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INTRODUCCIÓN

I. PRÓLOGO

La Vita Constantini es una «encomiastiké tetrábiblos » (panegírico en cuatro libros), como definió Focio la última obra de Eusebio, obispo de Cesarea de Palestina, publicada póstumamente, sin pulir, por su sucesor y albacea Acacio, en torno a los años 340-341, poco después de la muerte de su autor. El texto relata la vida piadosa de Constantino Magno, muerto el 22 de mayo del año 337, en Anciron, suburbio de Nicomedia, de regreso de una cura de aguas medicinales, que de poco le sirvieron. Su importancia estriba en que es la primera biografía del primer emperador cristiano, narrada por un contemporáneo adicto que lo conoció personalmente.

¿Qué problemas tiene la Vita Constantini? Puede decirse que todos, en lo relativo a la forma, al fondo y al autor.

A) Comenzando por la forma, la obra ofrece un fenotipo extraño: encomio según la rígida preceptiva de Menandro Rétor, pseudobiografía, pseudohistoria. Este tipo de obra confundió a todo el mundo, pues expresamente dice que sólo tratará lo que se refiere a la piedad de Constantino, es decir sub specie Dei. Viejo error ha sido exigir lo que Eusebio, astuta u honradamente, no quiso dar: historia. Para colmo, había errores de composición, y hasta de información.

B) ¿Cuáles son los problemas de fondo? Una esencial disparidad de iconos. El que presenta Eusebio describe al hombre que adoró al Dios de su padre Cloro (presuponiendo Eusebio abusivamente que era de los cristianos porque los favoreció en la persecución, cuando a lo sumo sería un heliólatra monoteísta honrado), un hombre que recibió el don de una visión divina precisamente cuando miraba al Sol monoteísta y de corte mitraico castrense heredado de su padre y que le comunica el uso de la cruz como phylaktérion para vencer al tirano Majencio; un hombre «piadoso», evérgeta, comprometido irrestrictamente con la causa cristiana, en virtud de un do ut des impecable, y que configuraba el paradigma arquetípico de emperador, como nunca había sido, y como en el futuro todos debían ser. No era así el icono que el mundo estudioso se hacía de Constantino. En su vida constaban peripecias que parecían contradecir todo lo que Eusebio ofrecía o confirmar lo que silenciaba: los casos de Majencio, Maximiano, Licinio, Crispo y Fausta, el tolerante rescripto de Hispelo, la paganizante dedicatio de Constantinopla, la tardía persistencia solar en la imaginería numismática, el subrepticio Triskaidekatos Theos en su entierro, la tentación megalomaníaca del isapóstolos, las monedas de consecratio, el apotropaico lábaro cruciforme y el Chi-Rho (como cruz monogramática lactanciana o aspa monogramática de Eusebio). En el Cod. Theodosianus había muestras de crueldad arcaica. Desde otro ángulo, Constantino convocaba y presidía sínodos, intervenía en los asuntos de la Iglesia y transterraba a los disidentes, acabando por recibir el bautismo clínico de manos de un arriano.

Desde la Ilustración, la calliditas constantiniana fue resaltada por la Disertación de Jena, en el siglo XVIII , y sobre todo desde un fruto de ella, J. Burckhardt, que vio en Constantino al «hombre irreligioso», al «asesino egoísta», sin tiempo para la hondura religiosa, y a Eusebio como «el más repugnante de los panegiristas, que mentía a mansalva». Proliferaron con éxito las concepciones sobre Constantino como «Voluntad de Poder» (E. Schwartz), como el neutralista del «sistema de la paridad» (Th. Brieger), la del sincretista heliólatra creador del «brillo embaucador», en cuyo señuelo paganizante cayó la Iglesia por su afán de implantación (T. Zahn), la del «supersticioso» que, aun convertido, no se libró de ese tic (A. Alföldi), la del hamletiano «pobre hombre que anda a tientas» (A. Piganiol), la del «producto de la época, que si no él, otro necesariamente habría dado el quiebro histórico» (Delle Selve), la del segundón frente a Licinio «campeón del Cristianismo» (H. Grégoire). A todos se opuso Norman Baynes, viendo en Constantino «al bloque errático» de la Historia, impredecible, impredeterminado, que ni moderniza ni repristina: sencillamente rompe la Historia en dos. Eusebio se demostraba reticente, pero veraz.

C) ¿Cuáles son los problemas sobre el autor? Eusebio era el renombrado y veraz autor de la Historia Eclesiástica, el más sabio de la época, pero ya Schwartz había observado que el Libro X de la Hist. Eccl., en su edición del 326 (Laqueur y Vincent Twomy prefieren hablar de Cuarta Revisión), ya no era propiamente historia, sino una panfletaria himnodia a Constantino. Se sabía de su romanofilia exaltada: el Imperio Romano era escatología presencializada (tuvo serios reparos sobre la canonicidad del Apocalipsis) , y al quiliasta Papías, en una rarísima pérdida de sus estribos, le llama poco menos que imbécil (ouk sphodra noetós). Se conocían sus imperativos incoercibles: 1) su reticencia genética: «monstruo de circunlocución y elipsis», le llamó Moreau; 2) el rígido cliché del esquema de Menandro, en que vertió su eulogio; 3) la fobia antinicena. De ahí la urgencia de componer en el verano de 337, muerto ya Constantino, un libro admonitorio, vademécum y exemplum principis, ante la noticia de la amnistía y regreso de los atanasianos, que harían periclitar todos sus esfuerzos. Un año antes, en el 336, había expuesto una teoría subordinacionista de raigambre helenística sobre el Emperador y el Imperio Cristiano, «imágenes» del Padre e Imperio Celestial, en «imitación» del Lógos Cristo por encima de la Iglesia. La Vita Constantini reflejaba la encarnación paradigmática de aquel emperador cristiano que vendría a ser el arquetipo del emperador del futuro. La obra, pues, comporta numerosas hipotecas.

Todo ello condujo en línea recta a desacreditar la obra. Se la sentenció de inauténtica, y cuando se demostró que toda ella era del puño y letra de Eusebio, se la declaró increíble. Es la reacción ante las malas noticias: primero se dice «no puede ser», después, ante la evidencia, «no debe ser».

En los siguientes apartados se irán desvelando las claves que facilitarán la comprensión de la Vita Constantini Magni Imperatoris.

II. VIDA DE EUSEBIO DE CESAREA

1. GUÍA CRONOLÓGICA Y LITERARIA

Entre 260 y 265

Nacimiento de Eusebio (y de Arrio).

27-fe.-272 (273)

Nacimiento de Constantino en Naïssus.

20-nov.-284

Acceso al poder de Diocleciano.

l-mar.-293

Proclamación de Constancio Cloro (padre de Constantino) y Galerio como césares.

293?-305

Constantino en el Este, en el ejército de Galerio, y en la corte de Diocleciano.

Antes del 300

Eusebio compone las primeras ediciones de la Chronica y la Historia Ecclesiastica (7 primeros libros).

299

Purga de cristianos en los ejércitos del Este.

Antes del 303

Eusebio escribe Adversus Hieroclem.

24-feb.-303

Primer Edicto de Persecución en Nicomedia.

Pascua 303

Comienza la persecución en Palestina.

Trabaja y publica posteriormente la Eisagoge general elemental, Propheticae eclogae (= libros VI-IX de la Eisagoge) y Secunda Theophania (= libro X).

1-mayo-305

Abdican Diocleciano y Maximiano. Constancio y Galerio, augustos. Severo y Maximino proclamados césares. Constantino y Majencio, postergados.

25-jul.-306

Constancio muere en York. Constantino es proclamado emperador y pone término a la persecución en Galia, Britania e Hispania.

28-oct.-306

Majencio se hace con el poder en Roma.

Inv.-306-307

Fin de la persecución en Italia y África.

308

Conferencia de Carnunto Galerio y Licinio, augustos. Maximino y Constantino son césares.

Fin ab.-311

Edicto de Tolerancia, de Galerio, poniendo fin a la persecución en el Danubio y Grecia. Al poco tiempo, muerte de Galerio.

Ver.-oto.-311

Eusebio escribe (versión larga) Martyres palestinenses.

312

Constantino invade Italia y derroca a Majencio (28 de octubre del 312).

313

Maximino ataca a Licinio durante la cumbre de Milán. Es derrotado hacia junio. Licinio finaliza la persecución en Asia Menor y Oriente (Litterae = «Edicto de Milán»).

Fin. de 313

Eusebio publica una nueva edición de la Hist. Eccl. incorporando Martyres (versión breve) y el libro IX (relato sobre Maximino del 311 al 313).

c 313

Eusebio es consagrado obispo de Cesarea.

c. 314-318

Eusebio compone Praeparatio evangelica.

c. 315

Nueva edición de la Hist. Eccl., que incluye el actual libro VIII y X 1-7.

316-317

Primera guerra entre Constantino y Licinio (Guerra Cibalense).

c. 318-323

Eusebio escribe Demonstratio evangelica. Surge la controversia arriana. Comienza una guerra de cartas entre obispos.

Entre 321-324

Constantino pronuncia la Oratio ad sanctorum coetum (Tesalónica?).

c. 322

Persecuciones esporádicas por Licinio.

324

Derrota y deposición de Licinio por la segunda guerra (septiembre). Constantino se hace monarca absoluto, y funda Constantinopla (8 de noviembre).

Feb. 325

Osio preside un concilio en Alejandría.

Mar. o ab. 325

Osio preside un concilio en Antioquía y es «excomulgado» Eusebio.

Jun.-jul. 325

Concilio de Nicea. Durante las sesiones Eusebio escribe la Epistola ad caesarienses relatando sus dudas sobre el homoóusion.

325-326

Publica la cuarta revisión final de la Hist. Eccl., la segunda de la Chronica y da comienzo a la Theophania (Conjetura de Barnes. Fecha tradicional: 337).

326-327

Eusebio preside un Concilio de Antioquía y se depone a Eustacio de Antioquía y Asclepas de Gaza y otros obispos niceanos. No es citado en la Vit. Const.

Entrado 327

Concilio de Antioquía para cubrir la sede vacante [Vit. Const. III 62,1]. Oferta a Eusebio disuadida por Constantino.

Dic.-327-en.-328

Concilio en Nicomedia («Segunda Sesión de Nicea», de Schwartz), en que se rehabilitó a Arrio, Eusebio de Nicomedia y Teognis.

17-ab.-328

Muerte de Alejandro, obispo de Alejandría.

8-jun.-328

Atanasio consagrado obispo de Alejandría.

11-mayo-330

Dedicación formal de Constantinopla.

c. 330

Eusebio trabaja en Commentaria in Isaiam y Commentaria in psalmos.

332-333

Campaña de Constantino contra los godos.

334

Concilio de Cesarea de Palestina, al que no asiste Atanasio. Campaña de Constantino contra los sármatas.

Jul.-335

Concilio de Tiro. Tricenalia.

Sep.-335

Concilio de Jerusalén. Dedicación del Santo Sepulcro. Discurso de Eusebio Basilikòs Sýngramma (= De Laudibus XI-XVIII).

6- nov.-335

Llegan a Constantinopla los «seis» acusadores de Atanasio, incluidos los dos Eusebios.

7- nov.-35

Atanasio sale deportado a Tréveris.

Verano 336

Concilio de Constantinopla. Deposición de Marcelo de Ancira. Muerte de Arrio (?).

25-julio

Eusebio pronuncia (conjetura de Barnes) el Triakontaeterikós (= De Laudibus I-X).

336-337

Campaña dácica de Constantino. Preparativos para la guerra contra Persia.

22-mayo-337

Muerte de Constantino. Eusebio comienza a escribir la Vita Constantini.

Verano 337

Interregno. Masacre de rivales dinásticos. Cumbre en Viminacio de los tres hijos de Constantino.

9-sep.-337

Constantino II, Constancio II y Constante, proclamados augustos.

Sep.-337

Concilio de Constantinopla, en que Eusebio de Nicomedia es nombrado su obispo.

338

Eusebio de Cesarea escribe por encargo el Contra Marcellum y Ecclesiastica Theologia.

30-mayo-339 (?)

Muerte y dies depositionis de Eusebio de Cesarea, dejando sin revisar la Vita Constantini.

339

Acacio sucede a Eusebio en su sede episcopal y publica la Vita Constantini. El 341 representa a Cesarea en los Encaenia del «Octógono» de Antioquía.

2. FUENTES

Acacio, discípulo de Eusebio, y que le sucedió en la sede episcopal y en la Biblioteca-taller de Cesarea de Palestina 1 , escribió una vida y un catálogo de sus obras. Ese libro está perdido. Para rastrear su vida hay que acudir a las noticias dispersas y no benevolentes que dan Atanasio y las Historias Eclesiásticas de Sócrates, Sozómeno, Teodoreto y Jerónimo. Son de gran utilidad las Actas del II Concilio de Nicea 2 y las Antirrhetica del patriarca Nicéforo 3 , ambas en relación con la controversia iconoclasta. Naturalmente hay datos o confirmación de datos en las propias obras de Eusebio, pero la naturaleza del género y su propio carácter, maravilla triunfal de reticencia y circunlocución, «no nos enseña de él más que lo que le es imposible ocultar» (Moreau).

3. LOS PRIMEROS AÑOS

Entre los 137 Eusebios que cabe mencionar, nuestro autor fue y es conocido por dos especificaciones, de Cesarea y Eusebius Pamfili. Cuarenta Eusebios son contemporáneos, pero sobresalen Eusebio de Cesarea, y su conmilitón contra Atanasio, Eusebio de Nicomedia. No se conoce su lugar de nacimiento. En Martyres llama a Cesarea «nuestra ciudad», pero usa esta expresión cuando está redactando la obra; no es, pues, forzoso aplicarla a su lugar de origen. Sus contemporáneos le llaman Eusebio de Cesarea y Eusebio de Palestina, aunque normalmente es para identificar su sede episcopal. Como se solía escoger para el puesto a un nativo, y ya los datos indican que estuvo ligado a la escuela de Orígenes y de Pánfilo allí arraigada, como sabía el griego y el siríaco, pero no estaba muy bien versado en el latín, y como, finalmente, él mismo en la Epistola ad Caesarienses dice que fue adoctrinado en el credo de la ciudad, se puede admitir con probabilidad que era de Cesarea, o de su entorno. No obstante, es Pablo Metochita 4 , del siglo XIV , quien da por primera vez Cesarea como su lugar de origen. Esta ciudad existe desde el Imperio Persa, arracimada en torno a un puerto fortificado, «Torre de Estratón», un dinasta de Sidón. En el s. III era una ciudad de cien mil habitantes. Su población mixta no permitía el auge de cualquier minoría. Oficialmente pagana, las monedas acreditan un culto generalizado a Týche, pero contaba con una floreciente comunidad judía y otra samaritana que perduró hasta tiempos bizantinos. Pequeña, pero dinámica, existía también otra cristiana, quizás desde los tiempos apostólicos, pero no se atestigua ningún obispo hasta el 190, y sólo a mediados del s. III , Cesarea se convirtió en un lugar célebre de estudio, gracias a Orígenes, Pánfilo y Eusebio. En este medio cosmopolita un cristiano corría menos riesgo de sufrir hostigamientos paganos que de verse inmerso en la continua rivalidad con doctos y moralistas judíos 5 .

Con Lightfoot y Schwartz, hay que fijar su nacimiento en torno al 260. Nada se sabe de su familia. Arrio le llama «tu hermano en Cesarea», en carta a Eusebio de Nicomedia 6 , pero éste le llama maestro, expresión inadecuada para tal grado familiar. Nicéforo Calixto 7 lo define como sobrino de Pánfilo, pero Eusebio nunca mencionó este parentesco con aquel de quien tomó el nombre. Focio (EP 73) lo supone liberto de Pánfilo, pero la manera como narra en Martyres (932, 9) el recibimiento que éste le hizo, excluye esta relación. Tampoco se puede conjeturar si era de familia judía o gentil. Lo cierto es que Cesarea fue su ciudad, aquí fue catequizado y asumió el credo local, que presentaría como prueba de ortodoxia en Nicea; aquí fue ordenado sacerdote por el obispo Agapio, cuyo afecto reconoció 8 . Pero fue Pánfilo quien más influyó en él. Este fenicio, estudiante en Alejandría, se instaló en Cesarea como presbítero; reunió en torno a la biblioteca que Orígenes le dejara una colección de textos que compitió con la de Alejandro en Jerusalén 9 . A juicio de Jerónimo, Pánfilo rivalizó en la recogida de libros con Demetrio Falereo y Pisístrato, y se dedicó a acopiar textos paganos.

La escuela fundada por Orígenes y continuada por Pánfilo se ocupaba en fijar el texto bíblico según el método de Orígenes, literal, somático o moral, y neumático o alegorizante (según Peterson, Eusebio no heredaría un «gusto exegético» irreprochable). Pánfilo tuvo en sus manos, si no los Hexapla o texto del Antiguo Testamento en seis columnas (texto hebreo, transliteración griega, versión griega del literalista judío del s. I Áquila, versión griega del ebionita del s. II Símaco, versión de los Septuaginta y la versión de Teodoción, preferida por los cristianos), sí los Tetrapla o la versión exclusivamente griega de Áquila, Símaco, Septuaginta y Teodoción. Estas dos obras son composición para uso personal que se hizo Orígenes. Éste marcó la escuela de Cesarea.

