Читать книгу El amor cae del cielo - Esther Sanz - Страница 11

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Violeta se incorporó repentinamente del sofá y corrió a cerrar la ventana. Se había quedado dormida con el tintineo de las primeras gotitas que chocaban con timidez contra el cristal. Había dejado una rendija abierta para ventilar la habitación en la que se había pasado varios días encerrada, terminando un encargo urgente. Pero ahora, la tormenta estaba encima y el viento hacía que la lluvia se colara con furia por la ventana.

El agua había formado un charquito en el suelo y había llenado de gotas su mesa de trabajo, pero suspiró aliviada al comprobar que las acuarelas de flores estaban intactas. Se había pasado toda la noche trabajando para entregarlas esa misma tarde, así que se sintió afortunada de no tener que pagar caro su despiste.

Apoyada en la ventana, contempló cómo el viento hacía bailar a su antojo los árboles de la acera y desvestía con violencia sus ramas, cubriendo el suelo de hojarasca. Cerró los ojos y pudo sentir el silbido del aire y las hojas secas que crujían bajo las pisadas de los transeúntes. Al abrirlos, enfocó la mirada en el cristal y se guiñó un ojo a sí misma. Estaba contenta. Las últimas semanas habían sido muy duras, pero ahora, por fin, asomaban planes interesantes en el horizonte. Le esperaban unos días de relax en la montaña con cinco amigos de la infancia. Cuando recibió aquel misterioso e-mail de Lucía, no dudó ni un instante en aceptar la invitación. Como siempre, tardó apenas unos segundos en arrepentirse de su decisión. ¿Por qué fui tan impulsiva?, se reprochó. Hacía más de quince años que no se veían y lo más probable era que acabara sintiéndose incómoda rodeada de extraños. Aun así, tenía mucha curiosidad; la incertidumbre de no saber qué ocurriría durante esos días la hacía sentirse extrañamente excitada.

Mientras recogía su desordenada melena en una cola alta, Violeta se asustó con un sonoro trueno y algunos mechones de pelo se le escaparon de las manos. Mejor así, pensó al ver terminado su peinado frente al espejo. Saúl siempre le pedía que se lo recogiera. Le gustaba ver su largo cuello desnudo. Decía que le daba un toque de distinción y la hacía parecer más alta y esbelta. Pronto cumpliría los treinta, pero su aspecto menudo y las pecas salpicadas por sus mejillas y por su nariz respingona la hacían parecer más joven.

Apenas hacía un mes que se había mudado a ese ático de la calle Cisne. Estaba situado en pleno barrio de Gracia, junto al mercado, en un edificio de finales del siglo diecinueve. El estudio, de cuarenta metros cuadrados, sorprendía por su simplicidad bohemia y por lo bien aprovechado que estaba el espacio. Se componía de un amplio salón con cocina americana, un dormitorio, un cuartito trastero y un baño con ventana. El suelo era de mosaico modernista y colores alegres, y su dibujo geométrico variaba en cada ambiente. Las paredes blancas daban amplitud al espacio, y estaban decoradas con acuarelas y óleos que Violeta había pintado con motivos cotidianos. Uno de ellos, su favorito, reproducía la escena de una pareja que tomaba el té en una soleada terraza, rodeada de flores. En otro, un gatito gris de largos bigotes jugaba con un ovillo de lana roja. Los techos eran muy altos y con vigas de madera restauradas y tratadas con un barniz de nogal. Aunque estaba encantada de vivir en un vecindario como aquel, en continua ebullición, lo mejor del apartamento era su fantástica terraza, desde donde podría pintar en verano. Pero para eso aún faltaba mucho, el otoño estaba siendo muy frío y se avecinaba un largo invierno.

Enfundada en su abrigo verde de lana gruesa, que se ponía para estar calentita y cómoda en casa, Violeta sintió un escalofrío y se dirigió a la cocina para prepararse un té. Después de repasar con la mirada todas las cajitas de lata, dispuestas en fila, en las que guardaba las distintas variedades, se decidió por un Lady Grey. El té negro la mantendría despierta para afrontar el resto del día. Todavía tenía que ir a la editorial. Con un poco de suerte, quizá le encargarían más ilustraciones para otro libro. También tenía que comprar algunas cosas para el viaje, preparar la maleta y llamar a Saúl. De repente se sintió triste, sabía que no podía postergar más ese momento; pero le faltaban las fuerzas para afrontarlo… Aspiró el aroma intenso a naranja, bergamota y rosas de su té humeante. Quería fundirse en ese agradable olor y borrar la mirada derrotada de Saúl suplicándole que no se marchara.


Aquel sábado por la mañana, cuando Violeta terminó de empaquetar todas sus cosas, en el apartamento de Saúl, se sintió desconcertada. Cerró los ojos y trató de hacer un repaso de los momentos felices compartidos, pero no le venía ningún recuerdo especial, ninguno por el que mereciera la pena dar marcha atrás y reconsiderar su decisión. Quiso esforzarse y visualizó el día que se conocieron en el parque y a ella le pareció tan guapo y enigmático… Él se había acercado con el pretexto de preguntarle la ubicación de una calle; más tarde confesaría que aquel era su barrio y que conocía cada esquina. Después hizo un comentario sobre el libro que ella estaba leyendo. Y como no parecía incomodarla, sino más bien lo contrario, se sentó a su lado en la misma banca e iniciaron una conversación. Era una tarde de mediados de octubre, cuando el calor todavía persiste, pero la luz se vuelve más tenue y melancólica. Recordaba bien el momento en el que las hojas de un platanero cercano empezaron a caer sobre sus cabezas y él atrapó una al vuelo. “Te regalo este señalador si me aceptas un café”. Ella asintió con la cabeza y rio para sus adentros, porque era la primera vez que aceptaba la invitación de un extraño y le recordó al protagonista de un libro que había leído, tan impulsivo y encantador. Durante unos segundos imaginó que aquello podía ser el inicio de una bonita historia y fantaseó con la idea de besarlo en los labios y sentir la electricidad de la pasión recorriendo sus venas.

Cuando su deseo se materializó, apenas unos días después, notó una chispa pequeña, un débil fogonazo que prendió durante los primeros meses de relación, cuando las ganas de descubrirse y de amarse eran más fuertes que la certeza de que no estaban hechos el uno para el otro.

Antes de marcharse para siempre, recorrió el apartamento, sorteando las cajas que había dejado apiladas en el pasillo, abriendo todas las puertas en busca de más recuerdos… Pero nada. Solo acudían a ella situaciones de la vida cotidiana cargadas ahora de culpa, pena y desilusión por los sueños no cumplidos y por el daño que había causado.

Habían pasado dos años desde que decidieron vivir juntos. Durante ese tiempo, ninguna discusión, ningún reproche. Al principio, Violeta pensó que era muy afortunada y que Saúl era el hombre ideal: atento, culto, guapo, educado; y aunque tardó poco en darse cuenta de que no lo amaba y de que nunca sería del todo feliz a su lado, pensó que el tiempo se encargaría de poner el amor en su sitio.

Después de retirar las cajas, abrió la gaveta del recibidor con el propósito de dejar las llaves y se sorprendió al encontrar allí su carta de despedida, perfectamente doblada por la mitad, como la había dejado ella hacía apenas unas semanas…

Querido Saúl:

Llevo días dándole vueltas a esto, tratando de encontrar la mejor manera de explicarte que no puedo seguir así, pero creo que no la hay. Sé que pensarás que soy una cobarde, o algo peor, por no atreverme a decírtelo en persona, y tendrás toda la razón al hacerlo. Estuve a punto de hablar contigo esta mañana mientras desayunábamos, pero en el último momento me faltó el valor. Ya sabes que nunca he sido una persona valiente. ¿Recuerdas cuando me bajé del Dragon Khan, justo cuando la atracción debía ponerse en marcha? Durante la hora y media de espera, en la fila, no fui capaz de darme la vuelta. No supe reaccionar hasta que me vi allí sentada, a punto de que aquella montaña rusa pusiera mi cuerpo del revés. Así es como me siento ahora, Saúl. Al borde del abismo. Estoy perdida hace demasiado tiempo y ya no quiero arrastrarte más conmigo ni hacerte perder la vida en una relación que ni yo misma sé adónde va. Por eso, tomé la decisión de irme hoy de casa. Te lo dije el otro día cuando hablamos: contigo todo es muy fácil. Eres el hombre más comprensivo del mundo, siempre pendiente de mí y de todos. Eres el tipo de hombre que cualquier mujer desearía tener a su lado. Cualquiera que no sea una tonta como yo. Te quiero muchísimo y siempre lo haré. Sabes que haría cualquier cosa por ti; incluso darte un riñón si te hiciera falta. Pero con mi corazón no funciona así: no puedo obligarlo a amarte como tú mereces. Y me siento fatal por ello.

Ahora mismo necesito pensar, pero te llamaré pronto. Vendré el sábado a recoger mis cosas y creo que es mejor que no nos encontremos en casa.

Por favor, no me odies. Lo siento, de corazón.

Violeta


–¡Maldita lluvia! No puedo creerlo… –se lamentó Violeta consternada mientras contemplaba paralizada cómo sus acuarelas de flores se cubrían de agua, flotando en un charco de lodo.

Antes de reaccionar y agacharse a recogerlas, estuvo tentada a salir corriendo. La imagen era demasiado dolorosa. Le había llevado semanas terminar el encargo y justo esa tarde que debía entregarlas… pasaba esto.

Había salido con tanta prisa de casa que olvidó cerrar del todo la cremallera de su portafolio, dejando vía libre a las flores pintadas para que escaparan caprichosas en busca de agua fresca.

