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Prólogo

Permítanme celebrar una serie de cosas. Primero, que me hayan regalado las páginas iniciales de un libro de poemas, espacio de libertad en el que se me invita a decir lo que leo en este libro y acaso algunas cosas más. Agradezco la invitación generosa del amigo, la convocatoria del poeta, el gesto de un escritor que admiro. Además celebro la poesía, en tanto arte del lenguaje que se construye en el proceso de significación; celebro la experiencia que, puesta en palabras, produce experiencia; saludo al dragón que se muerde la cola y se quema en eterna búsqueda de sí. En un mundo que pendula entre el frío racionalismo y peligrosas formas de la irracionalidad, la poesía permite integrar ambos: comprometida con los sentidos profundos y puesta a articular las dimensiones más escurridizas del cotidiano, le canta a lo intenso, contradictorio y efímero de la existencia humana.

Y también celebro que, como artista, Estanislao no se contente con lo logrado. Lo conocemos como periodista cultural y ensayista destacado, pero lejos de acomodarse en una línea de trabajo en la que ya logró excelencia, se arranca de lo conocido e ingresa, con gesto de arrojo, en nuevo territorio. Lo impulsan diferentes inquietudes pero lleva consigo recursos que sabe manejar: léxico inagotable, amplia lectura, sensibilidad exquisita, oído musical, conocimiento del mundo y de sí mismo –o preguntas acerca de ambos–. Aunque los poemas que integran Océanica se compusieron a lo largo de muchos años, hoy se reescriben en la relectura del autor adulto y se reinscriben en la simultaneidad del libro. El poemario habla de preocupaciones, pasiones y obsesiones que el ensayo, con su razonamiento medido y su vocación de orden, no puede contener. Cada poema puede leerse como un momento de desborde, estallido, explosión, el mundo subterráneo del poeta que sube a la superficie de la página con el impulso del hervor.

Celebro que esto ocurra en una voz que cuenta con un tono único: el de su pasado de ensayista. Entiendo Oceánica como articulada por una lengua trashumante. Dicen quienes aprenden varios idiomas que, al internarse en uno nuevo, se lo pronuncia con el acento del último que se aprendió. Un hablante nativo de español aprende inglés y lo pronuncia con acento español, pero cuando luego aprende francés, produce un francés con acento inglés. Seguramente hay una explicación científica para este fenómeno, pero quienes amamos el lenguaje tal vez nos detengamos con más interés en lo bello de ese viaje entre lenguas que permite llevar en el equipaje los sonidos más recientes, los paisajes recién avistados. Quien aprende idiomas es un trashumante en tanto viaja, no ya en busca de buenos pastos, sino de nuevas y mejores maneras de decir las cosas. Lo mismo podría decirse de quien explora nuevos géneros: si un género no le permite decir lo que necesita decir, buscará otro más hospitalario. Siento que los poemas de Océanica recuerdan en sus ritmos las tierras recién visitadas del ensayo y que a la vez hablan de paisajes volcánicos, abismos e insomnios que solo pueden conocerse en esta nueva lengua de la poesía.

Los poemas de Oceánica navegan el límite entre la expansividad exploratoria del ensayista y el destello apasionado del poeta, entre la argumentación cuidada y la imagen novedosa. Traen del ensayo la recurrencia de algunos temas, las enumeraciones, la composición por expansión en espirales más y más veloces que culminan en la frase precisa. Los poemas que bucean en temas filosóficas, como “Latente”, le dan espacio a la duda que en ensayos pasados se articuló como certeza. El viejo ensayista encuentra en Oceánica un lugar donde ordenar el dolor, revivir la pasión, expresar el amor –a hijos, mujeres, amigos–, palpar la impotencia, admitir la culpa y pedir perdón, aunque diga que solo “Escribe / para robar / a la nimia existencia / que lo envuelve / algo / que hacer / en (con) el tiempo.”

En algo disiento con el autor: no creo que se trate de poemas aparecidos –aunque entiendo que el poema se nos aparece justo en ese momento en que pensamos que todo lo demás ha oscurecido–, sino de poemas recobrados. Una de las preocupaciones ostensibles de Estanislao es lo irrecuperable de la felicidad pasada, porque “Antes no conocías la postergación del deseo / Sólo el deseo / Ni la negación de la noche / Sólo la noche / Ni el temor de la mañana siguiente / Sólo la madrugada”, dice. Se aferra al presente con la desesperación de quien sabe que le están por fallar las manos, que el tiempo le arranca la piel de las palmas de un tirón en su huida y que nada puede hacer para retener consigo la juventud, la infancia de los hijos, la fortaleza física, los seres amados. Si la poesía es, en el acto de creación, una forma de detener el instante, en su relectura y publicación cobra un nuevo sentido: es restauradora de un mundo perdido, cápsula del tiempo que trae de regreso la palabra de entonces con el sabor de entonces, conjuro de fantasmas demasiado vivos, apologética de viejas y renovadas libertades.

Y en algo coincido: en darle la bienvenida a los recienvenidos, en este caso a los recién llegados a la poesía hecha pública. Del poeta se espera que nos despierte con su novedosa forma de mirar y decir. Se le pide que vea lo que nosotros no llegamos a ver, que renueve el lenguaje para recordarnos cómo se sentían las cosas que ya no sentimos. Saludo entonces a la Océanica recienvenida, la que fluye en remolinos y saltos, la calma y lánguida, la atormentada, la dubitativa, y celebro la lucha entre la argumentación y la exaltación, la humildad ante la palabra imposible, el coraje del domador de palabras feroces, la sensibilidad de la caricia y del filo.

María Susana Ibáñez

Oceánica

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