Eusebio participó en la labor de copia y enmienda, junto a Antonio y Porfirio, que morirían mártires con Pánfilo. Es frecuente la anotación «de Eusebio» en los escolios del VT. También se practicaba la traducción, como lo hacía del griego al arameo Procopio, el primer mártir de Palestina. Los años anteriores a las persecuciones debieron de ser los más placenteros de su vida. La casa de Pánfilo pudo ser una suerte de «rendez-vous» para los estudiosos cristianos, algunos de los cuales vivían habitualmente allí. El contacto políglota con los textos, la labor artesanal de copia, la intelectual de discusión y exégesis, la espiritual de oración y la camaradería entre compañeros de fatigas, creencias y esperanzas marcaron la formación de su madurez. Fue toda su vida un hombre de letras; pero también fue testigo de discusiones enconadas, de amarguras por ambiciones insatisfechas, de egoísmo y traición. En estos años contempló de lejos a Constantino, cuando atravesaba Palestina en la comitiva de Diocleciano. Realizó viajes de estudios a Antioquía para escuchar a Doroteo, y a Cesarea de Filipo y Jerusalén para consultar la biblioteca de Alejandro.

En esta época de plácida calma y estudio, estalló la persecución del 303. Él siguió colaborando con Pánfilo en todas las tareas, incluso mientras éste estuvo detenido, cosa que tuvo lugar a partir del 5 de diciembre del 307. Con él, que estaba en prisión, compuso la Defensa de Orígenes. Decapitado Pánfilo en 309, Eusebio viajó por Fenicia, Egipto, e incluso Arabia 10 , acopiando información para su obra Martyres Palaestinenses. En Egipto fue arrestado, pero tuvo una cautividad dulce. Mientras sus amigos eran aprisionados, mutilados y ejecutados, causa admiración su inmunidad, lo que no pasó inadvertido a sus contemporáneos y enemigos. Muchos años más tarde, veinticuatro desde que acabara la persecución, en el Sínodo de Tiro del 335, el tuerto obispo de Heracleópolis, Potamón, con quien estuvo breve tiempo detenido, se lo echó en cara en plena sesión 11 , algo que repitió la Carta Sinódica de Alejandría de 338. Eusebio, ultrajado, se levantó y dejó la sala con aspavientos de víctima, mas sin ceñirse a los hechos. Lightfoot ve dignidad en no condescender a responder 12 . Schwartz lo considera «una calumnia generalizada» 13 , y el mismo Atanasio, adversario de Eusebio, ni lo afirma ni lo desmiente. Stroth sugiere malignamente la posibilidad de que el temperamento excitable y violento de Potamón, y no la profesión valiente de su fe, fuera el responsable de la pérdida de su ojo en la persecución. Eusebio ha contado siempre con valedores entre los eruditos, pero el episodio es realmente «obscuro», y siempre penderá el interrogante sobre el martirio de Pánfilo y la indemnidad de su alter ego Eusebio.

4. EPISCOPADO HASTA NICEA

Tras el Edicto de Galerio (año 311), que no se publicó en Cesarea por ser de los dominios de Maximino (del 305 al 313) 14 , Eusebio tornó a escribir, pero de ello nada se sabe, ni siquiera después del 313, con la victoria definitiva de Licinio sobre Maximino. Su figura se yergue en la religión como en la política eclesiástica a partir del 324. Lo probable es que, venida la paz, accediera a la sede episcopal de Cesarea (año 313), tras Agapio. Con motivo de las Encaenia del templo de Tiro, edificado por su amigo Paulino, fue Eusebio invitado a pronunciar un discurso. En esta reunión de obispos él habla como un par. Hasta su muerte fue el obispo de Cesarea de Palestina, pese a la oferta de la sede de Antioquía en 327.

En una fecha incierta a partir del 318, brotó la controversia arriana. Por Teodoreto 15 sabemos que, en la consideración de Eusebio de Nicomedia, Eusebio fue un temprano paladín de Arrio. Eusebio de Cesarea no era sylloukianista (perteneciente y alumno de la escuela de Luciano de Antioquía), como Eusebio de Nicomedia, Arrio y Asterio, pero recordando la historia de Orígenes, y sus propias convicciones, no pudo ser neutral.

El estallido arriano se produjo en la rica capital de Alejandría, brillante centro de cultura, que había desplazado a Atenas. De antiguo tiene una floreciente comunidad cristiana, que gobierna todo el Egipto y Libia. Su escuela teológica, desde Clemente y Orígenes, ha eclipsado a las viejas sedes de Siria y Asia Menor. Esta inquietud intelectual, unida a la ferocidad de su carácter, podía desembocar en francas herejías. El caso de un presbítero, Arrio, contradiciendo a su obispo, Alejandro, no es infrecuente. Lo que hizo grave la rebelión de Arrio fue: primero, el hecho de que atacó a la Cristiandad en su verdadera base, atentando contra las doctrinas de la Trinidad y la divinidad de Cristo; segundo, que substituyó la verdad revelada por métodos y principios filosóficos, y tercero, que el apoyo de obispos foráneos exacerbó y extendió el conflicto surgido entre los años 318 y 320.

La narración más detallada de los hechos, sin cronología absoluta, procede de Sozómeno, que utilizó una obra, hoy perdida, del semiarriano Sabino 16 .

Arrio, de Libia, personaje adscrito a la Iglesia de Alejandría, estuvo implicado en el cisma meleciano en la época del episcopado de San Pedro de Alejandría y durante la persecución de Diocleciano y Galerio (303-311). En efecto, como ocurriera en Numidia con los donatistas, en Alejandría surgió la polémica sobre el ingreso de los lapsi en la Iglesia. Pedro de Alejandría defendía la misericordia, en tanto que Melecio de Licópolis extremaba el rigorismo como lo hiciera Donato a Casis Nigris. Arrio se sumó a los discípulos de Melecio, que, excluido por el patriarca Pedro, instauró una iglesia cismática, en cuyos edificios colgaba el rótulo «Iglesia de los Mártires», en tanto que en las iglesias de Pedro se leía «Iglesia Católica». Arrio cambió varias veces de partido. Alejado de Melecio, fue hecho diácono por Pedro, pero se separó de él cuando éste prohibió a los melecianos incluso bautizar. Reconciliado con su sucesor Áquila, fue hecho presbítero. Alejandro, sucesor de Áquila, lo tuvo en estima, y le encargó la parroquia de Baukalis (así llamada por su forma de botella). De carácter grave y ascético, docente práctico, hábil dialéctico y avezado maestro del lenguaje, gozó de prestigio, sobre todo entre las vírgenes y devotas 17 . Arrio enseñaba su doctrina, y posiblemente no habría estallado el escándalo si los melecianos, con el odio de partido hacia el desertor, no lo hubieran denunciado a Alejandro. Éste no tuvo más remedio que intervenir, y Arrio no pudo hacer otra cosa más que apelar a sus compañeros de escuela, los colucianistas. Discípulos éstos de Luciano de Antioquía, mártir de Maximino, constituían un cenáculo intelectual, pagados de sí mismos y del empleo sistemático de las categorías aristotélicas. En una contienda entre la Teología del Lógos (o el estatuto metafísico de la segunda persona de la Trinidad) y el monarquianismo (sabelianismo, en su versión radical), en que una buena analogía valía como un argumento, Gwatkin dirá que Arrio era incapaz de entender una metáfora.

Colucianistas fueron Eusebio de Nicomedia, Segundo de Ptolemaida y Teonás de Marmárica (únicos que no aceptaron la fórmula de Nicea) y el converso y lapsus Asterio. Eusebio de Cesarea no lo fue; se mantuvo origenista, al lado de Pánfilo, heredero de Orígenes.

La dogmática de Arrio es sencilla hasta el extremo, clara hasta la transparencia, y al mismo tiempo seca y enteca como una fórmula lógica 18 .

Para el colucianista Arrio sólo el Padre es Dios; Él sólo inengendrado, eterno, sabio, bueno, inmutable. Se halla separado del hombre por un infranqueable hiato, y no hay posible mediación entre ellos. Dios no puede crear al mundo directamente, sino a través de un agente, el Lógos, él mismo creado para crear el mundo. El Hijo de Dios es pre-existente al tiempo y al mundo (pro chrónōn kaì aiṓnōn) , y a toda criatura (prōtótokos pásēs ktíseōs) , un ser intermedio entre Dios y el mundo, la perfecta imagen del Padre, ejecutor de su pensamiento, creador del mundo de la materia y del espíritu. En sentido metafórico, puede llamársele Dios, Lógos, Sabiduría (theòs, lógos, sophía) . Empero es una criatura (póiēma, ktísma) , la primera criatura de Dios a través de la cual todas las restantes criaturas salieron a la existencia. No está hecho de la esencia del Padre (ek tēs ousías) , sino de la nada (ex ouk óntōn) , por lo que a los arrianos se les llamó exucontianos, o de la voluntad del Padre antes de todo tiempo concebible, pero en el tiempo. No es eterno y, por ende, «hubo un tiempo en que él no era» (ēn pote hóte ouk ēn) . Ni es inmutable, sino sujeto a las vicisitudes del ser creado (treptós phýsei hōs ta ktísmata) . En este punto Arrio cambió, aseverando la inmutabilidad del Hijo (anallaíōtos, átreptós ho huiós) , a reserva de mantener la distinción entre inmutabilidad moral y física: el Hijo por naturaleza es mudable, pero por un acto de su voluntad es moralmente inmutable. Con la limitación de su duración están emparejadas las limitaciones de su sabiduría, poder y conocimiento. En la «Thalia», Arrio dice expresamente que el Hijo no conoce perfectamente al Padre y, por ende, no puede revelarlo perfectamente. Es «esencialmente diferente» del Padre (heterooúsios tō Patrí) , en oposición a la fórmula nicena «consubstancial con el Padre» (homooúsios) , a la posterior semiarriana «de esencia semejante» (homoioúsios , con la famosa yota diacrítica) y a la anomea «no semejante» (anómoios) . En cuanto a la humanidad de Cristo, Arrio le adscribió un cuerpo humano con un alma animal (psychḕ álogos) , no racional (noûs, pneûma) .

¿Por qué Arrio se adentró en una vía inédita en la tradición teológica? La respuesta está en sus premisas aristotélicas. Los teólogos de la Iglesia entendían la esencia divina de la manera más abstracta y huían de aplicarle cualquier tipo de diferenciación concreta para no menoscabar su simplicidad. Cierto que Dios es la plenitud de todas las cualidades absolutas, pero existen en él, ideal y potencialmente, y no se exhiben al exterior, pues la presencia real en Dios de un género diferente de cualidades arruinaría la simplicidad. De otra parte, Dios no sería la esencia más perfecta si las cualidades superiores quedaran en pura energía potencial. Él no sería omnipotente si la omnipotencia se pensara sólo en la posibilidad y no compareciera en la efectividad. Como realización y portador aparece la segunda hipóstasis divina, el Hijo. Ésta es la expresión concreta de la esencia divina, la realización de sus propiedades, sin la cual Dios sería como mente sin pensamiento, fuerza sin energía. La concepción de la divinidad como ente abstracto ajeno a todas las determinaciones creó la base firme para la doctrina del Lógos-Hijo de Dios, exteriorización hipostática y real de la Divinidad. Ésta era la concepción de Alejandro contra Arrio 19 .

Para Arrio todos los razonamientos de este jaez no tenían sentido. Apropiándose del punto de vista aristotélico de que la existencia real pertenece exclusivamente a lo particular e individual, Arrio entendía la existencia de Dios concretamente, es decir, concebía las propiedades como realmente existentes en Él desde la eternidad. Su Dios posee siempre y realmente en Sí su propio Lógos y Sabiduría como su indefectible propiedad y fuerza interna, y no necesita de un portador subalterno de sus cualidades, porque Él las constituye plenamente. Como para Alejandro era impensable decir que Dios, alguna vez, estuvo sin Hijo, sin su Sabiduría y Lógos, igualmente para Arrio sería absurdo afirmar que junto a Dios, que tiene su Lógos particular, existiera otro hipostático y coeterno con Él. Habría dos esencias y, por ende, dos dioses.

Eusebio de Cesarea, el ecléctico, sostiene un monoteísmo sin compromisos, y hace «substancial» la generación del Hijo, que implica coeternalidad, pero «antes del tiempo», que es un concepto temporal. Su concepción del Lógos es netamente subordinacionista. O desde un punto de vista cosmológico se abandona la igualdad de Padre e Hijo (lo hizo Arrio), o desde la soteriología del Evangelio se abandona la subordinación del Hijo (lo hizo Alejandro). Eusebio no escogió.

Por su parte, los teólogos encontraron contradictoria la tesis de Arrio de un Creador creado que existe antes del tiempo. No puede haber punto medio entre el Creador y la criatura; no puede haber un tiempo antes del mundo, pues el tiempo es parte del mundo, o la forma bajo la cual él existe sucesivamente; ni puede mantenerse la inmutabilidad del Padre, en lo que Arrio ponía gran énfasis, excepto sobre la base de la eternidad de su Paternidad, que, evidentemente, implica la eternidad de la Filiación.

Las raíces del conflicto arriano se hallan en las diversas formas de entender el Lógos, de lo que es responsable Orígenes, por lo que unos y otros se proclamaron sus seguidores. Por un lado, Orígenes atribuía eternidad y otros atributos divinos a Cristo, lo que conducía a la identidad de esencia y «ante litteram» al término homooúsios niceno; pero por otro lado, al rehuir la consubstancialidad por materialista y la generación por animalista, hizo énfasis en la esencia separada y en la subordinación del Hijo al Padre, llamándole «dios segundo» (déuteros theós, o theós sin artículo). Enseñó la eterna generación del Hijo de la voluntad del Padre, pero la representó como la comunicación de una substancia divina secundaria. Acuñó las tres «hipóstasis» divinas (realidades individuales), pero no aclaró la del Lógos.

La controversia degeneró en una guerra de sutilezas (misma esencia o esencia semejante, con una yota en griego que distingue los términos), sin corazón y estéril. Teológicamente, sus puntos graves son el dogma racionalísticamente concebido de la absoluta sublimidad del Ser divino y la radical oposición a identificar con este Ser al Lógos creador y encarnado: o dos dioses o un Dios crucificado 20 . Los dieciocho o más credos que el arrianismo o el semiarrianismo produjo entre los dos concilios ecuménicos (325-381) «son hojas sin flor, ramas sin fruto» 21 . Filosóficamente, el Lógos ha sido degradado al demiurgo de los filósofos, el «dios segundo», mediador entre Dios y mundo; el arrianismo, decía Gwatkin, era «pagano hasta el tuétano» 22 .

En fecha indeterminada, Alejandro, tras debates públicos sin éxito conciliador, celebró un sínodo local, y se pidió a Arrio que se explicara; sus adversarios le redarguyeron y Alejandro le prohibió explicar su doctrina 23 . Como Arrio se negara a obedecer y ganara más adeptos, Alejandro convocó un sínodo para todo Egipto y Libia en el que Arrio fue condenado y excomulgado 24 .

El período subsiguiente a la condenación estuvo marcado por la actividad partidaria. Arrio dejó Alejandría y se dirigió a Cesarea de Palestina, donde lo recibió con gozo nuestro Eusebio de Cesarea. Ambos escribieron cartas a otros obispos contra Alejandro: Eusebio de Cesarea a Eufrantión de Balanea y Arrio a Eusebio de Nicomedia, colucianista como él, que lo acogió en su diócesis y fue desde entonces su valedor. Éste escribió cartas a otros obispos, celebró un sínodo en Bitinia con una profesión de fe de Arrio 25 . Alejandro, el patriarca de Alejandría, en frenética actividad, escribió un sinnúmero de cartas describiendo el conflicto (incluso a Roma, en tiempos del papa Liberio; esta carta fue descubierta en 375). Los partidarios de Arrio, activos también, celebraron otro sínodo en Palestina, dirigido por Eusebio de Cesarea, Paulino de Tiro y Patrófilo de Escitópolis. Pese a su falta de legitimidad jurisdiccional, otorgaron permiso a Arrio y sus secuaces para regresar a sus funciones en sus destinos. A partir de Schwartz se acepta que regresaron a Alejandría, donde las violentas discusiones trascendieron a la ciudad.

Las fuentes no indican dónde supo Constantino del conflicto de Alejandría, para enviar a Osio. La Vit. Const . II 67, 2, y 67, 1, podría insinuar que Constantino no sabía nada antes de vencer a Licinio y conquistar el Oriente, pero bien puede ser una exageración retórica; pudo enterarse en Tesalónica, en 323 y 324, antes de la campaña. La presencia allí está atestiguada por el Codex Theodosianus y el Anónimo Valesiano . Según Opitz, Schwartz y Seeberg, la carta de Alejandro, Hē philarchos , no fue para Alejandro de Bizancio, como sostiene Teodoreto de Ciro 26 , sino para Alejandro de Tesalónica, sede metropolitana macedonia que pertenecía al Occidente. Alejandro de Alejandría buscaría influir en Constantino, que estaba preparando la expedición contra Licinio. Vencido el enemigo y establecido Constantino en Nicomedia, pudo hallar la confirmación en el obispo de la ciudad y defensor de Arrio, Eusebio de Nicomedia. Éste estuvo asociado a Licinio en principio, y por su hermana Constancia no se tomaron contra él represalias, mas, tras el concilio, Constantino no dejó de recordar sus connivencias políticas con Licinio 27 . La versión de los hechos que Eusebio de Nicomedia le ofreció podría haber sido calculadamente ambigua, de lo que se resiente la Carta a Arrio y Alejandro, al equiparar Constantino a ambos 28 . Constantino descubriría el engaño después de Nicea.