Llegaba tarde a su cita y sabía que Malena, la directora editorial, odiaba que la hicieran esperar. Pero, ahora, eso era lo que menos le preocupaba.

Violeta rescató una a una las láminas sosteniéndolas de una punta y sacudiéndolas delicadamente. Aunque las había rociado con un spray fijador en casa, el exceso de agua había corrido los colores formando figuras abstractas de tonos marrones.

–¡Mierda! –gritó llena de rabia mientras protegía bajo su abrigo el portafolios con las láminas intactas y hacía malabarismos con el paraguas para que el resto no siguiera mojándose–. ¿Cómo pude ser tan tonta?

En ese momento, un joven con impermeable negro pasó velozmente a su lado y pisó la última que le quedaba por recoger. Al ver la cara de desesperación de Violeta, y el puñado de papeles mojados que sostenía entre sus manos, comprendió enseguida lo que acababa de suceder y se inclinó para disculparse y ayudarla a levantarse.

Pero Violeta no veía la mano tendida de ese chico. Su mirada se había quedado clavada en la última flor mojada y pisoteada. Estaba manchada de lodo y no había ni rastro de la belleza del trazo firme y delicado de su autora, la perfección con la que usaba la luz y las sombras, y la combinación exquisita de los colores que hacían sus obras tan reales que casi amenazaban con salirse del papel… Aun así, la reconoció enseguida, los chorreones de tinta lila la delataban: era la violeta.

Violeta se sintió como su flor: mojada, pisoteada y destrozada. Y entonces, se derrumbó. Como una niña invadida por una pataleta, cedió a la gravedad de las circunstancias. Lloró amargamente, sin tapujos, cubriéndose la cara con las manos, sin reprimir los sollozos que escapaban de su boca. No le importó que el joven se marchara con cara extrañada, como quien contempla a una loca, ni las miradas curiosas de la gente que pasaba apresurada con sus paraguas de colores. Lloraba por sus flores y por ella misma, lloraba porque había fracasado una vez más y le quedaban pocos cartuchos que quemar.

Hacía años que había dejado atrás la facultad de Bellas Artes y aquel era el primer encargo serio con el que se enfrentaba. Durante un tiempo, había compaginado su trabajo habitual de teleoperadora con los encargos que la editorial le hacía: hasta el momento cosas pequeñas, proyectos sin importancia a la altura de cualquier principiante. Álbum de flores había sido su primer reto serio. Su nombre aparecería en la portada y sus flores ilustrarían preciosas fábulas y citas de un conocido autor. Había firmado incluso un contrato por una cantidad nada desdeñable; así que, reuniendo el valor necesario, había dejado su empleo gris para dedicarse de lleno a su gran pasión.

Estaba aterrada porque no podía permitirse perder ese contacto y temía la reacción de su editora. Pero haciendo acopio de sus últimas fuerzas, metió las flores mojadas en una bolsa de plástico y se levantó dispuesta a enfrentarse a su suerte.

Las flores habían decidido suicidarse a dos pasos de la entrada del ferrocarril. Así que, Violeta corrió a refugiarse de la lluvia, dejándose engullir por la boca del metro. Ya sentada en el vagón, secó sus lágrimas y extrajo las láminas destrozadas de la bolsa. Solo contó cinco de las treinta que llevaba en su carpeta… Por suerte, el resto se había quedado dentro.

Pensó que, tal vez, Malena se apiadaría de ella y le daría unos días más. Al fin y al cabo, llevaba consigo la prueba del accidente, que descartaba la versión de cualquier excusa. Aunque también sabía que las fechas de imprenta eran casi siempre inflexibles y que podía pagar caro su descuido no recibiendo nuevos encargos. Hasta ese momento, siempre había cumplido puntualmente, pero… ¿y si ahora que se había decidido a dar el salto le fallaba el trabajo? ¿Qué haría?

Al llegar, Violeta se dejó impresionar, una vez más, por el edificio de mármol blanco de la editorial, que se alzaba orgulloso en Tres Torres, uno de los barrios más ricos de Barcelona. Entró en el hall y, tras saludar a la recepcionista, se coló rápidamente en el elevador. Estuvo a punto de soltar un grito al verse reflejada en el espejo, pero pensó que sería más útil aprovechar los cinco pisos de trayecto para arreglarse el pelo y limpiarse un poco la cara con un pañuelo.

–Violeta, ¿qué te ha pasado, mujer? Te ves horrible. ¡Estás empapada! Llevas el bajo del abrigo cubierto de lodo y el pelo mojado y revuelto…

Violeta pensó que Malena, a pesar de ser una profesional de las palabras, siempre escogía las menos adecuadas para tratar a los demás. Se lamentó de haberse encontrado con ella a la salida del elevador; le hubiera gustado terminar de arreglarse en el lavabo.

Entonces reparó en el aspecto impoluto y elegante de la directora, y se sintió pequeña e insignificante. Aquella mujer, aunque no era especialmente bonita, irradiaba encanto y personalidad. Hacía años que había cumplido los cuarenta, pero su cuerpo esculpido durante horas de gimnasio y su aspecto cuidado la hacían verse mucho más joven. Además, poseía un gusto exquisito para la ropa. Como era alta, no necesitaba tacones para imponer su belleza y la camiseta más simple de H&M o el traje menos sofisticado de Zara, combinados con accesorios únicos que compraba en las tiendas más bohemias de Barcelona, parecían en su cuerpo modelos exclusivos de algún diseñador de prestigio.

La siguió hasta su despacho. Como ella, la oficina era fría pero con estilo. La moqueta gris del suelo lucía perfecta y Violeta se disculpó al ver sus botas manchadas de lodo. Malena hizo un gesto de despreocupación con la mano y la invitó a sentarse en una de las sillas, con estampado de cebra, que bordeaban la mesa de cristal de reuniones. Sobre esta, una enorme orquídea blanca presidía el centro. Violeta sonrió al recordar que en el lenguaje de las flores las orquídeas son mensajeras de sofisticación y frialdad.

Sobre las estanterías de acero, los libros lucían perfectamente ordenados por tamaños y temas. Los del sello que dirigía Malena ocupaban un lugar de honor. Casi todos eran libros caros, de ediciones muy cuidadas y, aunque no destacaban por su comercialidad, la editorial se vanagloriaba de publicarlos para dar prestigio a la firma.

La mesa de trabajo de Malena mantenía un justificado desorden. Sobre esta se amontonaban varias pilas de papeles y libros. Violeta sabía que detrás de toda esa apariencia de suficiencia se escondían horas y horas de trabajo, esfuerzo y dedicación. Sin embargo, algunos detalles personales de Malena, como su pluma Montblanc o su agenda de piel Gucci, acababan delatando su personalidad. Violeta reparó en el marco de plata que se escondía tras la pantalla de plasma del ordenador y pudo distinguir desde su silla la imagen de un hombre guapo, de traje oscuro y amable sonrisa, rodeado de dos niñas monísimas. La estampa era tan perfecta que, si no fuera porque sabía que la directora tenía un esposo y dos niñas, hubiera jurado que se trataba de una de esas fotos de estudio que vienen incorporadas al marco.

Después de dar un par de sorbos al café que le ofreció Malena y de respirar profundamente, Violeta, por fin, se atrevió a hablar.

–Malena, he tenido un pequeño… No, un gravísimo, percance. No lo vas a creer, pero… las flores… la lluvia… yo… –balbuceó de forma incomprensible.

En ese momento, las horas de cansancio, los nervios y el frío que se calaba en su cuerpo empapado hicieron tambalear su seguridad, mientras, entre lágrimas sofocadas, le mostraba a Malena, una a una, las láminas mojadas y le explicaba entrecortadamente lo que había pasado.

La cara de horror de la directora, que la miraba por encima de sus gafas de pasta negra de Prada, la hizo reaccionar a tiempo y extrajo rápidamente del portafolio las flores que se habían salvado del diluvio.

–Esto no es nada profesional, Violeta –sentenció Malena señalando las flores mojadas–. Algo así es inadmisible en una editorial seria como esta… Me jugué todo por ti, apostando por una ilustradora desconocida y tú…

–Fue la lluvia… –balbuceó Violeta.

–Asume tu responsabilidad de una vez. ¡Tenías que haber sido más lista, mujer! –espetó Malena–. Te encargué un proyecto ambicioso. Firmaste un contrato. Y acabaste actuando de forma irresponsable y estúpida. Mira, si no eres capaz de responder por tu trabajo es mejor que vuelvas a tu empleo de vendedora telefónica.

–Eso no es justo. Trabajé mucho. Si pudieras darme unos días más…

–Ya no confío en ti. ¿Quién me asegura que dentro de unos días no te vas a presentar con otra nueva excusa?

–¡Fue un accidente! –protestó Violeta tratando de defenderse una vez más.

–Tú sí que eres un accidente –respondió Malena entre dientes y Violeta se mordió el labio para no replicar. Su jefa tenía razón. Había sido una tonta y una imprudente–. Pero estás de suerte. Esta mañana hemos adelantado a imprenta otro libro sobre edificios orientales por la muerte de un famoso arquitecto japonés, y puedo darte unos días más.

Violeta respiró aliviada.

–Quiero las flores en mi mesa en una semana. ¿Has oído? Tienes siete días para solucionar este “accidente”. Eso sí… –añadió mientras repasaba con aprobación, una a una, las láminas intactas que Violeta había extraído de su portafolio–, tienen que estar, como mínimo, tan bien como estas. Tengo que reconocer que son perfectas.

