Nico, lista para meter cuchara, pero la señora Adriana, atinada como siempre, interrumpe sus intenciones y desvía las ganas de chismosear de la vieja, hacia el camino de una venta simple y discreta.

En tanto, don Nico asiente y me dice:

–Espérate un poquito acá.

Se dirige hacia el pasillo que ya conozco porque ahí, a la derecha, está el WC. Lo pierdo de vista mientras mete un poco de ruido al fondo, caen unas piezas de metal, asumo que herramientas y al cabo de unos pocos minutos, vestido en una cotona beige, aparece con una caja metálica de herramientas.

–Vamos –me dice.

Son apenas tres minutos caminando desde su negocio a nuestra pieza y rezo porque nadie le vaya a decir a ­LaSeñoraLaura que don Nico, el bueno de don Nico, está yendo a su casa. Don Nico es decé, democratacristiano, y eso es como decirle a LaSeñoraLaura que don Nico es el anti Cristo, porque es opositor al General.

Don Nico cruza el portón deforme de la entrada principal y, detrás de mí, sigue mis pasos.

–Deberían barrer un poquito, parece la playa acá –echa la talla don Nico sobre la abundancia endémica de polvo.

No le explico la situación, es decir, lo inútil que resulta barrer, porque el polvo llega y llega, solo para que siga pensando mal y peor de LaSeñoraLaura y sus criaturas malvadas a las que ella llama familia.

Ahora cruzamos la puerta que da al pasillo, estamos frente al baño sin puerta y don Nico, como un policía examinando la escena del crimen, me lanza una mirada incrédula.

–¿Qué cresta hiciste para romper esto, cabro?

–...

Balbuceo y trato de contestar algo, pero antes de que siga, don Nico me da instrucciones para levantar la puerta caída en combate y ponerla junto al marco, mientras él, con fuerza y exactitud, comienza a reparar la bisagra que quedó colgando como una tripa fuera de un vientre acuchillado. Con un destornillador y luego de darme más órdenes para contrarrestar el peso y poner en posición las dos bisagras nuevas que trae consigo para el reemplazo, termina todo el proceso de reparación en menos de 12 minutos.

Don Nico comprendió al instante la crisis de la que hablé en su negocio al pedirle que viniera. Podré volar y leer pensamientos y ver el futuro, pero cuando estoy en crisis nerviosas y atrapado por el miedo, soy un puñado de nervios, inútil e incapaz de ordenar mis ideas. Menos, de tomar un destornillador o un martillo. Me quedo en blanco. Creo que don Nico me entiende tan bien porque, me ha dicho, su hijo menor es un poco como yo. Estudia ingeniería, pero esculpe y dibuja como los dioses, he visto su trabajo, es un genio, no como yo que solo soy un amateur. Pero a diferencia de su hijo, yo hablo y hablo, mientras que su benjamín, su hijo chico, no le habla ni a él ni a nadie. Es callado. Muy callado. Algo tiene que lo hace distinto al resto. Casi nunca habla de él, del Andrés, pero conmigo y con mi vieja, don Nico se suelta, cuando no hay gente oyendo o mirando, nos dice cosas, cosas de su vida, de las vidas que ha vivido, de su amado Andrés.

Don Nico, incluso, contiene las lágrimas, pero le he leído la mente: sufre por su hijo.

Don Nico ahora encorvado en el pasillo de la casa de LaSeñoraLaura, testea la puerta, la abre, la cierra, y mira el interior del baño. Desde esa caja negra enciende y apaga la ampolleta sujeta al gollete que sale del techo.

–¿Más tranquilo, mijo? –me pregunta don Nico, con el trabajo realizado en tiempo récord, mientras me da una palmada en la espalda. Ambos salimos y afuera, en el patio de tierra, nos espera mi vieja.

–¿Pasó algo?

–Aceité las bisagras, señora Teresa. ¿Cómo está usted?

–¿Quiere un cafecito? Gracias por ayudarnos, don Nico, no queremos más problemas con la dueña... usted sabe.

–No, gracias, no se preocupe. Y acuérdese, no fume. Este cabro no se puede quedar solo todavía.

Y don Nico, riendo, me regala una mirada enternecedora.

–Ah, acuérdese de las bisagras, mijo–, me dice al oído antes de irse.

Y así lo hago: recojo las bisagras del suelo, frente a la puerta del baño, ocultando de este modo cualquier indicio de mi falta.

Cualquiera, menos un tornillo que se me cae, sin darme cuenta, justo detrás del macetero cuya sombra siempre es más grande que su propio contorno: el lugar perfecto para dejar caer y encontrar el error ajeno.

Casa propia

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