Tras el viaje por mar, el ya septuagenario Osio llegaría a Alejandría en noviembre del 324. Sus primeros contactos fueron con Alejandro y con el joven diácono Atanasio, generándose entre él y éste un afecto recíproco duradero. Al final de su vida, a los cien años, el exilio y la tortura vencerán a Osio, pero no tanto como para firmar algo contra su amigo Atanasio 29 . En una reunión con obispos y clérigos leería la carta de la que era portador y por las conversaciones se percataría del alcance de la disputa, y a un occidental como él le sonaría a blasfemia el aserto de que Cristo fue creado de la nada, como ya sonó (260) entre los dos Dionisios 30 . Constataría el acuerdo entre la fe de Occidente y la acérrimamente defendida por Alejandro, y buscaría el verdadero sentido de la terminología trinitaria, como los conceptos ousía e hypóstasis 31 . Equívocos sobre estos conceptos demoraron siempre la adhesión a la ortodoxia. Para Occidente, ousía e hypóstasis eran lo mismo; para Oriente, la hypóstasis designa las propiedades de cada una de las tres personas de la Trinidad; por ello, cuando el papa Dionisio Romano condenaba a los que defendían tres hipóstasis en la Trinidad, a los orientales les sonó a sabelianismo, pues parecía como si en ella hubiera un totum revolutum , sin distinción de propiedades entre las tres personas. Indudablemente se hablaría del término clave homooúsios , del que ya se hablaba en la Apología enviada por Dionisio de Alejandría a Dionisio de Roma. El alejandrino confesaba no haberlo encontrado en las Escrituras (lo mismo dirían los arrianos, un argumento de gran calado en tema tan decisivo), pero que estaba conforme con él 32 . Según Filostorgio, antes del Concilio de Nicea, en Nicomedia, Alejandro y Osio acordaron declarar al Hijo homooúsios con el Padre, y excomulgar a Arrio 33 . Debió de presidir un sínodo de obispos egipcios: la única mención a él se halla en la carta del clericado de Mareótide al Concilio de Tiro en 335, y en otra de los mismos a los funcionarios egipcios 34 . La cuestión se propondría en Nicea: en ella, Osio había fracasado, e informaba de la situación por escrito, o personalmente en Nicomedia, al Emperador.

De regreso de Alejandría, Osio presidió un sínodo en Antioquía a principios del 325 (tesis de Brilliantov aceptada por Schwartz). Según la Carta Sinódica de Antioquía, la Iglesia estaba muy perturbada por la cizaña de disputas doctrinales y no se veía solución, pues Licinio había prohibido los sínodos. A la muerte de Filogonio, vacante la sede, y en medio de la confusión, un obispo de paso por la ciudad, Osio (Eusebio en las crónicas siríacas por mala lectura, como demostró Brilliantov), convocó un concilio para elegir sucesor. Se reunieron 56 obispos de Siria, Palestina, Arabia, Cilicia y Capadocia, y eligieron a Eustacio (la carta no menciona la elección del obispo y, en rigor, un obispo transeúnte está inhabilitado para convocar un concilio sin permiso del metropolitano. Eustacio, signatario de la misma, debió de ser elegido en ese sínodo). Los padres sinodales aprovecharon la ocasión: proclamaron su acuerdo con Alejandro de Alejandría e hicieron una profesión de fe concorde con la de él. Tres miembros, Teódoto de Laodicea (a quien escribirá Constantino personalmente), Narciso de Neronias y nuestro Eusebio de Cesarea, rehusaron adherirse. Fueron entonces excomulgados y depuestos, pero se les dio un plazo hasta el gran Sínodo de Ancira. En una noticia histórica, añadida a la carta sinódica, se dice que una carta similar se envió a Roma y a Italia, y que respondieron aprobando la fórmula y los cánones.

El Sínodo de Ancira sería propuesto por Osio a sugerencia de Alejandro, según Epifanio y Filostorgio, y, según Rufino, a propuesta de otros presbíteros; en realidad, la idea de un concilio flotaba en el aire 35 . Durante las sesiones llegó la carta de Constantino (Cod. Par. Syr. 22), trocando Ancira por Nicea y dando los motivos de ello: mejor clima y mayor facilidad de acceso.

5. EL CONCILIO DE NICEA (325)

Tuvo lugar en esta pequeña localidad de Bitinia, circunscripción de Eusebio de Nicomedia, y se inauguró solemnemente el 20 de mayo del 325. Está confirmado por CTH I 2, 5, que está fechada allí.

Eusebio, en un pasaje célebre 36 , hace una descripción antológica de la apertura, de sus participantes, con los tonos épicos de un catálogo homérico de las naves, de la entrada de Constantino, de su discurso de bienvenida, así como del de acogida por Osio 37 , y de su desarrollo en los términos más bombásticos. Presidía Constantino, siendo Osio el factotum de la asamblea de los «318 padres sinodales».

Cuatro fueron los temas capitales de que se ocupó el Sínodo: la formulación del Credo Nicenum , el problema pascual, el asunto de los melecianos y de la comunidad de Coluto, y los veinte cánones disciplinares. Pafnucio, además, defendió el matrimonio de los clérigos, pero es apócrifa la noticia del debate con filósofos paganos.

Prestada la palabra a los proedros, estalló la discusión de un modo bochornoso. No es exacto que Arrio «evocabatur frequenter... » 38 para despachar consultas, pero en los preliminares 39 discutiría con el diácono Atanasio. Sus tesis eran defendidas por veintidós obispos 40 . Durante el debate se aducirían textos contrarios: la Carta de Eusebio de Nicomedia a Paulino de Tiro (ambos arrianos), texto básico que Cándido tradujo al latín, y fragmentos de Thalia de Arrio por un lado; por otro, la carta Henòs sṓmatos de Alejandro de Alejandría, y la Carta Sinódica del Concilio de Antioquía, celebrado poco antes. Atanasio refiere que los arrianos hablaban entre sí con guiños y cuchicheos. El portavoz arriano Eusebio de Nicomedia planteó la aporía 41 : Si Cristo es derivado del Padre, no por creación, sino por generación, es que es de la misma naturaleza. Esto forzosamente implica que la mónada divina se ha escindido en dos. Tal tesis se oyó con horror, y se condenó, pasando a los anathémata del Credo. La dificultad, como siempre, surgió a la hora de redactar la fórmula. Eusebio de Cesarea adujo el credo de su ciudad, que se aceptó como acorde a la fe común, pero no bastó, aunque quedó libre de sospecha. Se descartó componerla sólo con citas escriturísticas: su expresión vaga había servido para que los bandos enfrentados usasen los mismos textos y se descarriaran en metáforas. Lietzman demostró que se usó el credo de Jerusalén, pero con la adición de ek tēs ousías toū patrós («de la substancia del Padre») y homooúsios tō patrí («consubstancial al Padre»). En la desazonada y clandestina carta «ad Caesarienses », sus feligreses, Eusebio de Cesarea afirma que Constantino introdujo el término homooúsios a la fuerza, pero con todas las explicaciones. La iniciativa sobre el Credo y el término, según testimonio de Atanasio 42 , se debe a Osio (Filostorgio sostiene que el credo fue antes amañado por Osio y Alejandro). El término tiene raigambre gnóstica, y en la disputa entre Dionisio de Roma y Dionisio de Alejandría éste lo aceptará pro bono pacis , pero como «substancia genérica». Era aborrecido por los arrianos, y Ambrosio 43 afirma que los responsables de la introducción fueron los arrianos por haberlo sacado a colación: los padres sinodales no encontraron mejor medio que confirmar lo que aquéllos rechazaban: «quia id viderunt patres adversariis esse formidini ut tamquam evaginato ab ipsis gladio». Todos los asistentes firmaron, a excepción de los libios Segundo de Ptolemaida y Teonás de Marmárica, que fueron desterrados al Ilirio, en la primera condena civil emanada de un concilio.

Pervive hasta nuestros días la fórmula que redactara el gran Sínodo de Nicea, integrado por «idiotas y simples» (idiṓtas kai apheleĩs ), como los calificó Sabino de Macedonia, contra las protestas de Sócrates 44 .

6. DESDE NICEA HASTA 327 . LA REACCIÓN

La conducta posterior de Eusebio contradice absolutamente la satisfacción que trasluce la Epistola ad Caesarienses , una vez disipadas las vacilaciones del homooúsios , y el ánimo conciliador que dimana de la Vit. Const. III, 25 y siguientes.

Eusebio se embarcó, sic et simpliciter, junto con su homónimo Eusebio de Nicomedia, en una conspiración para derrocar a sus adversarios cosignatarios del Credo Nicenum, uno por uno, o en masa. Los dos prohombres que en la fase inicial habían contrarrestado los golpes, no estaban ya en escena. Osio de Córdoba dejó el escenario oriental el 326; Alejandro de Alejandría moriría pronto. Atanasio se vio en principio absorbido por la represión de los melecianos en el interior de Egipto.

Constantino, por su parte, se vio cercado por dos círculos, uno, el de las mujeres de la Corte, con no poca influencia: su mujer Fausta, que tuvo algo que ver con la muerte de Crispo; su madre Elena, devota de Luciano de Antioquía y con simpatía hacia los colucianistas, léase arrianos 45 , y que también pudo tener una parte vindicativa en la muerte de Fausta; Constancia, su hermana y viuda de Licinio, que tenía amistad con Eusebio de Nicomedia 46 ; su cuñada Basilina, que favorecía a los arrianos 47 . En el lecho de muerte (año 330), Constancia recomienda, influida por su confesor arriano Eusebio de Nicomedia, la rehabilitación de Arrio 48 . El otro círculo era el eclesiástico. Una vez que colocó en el centro de sus intereses los asuntos intraeclesiales, había equiparado «de facto» a obispos y clérigos con funcionarios de la administración y sólo el equilibrio interno de poderes dictaba ya un tenaz apoyo al credo niceno, ya a la línea contraria. La situación era óptima para que los dos Eusebios pensaran una serie de actos, prima facie aislados, pero insertos en una trama concebida de conjunto, que daría sus frutos. De hecho, la fórmula de Nicea no contentó a los arrianos, firmantes o no, ni a los origenistas moderados (Eusebio de Cesarea) por temor al monarquismo sabeliano rampante; y daba que sospechar el vigoroso aplauso de extremistas como Marcelo de Ancira y Eustacio de Antioquía. Alejandro de Alejandría no usa jamás el homooúsios, y Atanasio, muy poco.

Pero Constantino no fracasó porque impusiera imperativamente (que no lo hizo) opiniones teológicas, sino por lo contrario. Sobreestimaba demasiado a los obispos como expertos para no contar en todo con la celebración de un concilio. El resultado fue el fracaso de Nicea, como ya lo había tenido con el de Arlés (el año 314) con los donatistas. La intención de que no hubiera vencedores ni vencidos le movió a introducir un término que en Oriente no se utilizaba por las añejas connotaciones negativas, homooúsios , en la suposición de que, al no ser propuesto por nadie, todos lo aceptarían como compromiso neutral. No fue así. Constantino fracasó al no librarse de su costumbre de no dar la razón a nadie en particular, y de creer que los obispos se hermanaban en los concilios. El período 325-337 ofrece un cuadro desolador de deposiciones por vindictas personales.

Cuando el concilio se dispersó, Eusebio de Nicomedia y Teognis de Nicea se creyeron a salvo del plazo otorgado para firmar el anáthema contra Arrio, y se comunicaron con malcontentos de Alejandría. Constantino lo consideró un atentado a la frágil unidad de Nicea y los desterró, dando cuenta por escrito a Nicomedia, pidiendo que se ocuparan sus sedes y ensartando una tediosa pero significativa ristra de crímenes de Eusebio de Nicomedia: de apoyar a Licinio cuando perseguía a la Iglesia, de haber espiado a Constantino al servicio de su señor Licinio, de haber soliviantado a Arrio y de mendigarle el perdón. Tras estas acusaciones Constantino respira por dos heridas: no haber encontrado en Oriente la «quinta columna» que esperaba cuando luchaba contra Licinio, y sí un Oriente dividido por banderías teológicas 49 . Escribió también a Teódoto de Laodicea para prevenirle de imitar a sus aliados 50 .

El destierro se llevó a cabo en octubre del 325. Una guerra de panfletos estalló entre los obispos. Quién acusaba de monarquismo y de sabelianismo; quién de politeísmo. Los odios personales afluyeron. Eustacio de Antioquía acusó a Eusebio de Cesarea de desnaturalizar el credo de Nicea; éste le contestó acusándole de sabelianismo. Como depositario de la ortodoxia, el odium theologicum exigía una fulgurante deposición de su sede. Pero a un signatario del credo niceno no era fácil someterlo a un concilio, y se buscó, cómo no, entre dimes y diretes de moralidad. Es más, según Sócrates 51 , todavía era posible el acuerdo: «no sé cómo no pueden concordar», confiesa. Teodoreto 52 relata que Eusebio de Nicomedia, de regreso de un viaje por Jerusalén, presenció en Antioquía la acusación que una prostituta depuso contra Eustacio, atribuyéndole la paternidad del hijo de sus entrañas. Constantino, haciendo caso del rumor, deportó a Eustacio. Más tarde la mujer se retractaría. El tono de chisme habla por sí mismo. Sin embargo, la confirmación explícita de Filostorgio 53 y la declaración del Sínodo de Serdica sobre la «vitae infamiae turpis» de Eustacio silenciando su sabelianismo, mientras protestaba del de Marcelo de Ancira, parecen fortalecer una cíerta base para la acusación. En el año 327 en un concilio celebrado en Antioquía bajo la presidencia de Eusebio de Cesarea se le depuso 54 . El mismo Constantino revisó el caso y confirmó el veredicto. Eustacio partió para el Ilírico y no se volvió a oír más de él. En el mismo concilio se depuso al niceano Asclepas de Gaza, probablemente por los mismos motivos, así como a Eufrantión de Balanea (a quien Eusebio de Cesarea escribiera defendiendo a Arrio), a Cimacio de Paltos, Cimacio de Gabala, Carterio de Antarado, Ciro de Beroea, Diodoro de Ténedo, Domnión de Sirmio, Elanico de Trípoli y Eutropio de Adrianópolis. Se dictaron 25 cánones 55 en un intento de precisar el rango del obispo, presbítero y diácono; se subraya la autoridad del metropolitano (c. 9), se prohíbe transferir un obispo de una sede a otra (c. 21), se prohíbe, en caso de muerte, nombrar sucesor (c. 23), y son particularmente interesantes los c. 11 y 12, que impiden a los obispos condenados acudir al Emperador. Éstos parecerían pensados para recurrentes en el futuro, como Atanasio.

Este concilio es silenciado por Eusebio en la Vit. Const. Ocupó la sede de Antioquía Paulino de Tiro, amigo de Eusebio, que duró pocos meses, y lo mismo su sucesor, Eulalio. Según la Vit. Const. III 59-62, se produjeron gravísimos disturbios callejeros y las masas reclamaban el regreso de Eustacio. Un comes destinado al efecto recompuso la situación.

Se celebró otro concilio en Antioquía que sí es mencionado en la Vit. Const. (III 60), y en el que se elige a Eusebio de Cesarea para la sede vacante (ibid . III 60, 3). Éste rehúsa tan altísimo honor y Constantino, recibidos los informes de los cómites Acacio y Estratego, escribe tres cartas, una de ellas al mismo Eusebio mostrando su complacencia por la negativa de Eusebio, y, al tiempo que elogiaba el responsable acatamiento de los cánones que prohibían cambiar de obispado (más eclesiástico que nadie), proponía al concilio otros: Sofronio, presbítero en Cesarea de Capadocia, y Jorge, presbítero en Aretusa. Elegido Sofronio, tras su temprana muerte, se eligió a Flacilo, amigo de Eusebio, a quien dedicaría un tratado teológico.

En 330, la sede de Antioquía era arriana y toda Siria simpatizaba con tal causa.

7. DESDE EL 330 AL CONCILIO DE TIRO

En este punto, se desarrollan extraordinariamente embrolladas dos secuencias de acontecimientos: los que giran en torno al súbito deseo de Arrio por unirse a la Iglesia, a finales del 327, y los avatares de Atanasio con la recidiva irrestañable del cisma meleciano. Eusebio de Cesarea permanece en aparente silencio, mas ambas consecuencias confluyen en los sínodos de Tiro (335), Jerusalén (335) y Constantinopla (336), donde la aparición fantasmal de Eusebio en el grupo de los «seis» revelará que, en la sombra, estaba al corriente de todo, y que desempeñaba un papel de primer rango.

Basado en una idea de Seeck, Schwartz, manejando un «iter epistolar» de ocho cartas dispersas entre los historiadores eclesiásticos, y la noticia en Vit. Const. III, 23, propuso una «Segunda Sesión» de Nicea entre 327 y 328, en la que se admitiría a Arrio y Euzoio 56 . Bardy se opondría, así como Simonetti, que propondría su propio iter. Hoy se acepta la tesis pero afirmando no tanto una reiteración de Nicea cuanto un Concilio en regla en Nicomedia. El iter desenreda la situación. Arrio y Euzoio fueron readmitidos en el Concilio de Nicomedia (327), y se intentó reintegrar a los melecianos. Como Eusebio de Nicomedia y Teognis de Nicea reclamaran sus sedes, por cuanto habían aceptado el credo niceno y sólo se habían negado a firmar los anatemas, también se les incorporó, desbancando de sus sedes, respectivamente, a Anfión y a Cresto 57 . Alejandro de Alejandría, que no había asistido a Nicomedia, se negó a aceptar a Arrio en comunión, por más que éste estaba en Alejandría. Constantino instó a la reintegración de Arrio 58 , pero Alejandro no aceptó: a la carta de Constantino respondió enviando a Atanasio con una respetuosa pero inflexible negativa 59 .