–Te lo prometo –sentenció Violeta muy seriamente, aliviada por las últimas palabras de Malena–. Serán tan perfectas que parecerán casi reales.


Violeta se despertó con la luz tenue de los primeros rayos de sol acariciándole la cara. Había dormido plácidamente y se sentía optimista. Estiró los brazos para desperezarse y saltó de la cama de un brinco. Al principio de separarse, había echado de menos el cuerpo cálido de Saúl tendido a su lado, sobre todo los sábados, cuando ninguno de los dos tenía que madrugar y se hacían los remolones hasta bien entrada la mañana… Pero pronto aprendió a saborear el placer de despertarse e iniciar el día sola. Después de un mes de independencia, en su apartamento, Violeta ya no cambiaba sus sábados, ni ningún otro día de la semana, por la compañía de Saúl. Desde la ruptura, él la había llamado dos veces para pedirle que reflexionara o, al menos, que se vieran y tomaran tranquilamente un café. Por el tono de su voz, Violeta sabía que él esperaba que ella volviera. No la veía capaz de estar mucho tiempo sola y, en el fondo, deseaba que ella reconociera que sin él estaba perdida. De hecho, habían quedado para ese mismo sábado. Y aunque eso fue antes de aceptar la invitación de Lucía, todavía no había reunido el valor suficiente para llamarlo y aplazar su cita. Le partía el corazón escuchar la voz ronca y profunda de Saúl entrecortada, cuando le decía que la echaba de menos, que la quería…

A veces, cuando se sentía triste y sola, tenía momentos de duda; entonces tenía que controlarse para no marcar el número de Saúl y pedirle que volvieran. Pero algo en su corazón le decía que no estaba equivocada y que había tomado la decisión correcta. No estaba enamorada de él, y Saúl merecía una mujer que lo amara de verdad y no de una manera fraternal. ¿O quizá el amor era eso?

Las agujas del reloj de pared colgado en la sala marcaban las diez y Violeta pensó que debía darse prisa. Había quedado a las tres con Lucía en la estación de Sants para que pasara a recogerla con su coche, pero antes tenía que ir al centro para comprar material de dibujo. Quizá, incluso, tendría tiempo para pasear un rato. A Saúl ya lo llamaría durante el viaje.

Se dio una ducha. El agua fresca le devolvió la sonrisa. Se había acostado preocupada. Después de la conversación con Malena, había estado a punto de llamar a Lucía y decirle que no podía ir de viaje con ellos. Pensó que era preferible encerrarse en casa y terminar su encargo sin distracciones. Sin embargo, ahora lo veía todo distinto. Un poco de aire fresco de la sierra no le vendría mal, podría inspirarse en la naturaleza y pintar, quizá, algunas flores en directo, con su modelo real, y no de una fotografía como solía hacer. Además, si algo salía mal, siempre podría tomar un tren de vuelta a Barcelona.

Mientras se enjabonaba, le vino a la cabeza un sueño que había tenido esa misma noche. La imagen acudió a su mente con precisión y no pudo reprimir una carcajada al recordar el desvarío de su inconsciente.

En su sueño, se encontraba en el despacho de Malena, sentada en el mismo lugar de la tarde anterior. No había rastro de la editora, pero sí de algunas flores sobre las sillas de cebra dispuestas alrededor de la mesa de cristal. Parecía una reunión importante. Todas hablaban al mismo tiempo… Violeta no podía entender lo que decían, pero comprendía que estaban muy enojadas. El jazmín alzaba sus hojas amenazantes y señalaba a la pobre Margarita, cuyos pétalos en vez de blancos se habían vuelto marrones. El pensamiento lloraba amargamente mientras la gardenia trataba de consolarla… La azalea se quejaba a la angélica y miraban de reojo, con desconfianza, a la violeta que, más mustia que viva, gemía en un rincón de la mesa.

–¡Basta! –se atrevió a decir la Violeta de carne y hueso–. Está bien, está bien… No logro entender lo que tratan de decirme, pero sé que les fallé. Prometo que las compensaré.

En ese momento, todas las flores se levantaron y empezaron a aplaudir enérgicamente con sus hojas… al tiempo que iban abriéndose y floreciendo con una belleza asombrosa, ante la mirada alucinada de Violeta.

Mientras el agua corría por su cuerpo desnudo, Violeta pensó que la interpretación estaba clara: sus flores la acusaban de haberlas destrozado y le exigían una compensación. Pero, quizá, ese no era exactamente el mensaje… Tal vez las flores, descontentas con su trabajo, habían decidido autoinmolarse para que ella comprendiera mejor el significado oculto de cada una de ellas y pudiera plasmar de verdad su belleza esencial. En realidad, al reclamar ese derecho le estaban concediendo una segunda oportunidad, para perfeccionar su obra y posicionarse en el mundo editorial como una ilustradora de renombre.

Violeta se sorprendió al ver su cara seria y pensativa en el espejo del lavabo. Estaba algo empañado por el vapor, pero distinguió perfectamente su expresión perpleja, como de quien acaba de descifrar un difícil acertijo, y volvió a reírse con ganas. Definitivamente, estaba un poco chiflada, pero la interpretación de su sueño había conseguido que volviera a ilusionarse con el trabajo que la esperaba. Estaba dispuesta a superarse a sí misma y a dibujar las flores más bellas del mundo. Sí, aquella era la mejor lectura de lo que había pasado y Violeta aceptaba el reto. Pondría su alma y su corazón en aquel encargo.

En menos de diez minutos, arregló la habitación y preparó su bolso de viaje con ropa de abrigo para cinco días. El tiempo empezaba a apremiar, así que escogió algunas prendas y se vistió apresuradamente. El espejo de cuerpo entero aplaudió su elección y Violeta decidió premiarse con un té y unas galletas de mantequilla.

Ya en la tienda de Bellas Artes, hizo un cálculo aproximado de lo que iba a necesitar. Todavía le quedaban algunos tubos de acuarela Taker, así que compró varios tonos de los colores que más usaba, algunos lápices, tres pinceles Da Vinci de distintos tamaños, y las suficientes láminas como para equivocarse unas cuantas veces. Al salir, se compró un sándwich de vegetales en la cafetería de la esquina y aceptó la invitación del sol de ir caminando hasta casa. Tenía más de media hora a paso ligero, pero después de tantos días de mal tiempo y encierro, se resistía a descender a los oscuros túneles del metro. Decidió subir por Paseo de Gracia por si el tiempo se le echaba encima y se veía obligada a tomar el autobús. La temperatura era muy buena para estar casi en noviembre y Violeta disfrutó, como siempre, observando los escaparates y a la gente que bajaba en dirección contraria. Durante unos segundos, se lamentó de su viaje a la sierra castellana. Seguramente allí haría frío y se perdería los últimos coletazos de buen tiempo en Barcelona, antes del invierno.

Una vez en casa, abrió su enorme maletín de madera e introdujo allí todos los utensilios de pintura que había comprado.


Mientras esperaba un taxi para ir a la estación de Sants, releyó una vez más el e-mail de Lucía para confirmar la hora. En el destinatario figuraban cinco direcciones de correo electrónico. La de Víctor y la de Alma eran fácilmente reconocibles, pero las otras dos, escritas con números y palabras que no le decían nada, eran imposibles de resolver. Aun así, supo que se trataban de Mario y Salva incluso antes de leer el mensaje completo. Los seis habían sido inseparables durante la primaria y habían formado incluso un club secreto: “Los seis salvajes”. Desde los diez hasta los quince, se habían reunido casi todas las tardes al salir de clase. No se habían vuelto a ver desde entonces, y Violeta era incapaz de precisar los motivos por los que dejaron de hacerlo si vivían en el mismo barrio. El e-mail imitaba las notas telegráficas en clave que se enviaban de pequeños antes de convocar alguna reunión.

Sábado 30 de octubre, 23 h, Villa Lucero (antigua vaquería). Reunión de Los seis salvajes. Gran celebración 30 aniversario. Feriado puente del 1 de noviembre. Regumiel de la Sierra. Burgos. Se ruega confirmación.

Más abajo, Lucía adjuntaba una persuasiva nota en la que explicaba cómo había encontrado sus direcciones de correo electrónico y los motivos por los cuales los seis debían tomarse unos días de vacaciones y recorrer quinientos kilómetros para reencontrarse.

Queridos Salva, Violeta, Mario, Víctor y Alma:

Soy Lucía Ibáñez. No sé si se acuerdan de mí… Aunque espero que sí, porque yo los recuerdo muy bien a cada uno de ustedes.

El otro día encontré sus direcciones de correo electrónico en la página web del colegio donde estudiamos primaria. No sé si tienen Facebook, Instagram o LinkedIn, la verdad es que no los busqué en redes, me parecía más romántico no saber nada de sus vidas antes de vernos, para que podamos ponernos al día en persona.

Hace quince años nos hicimos una promesa, ¿lo recuerdan? Acordamos que, pasara lo que pasara, volveríamos a reunirnos a los treinta.

Durante este año, todos hemos cumplido o estamos a punto de cumplirlos… Quizá les parezca extraño que después de tanto tiempo les haga esta propuesta; pero ¿por qué no hacemos una celebración conjunta y cumplimos con el pacto que hicimos de niños?

Conozco un lugar idílico, entre Burgos y Soria, en el que podríamos reencontrarnos y pasar unos días muy agradables. Está en plena sierra de pinares. Es un pueblecito llamado Regumiel. Podríamos pasar allí el feriado puente de Todos los Santos. Este año son ¡cinco días! Puedo reservar una casa rural encantadora.

Si se animan, confirmen enseguida y les explico todos los detalles para llegar hasta allí.

Sería tan emocionante volver a vernos después de tantos años…

¡Estoy impaciente por saber si habrá reencuentro de Los seis salvajes!

Besitos a los cinco.

Lucía

Emocionada por el reencuentro, Violeta no lo pensó dos veces antes de responder, de manera escueta:

Confirmado. Violeta.

Después de pulsar “Enviar”, tuvo un momento de arrepentimiento y se lamentó por haber respondido tan pronto, pero ya no había vuelta atrás. Dos días más tarde, tenía un nuevo mensaje de Lucía en el que le explicaba el plan con más detalle. Ellas dos saldrían de Barcelona el sábado a las tres de la tarde y recogerían a Víctor en Zaragoza a las ocho. A las once de la noche se reunirían con Salva y Mario ya en Regumiel. Alma llegaría al día siguiente en el autobús regional.

A Violeta le pareció que Lucía no había calculado bien el tiempo y que llegarían a su destino mucho antes de lo planeado, pero cuando vio llegar a su amiga en un viejo Mini destartalado, lo entendió todo…

Durante unos segundos dudó que aquella chica alta y delgada, de pelo muy corto y rubio, que la saludaba desde lejos con las dos manos y una sonrisa de oreja a oreja fuera Lucía. Lo primero que pensó fue que ese coche era demasiado pequeño para una chica que quizá rozaba el metro ochenta; después, reparó en el tubo de escape medio roto y se preguntó si aguantaría un viaje tan largo.

Lucía, impaciente al ver que Violeta se acercaba lentamente por el peso de sus bolsas y la maleta de madera, corrió a su encuentro. Las dos amigas se abrazaron fuerte y, durante unos segundos, sintieron que el tiempo no había pasado entre ellas.

–¡Estás lindísima! –exclamó Violeta con sinceridad.

De cerca, Violeta reconoció con facilidad a la niña que había sido su mejor amiga durante la infancia. El brillo de esos ojos azules, la sonrisa pícara de su boca enorme y esa piel tan fina y blanca que siempre había admirado, seguían intactos en el rostro de Lucía. El tiempo la había estilizado. Había sustituido sus eternas trenzas rubias por un corte a lo garçon muy favorecedor y sofisticado. Su cara era menos redonda y sus dientes, ya sin los brackets, lucían perfectos en un rostro de rasgos más afilados. Violeta la recordaba alta pero con tendencia a encorvarse para no destacar entre los demás chicos. Ahora, en cambio, caminaba con los hombros rectos y la elegancia de una modelo de pasarela.

–¡Tú sí que estás linda, Violetita! ¡Qué alegría verte! ¡Estoy tan contenta de que hayas venido…!

Luego de reconocerse y abrazarse por un rato, mientras Lucía hablaba eufórica y movía sus manos sin cesar, Violeta temió el momento de meter su equipaje en el Mini. Se avergonzó de haber empacado tantas cosas, pero Lucía la tranquilizó:

–No vamos a ir a Burgos con este cacharro… Quedé en encontrarme aquí con un amigo para que me devuelva mi coche. Lo intercambiamos porque él tenía una reunión importante y debía llevar a unos clientes a visitar la ciudad. Hace semanas que debería habérmelo devuelto –continuó con una sonrisa–, pero ha estado muy ocupado últimamente.

En ese momento, un deportivo negro se acercó a ellas a toda velocidad. Violeta, que no entendía de coches, admiró la elegancia de aquel Mercedes.

De él salió un chico moreno, con gafas de sol, bastante más bajito que Lucía, y se acercó sonriendo a ellas.

–Lo siento, cielo. Debería habértelo devuelto hace días –dijo con voz ronca y arrastrando las palabras–, pero los canadienses tardaron más de lo previsto en marcharse y tuve que hacer muchas horas extras… Por eso tampoco pude llamarte en estos días. Casi no he dormido...

Lucía arrugó la frente mientras se fijaba en el traje arrugado de Ernesto y en cómo se cubría los ojos al quitarse las gafas.

–Perdonen mi estado –dijo tocándose el pelo revuelto y su cara sin afeitar, mientras acercaba las llaves a los brazos cruzados de Lucía.

Violeta pensó que su estado delataba más una noche de juerga, que horas de intenso trabajo. Y observó cómo su amiga apretaba los dientes antes de bajar la guardia y abalanzarse hacia él para tomar las llaves y besarlo con efusividad.

–Menudo cuento tienes, Ernesto –le soltó como reprimenda cuando él ya se alejaba.

–Parece simpático –dijo Violeta con poca convicción–. ¿Están...?

–¿Juntos? –Lucía arqueó una ceja–. No estoy segura. Me gusta bastante y nos compenetramos bien en... ya sabes, pero no hay compromiso entre nosotros.

–Entiendo.

–Nos divertimos juntos –resumió Lucía mientras metían los bultos en la cajuela–. No es el amor de mi vida, pero tampoco lo espero sentada.

Una vez acomodadas en los confortables asientos de piel, donde pasarían varias horas de viaje, Violeta se ofreció para buscar la dirección en Google Maps y hacer las funciones de copiloto.

–Tranquila, conozco bien el camino… Podría llegar con los ojos vendados. Mi madre es de allí y, de pequeña, siempre veraneaba en casa de mis abuelos. Lástima que la demolieran para ceder unos metros más a la plaza del pueblo…

Las dos primeras horas de viaje pasaron volando para las amigas. Habían transcurrido quince años desde que dejaron de verse; sin embargo, continuaban teniendo espíritus afines y encajaron, de nuevo, a la perfección. Lucía tenía una memoria prodigiosa y Violeta disfrutaba escuchando las historias que su amiga repasaba de su infancia compartida, aunque algunas las hubiera desvirtuado o retocado con dosis de su imaginación.

–Nos conocimos en segundo, ¿lo recuerdas? Teníamos siete años y a mí me habían cambiado de colegio. Estaba muerta de miedo porque todos los demás ya se conocían y pensé que me costaría hacer amigos. La profesora me sentó a tu lado y tú me regalaste una bufanda de bienvenida… Fue un gesto muy tierno.

A Violeta le vino clara esa escena a la mente. Lucía estaba tan nerviosa que vomitó sobre el libro de matemáticas de Violeta. Lo recordaba bien porque, a pesar de que lo limpió enseguida con varias hojas arrancadas de su cuaderno, el fuerte olor agrio la acompañó durante todo el curso e hizo que acabara odiando todo lo relacionado con sumas, restas y multiplicaciones. Violeta le había dado su bufanda para que se limpiara porque era lo único que tenía a mano; pero Lucía se la enroscó rápidamente en el cuello para tapar algunas manchas que habían resbalado por su blusa.

Cuando le explicó su versión a Lucía, ella abrió mucho los ojos y casi se muere de la risa.

–No puede ser –rio divertida–. No lo recuerdo… ¿De verdad vomité en tu libro de mate? La memoria, a veces, es tan selectiva que olvida lo que no le interesa. Pero esta anécdota es muy graciosa.

Durante unos instantes, las dos chicas permanecieron en silencio. Lucía conducía pensativa tratando de reubicar en su memoria ese nuevo recuerdo, al tiempo que acompañaba tatareando, muy bajito, una balada que salía del equipo de música.

Mientras, Violeta contemplaba ensimismada, a través de la ventanilla, el paisaje que iban dejando atrás. En Barcelona, el día había amanecido soleado y despejado. Sin embargo, a medida que se alejaban de la ciudad, el cielo se iba tornando cada vez más gris y la niebla amenazaba con cubrirlo todo con su fina tela. Amante de los días luminosos y brillantes, Violeta se sorprendió al admirar la belleza del paisaje en brumas. Los campos catalanes de viñedos, alineados en perfecta simetría, desprovistos de hojas y frutos tras la vendimia, ofrecían un aspecto melancólico.

El coche marcaba una temperatura exterior de siete grados; pero a Violeta no le importó que Lucía bajara un poco el cristal. El aire helado que entraba por la ventana hizo que sus mejillas se encendieran y su espíritu se sintiera libre y vivo.

Observó a su compañera de viaje y admiró la posición erguida de su cabeza mientras conducía y la forma elegante que tenía de sujetar el volante o de mover las manos para acompañar alguna explicación.

Sin apartar la mirada de la carretera, Lucía la sacó de su ensimismamiento.

–¿Por qué “Los seis salvajes”? ¿Recuerdas por qué le pusimos ese nombre a nuestro club secreto?

–Sí, fue idea de Salva. Lo propuso una tarde mientras jugábamos en la vieja barbería.

–Ya recuerdo… –añadió Lucía confirmando la explicación de Violeta–. Salva decía que la palabra “salvajes” nos definía porque éramos “espíritus libres que no seguíamos al rebaño” –recordó resaltando cada palabra para demostrar que se trataba de una cita literal–. Una forma bonita de llamarnos frikis, supongo. Desde luego, algo raritos sí éramos.

A los seis les gustaban los libros de fantasía y los juegos de rol. Violeta sonrió al recordar el extraño club de lectura que había inventado Salva. Entre todos, elegían un libro y lo dividían en seis partes. Cada uno tenía una semana para leer sus páginas y explicar lo que ocurría al resto del grupo. Al principio lo habían hecho con las lecturas obligatorias del colegio, para ahorrar esfuerzo y disponer de más tiempo para jugar a Dungeons & Dragons, pero después empezaron a hacerlo por pura diversión. A todos les parecía una manera interesante y rápida de leer muchos libros y, además, resultaba fascinante escuchar cómo cada uno interpretaba y explicaba su parte de la historia.

Salva siempre fue el mejor narrador.