El 17 de abril de 328 murió Alejandro, habiéndose ausentado Atanasio, bien en misión episcopal, o para no ser elegido en la eventualidad. Unos cincuenta y cuatro obispos se reunieron para elegir sucesor, dado que con el carácter de Atanasio podía suponerse que resurgiría la disensión, pese a que Alejandro dejó claras instrucciones de que no se eligiese a otro salvo a Atanasio 60 . Atanasio regresó fulgurantemente, y con seis o siete seguidores se dirigieron a la Iglesia de Dionisio, barricaron la entrada y se consagró a Atanasio obispo de Alejandría 61 . Atanasio, «un político nato» (T. Barnes) y «un hábil abogado» (Norman Baynes), comunicó a Constantino la elección, adjuntando un decreto de la ciudad aprobatorio; el Emperador dio su visto bueno 62 . Simultáneamente los melecianos eligieron obispo a Teonás, que murió a los tres meses. En 334 tenían otro obispo meleciano.

Hasta el 330, Lightfoot 63 considera este período «comparativamente tranquilo» 64 . Barnes 65 , en cambio, afirma que Atanasio reaccionó robusteciendo su posición mediante una mafia eclesiástica «como un gángster moderno», eludiendo la convicción de cargos específicos. Es una visión cinematográfica de las cosas. Sencillamente, este alejandrino de pura cepa nacido en 296, cargado de hombros, calvo, de nariz aguileña, boca pequeña y cabello pelirrojo, irónico y dialéctico consumado, es un hombre de Nicea convencido, que conocía quién era el adversario. ¿Qué pensaba Atanasio?

En cuanto a la doctrina del Lógos-Cristo, sostenía que Dios es la misma ousía , y el Lógos Hijo no puede sino pertenecer a esa esencia (C. Ar. III 3), su fundamento sólo puede hallarse en ella. Entre el Hijo y el Padre hay identidad (tautótēta ) de esencia y existencia (C. Ar. I 22). Dos en número, pero la misma cosa por propiedad (idiótēti ), afinidad (oikeiótēti ) y mismidad (tautótēti ). En Plotino se daba una «mismidad» del pensante y «otreidad» (heterótēs ) de lo pensado. En Atanasio sólo mismidad. Por ello hay coeternidad, pues el Padre no puede estar sin su Lógos y perfección. El Hijo es el fulgor, el sello (charaktḗr ) y la imagen del Padre.

En cuanto a la Encarnación, defendía que, dada la «caída» primordial, Dios, por el mero hecho de haber creado a su imagen al hombre, quedó obligado a restablecer la ananéosin , la renovación. No bastaba la restauración fáctica al momento anterior de la caída: el hombre repetiría la transgresión aprendida. Tampoco bastaba la contrición; ésta sólo suprime el pecado, pero no la corrupción (De inc . 1). Era precisa la regeneración de toda la naturaleza humana a través de la unión con el principio divino. Para la salvación el Lógos se unió al cuerpo del hombre. La corrupción se hizo en el cuerpo; necesario era, pues, inyectar nueva vida (De inc . 44). El Lógos se revistió de la persona de Jesucristo, y se apropió de toda su carne; el Lógos está en él. Como en Adán todos los hombres cayeron, en Cristo todos los hombres participan de la Redención. El Lógos se hizo «cuerpo», para que los hombres synsṓmoi , «cocorpóreos», fuesen inmortales (C. Ar . II 47). La compenetración recíproca de los principios divino y humano ocurrida en Cristo dio como resultado la «deificación» (theíōsis ). En Plotino también se da ésta, pero por kátharsis del espíritu. En Atanasio, más carnal, abarca al cuerpo. Hay un verdadero theopoieĩsthai (C. Ar. III 33, 34, 37). La carne ya no es terrenal, sino logōtheĩsa , transmutada en Lógos.

Las consecuencias de orden religioso son de relevancia suma. Sólo la divinidad puede realizar la «renovación», la «regeneración» de algo que está deificado. Si el Salvador es una «criatura» que procede de la nada, como declara Arrio, la verdad comunicada no es inconcusa sino mudable y relativa. Si el Hijo, como tal criatura, no conoce al Padre, como repetía Arrio, no se puede afirmar, como hace el Evangelio, que quien conoce al Hijo conoce al Padre (C. Ar . I 21). Arrio substrae del Cristianismo su carácter absoluto y diastemático, y priva al hombre de sus aspiraciones últimas. «No se deificó el hombre, uniéndose el Lógos con la criatura, si el Hijo no hubiera sido verdadero Dios, y como no nos liberamos del pecado y de la execración si la carne de la que se revistió el Lógos no hubiera sido por naturaleza humana, de igual forma, no se habría deificado el hombre si el Lógos, habiéndose hecho carne, no hubiera sido por naturaleza esencia del Padre, verdadero y propio Lógos» (C. Ar. II 70). Hay dos concepciones irreconciliables de la Encarnación: o se da un «radicale novum » de salvación y deificación, o Cristo es un maestro superior, sin más, de una simple filosofía, una de tantas en el siglo 66 . Cuando se discutía en las plazas y en los teatros, o, como relata Gregorio de Nisa, cuando a la pregunta por el precio de una hogaza se respondía «¿es el Hijo consubstancial al Padre?», había algo más que el goloso e incomprometido ocio de un Eusebio en su universitaria biblioteca de Cesarea, y que el irresponsable ergotismo de Arrio en cenáculos de damas. En una «época de angustia» (E. R. Dodds), con el horrible desamparo que describe Epicteto (III 13, 1-3), con bárbaros urbanizados, campesinos sin tierras en la ciudad, soldados licenciados y mutilados, rentistas en quiebra y esclavos manumitidos, la soteriología de Atanasio daba un sentido a la vida, y un respeto hacia sí mismo. El imperio y la especulación sobre él era irrelevante, según Atanasio, para la economía de la salvación. Todo contacto con el Estado sería una injerencia y una mistificación.

Eusebio de Nicomedia le escribió, instándole a que recibiera a Arrio y sus secuaces, en virtud del Concilio de Nicomedia. Atanasio rehusó, basándose en que había sido condenado en un concilio ecuménico, con lo que presuponía gravemente que el de Nicea no podía ser superado. Eusebio de Nicomedia acudió a Constantino, quien urgió a Atanasio a recibirlos, so pena de exilio. Atanasio contestó que no podía haber cabida en la Iglesia Católica para los que atacaban a Cristo 67 . Tras esto, una embajada de melecianos solicitó audiencia de Constantino, en Nicomedia. Al no ser recibidos, y en espera de serlo, trabaron contacto con Eusebio de Nicomedia: él, a condición de que se acogiera a Arrio, se comprometió a interceder, lo que se cumplió 68 . El complot entre Eusebio de Nicomedia y los melecianos se consolidó en 330, y, a instigación del de Nicomedia, dio origen a una implacable persecución de cinco años.

En 331 hubo quien pensó que Atanasio cobraba una tasa extra por la fabricación de túnicas de lino. Ante Constantino en Psamatia, suburbio de Nicomedia, hubo de hacer frente a las acusaciones de Calínico, Isión, Eudemo y Hieracamón: 1) de extorsión, 2) por su ilegítima elección, al no tener 30 años, 3) de que su ayudante Macario, por orden suya, había roto un cáliz, y 4) por haber dado a Filumen un cofre de oro con propósitos de traición 69 . Del testimonio de Sócrates podría inferirse que se entendió como una conspiración contra Constantino, quien oyó a ambas partes, y despachó en paz a Atanasio. Constantino urgió al amor mutuo; sin nombrarlos, acusa a los melecianos y dice de Atanasio que es un hombre de Dios. De regreso se ocupó Atanasio de la Iglesia en la Pentápolis; no en balde los originarios de allí, Segundo de Ptolemaida y Teonás de Marmárica, no habían firmado el Credo Niceno.

En 332 hacía cinco años que Arrio debía haberse incorporado a la Iglesia de Alejandría. Desde Libia demandó al Emperador la readmisión, bajo amenaza de crear un cisma. Constantino, acostumbrado a la obediencia, no a las amenazas, perdió los estribos. A comienzos del 333 los agentes in rebus Sinclecio y Gaudencio llevan a Alejandría dos cartas: una, un edicto a los obispos y laicado, en el que le llama porfiriano a Arrio, pues como aquél, es enemigo de la Cristiandad; sus escritos han de ser quemados, so pena de ejecución sumaria. La otra es una carta a Arrio y sus secuaces, que el prefecto Paterio leyó públicamente. Ambos documentos fueron por primera vez publicados por Atanasio en 350 (De decretis nic. syn. 39 y 40).

Los melecianos abrieron a continuación otro frente: acusaron a Atanasio de que había ordenado a Macario romper el cáliz de Isquira, presbítero de Sacontaruro, en la Mareótide, y elevado al sacerdocio por Coluto, y de que había amañado el asesinato de Arsenio, obispo de Hípsale, en el Alto Egipto. El primer cargo no era nuevo, y Atanasio lo invalidó punto por punto: en el villorrio de Sacontaruro no había iglesia, era sábado y no podía haber misa y por tanto la ocasión de la ruptura del cáliz, Isquira ese día estaba enfermo, y para colmo era laico. Una carta autógrafa de éste, testificada por treinta sacerdotes, desmentía la acusación. El segundo cargo era más grave, pues se aportó como corpus delicti un brazo del asesinado, que Atanasio se había guardado con fines de hechicería. Constantino tuvo que encargar la investigación al censor Dalmacio, entonces en Antioquía 70 . Dalmacio pidió a Atanasio que se defendiera, y éste se hizo inaccesible, al tiempo que despachaba un diácono a la búsqueda de Arsenio, a quien no veía desde hacía seis años. Constantino convocó (334) el Sínodo de Cesarea de Palestina, vigilado por Dalmacio. Asistieron Eusebio de Nicomedia y sus partidarios los obispos del Alto Egipto. Presidía Eusebio de Cesarea, y Atanasio no acudió por el obvio motivo de que la decisión contra él estaba ya tomada: «eran más numerosos los enemigos» 71 . Los agentes de Atanasio descubrieron a Arsenio en el monasterio de Ptermenkurkis, en el nomo anteopolita. Su prior Pinnes lo dejó escapar por barco, pero los agentes de Atanasio apresaron a Pinnes y al monje Elios, y los condujeron a Alejandría. El eparca de Egipto, mediante tortura, descubrió la verdad. Pinnes escribió a Juan Arkaf, obispo meleciano de Menfis, instándole a que abandonara la acusación de asesinato contra Atanasio. La carta cayó en manos de éste. Un trivial incidente ayudó a resolver el verdadero problema de dar con Arsenio: dos sirvientes de Arquelao oyeron en una taberna de Tiro que Arsenio estaba oculto en una casa. Indagado el asunto, fue descubierto un hombre que negaba ser Arsenio; pero por medio de Pablo, obispo, que lo conocía, como dice Tillemont «se le convenció de ser él mismo».

Los sinodales de Cesarea protestaron por la rebeldía de Atanasio. Éste había informado a Constantino, a través de Macario, de que Arsenio vivía. El Emperador disolvió el Concilio anulando cualquier veredicto (Apol. Sec. 66, 2), y le envió una carta pública que proclamaba su inocencia y denunciaba a los pervivaces melecianos. Atanasio recibió felicitaciones por doquier, hasta del influyente Alejandro de Tesalónica. Arsenio entró en obediencia, y a una carta de Juan Arkaf, Constantino le responde congratulándose de que él y los suyos estuvieran a bien con Atanasio, y le ofrece el cursus publicus para conversar con él. Los complicados acontecimientos del 333-334 parecían aquietarse. Pero redoblaron los ataques contra Atanasio, y esta vez con éxito. Eusebio de Nicomedia persuadió a los melecianos, a Coluto y a Arrio a que escribieran a Constantino solicitando un Concilio en Tiro 72 . El Emperador, harto del inveterado pleito, encarga al comes Dionisio que lo organice y presida. Macario, el hombre fuerte de Atanasio, es arrestado y llevado a Tiro, y Constantino escribe a Atanasio ordenándole que asista a la asamblea (Apol. Sec. 71, 2, 72). Embarcado, sintió la enorme aprensión de lo que se avecinaba.

La elección de la plaza de Tiro bien pudo obedecer, «según creo», dice Teodoreto, a las reservas que creaba Cesarea como lugar para ser reanudado su concilio disuelto el año anterior. Los obispos partidarios de Atanasio (Apol. Sec. 77, 1) alegaban que era un principio divino que el enemigo no puede ser, al mismo tiempo, juez y parte, añadiendo misteriosamente: «ya sabéis vosotros que Eusebio de Cesarea se ha hecho enemigo desde el año pasado». Posiblemente la vanidad de Eusebio no soportó el desaire de Atanasio al concilio que él presidía en Cesarea.

«Las escenas del Sínodo de Tiro constituyen el capítulo más pintoresco y vergonzoso de la controversia arriana» 73 .

8. CONCILIO DE TIRO (335)

El mutismo de Eusebio es total en torno a este «pintoresco y vergonzoso» concilio de Tiro.

La primera sesión del Sínodo se abrió con la lectura de la carta anterior. Inmediatamente los adversarios de Atanasio renovaron los trillados argumentos: Calínico, obispo meleciano de Pelusio, e Isquira reiteraron la historia del cáliz quebrado, y añadieron otros detalles de intimidación. Isquira le acusó de haber sido detenido por el prefecto Higinio a instigación de Atanasio, bajo acusación de apedrear las estatuas del Emperador; Calínico, por haberlo depuesto Atanasio de su sede, al haberle Calínico exigido explicaciones sobre el cáliz y haber confiado su obispado a Marco, degradado por Atanasio. Cinco obispos melecianos (Euplo, Pacomio, Isaac, Aquileo y Hermeon) lo acusaron de violencia, y de ser elegido por engaños, de compulsión y aprisionamiento 74 . Los melecianos leyeron un manifiesto del laicado de Alejandría que implícitamente reprobaba a Atanasio. Teodoreto y Rufino afirman que se demandó a una joven sobre la fornicación, pero ésta se equivocó de hombre. Ello recuerda el caso de Eustacio de Antioquía y el de Cumacio de Paltos. En este asunto Filostorgio hace a Atanasio acusador, y a Eusebio acusado. El comes Dionisio hubo de llamar al orden, y fue en este momento en el que Potamón hizo sus interpelaciones a Eusebio. Atanasio y los suyos protestaron de que se hubiera traído a Macario entre cadenas y de que hubiera sido registrado no por diáconos, sino por funcionarios de Dionisio. Atanasio dio cumplida respuesta a ciertos puntos y solicitó tiempo para otros.

Mas, por increíble que parezca, surgió el extravagante tema del asesinato de Arsenio, y su mano en una caja. Se relataron los hechos: el incendio de la casa de Arsenio por Plusiano, un atanasiano, y su desaparición, de lo que plausiblemente habría que esperar lo peor 75 . Un grito de horror se extendió. Teodoreto relata la escena: con toda la calma, Atanasio preguntó si entre los presentes conocía alguien a Arsenio. Cuando alguno le dijo que sí, hizo presentar a un hombre embozado con la cabeza baja, y preguntó: «¿Es éste Arsenio?». Era innegable. Teatralmente le sacó un brazo y después el otro. «Supongo que nadie pensará que Dios ha dado a algún hombre más de dos manos». Juan Arkaf, que estaba presente, salió de la sala, mientras sus sufragáneos exclamaban: «¡Magia!».

A continuación procedieron con el examen y las acusaciones del cáliz de Isquira. En medio del pandemonio se nombró una comisión de investigación para que saliera a la Mareótide. Contra las protestas de Atanasio se eligió a seis hombres cuya identidad predeterminaba el resultado de la pesquisa: Teognis de Nicea, Maris de Calcedonia, Teodoro de Heraclea, Macedonio de Mopsuetia, Ursacio de Singiduno y Valente de Mursa. A estos dos últimos Eusebio los llama (en VE IV 43, 3) «hermosa floración de su joven episcopado» (de Mesia), mientras que Atanasio en Apol. 13 dice que fueron instruidos por Arrio, degradados del sacerdocio, y después en Panonia hechos obispos «por su impiedad». Isquira acompañó a esta comisión en el cursus publicus. Los cuarenta y ocho sufragáneos de Atanasio enviaron dos cartas a Dionisio el «Comes » y a los obispos denunciando la composición de la comitiva y la palmaria enemistad de Eusebio de Nicomedia hacia Atanasio. Alejandro de Tesalónica, que ya había partido de viaje, escribió a Dionisio pidiéndole que hiciera algo que evitara la colusión de melecianos, colucianos y arrianos. Mientras los partidarios de Atanasio le presentaban una apelación al Emperador, Dionisio, alegando incompetencia para oponerse a la elección, ante el «hecho consumado» invitó a los obispos a que pensaran si habían elegido lo más justo 76 .