–Aunque todos sabíamos que “salvajes” significaba en realidad otra cosa –dijo Violeta pensativa.

–¿Ah, sí? ¿Lo sabíamos? –preguntó Lucía extrañada.

–¿Recuerdas el apellido de Salva?

–Mmm… ¿Gutiérrez?

–Exacto. Salva G., que suena: “salvaje”. Así todos nos convertíamos en “salvajes”; es decir, en “seguidores de Salva”, en “su” grupo… Salva siempre ejerció de líder –continuó Violeta–. De hecho, siempre era él quien convocaba nuestros encuentros y, además, nos reuníamos en su local.

–¡Vaya! No me había dado cuento de eso –exclamó Lucía observándola alucinada, mientras desviaba unos segundos la mirada de la carretera.

–Bueno, a ninguno nos importó porque lo queríamos y sentíamos mucho lo de su padre, que acababa de morir. Se llamaban igual y en la puerta del local había un cartel oxidado que decía: “Salva G”. Era el nombre de la barbería.

Violeta lo recordaba muy bien. Tenían doce años cuando empezaron a reunirse en ese viejo local. El padre de Salva estaba entonces ya muy enfermo y no pasaba por allí desde hacía años. Entre todos habían construido una mesa con una puerta que encontraron entre los escombros de la basura y habían dispuesto varios sillones de barbero alrededor de ella. Tras la muerte del padre de Salva, nadie había vuelto a preocuparse por la barbería. Su madre los descubrió un día, poco tiempo después de que muriera su esposo. Había decidido ir a ponerlo todo en orden, cuando encontró a los pequeños haciendo allí tranquilamente sus deberes. Lo habían mantenido limpio y cuidado, así que pensó que no había motivo para prohibirles la entrada. Después de verse sorprendidos, los niños temieron quedarse sin local, así que se quedaron perplejos cuando una semana después encontraron un refrigerador viejo lleno de refrescos.

Años más tarde, en plena adolescencia, despejaron los sillones en un rincón para hacer una pista de baile y sustituyeron la mesa por un viejo sofá de escay color café, que la madre de Salva había desterrado de su casa tras comprarse uno nuevo. Violeta no pudo evitar sonreír al recordar el sonido que emitía la tapicería de plástico cada vez que se sentaban en él. Ese pensamiento la transportó a otro: el viejo sofá había sido también testigo de su primer beso. Ocurrió en una verbena de San Juan.

Los salvajes habían reunido a gran parte del instituto en su local. Era la primera fiesta que organizaban para más gente y con alcohol incluido, un ponche de cava, limonada y frutas que ellos mismos habían preparado; pero la ocasión bien lo merecía: las clases habían terminado. Atrás dejaban la secundaria y tenían por delante un largo y caluroso verano.

Aquella tarde, después de bailar todas las canciones de Coldplay y Maroon 5, Violeta se acomodó en una silla. Estaba agotada y algo mareada por la bebida, así que aprovechó el momento de los lentos para respirar y descansar los pies. Ahora era el turno de James Blunt y su You’re beautiful. Cerró los ojos y se dispuso a disfrutar de su balada favorita, cuando una voz masculina la sorprendió.

–¿Bailas?

Violeta no daba crédito a lo que estaba sucediendo: Bruno, el chico más guapo de toda la escuela, le tendía la mano, invitándola a bailar. ¡A ella!, con quien jamás había cruzado una sola palabra.

Las miradas del resto de las chicas se posaron envidiosas en Violeta mientras ella asentía tímidamente con la cabeza y aceptaba su mano para levantarse. Estaba tan emocionada que le costó varios segundos procesar las siguientes palabras de aquel chico.

–¡Qué bien! Mientras tú bailas, yo ocuparé tu silla. Estoy tan cansado…

Las risas divertidas de los que habían presenciado la escena la devolvieron a la realidad. Sin embargo, cuando se dirigía nerviosa y avergonzada hacia la puerta de salida, notó que un brazo la agarraba por la cintura haciéndole perder el equilibrio hasta aterrizar en el sofá de cuero sintético.

–¿Te hago un hueco, Violeta? Pareces cansada de tanto bailar –le dijo Mario divertido acomodándola a su lado.

Violeta estaba realmente enfadada por la humillación pública que había vivido, así que no estaba para más bromas.

–Déjame en paz, Mario. Me voy a mi casa.

Violeta desvió la mirada hacia Bruno y vio que Alma se sentaba en sus rodillas y le susurraba algo al oído. No quiso seguir mirando cuando los dos se levantaron y se dirigieron a la salida. ¿Cómo podía su amiga irse con él, como si tal cosa, después de haberla humillado a ella de esa manera?

–Ese chico es un idiota –dijo Mario obligándola a mirarlo a la cara–; y tú, una tonta si permites que te arruine la fiesta.

Violeta agradeció las palabras de su amigo y lo miró a los ojos sorprendida. Se conocían desde que tenían seis años. Habían compartido muchos momentos juntos: juegos, estudios, travesuras… Pero aquella tarde, sentados frente a frente en aquel viejo sofá, a la luz de unos farolillos de colores, vio algo distinto en su mirada. Algo que la incomodaba y le hacía intuir un amor avivado durante años de amistad. Y, de repente, un sentimiento nuevo se despertó también en su corazón. Era como si lo viera por primera vez.

–Tengo dos regalos para ti, pero tienes que elegir uno –le dijo él sin dejar de mirarla y alargando los dos brazos con los puños cerrados.

–¿Por qué uno?

Violeta odiaba tener que elegir. Siempre dudaba y se quedaba con la sensación de haber escogido la opción incorrecta.

–Porque sí, porque es así el juego.

Violeta señaló su mano derecha y él la abrió mostrando una cadenita de plata con un pequeño colgante en forma de hada.

–Me la acabo de encontrar en el sofá.

–Entonces será de alguien –dijo ella algo incrédula sin atreverse a aceptarla.

Mario se encogió de hombros.

–Bueno, me la pondré. Y si nadie la reclama, me la quedaré para siempre –resolvió ella dándose la vuelta y sujetándose el pelo–. ¿Me ayudas?

Mario se guardó algo en el bolsillo y le pasó la cadenita por el cuello.

A ella le hormigueó la piel por el roce y por el calor de su aliento en la nuca, tan cerca que solo tenía que girarse para que ocurriera lo inevitable… Pero no lo hizo. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, de espaldas a él, con el corazón expectante y los ojos cerrados.

Solo los abrió cuando los labios de él susurraron en su oído.

–Me gustas mucho, pecosa.

Ella trató de responder algo, pero solo logró emitir un suspiro entrecortado cuando la boca de Mario sembró un recorrido de besitos en su cuello. La simple certeza de que después la besaría en los labios despertó un cosquilleo inquietante en su interior, como si millones de mariposas aletearan al mismo tiempo en su estómago.

Después, con el aire atrapado en la garganta, dejó que él la girara con suavidad hasta colocarla de frente. Durante varios segundos, se miraron fijamente, como si lo hicieran por primera vez, hasta que ella no pudo más y bajó la mirada, incapaz de sostener la tensión y el deseo que la envolvía. Deseo. Había oído hablar mucho de él, lo había visto en muchas películas y leído en novelas, pero jamás lo había experimentado en su propia piel ni lo había reconocido en los ojos de nadie que la miraran a ella con esa abrasadora intensidad.

Animada por esa nueva emoción, fijó la vista en los labios de Mario y se acercó a ellos, decidida y directa, hasta rozarlos en una suavísima caricia que, poco a poco, se transformó en un apasionado beso. Mientras sus labios se acoplaban una y otra vez, y sus lenguas bailaban unidas, Violeta sintió que no podía haber nada mejor en el mundo que besarlo.

Al separarse, Violeta soltó una risita nerviosa, mezcla de timidez y excitación, y los labios de Mario se arquearon en una deliciosa sonrisa. ¿Cómo era posible que jamás se hubiera fijado en esa sonrisa? Tenía los dientes blanquísimos y se le formaban dos hoyuelos junto a las comisuras, que ahora parecían gritarle: “bésame”.

Embriagada por la mezcla del ponche y el aliento cálido de Mario, la mirada de Violeta pidió más. Había sido su primer beso y no quería que terminara nunca. Y así estuvieron un rato, besándose en ese sofá de escay, hasta que él se ofreció a acompañarla a casa.

A Violeta no le importó que escogiera el camino más largo y peor iluminado… y que durante el trayecto la abrazara y la besara en cada callejón oscuro. Cuanto más se acercaban a su casa, más largos eran los besos. Tampoco protestó cuando, ya en su puerta, deslizó las manos por debajo de su blusa y le acarició la espalda desnuda mientras se besaban a oscuras. Notó que le fallaban las rodillas y se agarró con fuerza a sus brazos, deseando aferrarse a aquel instante condenado a no repetirse… En unos días, Mario partiría a Boston, a casa de su abuela materna, para cursar bachillerato, y quizá nunca más volverían a verse.

Nada más despedirse, Violeta se llevó la mano al cuello para tocar el colgante que Mario le había regalado. Necesitaba sentir su fuerza, como un recordatorio de que todo aquello era real y había sucedido, pero el hada ya no estaba allí. Lo perdí…, se quejó para sí misma. Quería conservarlo para siempre y solo me duró unas horas.

Aquella noche, un calor que nada tenía que ver con la cálida temperatura estival hizo que Violeta no pegara ojo.

El recuerdo de aquellos besos la acompañó durante otras muchas noches de insomnio en su adolescencia. Y ahora, quince años después, en ese coche, junto a su amiga de la infancia, aquel recuerdo volvía a su mente con una precisión asombrosa.