En Egipto también hubo protestas. Seis sacerdotes protestaron ante el importante «agens in rebus» Paladio, alegando que era obvio el complot contra Atanasio. Cuando la comisión llegó a la Mareótide, quince presbíteros y quince diáconos declararon ante el prefecto Filagrio, pasado al arrianismo, el «agens in rebus» Paladio y el biarca Flavio Antonino, que Isquira no era sacerdote, que no había habido misa, que no pudo romperse el cáliz, que no se quemó nada en el incendio. Entre los testigos figuraban, al parecer, judíos y catecúmenos, que, en todo caso, no habrían podido asistir a la misa. Los protestatarios escribieron también a los reunidos en Tiro, declarando que las investigaciones se estaban llevando a cabo bajo torturas. Un documento de esta protesta lleva la fecha de 10 del Toth, es decir, 7 de septiembre del año 335. La comisión había llegado en agosto a la Mareótide y emprendió el regreso a Tiro en el mes de septiembre. Súbitamente llegó un escrito del Emperador ordenando a los padres sinodales que se dirigieran a Jerusalén para celebrar la dedicación de la Anástasis, el templo del Santo Sepulcro. En ausencia suya el notario Mariano les atendería con largueza. Estas celebraciones se narran en la Vita Const. IV 43 y siguientes, y duraron del 13 al 20 de septiembre del 335. Dentro del marco festivo de las Tricenalia se efectuaron festejos, banquetes, y se pronunciaron discursos, uno de los cuales aún perdura, el pronunciado por Eusebio de Cesarea (aludido en Vita Const. IV 43). En esta ocasión Eusebio conceptúa el Concilio de Tiro como un mero episodio del festival de Jerusalén, y como Nicea fue un acto de pacificación ante las Vicenalia del 325, no menos lo era Tiro en las Tricenalia del 335. Tillemont diría que Eusebio se esfuerza por empañar la gloria de Nicea. En Jerusalén, antes de todos estos festejos, acometieron un acto de gran trascendencia. Arrio y Euzoio solicitaron la readmisión definitiva. Constantino, escrupuloso como era, antes había examinado en persona el credo aportado, y sondeado a los dos personajes directamente. Escribió una carta a los sinodales (perdida) juntamente con la profesión de fe de los dos en cuestión. El Concilio los sometió a examen y fueron recibidos, enviando una carta sinódica a las iglesias de la Tebaida, Libia, Egipto, Pentápolis y Alejandría 76 bis .

La carta sinódica refiere que quiere dar gusto al Emperador con un «voto reconciliador» cuando solicitaba expulsar toda envidia. En efecto, según la carta sinódica, sólo «la envidia que odia al bien» había dejado fuera a miembros de la Iglesia (en esta redacción de la carta puede verse la mano de Eusebio de Cesarea; usa la misma expresión que en la Vita Const. IV 41, 1). El emperador —dice la carta— ha testificado con su escrito la ortodoxia de la fe, él mismo en persona ha indagado, y ha adjuntado una declaración autógrafa, la cual todos «conocemos que es sana y eclesiástica». La carta del complaciente Sínodo es importante porque coincide con Sozómeno. Constantino se cree autorizado a juzgar, pero deja la decisión al sínodo, si bien ya no había elección: no se sabe si lo que aprobaba era una confesión antigua o reciente. Si antigua, era claro que las condenaciones de Nicea eran obra de la «envidia»; si reciente, su autoridad quedaba intacta. Bardy piensa menos en una acomodación de Arrio cuanto en una libre interpretación de Constantino. En la confesión había una expresión sonora que respetaba la preexistencia del Hijo, pero no figuraba «homooúsios », ni «coeterno con el Padre». Después de todo lo ocurrido, sus omisiones eran menos elocuentes que sus concesiones, y Constantino se dio por satisfecho. El Emperador nunca se percató de la trascendencia de lo que solicitaba al Sínodo.

En Jerusalén Marcelo de Ancira rehusó tratarse con Arrio y sus cómitres que estaban allí. El Concilio de Tiro allí trasladado lo amenazó con la deposición. Ya en Tiro había porfiado Marcelo en esta línea, y enviado a Constantino un tratado (del que hay fragmentos seleccionados en el «Contra Marcellum », que en 337 escribiera Eusebio), donde habla ya a cara descubierta, después de veinte años de luchas, y hace un feroz ataque a Paulino de Tiro (amigo de Eusebio de Cesarea), muerto ya, a Narciso de Neronias y al propio Eusebio, acusándolos de politeísmo. Constantino se abstuvo de entrar en pugnas teológicas, y se pospuso el caso Marcelo de Ancira para otro Concilio en Constantinopla, que se celebraría en 336. Los obispos tras las celebraciones regresaron a Tiro. Atanasio no podía esperar ya más, y quiso jugar su última baza, resuelto «a experimentar si el trono era accesible a la verdad» 77 . Huyó con cinco sufragantes en barco a Constantinopla a primeros de septiembre para evitar la condena inminente in praesentia. Sócrates piensa que ni Atanasio ni la asamblea esperaron la llegada de la comisión, el uno para huir, la otra para atemperar su decisión a los resultados de la pesquisa. El Concilio lo condenó por contumacia cuando huyó, y lo depuso de su sede conforme a los cuatro cargos que redactaron tan pronto llegó la comisión.

Cuando los padres sinodales a su llegada a Tiro advirtieron la huida de Atanasio, no les cupo duda alguna de que el destino era Constantinopla. La comisión investigadora llegó de la Mareótide con un informe que encontraba a Atanasio culpable. Lo depusieron de su sede y le prohibieron regresar a Alejandría. Recibieron a Juan Arkaf y sus secuaces melecianos, y probablemente colocaron en la sede de Atanasio al arriano Pisto, ordenado por el arriano Segundo de Ptolemaida. Se escribió a Constantino una declaración, y al episcopado advirtiéndole que cortara la comunicación con el depuesto. La declaración se basaba en cuatro cargos: 1) su huida y, por ende, su negativa a responder ante la comisión; 2) su rechazo a presentarse en el Concilio de Cesarea, el 334, lo que significaba desprecio al Emperador convocante; 3) su llegada a Tiro con una caterva de reventadores, y 4) la comisión había encontrado pruebas del cáliz quebrado 78 .

Atanasio había huido de Tiro a principios de septiembre —lo más probable es que no asistiera a Jerusalén, y por tanto antes del regreso de la comisión de Egipto— y llegó a Constantinopla el 30 de octubre del 335. Constantino no estaba a la sazón en la capital sino en Nicópolis, pero llegó el 6 de noviembre. Mientras hacía el trayecto a caballo hacia su palacio, fue interpelado desde la multitud por Atanasio, que se hallaba en un estado lamentable. Constantino sintió lástima y escuchó el alegato de Atanasio que solicitaba un careo con sus enemigos ante su presencia. Constantino accedió y escribió urgentemente una carta a los que todavía creía reunidos en Tiro, mandándoles venir a toda prisa para decidir del caso in praesentia. Desconocía los acuerdos del Sínodo, pero los suponía obscurecidos «por el alboroto y la malevolencia»; la disputa había empañado la verdad. Jurídicamente quedaban anulados los acuerdos de Tiro, y la deposición de Atanasio, suspendida. Sócrates y Sozómeno suponen que la carta de Constantino llegó a Tiro, y los padres sinodales aterrorizados se dispersaron, a excepción de los seis hombres que fueron a Constantinopla. Lo más verosímil (se deduce de la carta sinódica de Alejandría del 338) y aceptado (es la tesis de Schwartz, Telfer, Peeters, Sansterre) es que nada más llegar la comisión de encuesta de la Mareótide y redactados los acuerdos, salieron con la máxima rapidez hacia Constantinopla, para atajar los pasos de Atanasio, Eusebio de Nicomedia, Teognis de Nicea, Patrófilo de Escitópolis, Ursacio de Singiduno, Valente de Mursa... y nuestro Eusebio de Cesarea. Cuando llegaron los seis hombres el día 6 de noviembre del 335, sólo unas horas después de que hubiera salido la carta de Constantino para Tiro, donde los suponía, comprendieron que ya no había lugar para presentar los acuerdos de la carta sinodal que traían consigo para mayor celeridad: en ella, en tono nunca conocido hasta entonces, reconocían al Emperador el derecho a juzgar de la ortodoxia de los clérigos.

Al ver que junto a Atanasio, contra todo lo imaginable, habían sido admitidos también cinco obispos egipcios, Adamanto, Anubión, Agatamon, Arbetron y Pedro, y que ya no cabía aducir la encuesta de la Mareótide —asunto tedioso, viejo y desacreditado, como todo lo de Tiro, por la carta de Constantino—, recurrieron in situ a una acusación de tinte político, y que Constantino había demostrado en el pasado cortar de raíz del modo más expeditivo. Acusaron a Atanasio de sabotear el transporte de trigo a Constantinopla, un asunto vital. El fantasma de Sópatro, ajusticiado por algo similar, aleteó en la reunión. Atanasio respondió que cómo un hombre privado y sin recursos podía hacer algo semejante. Eusebio de Nicomedia afirmó bajo juramento que Atanasio era rico y poderoso, y capaz de perpetrar aquello. A Atanasio, desconcertado por un cargo traído in extremis por los pelos, las lágrimas 79 se le saltaron. «Se puede pensar en cualquier frase imprudente, dicha sabe Dios de qué forma, en el ambiente de Atanasio, rápidamente recogida por adversarios, y adaptada ante el Emperador» 80 . La acusación comportaba la pena de muerte ipso facto. En una escena terrible, entre las amenazas de Constantino y el asedio feroz de Eusebio de Nicomedia, con su imponente presencia de ánimo, Atanasio lo juzgó un hecho consumado, y dijo: «El Señor juzgará entre tú y yo». Constantino lo expulsó a Tréveris, donde su hijo Constantino II lo acogió calurosamente en febrero del 336. Atanasio no estuvo nunca seguro de los motivos de Constantino (Hist. Ar. 50). No fue condenado por el Emperador, jurídicamente seguía siendo obispo de Alejandría. La noticia se extendió por Egipto y dio pie a los tumultos. El monje Antonio escribió a Constantino, exculpando a Atanasio de lo que se le imputaba. Constantino respondió acusando a Atanasio de desorden y contumacia, y que aunque en Tiro se habían movido por el odio, obispos circunspectos lo habían condenado 81 . Simultáneamente, Juan Arkaf fue también desterrado.

En todos estos acontecimientos estaba presente Eusebio de Cesarea, mudo y con aires irénicos. De toda la serie de sucesos de Tiro y Jerusalén, Eusebio no dice absolutamente nada. La reticencia raya ya los límites del fraude, y al mencionar asambleas tan ominosas parece estar movido sólo por el intento de lavar su imagen con la referencia de que pronunció un discurso en Jerusalén y otro ante el Emperador en Constantinopla. El año 335 y el Sínodo de Tiro no fueron precisamente hitos de la gloria que buscaba.

De la estancia de Eusebio en Constantinopla en 336, la Vita sólo da la noticia de su discurso (De Laud. I-X). Pero en ese año se celebró allí un Concilio, convocado por Constantino, y en el que se dieron cita los obispos del Ponto, Asia, Tracia y Mesia (Corpus Scriptorum Eccl. Latin. 65, 60). Fue minuciosamente examinado el panfleto de Marcelo de Ancira, en el que atacaba «al gran Eusebio (el de Nicomedia) y al otro (el de Cesarea)». Se le depuso de su sede de Ancira, y se colocó en su lugar a Basilio, médico de renombre 82 . Eusebio de Cesarea estuvo presente.

Un hecho por demás pintoresco y ominoso acaeció probablemente durante este Concilio: la misteriosa y sórdida muerte de Arrio. Rechazado en Alejandría, se dirigió al Emperador 83 . Eusebio de Nicomedia y los suyos forzaron una aprobación e instaron a Alejandro de Constantinopla a que lo aceptara. Éste rechazó al «inventor de la herejía», y los eusebianos organizaron un servicio litúrgico en el que Arrio habría de participar. El obispo Alejandro y Macario, el fiel colaborador de Atanasio, se encerraron en la sacristía entre la desolación y las plegarias. Arrio nunca llegaría a ese servicio religioso: al pasar por el Foro llamado de Constantino, y ver una estatua de él, sintió miedo. Se dirigió rápidamente a unas letrinas que había detrás del Foro, y murió reventado 84 . Inevitablemente, nadie pudo substraerse de ver en ello el dedo de Dios. «Una súbita, irreparable y sempiterna infamia fue su suerte» 85 .

9. LOS ÚLTIMOS AÑOS DE EUSEBIO

El 22 de mayo del 337, día de Pentecostés, en torno al mediodía, el emperador Constantino moría en un suburbio de Nicomedia, y su hijo Constancio II se hacía dueño de la situación al presidir las pomposas exequias. Constantino II, de 22 años, estaba en Tréveris, y Constante, de 17, en Aquileia. Durante el verano un golpe militar aniquilaba en sangre todo tipo de pretensión dinástica entre los miembros y allegados de la familia de Constantino. La cumbre que celebraron los tres hermanos en Viminacio (2 de septiembre del 337) consagraría el reparto del poder cuando se proclamaran augustos, cosa que se realizó el 9 de septiembre del 337.

Nada más morir Constantino, los hijos indultaron a todos los obispos exiliados. La carta fue emitida por Constantino II en Tréveris, pero los dos hermanos, en cuyo nombre fue publicada, no protestaron. El 16 de junio del 337, Constantino II dio a Atanasio ese salvoconducto que lo recomendaba a Alejandría. En la carta, inexactamente, expresaba la idea de su padre de poner en práctica tal decisión conciliatoria, pero que la muerte se lo había impedido 86 .

Entre los exiliados que regresaron figuraban además Asclepas de Gaza, Lucio de Adrianópolis, Pablo de Constantinopla (que había sucedido a Alejandro de Constantinopla, el opositor de Arrio, pero que había firmado la condena de Atanasio) y Marcelo de Ancira. Atanasio no tenía en principio problemas, pues su sede había quedado sin llenar. Los demás regresaban con el ánimo de volver a posesionarse de sus anteriores sedes, canónicamente ocupadas por gente que no tenía ninguna intención de abandonarlas. Atanasio, de regreso de este su primer exilio (tendría otros tres más), reiniciaba así una nueva etapa de la controversia arriana. Ante las insidias de Eusebio de Nicomedia (hizo nombrar obispo de la minúscula comunidad arriana en Alejandría a Pisto, por obra de Segundo de Ptolemaida), Atanasio celebró un Sínodo en Alejandía en el 338, para las provincias de Egipto, Tebaida, Libia y Pentápolis. La carta sinódica 87 es trascendental porque arranca desde Nicea y recrimina a Eusebio de Nicomedia por haberse hecho nombrar obispo de Constantinopla en el Sínodo de la misma ciudad del año 336, dejando su sede de Nicomedia, lo que iba contra los cánones de Nicea y Antioquía, y menciona a Eusebio de Cesarea con un interrogante envenenado 88 , que recordaba el apóstrofe de Potamón en Tiro: «¿No ha sido Eusebio de Cesarea acusado por nuestros confesores, de sacrificar?». Eusebio de Nicomedia respondería a ese Sínodo de Alejandría con otro en Antioquía en 338, donde se nombró irregularmente obispo de Alejandría a Gregorio. Ni premeditadamente se infringirían tantos cánones disciplinares.

Eusebio de Cesarea, testigo presencial de Tiro, Jerusalén, Constantinopla, a partir de entonces no figura activamente en los acontecimientos históricos. Pero el regreso de Marcelo le indujo a emplear la pluma en otro menester que no fuera la composición de la Vita Constantini, en la que estaba enfrascado. Los partidarios arrianos le animaron a ello, pues alguien podría pensar que el Sínodo que lo depuso no era válido. Eusebio compuso el «Contra Marcellum » en dos libros, cuyo prefacio se ha perdido. Pretende demostrar con el tratado que Marcelo es sabeliano, maneja torpemente la citación escriturística y abusa de prohombres respetables, como Asterio, Paulino de Tiro, Eusebio de Nicomedia, Narciso de Neronias, él mismo y Orígenes. En el segundo libro carga a fondo sobre tres tesis de Marcelo, que denotan un teólogo de altísimo vuelo.

La obra siguiente en tres libros, «De ecclesiastica Theologia », la ofrece a Flacilo de Antioquía. Marcelo ya estaba en Ancira, en la efectiva posesión de su sede recobrada. Con esta obra Eusebio prepara el ambiente para la última deposición, que tendrá lugar en un sínodo de obispos, el 339 o el 340, y partirá a Roma. Eusebio no dice nada nuevo, es repetitivo y tedioso, y nunca más crasamente subordinacionista. Al insistir en que el Hijo es hipóstasis diferente del Padre, acude a un símil de la vida ordinaria, creyéndose que por él se mueve en el mismo terreno metafórico que Marcelo había empleado. Dice Eusebio que el Hijo está en relación con el Padre como las estatuas oficiales extendidas por doquier lo están con el Emperador que gobierna. Metáfora por metáfora —el escultor en reflexión consigo mismo de Marcelo, y que dice «¡Ea!», y la estatua de Eusebio—, la analogía de Eusebio parece negar implícitamente la divinidad de Cristo. En Marcelo la enérgeia monádica se hace «operativa» (drastiké), la díada subsigue siendo divina. En Eusebio, empero, la estatua no podrá reclamar jamás la divinidad. Eusebio continuará siendo tendenciosamente criptoarriano.

Entre las muchas que según Johannes Lido compuso Constantino, Eusebio ha venido a escoger la Oratio ad sanctorum coetum como espécimen del pensamiento del emperador. La torpe terminología prenicena de esta obra de Constantino puesta tan en exergo quedó abolida en Nicea, lo que el mismo Constantino pone de relieve en la Carta a la Iglesia de Nicomedia, de junio del 325, al debelar denodadamente el chorismós, la separación arriana entre Cristo y el Padre. Pero Eusebio no ha insertado esta carta crucial en la Vita Const. y añade como apéndice un discurso de ideología superada. Con ello se invita a que los lectores saquen sus conclusiones sobre la teología presuntamente subordinacionista de Constantino.

Se desconoce la fecha exacta de la muerte de Eusebio. Como fue discreto en no dar indicios de su nacimiento, también lo fueron sus contemporáneos al no reflejar en ningún lugar la fecha terminal del hombre más sabio de la época, aunque sólo fuera por el vacío que dejaba en tareas útiles a la Iglesia, al margen de la lucha partidaria. Murió en el anonimato de los superfluos aquel que creara la memoria histórica del Cristianismo con la Historia Ecclesiastica y los Martyres y que había propuesto una teología proyectando un futuro Imperium Romanum Christianum.

Hay que datar su muerte entre el regreso de Atanasio (fecha del salvoconducto, 17 de junio del 337. En esa fecha, presupuesta en la composición de los dos tratados anteriores, también había regresado Marcelo) y el 340, en que muere Constantino II en Aquileia, en guerra con su hermano Constante, descontento por el reparto de Viminacio. En el Sínodo de Antioquía convocado por Constancio II —con motivo de las Encaenia del «Octógono» iniciado por Constantino el Grande diez años atrás—, en el otoño del 341, y a iniciativa de Eusebio de Nicomedia (como réplica al de Roma convocado por Julio), Eusebio de Cesarea ya no está presente, y sí Acacio, su sucesor y que representa a Cesarea. Éste desempeñó un papel activo 89 , y expuso ideas de Eusebio de Cesarea sobre Cristo.

Eusebio tampoco figura entre los signatarios orientales que rehusaron asistir al Concilio de Roma convocado por Julio. Curiosamente el apelativo de «arriano» fue considerado por los orientales arrianos como un insulto: «¿Cómo nosotros, obispos, íbamos a seguir a un presbítero (Arrio)?».

Acacio escribió un panegírico sobre Eusebio 90 , que no nos ha llegado. En el martirologio siríaco, que se apoya en el calendario de Nicomedia, tal vez empezado por Constancio, figura como «dies depositionis» el 30 de mayo, muy probablemente del 339.

10. EUSEBIO Y CONSTANTINO

T. D. Barnes 91 repara en un contraste notable. La Vita Constantini presenta la imagen de un Constantino que ha sido discutida, y de rebote, ha puesto en tela de juicio la autenticidad de toda la obra. Sin embargo, se ha aceptado sin más la imagen que de sí mismo ofrece Eusebio en relación con Constantino. Sugiere que fue cercano, y de ahí, por amplificación, se induce que fue un constante consejero áulico, un confidente del Emperador, su «grey eminence».

Esta apreciación se observa en Barber Lightfoot 92 , en Moreau 93 , que traduce casi al pie de la letra el parecer de Lightfoot. A. Momigliano 94 no duda en llamar a Eusebio «el astuto y moral consejero del emperador Constantino». Y ya es conocido el argumento básico de Henri Grégoire, de que, al conocer Eusebio muy bien a Constantino, a título de consejero áulico, no podía cometer errores de bulto (los foedissimi errores de Valesius) que hay en la Vita Const.; y por tanto, era apócrifa o estaba interpolada. Una apreciación mucho más real, donde la ironía es malicia quintaesenciada, pero muy aceptable, la ofrece Ed. Schwartz 95 : para el ojo infalible del príncipe que sopesa lo que los hombres pueden dar de sí, Eusebio sólo sirvió como proveedor de una buena edición en su taller de los evangelios, y como confidente de un crucial secreto de Estado: la revelación de su conversión, que legitimaba el culto a la mortífera arma del lábaro.

En rigor, ateniéndonos a la Vita Const. (que es el texto al que se atienen los que ven en Eusebio casi un Richelieu), los datos que aporta sobre sus relaciones personales y epistolares no dan tanto pie a las deducciones amplificatorias que se han sacado de ellas. «Hechos básicos de geografía y cronología contradicen este retrato convencional» 96 . Eusebio no reside en la capital o en sus cercanías, como su homónimo en Nicomedia, el arzobispado por antonomasia; no fue el asesor áulico detrás de cada gesto o palabra. Constantino jamás tuvo algo parecido. El mismo Osio tuvo un papel muy limitado, puntual y casi menestral. Probablemente Eusebio no vio a Constantino más de cinco veces: en el 302 ó 303 (Vita Const. I 19), en 325 en Nicea, en 327 en Nicomedia, en noviembre del 335 integrando el grupo de «los seis», y en el verano del 336, en el Sínodo de Constantinopla.

Tampoco el intercambio epistolar fue lo abundante que se supondría en una relación estrecha: en total seis cartas (Vita Const. II 43; II 45, 2; III 51, 1; III 61; IV 35; IV 36). Las dos últimas tienen un tono de respeto, pero no de intimidad. No es escéptico, dice Barnes 97 , suponer que Eusebio cita todo de lo que dispone. Su palpable vanidad le habría movido a mencionar cartas más numerosas y significativas.

En rigor, Constantino tenía un concepto muy claro y «penitencial» de sí mismo —en contraste con toda la especulación eikṓn/mímēsis eusebiana (véase Introducción: Imagen arquetípica)— y de Cristo, así como del papel de la Iglesia, por más que compartiera un legado común de la apologética. El error básico de Alistair Kee 98 es dar por sentado que Eusebio era el portavoz oficial de Constantino, al haberse así autoproclamado (Basilikos Syngramma = De Laudibus 11-18). No consta que Constantino se lo propusiera o que lo aceptara.

En lo que respecta a Cristo, tres documentos constantinianos hay reveladoramente silenciados por Eusebio en la Historia y en la Vita Constantini. Evidentemente, si se les atetiza, se puede construir cualquier especulación fantástica. Tan acrítico es aceptar todo lo que procede de Constantino (Lietzmann) como negarlo. El primer escrito de interés es la Carta a los obispos reunidos en Arlés (314). Inequívocas expresiones recorren la carta: «antistites Christi salvatoris » («Salvador», sōtḗr generalmente se reserva a Dios); «oh vere victrix providentia Christi »; «clementia Christi »; «postulant iudicium, ipse qui iudicium Christi especto »; «magisterio Christi sunt edocti, sic de Christo sentire salvatore »; «meique mementote ut mei salvator semper misereatur ».

La «Carta a la Iglesia de Nicomedia» 99 es toda una reflexión polémica contra la «separación» (el chorismós ) entre Cristo y el Padre que defendía Arrio: es, con otras palabras, la afirmación implícita del homooúsios que se acababa de proclamar en Nicea (la carta es de junio-julio del 325). Por algo se silenció. La «Carta a Arrio y sus compañeros» 100 empieza con Christe, Christe, kýrie, kýrie! e insiste en la imposibilidad de una xenē hypóstasis del Hijo: a éste Dios «lo engendró eternamente y sin comienzo». En este contexto, Constantino hace una rotunda declaración dogmática: «Sé que la plenitud de la potencia superior y que atraviesa todas las cosas del Padre, y el Hijo son una sola esencia». No se puede discrepar más ruidosamente de Eusebio.

11. EUSEBIO COMO ESCRITOR Y COMO CARÁCTER

Eusebio es uno de los escritores más prolíficos de la Antigüedad, y su labor cubrió casi todos los campos de la enseñanza teológica. Fue, alternativamente, historiador, apologista, topógrafo, exégeta, crítico, predicador y dogmático. Su vertiente de historiador es la mejor conocida, pero su contribución en los otros campos es irreemplazable. Sin embargo, se producirá cierto desencanto si se busca la huella del genio literario en sus páginas. Eusebio no posee la mente creativa de un Orígenes o un Agustín. Su grandeza descansa en la vasta erudición. Su poder de adquisición es formidable, y su diligencia, infatigable. Poseía el instinto literario e histórico que le hacía seleccionar entre montañas de conocimientos los que de verdad merecen la pena contarse al mundo. Y así, tuvo la habilidad de hacer algo más que adquirir masa sapiencial: supo comunicarla, y hacerla útil a los demás. A pesar de ello, las enormes oportunidades que le brindaba el conocer tanta información no siempre son aprovechadas. No tiene la alta cualidad del genio que sabe interpretar las variadas fuerzas entre tantos hechos, y descubrir los principios rectores que hacen inteligible al conjunto. Lo más probable es que supiera todo sobre Constantino, y, fascinado, lo hizo epicentro de la historia, arquetipo del monarca venidero y meta escatológica de todos los tiempos. Sin embargo, para tratar de cerca su figura, no se le ocurre otro género que el menos indicado para llevarlo a cabo: el encomio de Menandro, que constriñe hasta extremos de fraude, no permite la censura y da licencia para inventar. Al elegir Eusebio este tipo de exposición, premeditadamente se estaba cerrando a la comprensión en profundidad de Constantino, a la percepción de las sombras y las luces del retrato. De lejos, contrapone a Constantino frente a todos los tiranos de un modo simplista y obtuso, aplicando el esquema precristiano, adoptado inmediatamente por la apologética, del tirano castigado por Dios. Eusebio había perdido la ocasión.

El segundo desencanto se sufre cuando se espera un refinado gusto literario o un dominio en el campo de la composición. Su estilo es, en general, pomposo, obscuro y digresivo; su gusto, vicioso. Cuando se hace elocuente, resulta pretencioso, y la mezcla de metáforas es cuando menos chocante. Nunca se supo de un general que trajera mercancías, pero Eusebio así define al Apóstol Pedro 101 .

Su manera de escribir es un reflejo de su carácter, y como escribía, así era Eusebio. Más acumulativo que productivo, más pedestre que genial, más registral que especulativo. En el orden religioso, llama la atención en un hombre de la Iglesia, sin ninguna dispersión que lo desviara de ese solo centro, lo estereotipado de sus expresiones, sin una nota personal. Casi no hay una página sin que salga el nombre de Dios, y sin embargo, no hay el más pequeño temblor de emoción religiosa. Cualquier neoplatónico es más trémulo en la vivencia religiosa. En este sentido, dio en el clavo Schwartz cuando pensaba que Eusebio era demasiado astuto como para permutar sus golosos goces entre libros por una vida comprometida y hondamente pastoral como la de obispo de Antioquía. Más despiadado en su juicio es John Henry Newman: «Parece haber tenido los pecados y las virtudes del mero hombre de letras; nunca poderosamente excitado ni para el bien ni para el mal, sin el apremiante interés por la causa de la verdad y los riesgos de la grandeza secular, en comparación con la comodidad y pequeños goces del ocio literario» 102 . «La acusación grave bajo la cual está, no es la de arrianizar, sino la de corromper la simplicidad evangélica con el espíritu ecléctico. Mostrando el ambiguo lenguaje de las escuelas como refugio, y su imitación alejandrina como argumento contra los ortodoxos, su conducta dio pábulo a la máxima secular de que la diferencia de credos es un asunto de importancia menor, y de que, con tal de profesar dentro de los límites de la Escritura, podemos especular como filósofos, y vivir como el mundo» 103 .

No acaba ahí el perfil de Eusebio, obispo de Cesarea, ileso de la persecución, romanófilo, hombre de mentalidad ecléctica, a gusto en la soledad de sus libros, entre vastas concepciones.

Eusebio fue un doctrinario, un conspirador, que, en la trama contra los niceanos que se creó nada más acabar el Concilio de Nicea, desempeñó el papel de ideólogo en la sombra, se encargó de redactar los documentos sinodales inequívocos, los cánones de largo alcance y las exposiciones teóricas sobre lo que pretendía, en tanto que el otro Eusebio, el de Nicomedia, con su afán de poder y presencia de ánimo se encargó de hacer caer en la tela de araña a Atanasio. Desde la primera hora del estallido arriano estuvo con Arrio: la carta a Eufrantión de Balanea es del 318, y la enviada a Alejandro de Alejandría, del 320. Cuando los padres sinodales de Tiro (335) advierten la fuga de Atanasio, parten hacia Constantinopla seis conspiradores, entre ellos nuestro Eusebio, a la caza de Atanasio, y ante el Emperador, hacen una acusación de orden jurídico, no dogmático, que implica la última pena.

Por fin, las cosas eran lo que eran, pues los padres sinodales que juzgaban a Atanasio de desacato al Emperador porque éste había dictado, sobre un tema dogmático, que se aceptara a Arrio (intrusión mundanoimperial en los asuntos dogmático-eclesiales que nunca admitió Atanasio), ahora cambian los cargos. Lo que comenzó en sutilezas sobre el Lógos, acabó en una sórdida acusación de derecho penal. Lo cual era lógico: unos meses más tarde, Eusebio expondría su teoría de un Emperador-Hierofante-Didáscalos, Nuevo Moisés, «imagen» del Padre, y en «imitación» del Lógos. Un emperador sacralizado lo podía juzgar todo, porque todo era lo mismo. Eusebio, un halcón con plumaje de paloma («a hawk with dove’s plumage» —V. Twomey—), conspiró para ello, y lo expuso en 336, con el más bombástico estilo.

III. LA VITA CONSTANTINI

1. CUESTIONES ECDÓTICAS

Nombre

El nombre latino Vita Constantini (que induce a equívocos, porque alude a lo que estrictamente no es, una vita, un bíos ), procede de la primera traducción al latín llevada a cabo por Stephanus (Robert Estienne, 1503-1559), en un solo tomo, juntamente con la Historia ecclesiastica de Eusebio, editado en París, en 1544. En todos los manuscritos hay el título Eusebiou tou Pamphilou eis ton bíon tou makariou Konstantinou basileos. En el Carmen Ebedjesu, en versión siria, se encuentra un catálogo (traducción del De viris illustribus, de Jerónimo) en el que, caso único, reza el título Historia Constantini. Pese a que la obra fluctúa entre el elegido género encomiástico, la biografía, y el afán documentalista del historiador Eusebio, la línea de la obra, el «sōma », que dice Eusebio, sigue fiel al título Eis ton bíon, «Sobre la vida », que hemos traducido.

Autor

Eusebio de Cesarea siempre fue considerado el autor; sólo en la modernidad se le ha discutido su papel infructuosamente, so pretexto de presuntos errores foedissimi , inexcusables en un contemporáneo que conoció a Constantino (Vid. «Autenticidad»).

Fecha de composición

El «terminus post quem» del comienzo de su redacción se deduce del mismo exordio de la obra, de la misma primera página del texto y de las que siguen, pues habla de un Emperador fenecido. El «terminus ante quem» sería el 340, fecha en que muere su hijo Constantino II frente a su hermano Constante en Aquileia: la Vita Const. todavía considera vivo a este Emperador, y forzosamente también en 341, fecha del Concilio de Antioquía, al que Eusebio ya no asiste.

«Kephálaia », «tituli »

En los manuscritos, los kephálaia (títulos de los capítulos, algunos de línea y media) están adosados como un bloque cerrado ante cada libro. En el manuscrito A (el Parisinus 1437, el Regius de Stephanus), están todos los de los cuatro libros adosados al primero. En el V (el Vaticanus 149) están, además, añadidos por los márgenes superior e inferior. En el M (Marcianus 340) figuran delante de los correspondientes capítulos. El número de capítulos varía según los manuscritos. Así, el Vaticanus ofrece para el libro IV 85 capítulos, cuando en la edición de Winkelmann lleva 75. Todo depende de la fragmentación del texto.

Valesius e Ivar Heikel rehusaron la autenticidad de estos títulos, es decir, negaron que procedieran de la mano de Eusebio. La argumentación se basó, en primer lugar, en su diferente estilo respecto al del texto eusebiano. En segundo lugar, resultaba imposible que comparecieran todos los tituli en un encomio, fraccionando un contínuum en períodos. Y en tercer lugar, en los kephálaia se habla de Eusebio de Cesarea en tercera persona. Giorgio Pasquali 104 y E. Schwartz 105 defendieron la autoría de Eusebio, observando que en los tituli aparecían noticias nuevas imposibles de adivinar por un lector. Hoy se sostiene que el redactor sería uno muy cercano a los hechos: más tarde habría sido muy difícil efectuar las identificaciones. El griego de los kephálaia es tan trivial que no llega estilísticamente al peor texto eusebiano. Confundir, finalmente, Galerio 106 o Maximino 107 con Maximiano, sólo podía hacerlo un epígono.

Texto crítico y manuscritos

El texto griego que ha servido para hacer la traducción ha sido establecido por Fridhelm Winkelmann 108 . Su inmenso trabajo, puesto de manifiesto en la «Introducción» de Griechische Christliche Schrifsteller, pero sobre todo, en su investigación «Die Textbezeugung der Vita Constantini des Eusebius von Caesarea» 109 , ha proporcionado un material definitivo.