Lucía la devolvió a la realidad sugiriéndole una parada para comer algo. Eran las cinco y acababan de pasar Lérida. Atrás habían dejado, entre brumas, los campos de viñedos salpicados con tierras de trigo y árboles frutales.

Un toro negro de Osborne, perfectamente conservado, les dio la bienvenida desde una pequeña colina, la única a la vista entre kilómetros y kilómetros de planicie y tierras áridas. A lo lejos distinguieron el cartel luminoso de un restaurante de carretera.

Un señor de unos cincuenta años, con una espesa mata de pelo castaño escrupulosamente peinado, y con más pinta de mayordomo que de camarero de un modesto bar de carretera, se acercó a ellas muy educadamente y, después de tomarles nota de dos bocadillos de tortilla de patatas, les dijo:

–Como ya sabrán no puedo servirles bebidas alcohólicas…

Aunque ninguna de las dos había contemplado esa opción, pensaron que quizá se refería a alguna nueva normativa implantada en las cafeterías y bares de carretera para prevenir accidentes. Pero el señor prosiguió con la sonrisa más encantadora que fue capaz de esbozar:

–Me lo tienen prohibido a menores.

Las dos chicas agradecieron el cumplido y rieron con ganas.

–¡No está mal para empezar los festejos de nuestro treinta aniversario! –exclamó animada Lucía.

Después de comer, de nuevo en ruta, Violeta se sintió muy pesada y empezó a notar los huevos y las patatas dando vueltas en su estómago. Habían reanudado la marcha hacia Zaragoza y Lucía no paraba de charlar con la vista fija en el parabrisas. Violeta asentía mientras la miraba de soslayo, pero decidió mirar al frente y concentrarse en las líneas blancas de la carretera para vencer su deseo apremiante de arrojarlo todo por la boca. Las ruedas del coche azul que iba delante, girando una y otra vez, en el asfalto, acabaron de marearla. Durante unos segundos cerró los ojos y trató de pensar solo en su respiración. Sin embargo, tardó poco en llevarse una mano a la boca y jalar del jersey a su amiga para que detuviera el coche. Lucía paró enseguida en un recodo del camino y corrió a auxiliar a Violeta poniéndole una mano en la frente y sujetándole el pelo con la otra para que ningún mechón escapara hacia su cara mientras vomitaba en la cuneta. Después tomó unas toallitas mojadas de áloe y manzanilla de la guantera y se las ofreció para que se refrescara y se limpiara la cara. Violeta agradeció el gesto y se disculpó; dos gotitas amarillas habían aterrizado en las botas camperas de Lucía.

–Tranquila –dijo con una sonrisa–. Se lo debías a tu libro de matemáticas. Pasaron muchos años, pero por fin has conseguido vengarlo…

Las dos chicas empezaron a reírse. Después, Violeta le pidió que la dejara caminar un ratito por el arcén. Estaba blanca, pero el aire helado consiguió restablecerla muy pronto. Pasados unos minutos, y liberado su estómago de toda carga, empezó a sentirse ligera y con fuerzas renovadas para proseguir el viaje.

Como aún les quedaba mucho tiempo para llegar a Zaragoza, Lucía propuso conducir unos kilómetros más hasta Fraga y descansar allí un rato. Podrían comprar algo de fruta en el pueblo para el camino y estirar un poco las piernas. Aunque Violeta tenía mejor cara y le había asegurado que se encontraba bien, Lucía decidió entretener a su amiga conversando para que no se mareara.

Al llegar a Fraga, y mientras caminaban por un mercado con puestos de frutas y verduras frescas, continuaron con su agradable charla.

–Salva y Mario eran muy amigos –prosiguió Lucía rememorando el pasado mientras escogía unas naranjas de una caja de madera–. Pero a Mario le gustabas y Salva estaba un pelín celoso.

–¿Salva? ¡Pero si estaba loco por ti! Insistía en que fuéramos todos a verte los sábados que jugabas baloncesto en el barrio. Decía que teníamos que apoyarte porque éramos un grupo.

–Eso era porque quería sentarse a tu lado en las gradas.

Violeta abrió la boca sorprendida. Sus versiones sobre las intenciones de Salva no coincidían, pero Lucía había sido una adolescente tímida y algo acomplejada, y jamás pensó en la posibilidad de que pudiera gustarle a algún chico, y menos a uno del grupo.

–No nos engañemos, la verdadera ligona del grupo era Alma –recordó Lucía–. Con solo quince años llevaba de cabeza a todo el instituto… Durante un tiempo se rumoreó incluso que ella fuera la causa de que el profesor de gimnasia, aquel chico de diecinueve años en prácticas, pidiera el traslado.

Violeta recordaba a Alma y muchas de las cosas que se decían de ella y también cómo los chicos, sobre todo Mario, la habían defendido en más de una ocasión.

–Mario era muy atractivo, ¿verdad? –suspiró Violeta cambiando de tema.

Y antes de que su amiga le diera la razón, recordó el momento en el que ambos se conocieron.

Mario Moura apareció en la vida de Violeta una tormentosa mañana de invierno. Entonces los dos tenían seis años y estudiaban en el mismo colegio, pero nunca se habían dirigido la palabra porque iban a clases diferentes. Aquel día, Violeta salió veloz de casa con sus botas de agua rojas y un diminuto paraguas transparente. El cielo estaba muy oscuro y una espesa cortina de lluvia lo cubría todo. Apenas faltaban unos minutos para las nueve, así que decidió tomar un atajo por el paseo principal, todavía sin asfaltar, y cruzar corriendo el barrizal que se formaba.

Su madre la acompañaba casi siempre, pero ese día estaba enferma y le pareció que la niña podía ir sola. El barrio era seguro y no había carreteras ni otros peligros en los escasos metros que distanciaban su casa de la escuela.

Pero el viento soplaba muy fuerte y Violeta apenas podía controlar su paraguas. Como no quería llegar tarde a clase, fue atravesando todos los charcos que se cruzaban en su camino. De repente, resbaló y cayó de bruces en uno de ellos. Empapada y llena de lodo, se quedó allí sentada, inmóvil. Se le había roto el paraguas y la lluvia caía con furia sobre su cabeza. Estaba a punto de ponerse a llorar cuando una mujer la tomó del brazo y la cubrió con su paraguas hasta un edificio cercano. Le pareció entender algo así como que conocía a su madre y que era muy tarde para acompañarla a casa con esa lluvia. Tiritando de frío y algo asustada, dejó que aquella desconocida la arrastrara dócilmente hasta el elevador. La mujer la guio con suavidad a su apartamento donde, sin pasar del recibidor, le quitó rápidamente toda la ropa, le limpió el lodo de la cara, secó su cuerpecito con una toalla y susurró algo al oído de un niño en el que, hasta entonces, Violeta no había reparado.

–¿Ropa interior también, mamá? –dijo alegremente aquel muchacho.

–Sí, hijo, sí, trae de todo. Está empapada.

Sin pronunciar palabra, Violeta se aferró al mango de acero de su paraguas, que había perdido toda la tela de plástico, mientras trataba de contener las lágrimas.

–Te llamas Violeta, ¿verdad? –le preguntó con dulzura aquella mujer mientras le colocaba una camiseta con un dibujo de Dragon Ball y unos pantalones de pana marrones, demasiado grandes para ella.

Medio desnuda, con el pelo pegado a los hombros y los labios morados, se sentía incapaz de pronunciar palabra.

–Mamá, con ese pelo largo y esa varita en la mano, Violeta parece un hada, ¿no?

–Sí, hijo… –sonrió la madre–. O una florecilla mojada.

Ese día Mario la había acompañado hasta clase sin soltarla de la mano y se despidió de ella con un beso en la mejilla.

–¡Ey, ustedes! Sí, sí, ustedes… –los gritos interrumpieron los pensamientos de Violeta.

Las dos amigas se giraron cuando estaban a punto de alcanzar el coche y vieron que se acercaba hacia ellas una chica de unos veinte años, con un abrigo de lana blanco, cargada con una mochila y una guitarra.

–¿Sí? –respondieron sorprendidas las dos a la vez.

–¿Van de camino a Zaragoza?

Violeta y Lucía se quedaron durante unos segundos inmóviles mirando a la joven, sin saber qué decir. Con su larga melena castaña, lisa y recta, y sus enormes y suplicantes ojos avellana, aquella chica menuda parecía un ángel en apuros. Violeta pensó que era demasiado joven para dejarla a su suerte, así que asintió con la cabeza mirando a Lucía. Pero antes de que alguna de las dos pudiera abrir la boca, ya la tenían sonriente junto al coche.

–Me llamo Irene –dijo con soltura–. Soy de Madrid, pero si me dejan en Zaragoza me vendría muy bien.

Lucía le abrió la cajuela para que pudiera meter sus cosas, pero aferrándose a su mochila y poniendo cara de disgusto, la joven exclamó:

–¡Ah, no! Yo nunca me separo de mi mochila… –y de un salto se coló en el asiento trasero arrastrándola tras de sí junto con su guitarra.

Durante la siguiente hora, las tres chicas viajaron en silencio. Lucía y Violeta contemplando alucinadas el bello atardecer de las llanuras esteparias de los Monegros; Irene dormitando, estirada y con la cabeza reposada sobre su equipaje.

La aspereza del lugar, rodeado de cuervos y naturaleza seca, contrastaba con la luz cálida del atardecer. Apenas eran las seis de la tarde, pero en el horizonte una enorme franja de fuego comenzaba a teñir las tierras desérticas, ocres y rojizas, de un inusual tono anaranjado. Violeta trató de retener esa imagen en su retina con la intención de plasmarla más adelante en un lienzo. Las dos chicas coincidieron en que la planicie del desierto aragonés, sin ningún tipo de obstáculo en el horizonte, hacía de sus puestas de sol un espectáculo único.

–“El desierto nunca es tan bello como en la penumbra del alba o del crepúsculo” –señaló Violeta citando a Paul Bowles en El cielo protector.

Pero la voz espectral de Irene, todavía adormilada, desvió su atención hacia el asiento trasero.

–¿Desierto? ¿Llamas desierto a esta mierda de tierra seca? El Sahara sí es un desierto, y no esto.

–¿De verdad? ¿Has estado allí alguna vez? –preguntó Lucía.

–Pues claro. Hace dos años hice una ruta transahariana por el sur de Argelia con unos amigos. Durante diez días fuimos de Djanet a Tamanrasset, atravesando kilómetros de increíbles dunas doradas y varios poblados tuareg. Una experiencia alucinante…

Las dos chicas se miraron sorprendidas e Irene añadió:

–Vamos… tengo diecinueve años. Estuve en muchas partes.

–¿Y qué es lo que ha movido a una intrépida viajera como tú a venir a estas sencillas tierras aragonesas? –preguntó irónica Lucía.

–El Monegros Desert Festival. Un macroconcierto de música electrónica.

–Tenía entendido que se hacía en verano…

–Sí –continuó Irene con voz cansada–. Ahora vengo de visitar a unos tíos que conocí allí. Como yo, son fans de The Prodigy y quedamos en Fraga para intercambiar material musical y… algún que otro fluido.

Las dos amigas buscaron sus miradas mutuamente para confirmar que habían oído bien las palabras de esa chica, casi adolescente.

–Fluidos… –se atrevió a apostillar Lucía frunciéndole el ceño desde el espejo retrovisor.

–Claro, ¿qué crees que se hace en esos festivales aparte de escuchar música? Pues sexo y drogas. ¡Ey, que no son tan mayores! “Sexo, drogas y rock & roll”, ¿no es el viejo eslogan de siempre? ¿O saben de todo eso tanto como de desiertos?

Lucía y Violeta estaban empezando a cansarse del aire de suficiencia de Irene. Aquella niña de cuerpo frágil y cara de ángel se había transformado durante el viaje en un diablillo insoportable. Además, se había quitado las botas y un pestilente olor a pies las obligaba a bajar continuamente las ventanillas, a pesar del frío.

–Estos chicos son de Barcelona –continuó Irene con su explicación, aunque nadie le había pedido que siguiera–. Me salvaron de una buena. Casi no la cuento…

–¿Qué te pasó? –preguntó Violeta vencida por la curiosidad.

Irene cerró los ojos y respiró profundamente, parecía que el recuerdo que estaba a punto de salir de sus labios todavía la hacía estremecer.

–Aquella noche, el Open Air, la zona más multitudinaria del festival, estaba a reventar. Yo había empalmado varios conciertos seguidos, llevaba dos noches sin dormir, pero no quería perderme a Carl Cox, el DJ más cañero y bailable de todos. Varios de mis amigos se fueron a descansar al sector Chill out, querían dar un poco de respiro a sus piernas y oídos. Pero yo estaba eufórica. No podía parar. Mi cuerpo, empapado en sudor, bailaba como poseído al compás de aquella música infernal… hasta que no pudo más y se desplomó contra el suelo –dijo Irene. Se quedó muda durante unos segundos y luego continuó–: Demasiadas pastillas, supongo. Las Mitsubishi te dejan el cuerpo fatal. Pero es la única forma de aguantar. Esos chicos me llevaron a una zona tranquila, me hicieron vomitar y me secaron el sudor con sus camisetas mojadas en agua fría…

Aunque solo una década la separaba de aquella chica, Violeta se sintió a años luz. No envidió no haber estado nunca en un macroconcierto como ese, detestaba las aglomeraciones y no entendía nada de música electrónica, y dudaba que Irene hubiera estado alguna vez en Argelia. Pero admiraba esa manera espontánea y fresca de afrontar la vida, de vivir al límite… Ella siempre pensaba todo mil veces antes de tomar una decisión, nunca daba un paso sin haberlo meditado muy bien. Aunque lo tenía clarísimo, le había costado meses dejar su empleo de teleoperadora; por no hablar de Saúl, al que todavía no había desterrado definitivamente de su vida… Ese último pensamiento le recordó que todavía no lo había llamado. Lo haría al llegar a Zaragoza.

Por la cara de Lucía, adivinó que su amiga estaba harta de la tercera pasajera. Irene había abierto la bolsa de ciruelas que habían comprado para la cena y las engullía, con la boca abierta, casi sin masticarlas. Lucía la sorprendió limpiándose los deditos disimuladamente en la tapicería de piel.

De repente, cientos de gotas empezaron a chocar contra el cristal. Parecía increíble que pudiera llover en un lugar tan inhóspito como aquel, pero en unos minutos el agua empezó a caer con insistencia. Estaba anocheciendo y, de nuevo, la niebla envolvió el paisaje. La carretera era ancha y recta, pero estaba mal iluminada y apenas circulaban coches para orientarse con sus faros; así que Lucía avanzaba tranquila a una velocidad moderada. De repente las sorprendió un tramo de curvas e Irene soltó un grito. Lucía se asustó y estuvo a punto de salirse de la carretera de un volantazo.

–¡Frena! –le rogó Irene realmente asustada–. Este tramo es muy peligroso. Los conductores se confían porque han atravesado muchos kilómetros de rectas, pero en las noches lluviosas y con niebla como esta hay muchos accidentes por aquí.

Lucía le hizo caso y redujo la velocidad, comprobando asustada que, de no haber sido advertida del peligro, tal vez hubieran tenido un accidente.

–¿Cómo sabías que…? –preguntó Violeta con el corazón en un puño.

–Porque estoy muerta.

Aunque en otras circunstancias, quizá de día, esa respuesta hubiera despertado las risas de las dos chicas, en aquel momento, en vísperas del día de difuntos, bajo la oscuridad infinita del desierto, las brumas de la noche y la insistente lluvia repiqueteando contra los cristales, hizo que se estremecieran de miedo.

Consciente de ello, Irene encendió la luz interior del habitáculo para matizar sus palabras. La luz amarillenta otorgaba un aspecto mortecino a la tez pálida de la chica.

–La noche del concierto, no superé la sobredosis de pastillas. Aquellos chicos intentaron lo imposible, pero no hubo forma de devolverme a la vida. La noticia salió incluso en los periódicos… Mi cuerpo se quedó en Fraga, pero desde entonces mi alma vaga aburrida por estos caminos áridos intentando volver a casa.

Irene apagó las luces e interrumpió su explicación con un largo silencio.

–La vida en el más allá es muy triste –continuó–. Me siento tan sola… ¿Quieren acompañarme? En mi mochila llevo algunos cuchillos, una pistola y varias Mitsubishis… ¿Alguna preferencia?

Lucía, roja de furia, se atrevió a gritarle:

–Mira niña, si no te callas, te abro aquí mismo la puerta, te estampo tu guitarra en la cabeza y te dejo abandonada en mitad del desierto, este que dices que no es desierto…

Violeta no pudo evitar sonreír al ver a su amiga totalmente fuera de sí. Aquella frase había roto el halo misterioso y tétrico que había creado Irene con su fantasmagórica narración. Las dos chicas se miraron y rompieron en una sonora carcajada. En ese momento, las luces de una gasolinera aparecieron en el horizonte y decidieron parar a repostar y tomar un café.

Irene, ofendida por la reprimenda de Lucía, salió apresuradamente del coche con su maleta y su guitarra, dando un portazo, ante la mirada divertida de las dos amigas.

El bullicio de la cafetería contrastaba con el silencio sepulcral del exterior. En una esquina, un grupo de chicos y chicas, de la edad de Irene, reían divertidos. Todavía molesta por su “falta de humor”, Irene dejó sus cosas junto a ellas y corrió a relacionarse un rato al otro lado del local.

Mientras apuraban sus cafés, Violeta y Lucía se miraron. Ambas se entendieron al instante y, levantándose sigilosamente, pagaron al camarero y dejaron la siguiente nota para Irene: “Lo sentimos mucho. Pero nosotras no viajamos con fantasmas”.

A una hora de Zaragoza, Violeta se alegró de poder pasar un rato más a solas con Lucía antes de que se incorporara el nuevo pasajero. Todavía no habían tenido mucho tiempo de charlar y ponerse al día de sus respectivas vidas, aunque también era cierto que no lo necesitaban. Las dos se sentían muy a gusto juntas, incluso cuando estaban calladas, escuchando música, pensando en sus cosas o contemplando el paisaje. No había silencios incómodos que llenar con palabras vacías o explicaciones forzadas.

El tramo que faltaba hasta la capital aragonesa carecía de cualquier tipo de atractivo. Habían decidido ir por la autopista para no hacer esperar a Víctor, así que no había paisajes que observar, solo kilómetros de asfalto por delante. El cielo estaba ya muy oscuro, la lluvia había cedido y, hartas de escuchar una y otra vez el único CD que Lucía llevaba en el coche, Loveaholic de Ruth Lorenzo, las chicas se sintieron animadas a hacerse confidencias en la intimidad de la noche.

Violeta narró a Lucía su vida desde el instituto, los años de Bellas Artes, sus varios empleos frustrados, su trabajo como ilustradora y, por último, su metedura de pata con las láminas mojadas para Álbum de flores. También le habló de Saúl y de su reciente ruptura.