Ediciones y traducciones

No han sido muchas las ediciones y traducciones de la Vita Const. Desde que Robert Estienne «Stephanus» publicó por primera vez el texto griego en 1544, se han sucedido las traducciones latinas de Jean Porthaise «Portesius» († después de 1594) en 1548; Wolfgang Mäuslin «Musculus» (1497-1563) en 1549 (Curterius le acusaría de errores, partim ignavia, partim de industria ); John Christopherson «Christophorsonus» († 1558) en 1569 (Curterius la calificó de piam quidem et catholicam, sed inchoatam potius quam exactam); la Editio Genevensis en 1612 (texto de Stephanus y traducción de Christophorsonus, edición de Suffridus Petrus y publicada por Severin Binnius); la edición y traducción latina de Henry de Valois «Valesius» (1603-1676) de 1659, con anotaciones de enorme agudeza y ponderada erudición, siendo la traducción perfecta: un trabajo elogiado sin ambages por Schwartz 110 ; la de William Reading (1674-1744) de 1720 (edición de Valesius); la de J. P. Migne en 1857 acogida a su Patrologia Graeca, y que es la edición de Valesius, con sus notas diseminadas, más algunas propias (ha sido el texto que ha servido a todos los estudiosos hasta aún después de Heikel y Winkelmann); la de Ernst Christoph Philip Zimmermann (1786-1832) de 1822, que modifica no poco la traducción de Valesius; la edición Friedrich Arnold Heinichen (1805-1877), aparecida en 1830, no va más allá de las de Valesius, con algunas notas propias, Reading y Stroth (Schwartz la tachó cáusticamente de «prolija sopa boba»: ein breites Wassersuppen ).

La edición del finés Ivar Heikel, que apareció en 1902 como el tomo primero de GCS, supuso un progreso fundamental. Su aportación a la autenticidad de la Vita Const. es crucial. En el año 1975 aparece la edición de Friedhelm Winkelmann, como Tomo Primero, Parte Primera de «Eusebius Werke », en la serie GCS. Sólo se puede decir que su trabajo es ktḗma eìs aeí.

Traducciones a lenguas nacionales

Es Centroeuropa donde se realizó la traducción más antigua a una lengua nacional. La llevó a cabo el humanista checo Jan Kozin Z. Kozinetu (1543-1610) sirviéndose de una traducción latina. La primera traducción al alemán se debe a Friedrich Andres Stroth (1750-1785); siguió la edición de Valesius y es muy fiel al texto. En la colección «Bibliothek der Kirchenväter » ofreció J. Molzberger una primera edición de la traducción alemana (1880), siguiendo la edición de Heinichen. La misma colección deparó una segunda edición traducida por Johannes Maria Pfättisch sobre la edición de Heikel.

El poeta y traductor Wye Salton-Stall (floruit 1630-40) realizó la versión inglesa más antigua en 1636 partiendo de un texto latino. En 1845 S. Bagster publicó la versión inglesa de Hist. Eccl. y Vita Const., y en 1890, E. C. Richardson la publica otra vez, en Nicene and Post-Nicene Fathers (2.a serie, vol. I, Erdmanns).

En lengua rusa existe una versión de las obras de Eusebio en dos tomos 111 ; la traducción de la Vita. Const. corre a cargo de Kurganov.

En francés, por el momento, sólo existe la vieja traducción de Louis Cousin.

Una modernísima traducción de la Vita Constantini, sobre texto griego de F. Winkelmann, la constituye Sulla Vita di Costantino, por Luigi Tartaglia (en la colección Associazione di Studi Tardoantichi, M. D’Auria, Nápoles, 1984). Entre sus muchos méritos (que nos han beneficiado) está el de haber abordado por primera vez la Vita, tras la enorme polémica que la ha envuelto.

Nuestra traducción

Se presenta en 1990, en Salamanca, como una parte de la tesis doctoral Vita Constantini, de Eusebio de Cesarea: traducción y anotaciones. Discusión y comentario, realizada por el que esto escribe y ofrece en esta edición. Se sigue el texto crítico de Friedhelm Winkelmann, y, a nuestro entender, es la primera en castellano.

Los criterios que la han guiado han sido el de la economía verbal; el respeto al registro encomiástico, sin aculturar con interferencias (en un texto del s. IV no cabe la voz «dictador», por ejemplo, por su gravidez decimonónica o actual); reproducción rítmica del período eusebiano hasta donde es posible. En la Introducción y notas se da una interpretación, y por ello una reelección bibliográfica, lo que comporta un compromiso y una irremediable arriesgada contención.

2. CUESTIONES ESTILÍSTICAS

De entrada hay que distinguir entre el texto eusebiano y los quince documentos de Constantino alojados en la Vita Const., dos de ellos edictos, en cuyo griego es donde más claramente afloran los calcos del latín cancilleresco en que fueron redactados. Ésta es la principal característica de los escritos de Constantino incrustados en la Vita Const.: la latinidad de su substrato, que investigó Heikel de manera irrefutable, y que Pasquali sacó a la luz en el edicto Vita Const. II 24-42. «Entre los dos textos, la forma es del todo diversa: fluida, suelta, artística en Eusebio; inquieta, nerviosa, abrupta y latinizante en las fuentes (15 documentos de Constantino). Faltan por completo en éstas el ritmo y la construcción periódica» 112 .

Género literario (encomio, biografía, historia)

F. Leo 113 lo define con exactitud: «Un enkṓmion en cuatro libros, de título semibiográfico, de contenido semihistórico, de estilo totalmente retórico, y de tendencia eclesiástica» (habría que decir imperial-eclesiástica).

Ivar Heikel 114 en su edición de la Vita Const. hace un detallado examen de su estructura, y descubre no sólo afinidades palpables, sino pedisecua aplicación del sistema desarrollado por el rétor Menandro de Laodicea (s. III ) en Perì Epideiktikṓn, sobre el basilikós lógos para escolares, o de ocasión. La idea ya le había surgido, como siempre, a Valesius.

El discurso es un ENCOMIO del Emperador. Se ceñirá a la amplificación (ayxēsis) de los aspectos buenos, y no asumirá nada dudoso o discutible. En los proemios se desarrollará la grandeza del Emperador, lo inabordable de la empresa, el fin de la piedad con empleo de ejemplos inmensos: «como el mar, así...». En la diapóresis exclamará «por dónde empezar». Se explayará en tópicos de patria, linaje, nacimiento espectacular, aspecto físico, crianza, educación, carácter, cualidades. Menandro da el consejo de introducir pequeños proemios y efectuar analogías constantes 114 bis .

Sus acciones (práxeis) se dividirán en bélicas y pacíficas, con énfasis en la piedad fiscal. Aporta un recurso «moderno», la ánesis, o dar la voz a un río, un paraje. Los epílogos describirán la felicidad general, y solicitará oraciones por él. Al final habrá una afirmación de su figura sin igual.

Son dignos de nota algunos principios fundamentales con que Menandro suele comentar el desarrollo de su sistema: hay que exagerar lo bueno, velar lo dudoso; en el caso de que no haya nada noble en la familia, hacerlo origen de un nuevo linaje, adoptando un aire de superioridad ante los que elogian tales cosas; la perla de todo el discurso es 371, 11, cuando exhorta a fingir, en caso de que no haya cosas dignas de nota, y aduce que el oyente no tiene tiempo ni modo de verificar lo que se le dice; cuando se hace la valoración global de su gobierno frente a los anteriores, no se debe descalificar, pues es tosco (Eusebio introdujo dos vituperationes; estaba fascinado por Constantino, pero no era «corto de vista», y sangraba por sus heridas).

Dadas las intenciones de Eusebio, de ensalzar el arquetipo del monarca futuro del Imperio Cristiano, el sistema de Menandro le dio el libro hecho, y la justificación a priori de que en un panegírico hay que silenciar. No habló entonces:

— De la Primera Guerra liciniana, la Cibalense, por dudosa y tangencial al expreso objetivo estampado en I 11, 1: «la vida piadosa».

— De la muerte de su hijo Crispo, y de su mujer Fausta (I 47 pasa volando sobre ello).

— De la matanza, en el verano del 337, de pretendientes potenciales al trono.

— De que hubo un interregno acéfalo y angustioso desde el 22 de mayo del 337 al 9 de septiembre del 337. La amplificación se extrema haciendo creer que Constantino había repartido el reino entre sus tres hijos (silencia a Dalmacio, cuarto césar, y asesinado) y que parecía que aún vivía.

— De la muerte de Sópatro.

Forzosamente tampoco tienen cabida en la Vita Const.:

— El Concilio de Antioquía del 324, en el que Eusebio es excomulgado.

— El cometido fundamental y pormenores de Nicea y homooúsios.

— El Concilio de Antioquía del 327, que depuso a Eustacio, presidiéndolo Eusebio, y a otros compañeros niceanos.

— El motivo del Sínodo de Nicomedia del 328, que admitió a Arrio y Euzoio.

— El Concilio de Cesarea del 334, presidido por Eusebio, para inculpar a Atanasio. Sufrió el desaire de que éste no asistiera.

— El móvil del bochornoso Sínodo de Tiro.

— La Carta Sinodal del Concilio de Jerusalén 115 , en que por primera vez se hace al Emperador árbitro y juez en cuestiones dogmáticas.

— Atanasio, su gran antítesis, ni Marcelo de Ancira, contra quien escribió sus dos últimos libros.

— Ni su participación en el grupo de los «seis» que plantearon a Constantino una acusación fantástica contra Atanasio.

— Ni su participación en la reacción antinicena.

En dos aspectos no sigue a Menandro: en la vituperatio sistemática de los emperadores perseguidores anteriores, y en la introducción del juramento del Emperador como prueba de su visión de la cruz.

Un rasgo elegante del encomio, por derivación, es la anonimia de nombres propios, y substituirlos por una perífrasis que identifique al personaje con la misma inequivocidad. Por un lado, significa un reto para el orador el sintetizar epigramáticamente al individuo de modo que se sepa quién es sin nombrarlo; por otro lado, y más importante, se evita que el nombre propio detraiga por asociación algo del lustre que sólo el homenajeado en el eulogio se merece. Al respecto, ni Eusebio ni su modelo Menandro crearon el procedimiento. Ya en las Res Gestae de Augusto se practica esta especie de «damning anonimity» (R. T. Riddley). Sólo el nombre del Emperador campea a lo largo de la Vita Const. como imán de todas las atenciones sin que ningún nombre propio concite hacia sí una furtiva mirada. Los adversarios, por descontado, se llevan el más ominoso anonimato (a excepción de dos veces Licinio y Majencio, una Nerón). Para conocimiento nuestro, se habría deseado menos discreción.

Entre los estudiosos, G. Ruhbach 116 , ha puesto el acento más que en el carácter de encomio, en el de BIOGRAFÍA , asimilando la Vita Const. al género plutarqueo. Es visible la persistente síncrisis Constantino/perseguidores, que, mutatis mutandis, es tan querida a Plutarco. F. Leo, por su parte, hacía notar cómo los capítulos 52, 4 y 55 del libro IV, con el énfasis en la muerte próxima del Emperador, con la indicación de la duración de su reinado y de su vida, con los detalles sobre su estado y fuerza física, así como sobre sus ocupaciones literarias, reclamaban el marchamo de Suetonio. Crivellucci propuso como modelo a Eumelo y Nazario, lo que es impensable. Schwartz ya había propuesto para Eusebio el modelo del bíos de Filón de Alejandría.

La Vita Constantini asume una función paradigmática: en I 3, 4, dice que Constantino era un «ejemplo palmario», y en I 5, 2, lo hace «maestro», dos términos básicos de la doctrina del Triakontaeterikós. Adoptando el sistema de Menandro, Eusebio innova haciendo un relato cronológico de «acciones», una biografía ni plutarquea ni suetoniana, sino biografía cristiana: encomio y paradigma. Donde el género coloca la «suerte», el orador cristiano instala a Dios, y las virtudes son la «piedad» y la «filantropía». El ámbito pagano queda entre paréntesis, y entran en su espacio las historias edificantes. Se diría que Eusebio es el primer cristiano que emplea el molde pagano del encomio para un contenido cristiano.

A las dos características tratadas, la encomiástica y la biográfica, vino a sumarse la de ser HISTORIA . Dos elementos tipológicos de la historia irrumpen en el entramado. Uno es el tono casi de «historia» que adquieren las secciones de las guerras contra Majencio y Licinio. El segundo es la inserción de quince documentos: trece cartas y dos edictos de Constantino. El autor dice que conoce muchas otras disposiciones legales y cartas que podrían constituir un libro, si tuviese el tiempo para dedicarlo a él, y que dispone de correspondencia confidencial sobre los acontecimientos de Eustacio de Antioquía, que no debe aportar. Esta inserción de documentos, así como el encadenamiento cronológico de las «acciones» revelan al historiador de la Hist. Eccles. Pero tampoco se dejó atenazar Eusebio por el tono histórico que iba tomando la obra, dados sus resabios profesionales, ni por la peligrosa biografía (en estos géneros, él como historiador, y Plutarco como biógrafo, habían demostrado que había que decirlo todo, las virtudes y los defectos), sino que se atuvo al género encomiástico, «pues así podía dejar en la vía muerta los temas antipáticos del modo más elegante» (Winkelmann).

Lengua. Retórica. Rítmica

A tenor del género literario elegido, el encṓmion , y la grandeza del objeto, es visible el esfuerzo de Eusebio por expresarse en una lengua elegante, elevada, netamente aticista (revitalización del optativo potencial y oblicuo, «syntaxis congruentiae», confusiones entre las negaciones ou y mē, schema chakidiakon ), con empleo de formas poéticas, de viejo y nuevo cuño, un griego, en suma, pomposo y amanerado (toda la retórica trópica y esquemática, de dicción y de concepto, comparece, siendo la antítesis la figura más empleada: en III 1, 2-7, se articulan treinta y ocho líneas en quince antítesis).

Eusebio rehúye el orden normal de las palabras. El empleo regular del párrafo largo, el uso sistemático de la retórica, y la colocación del verbo en el sitio más inesperado, hacen una prosa alambicada. En cuanto al ritmo, no hay un sistema intencionado de cuantificación clausular. Aquí y allá se encuentran agrupaciones rítmicas, muy del gusto aticista de la época, pero imposible de catalogar: el intento de Heikel de escandir el proemio revela una intención genérica de componer una prosa sonora, sin más.

En cualquier caso, la lengua de la Vita Const. no es uniforme. Básicamente es griego de la koinḗ , y Eusebio, ningún rétor, ningún estilista profesional y de formación, sino un hombre de la praxis eclesiástica, en el que se advierte el influjo que el estudio de la Biblia, la literatura patrística y el uso del griego común eclesiástico han ejercido sobre él, es un compilador de material, un hombre de biblioteca, al que, visto en el conjunto de su obra, el contenido importa más que la forma. Algunas desigualdades de estilo evidencian que no dio la última mano al texto, si bien no todas le son achacables: la mala tradición manuscrita ha permitido que se hayan introducido tardíos elementos vulgares.

Autoplagio. Autointerpolación

Dos novedades formales hacen que se perturbe el pretencioso ropaje de la obra: el vicio imperdonable del autoplagio, la autocita de otras obras suyas pedestremente redactadas, y la autointerpolación de documentos cancillerescos, que no sólo desdice del escritor que premeditadamente se repite y abdica del esfuerzo continuado de la creación poética en que se ha embarcado, sino que disrumpe el tono escrupulosamente artístico. En realidad, no se sabe muy bien qué quiso hacer Eusebio con la Vita Constantini; hay desigualdad en la lengua, y hay desigualdad de enfoque: el encomio de Menandro le permite inventar, pero él empotra documentos como pruebas para ciegos. Entonces, ¿para qué escoge el encomio? El genus es sublime, pero se autoplagia con autocitas pedestres. ¿Para qué, entonces, se esfuerza por ennoblecer la lengua?

Eusebio no cita la procedencia, pero rara vez copia los fragmentos en toda su literalidad. En la Vita Const. se encuentran 23 pasajes tomados de la Hist. Eccl. (en las notas se hace la identificación), en donde son más de fiar. Una autocita del De Laudibus está comprobada por Heikel. Los quince documentos de Constantino que Eusebio insertó en la Vita Const. se especifican más abajo en el apartado «El contenido material».

El análisis estructural de T. D. Barnes 117 interpreta el desorden de la obra como una coexistencia de dos proyectos, el uno canónicamente apologético, del estilo del De mortibus de Lactancio (y del que quedan abundantes restos), y el otro, que tras una «mature reflection», cancelaría el anterior para ceñirse a la vida piadosa de Constantino. La obra crecería con el desorden típico de algo en ciernes: materiales acumulados, «ductus» narrativo, ya cronológico, ya temático, documentos incrustados. La muerte dejaría los planes sin ensamblar.

3. EL CONTENIDO MATERIAL

La trama, el contenido material que se desenvuelve a lo largo de los cuatro libros (I, 59 capítulos; II, 73; III, 66, y IV, 75), argumentalmente se vertebra en diez secciones.

1)

Proemio. I 1-11: La muerte de Constantino. TESIS : Dios premia a los emperadores piadosos, y castiga a los tiranos. Premio de Constantino. El éxito de la vida de Constantino. Síncrisis con Ciro, con Alejandro. Herencia de Cloro, legado a los hijos. Utilidad de esta obra. FIN : «escribir y hablar sólo de lo que atañe a la vida de religiosa piedad».

2)

I 12-24: La juventud de Constantino, el padre Constancio, el acceso al trono.

3)

I 25-48: La campaña contra Majencio (visión de la cruz y elaboración del lábaro), gobierno en Occidente y motivaciones cristianas.

4)

I 49-II 60: La guerra contra Licinio encabalgando los lib. I y II. Documentos: «Edict. ad provinciales ». Carta a Eusebio. «Edict. ad orientales ».