Lucía la escuchaba atentamente, sin perderse detalle, asintiendo con la cabeza.

–Siempre supe que serías una gran ilustradora –le dijo con una sonrisa en los labios–. De pequeña participabas en todos los murales y todas te pedíamos que nos hicieras dibujos para decorar las carpetas. ¡Dibujabas tan bien…!

Sin apartar la vista de la carretera, desde la famosa curva casi no se atrevía ni a pestañear, le llegó el turno a Lucía. Respiró profundamente y, con su voz firme y algo ronca, comenzó la narración de su sorprendente vida.

Con solo veintiún años, había heredado un próspero negocio textil. Su padre, un auténtico self-made man, lo había creado, quince años atrás, comprando varias máquinas de punto e instalándolas en casas de algunas mujeres del vecindario. Tardó muy poco en invertir sus primeras ganancias en un viejo taller y en poner en regla lo que hasta el momento había gestionado como economía sumergida. En unos años, las máquinas se multiplicaron por cinco y convirtió su empresa en la principal suministradora de punto de alta calidad para las firmas más importantes y los diseñadores de más prestigio del país. En poco tiempo vio crecer su negocio hasta convertirlo en una multinacional con pequeñas sedes en varios países de Latinoamérica. Su familia había vivido la transformación con asombro, pasando de un minúsculo piso de alquiler en un barrio obrero de Hospitalet a una casa de trescientos metros cuadrados, con piscina y servicio, en la zona alta de Barcelona.

Un cáncer de páncreas lo obligó a retirarse prematuramente y a delegar su negocio en las manos inexpertas de su principal accionista, que tardó muy poco en reducir a una quinta parte el imperio y vender sus acciones. La enfermedad y la tristeza vencieron a ese hombre antes de que pudiera ver cómo sus hijos reflotaban el negocio. Poco tiempo después, murió también su madre y con ella el único apoyo de los dos chicos. Vinieron años difíciles para la industria textil catalana, pero tanto Lucía como su hermano trabajaron con ahínco hasta lograr posicionarse otra vez en el mercado español y coquetear de nuevo con América.

Lucía había cursado estudios superiores de diseño textil y moda, así que creó su propia colección de ropa. Era arriesgada y lista, y su talento pronto empezó a darle frutos. Sus vestidos Shone, inspirados en la moda de los años cincuenta pero con estampados muy originales, se habían hecho famosos por todo el mundo, incluso llegaron al ropero de algunas actrices de Hollywood, mientras su creadora se mantenía en el más discreto anonimato.

Inversamente proporcional a su exitosa carrera profesional, la vida sentimental de Lucía era un completo desastre. Tenía imán para hombres holgazanes y caraduras, con los que se divertía una temporada pero de los que se cansaba fácilmente.

–No puedo creer que tú seas… ¡Me encanta Shone! –fue todo lo que acertó a decir Violeta, embargada por la emoción de la revelación de su amiga.

Las luces de los edificios altos y el humo blanco de las fábricas les anunciaron la entrada en el extrarradio de Zaragoza. Lucía indicó a Violeta el nombre del hotel donde se alojaba Víctor para que lo pusiera en el navegador. Fue justo entonces cuando vio que una llamada perdida de Saúl iluminaba la pantalla. Tarde o temprano tendría que hablar con él y afrontar el momento.

Mientras esperaban a Víctor, sentadas en los enormes sofás de piel color café del hall del hotel, Violeta observó a Lucía, quien hojeaba una revista de modas. Pensó que su amiga era una de esas personas con una gran elegancia interior, muy distinta a la sofisticación de Malena. A pesar de su fortuna, nada en su aspecto informal, unos ceñidos y gastados vaqueros, que le sentaban de maravilla, unas botas camperas y un amplio jersey azul de lana y cuello vuelto, denotaba su posición social. Sus gestos, en cambio, su forma de pasar las páginas de la revista o de gesticular al hablar estaban dotados de una gracia exquisita.

Un chico moreno, alto y muy atractivo, con un traje oscuro que revelaba un cuerpo musculoso pero atlético, se dirigió hacia ellas con tono familiar.

–¡Chicas! No lo puedo creer… ¡Qué lindas están! ¡Cuánto tiempo! Fíjate –comentó tomando a Lucía de una mano mientras la hacía girar sobre sí misma–, estás increíble. ¡Qué pelo más ideal! Y tú, pecosa –ahora le tocó el turno a Violeta–, tienes los mismos ojos de dibujo animado y la naricilla respingona de siempre. Y esa gran melena… –exclamó mientras le pasaba con dulzura una mano por los rizos–, pareces una de las damiselas románticas de los cuadros de Waterhouse.

Las dos chicas agradecieron los cumplidos. Con el tiempo, sus ademanes se habían extremado. De pequeño le gustaba mucho cantar y bailar en las funciones del colegio. Lo hacía con gran soltura y siempre se ofrecía de voluntario en todas las representaciones teatrales. En cambio, jamás jugaba al fútbol o a los juegos bélicos que tanto divertían a otros chicos. Algunos niños, los más crueles, se reían de él y lo llamaban “marica” en el colegio, pero a él jamás le importó. Se gustaba lo suficiente para no hacer caso a ningún insulto y, además, pertenecía a un club secreto en el que todos los miembros lo adoraban.

Brillante en los estudios, se había convertido en una joven promesa de la medicina. Con solo treinta años, el doctor Sierra lo había elegido como sucesor natural en la dirección del departamento de cardiología del Hospital Clínico de Barcelona cuando se jubilara. Sus intervenciones quirúrgicas, poniendo marcapasos o desfibriladores, eran rápidas y precisas; y tenía intuición para encauzar bien los proyectos de investigación. Cuando recibió el e-mail de Lucía, pensó que había sido una deliciosa coincidencia que estuviera precisamente en Soria, en el último día de la convención de cardiólogos a la que había sido invitado como ponente principal.

Eran las ocho y media y estaban cansadas y hambrientas del viaje; así que recibieron encantadas la sugerencia de Víctor de comer algo en el restaurante del hotel. Las dos optaron por un caldo de verduras, de entrada. Violeta reparó que era el único plato caliente que se llevaba a la boca ese día. Mientras cenaban, Víctor les puso al día de las vidas de Salva y Mario.

Los tres habían seguido en contacto desde primaria. Salva y Víctor porque jugaron en el mismo equipo de handball hasta los diecisiete. Mario les había escrito durante años desde Boston, donde estudió Bachillerato. Desde hacía años, apenas se veían tres veces al año, pero tenían sus respectivos teléfonos y direcciones de correo electrónico para estar al corriente de sus vidas.

Sorprendentemente, Salvador Gutiérrez, el niño más listo de la clase, era el único que había dejado los estudios después del instituto. Tras la muerte de su padre, su madre había trabajado mucho para sacar a la familia a flote; así que decidió por su hijo que la vida no estaba como para perder el tiempo estudiando y consiguió que lo admitieran en la fábrica de componentes mecánicos para autobuses en la que trabajaba su tío. Pero Salvador nunca dejó de estudiar en casa, se convirtió en autodidacta y le demostró a su madre que estudiar también podía ser muy rentable al ganar un premio millonario en un concurso de la tele de preguntas y respuestas. Después de su particular venganza, pidió el despido. Con los ahorros que había ido acumulando desde los diecisiete años y el premio del concurso, compró un local en el barrio Gótico y lo convirtió en una exitosa cafetería-librería con la que se ganaba muy bien la vida. Estaba casado y tenía una niña de dos años.

A Mario Moura hacía más tiempo que no lo veía. Era biólogo, ahora estaba en Barcelona con una beca de investigación sobre el comportamiento de una especie de arácnidos, pero pasaba grandes temporadas fuera con proyectos que, en ocasiones, se alargaban durante años.

–¿Está casado? –se atrevió a preguntar Violeta.

Lucía y Víctor se miraron cómplices esbozando una media sonrisa.

–No –respondió Víctor con toda la indiferencia que fue capaz de fingir para no incomodar a Violeta–. Estuvo cinco años viviendo en California y allí tuvo una relación con una pianista… pero no funcionó.

Después de los cafés pensaron que era el momento de ponerse en marcha. Habían quedado a las once con los chicos en Regumiel y ya iban justos de tiempo. Aun así, Lucía estaba tranquila porque conocía la hospitalidad de Basilio, el casero que regentaba Villa Lucero, y su habilidad para entretener a los turistas con suculentas historias.

Durante la primera hora, los tres hablaron atropelladamente de todo. Había una química muy especial entre ellos y se rieron a carcajadas recordando anécdotas del pasado. Violeta cedió a Víctor su asiento de copiloto y se acomodó en la parte trasera. La viajera fantasma había dejado varios rastros de su paso por allí: un ligero tufo a pies, varios huesos de ciruela y un brazalete de plata enterrado bajo la tapicería. Violeta jaló del broche que asomaba por un pliegue del asiento y leyó la inscripción que tenía grabada: “Vive rápido, siente despacio”.

Al entrar en la provincia de Soria, la carretera se volvió más estrecha mientras serpenteaba por pueblos de piedra gris y tejados rojos. Violeta admiró la majestuosidad de los pinos que se alzaban, en un bosque de prados verdes, hasta el cielo. La monotonía del bello paisaje y la oscuridad de la noche acabaron de sumirla en un profundo sopor.

Cuando abrió los ojos, pudo leer un cartel que anunciaba la llegada a su destino.

–Regumiel de la Sierra –repitió en voz alta, y Lucía tomó la primera desviación a la izquierda en dirección a Villa Lucero.

El amor cae del cielo

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