5)

II 61-III 24: La controversia arriana encabalgando los libros II y III, mediante una síncrisis descontextualizada entre Constantino y Licinio. Concilio de Nicea. Documentos: Carta «A Arrio y Alejandro » (en II). Carta sobre Nicea (en III).

6)

III 25-58: La construcción de basílicas y la destrucción de templos idolátricos. Santificación de Constantinopla. Documentos: Dos Cartas a Macario, obispo de Jerusalén.

7)

III 59-66: Medidas de Constantino contra las controversias de la Iglesia y los herejes. Documentos: Carta a los Antioquenos. Carta a Eusebio. Carta a los obispos reunidos en Antioquía. Carta «ad haereses ».

8)

IV 1-13: La política interior y exterior. Documento: Carta a Sapor, rey de Persia.

9)

IV 14-39: La legislación cristiana de Constantino. Documentos: Dos Cartas a Eusebio.

10)

IV, 40-75: Los últimos años de Constantino. Concilios de Tiro y Jerusalén. Documento: Carta al sínodo de Tiro. Muerte y funerales de Constantino.

4. COMPOSICIÓN

La sección de las «acciones» y los capítulos conclusivos de la Vita Const. parecen compilaciones de materiales insuficientemente conformados. La impresión es que se han reunido a toda prisa. A ello corresponden las desigualdades, las fracturas, los saltos. El espectáculo que ofrece tan desmañada compilación fue una de las objeciones a su autenticidad, pareciendo casi probada la intervención de manos falsarias por doquier. Las objeciones más graves se refieren al fondo, a la credibilidad, viendo en las interpolaciones de secciones enteras intentos de modificar interesadamente la imagen del buen emperador que trazó Eusebio.

G. Pasquali 118 fue el primero en lanzar la tesis (aceptada, menos por Baynes) de que, en cuanto Eusebio se enteró de la muerte de Constantino (22 de mayo del 337), concibió el plan de dedicarle un panegírico. El viejo obispo lo compondría aprisa, pero los acontecimientos se iban acelerando, e iba haciendo modificaciones a medida que llegaban las noticias. Como él había ligado a la obra objetivos de política eclesiástica, lo que empezó siendo un encomio acabó siendo un panfleto. El principio estilístico de no alojar documentos se desechó. No obstante, las suturas están tan mal hechas, que, a veces, documento (introducido en un segundo borrador) y extracto del mismo (idea primera) están juntos. Ante nosotros hay, pues, un libro en un estado del todo imperfecto, inmaduro para la publicación. Una aporía subsiste: por qué Eusebio no sometió la obra a una revisión integral. Pasquali sostiene que Eusebio murió, la labor de pulido final quedó coagulada, y Acacio, su albacea, publicó su obra póstuma. «El libro ha sido publicado con la misma piedad y la misma falta de comprensión con que Filipo de Opunte publicó las Leyes de Platón. Miras políticas también impulsaron la publicación».

¿Cuáles son esas desigualdades? Sólo enumerando las principales, el caso más vistoso es II 20-42: el proyecto original era diluir el edicto (lo que hace en II 20-21); más tarde opta por incrustar el edicto, y «el lector desprevenido se figura dos leyes». La carta III 17-20 no figuraba en el borrador, pues está aludida en c. 22. Finalmente, mientras de los capítulos 66-67, primeros párrafos del 69, y 73-75 se deduce que tras la muerte de Constantino no va a haber más augustos, por el final del 69 y 72 se anuncia lo opuesto, es decir, los hijos son proclamados augustos. Cuando se entera de la muerte de Dalmacio y Anibaliano, cambia la redacción, y se alude ex eventu a la inmortalidad por la multiplicación de sus hijos, y I 22 es un añadido congruente.

5. «SITZ IM LEBEN »

Las reticencias y las perífrasis que permean el tejido no logran obscurecer del todo el móvil desencadenante. Las perífrasis son lo que son (frustra fit per plura, quod fieri potest per pauciora). Eduard Schwartz había visto en los últimos capítulos de la Historia Eclesiástica ya no propiamente historia: la obra se había ido transformando en un panfleto eclesial y político, y, por la misma naturaleza de los hechos, en un himno a Constantino 119 .

V. Twomey ve los jalones de esa transformación:

En la primera revisión (311): Aureliano no es el emperador romano que persigue, sino el «instrumento de Dios» que aplica un correctivo: la institución romana queda libre de culpa, el martirio es una disciplina, no una corona.

En la tercera revisión (317): timbres de fanfarria describen la campaña contra Majencio por Constantino, análogo de Moisés.

En la transcendental cuarta (326): ya en el 318 ha defendido a Arrio. En 324, sufre la humillación traumática de su excomunión por sus hermanos obispos, y en 325 firma forzado el Credo Niceno, no por sacrificium intellectus, sino por conversión personal a Constantino. El 326, corrige la Historia interpolando:

I 2, 17-27. La idea de Melitón de Sardes del isocronismo Augusto/Cristo, tratada en la Praep. Evangel. y en la Demons. Evangel.

I 6, 1-6. Al no ser Herodes judío, según Africano, las «Sucesiones sacerdotales y reales», legítimas y regulares en Israel, quedan canceladas en sincronismo con el anterior isocronismo.

VIII 1, 1 - VIII 2, 3. La Hist. Eccl. deja de ser una apologética hacia los de fuera para convertirse en una autoflagelación, culpando de las persecuciones al phthónos, la envidia de los obispos. Sibilinamente, con la cita Ps. 88, 40 y el silencio sobre la sucesión episcopal de Roma, tras el apóstata Marcelino, la sucesión apostólica queda cancelada.

Se suprime el apéndice del Hist. Eccl. VIII, y se substituye por Hist. Eccl. VIII 13, 12-14, que hace aparecer a Constantino.

Substituye seis documentos (la traducción de Litterae Licinii , las tres cartas africanas a Anulino y Ceciliano, la Carta a Cresto de Siracusa, y la Carta a Milciades de Roma) por la Gran Himnodia a Constantino, X 8, 1-9, 9.

El sentido de la eclesiología ha variado el rumbo radicalmente hacia el «Emperador Romano Cristiano Constantino». Eusebio «no sólo reconocía el espíritu de los tiempos, sino que se vio atrapado por él» 120 .

A Eusebio le fue natural y forzoso el aprovechar, con la Vita Const., la oportunidad de soldar al relato de la Hist. Eccl. la carrera triunfal de Constantino, que con los nuevos datos había crecido, y refundirlo todo en un himno irrefrenable. La catástrofe de Maximino, asunto muy grave, para su súbdito Eusebio, queda reducida a un episodio de la vida de Licinio, no de la suya. El gran giro de la historia se efectúa con las victorias sobre Majencio y Licinio, y todo el material se emplea en celebrar el triunfo (324) de este nuevo Moisés. En vez de los edictos y rescriptos del 313, que sólo valían para un sector, ahora se introducen: el edicto de II 24-42 (de la «restitutio in integrum »), la carta sobre la carrera de construcciones basilicales (II 46), y el edicto de II 48-60, con el que, tolerando el paganismo, se hace prevalecer al Cristianismo.

Tres veces ensombrecerá este cuadro apoteósico la «envidia» (phthónos) del demonio (aparece aquí el viejo término culpable de la humillación de Eusebio). La primera, con la turbulencia arriana y meleciana. Por segunda vez aparece el phthónos en el asunto del niceano Eustacio, sin nombrarlo, y los disturbios de Antioquía. Y por tercera vez irrumpe el demonio. Ahora son los atanasianos quienes empañan el esplendor de las Tricenalia del 335.

Los festejos de las Encaenia (dedicación) en Jerusalén ocupan el primer plano, y se coloca al Concilio de Jerusalén en el puesto más alto después de Nicea: «Los contemporáneos sabían que este Sínodo de Tiro había excluido a Atanasio, que en Jerusalén, por orden imperial, se había restituido a Arrio, y que en Constantinopla Atanasio había sido desterrado, y sacaron sus conclusiones de este duelo entre Tiro-Jerusalén y Nicea» 121 .

Con la boda de Constancio (cuando escribe Eusebio ya es augusto) y la embajada de los indos acaba propiamente el bíos. La esmerada educación de los hijos (obviamente no se habla de Dalmacio y Anibaliano, ya asesinados) cede el puesto a la muerte y entierro de Constantino, donde el panfleto encomiástico resuena del modo más bombástico. Cauta pero inequívocamente se roza el cruento golpe militar legitimista, que coopta la sucesión hereditaria de los tres hijos únicamente («con un sobrecogedor rasgo de amoralidad en Eusebio», dice Pasquali): es la versión oficial de Constancio, y su papel al frente de las exequias es puesto de relieve con decidido énfasis.

Los césares habían ascendido al augustado cuando se estaba escribiendo el libro, es decir, después del 9 de septiembre del 337. En ese momento, tempestuosas galernas amenazaban a la Iglesia: la victoria que el partido eusebiano había cosechado en 335, y que ya bajo Constantino el Grande no era total, pues la sede de Alejandría no estaba ocupada, amenazaba convertirse en estrepitosa derrota. Tan pronto como la noticia de la muerte de Constantino llegó a Tréveris, residencia de su hijo Constantino, donde se hallaban también el desterrado Atanasio y su amigo Máximo, obispo de la ciudad, el por entonces césar Constantino II despachó a Atanasio otra vez a Alejandría, el 17 de junio del 337. «Con ello se derrumbaban del modo más brutal los acuerdos de Tiro» 122 . Y no era Atanasio el único en regresar.

Éste es el trasfondo histórico de toda la Vita Constantini. Aquí está su Sitz im Leben de Eusebio. En ella encumbra la política de unidad del monarca difunto, en contraposición de los «gallos de pelea» (sic, Schwartz) egipcios y a los Sínodos de Tiro y Jerusalén, puesto al nivel del de Nicea: aquel cuya Carta Sinodal, salida evidentemente del puño y letra de Eusebio, otorgaba al príncipe la autoridad de juzgar el dogma eclesial. Es por tanto un caso de pura emergencia el que se produjo cuando empuñó la pluma para hablar de la pervivencia del Gran Emperador en la tríada de sus herederos, para la cual describe la imagen que debe perdurar, un «paradigma» de príncipe y un «arquetipo» permanente.

6. CONTENIDO FORMAL . CONSTANTINO , PARADIGMA Y ARQUETIPO

Imagen paradigmática

Tres elementos conforman el paradigma: una vieja filosofía de la historia, el fin expreso y las conclusiones de un lector.

1) Como un entramado, la filosofía apologética de morte persecutorum permea toda la obra. La idea había sido utilizada por Lactancia, y hasta dado el título a su obra. En su conclusión, tras el catálogo de horrores, sentencia: Hoc modo Deus universos persecutores nominis sui debellavit, ut nec stirps nec radix ulla remaneret. Eusebio hace continuas referencias contra el theómachos en antítesis con Constantino (I 3, 1; 5, 1; II 1, y las dos primeras páginas del III), siendo reveladoras las muertes de Galerio y Maximino. Al final, vuelve a establecer la misma antítesis del tirano y Constantino (IV 74). La concepción es clásica y viene ya de Homero, pero es explotada por el helenismo (con variada muestra de «tipos punitivos») y asimilada por la apologética cristiana, desde la literatura judaica (Antíoco IV Epífanes). El injerto se daría en Antioquía 123 .

2) Tras «madura reflexión», o porque la muerte le truncó la oportunidad de dar la última mano correctora al material recogido, Eusebio expresa claramente el fin de la obra, en I 11, 1 dejando de lado lo bélico, triunfal y legislativo, para ceñirse a «escribir y hablar sólo de lo que atañe a la vida de religiosa piedad». Se ha amputado lo más típico del panegírico, y lo que de éste sobrevive se contempla sub specie Dei.

3) El lector de la Vita Constantini extraerá los siguientes componentes icónicos de este edificante paradigma:

a) Cualquier éxito lo es por intervención divina.

b) Sólo el «piadoso» recibe el favor divino.

c) El síntoma del favor divino es la victoria militar.

d) Con la victoria, el favor divino produce paz y unidad.

Este icono (que coincide con el que Constantino tenía de sí, si se han seleccionado premeditadamente unos documentos), prima facie, no es diametralmente distinto del de los demás emperadores. Ello mueve a Rudolph Storch 124 a afirmar que esta imagen no es nueva. Tras revisar retratos de otros panegiristas paganos, sentencia: «Más que retratar a Constantino como genuino cristiano, el mensaje de Eusebio es que Constantino era cristiano sólo en la misma medida que los anteriores eran paganos», es decir, los cuatro elementos con los personajes cambiados y las direcciones invertidas. Adoleciendo de la «quiebra básica» («the basic flaw» de V. Twomey): la ausencia del sentido redentor de la «cruz» (y su significado paulino de kenosis, vaciamiento del derrotado frente a la felicitas del victorioso), la palabra staurós, cruz, aparece sólo cinco veces, siempre asociada al lábaro como símbolo averruncario de victoria militar. Además entiende la «piedad» (eusébeia) como una elevación monoteísta, cultivadora estoica de las cuatro virtudes clásicas (Hist. Eccl. I 4, 7), como la Interim-Ethik de los premosaicos.

Imagen arquetípica

Detrás de los rasgos de Constantino, tras sus movimientos paradigmáticamente providenciales, victoriosos, piadosos y felices en el fondo del cuadro, en la selección de hechos y documentos, en todo lo que conforma la Vita Const., hay un proyecto, una ideología: la idea del monarca, un arquetipo para los herederos, en el esforzarse por realizar una mimḗsis del Lógos-Rey, Cristo, para convertir el imperio en un eikṓn del reino celeste del Padre. El 26 de julio del año 336 (según Barnes), Eusebio pronunció ante Constantino un discurso, el Triakontaeterikós, en el que traza el cuadro ideal del emperador. La Vita Const., escrita más tarde, encarna esa idealización. La «amplificación» en la Vita Const. es una transfiguración, una cristianización, una sobrenaturalización de todo lo hecho por el Emperador. Esta idealización es el punto de sutura entre la Vita Const. y el Triakontaeterikós, y ambos constituyen el Tratado del Emperador Cristiano. Cancelada por Cristo la sinagoga al mismo tiempo que con Augusto se alcanzaba el clímax de la civilidad, y cancelada la sucesión soteriológica apostólica, Constantino corona aquel momento auroral fundiendo Iglesia y Estado en su persona.

1. Presupuesto ontológico. — La teología del eikṓn/mimēsis pretende la reproducción terrenal de la realidad celeste entre el Padre y el Hijo. El Padre es único Dios, separado de toda substancia corporal (hiato ontológico) y de toda economía menestral (hiato cosmológico) 125 . Al no tener relación alguna con la creación, ésta se efectúa por el Lógos. El Reino del Padre es una «proyección» gráfica del imperio: cielo, ejércitos celestes, la tierra como escabel; el firmamento oculta su palacio. Sol y luna son sus guardianes. Es el Rey que recibe los honores del Lógos, del Emperador, del pueblo, de los pueblos, del mar, de los astros. Todos lo reconocen como «único, y grande, y señor». La esencia del reino es reinar. «Le roi règne, mais il ne gouverne pas», dice Peterson 126 . Función vicaria del Lógos será diakybernan (pilotar, gobernar).

La incomunicabilidad del Padre, y la necesidad ontológica de las criaturas de recibir la creación y el sostén divino, exigen una «cierta potencia intermedia divina y omnipotente del Lógos» (Laud. XI 12). Esta potencia tiene una función cosmosoteriológica (= conservadora: se la concibe integrando una coincidentia oppositorum. Sin su labor de mediación los elementos del mundo se descabalarían) y pedagógica. La Encarnación es más manifestación, más Teofanía que Redención; la Parusía es una teofanía espectacular. El Reino del Lógos-Cristo tiene cuatro momentos: con la Encarnación cuida de las gentes, que antes estaban al cuidado de los ángeles; con el Bautismo en el Jordán comienza la Unción del Rey; con la Resurrección firma el paso al acto, venciendo a la muerte; con la Ascensión 127 , está sentado a la diestra del Padre.

Es el suyo un Reino de naturaleza espiritual, invisible e intemporal. Su pueblo es inmenso, pero universal de iure; con la Parusía, lo será de facto. Su sede es la Jerusalén terrena, in fieri; en la Jerusalén celeste, lo será in actu, momento en que se lo entregará al Padre. No habrá ni destrucción final (como dice Marcelo), ni quiliasmo (Papías). Habrá una anakephalaíōsis (recapitulación, S. Pablo), una apokatástasis (reinstauración, Orígenes). El proceso de la Salvación habrá concluido y los hombres quedarán absorbidos en la himnódica liturgia cósmica 128 .

2. Imperio Cristiano como eikṓn del Imperio Celeste. Emperador Cristiano como mimēsis del Lógos Rey.

Imperio/ «Eikṓn ». — Sobre estos presupuestos se apoya la doctrina de la imagen y de la imitación (De Laud. I-X).

La formulación básica reza así: «el Lógos de Dios, junto al cual y a través del cual el Emperador caro a Dios llevando la imagen del reino superior, dirige pilotando el timón, conforme los modelos a imitar del omnipotente señor de todo sobre la Tierra».

¿Cuál es la realización del eikṓn?

El Padre que posee el Poder y la Realeza transmite al Lógos la tarea de ejercerlo. Análogamente, el Lógos Cristo transmite al Emperador el poder. El Lógos sólo retiene el gobierno del universo, y tras la Resurrección, confía los asuntos humanos al Emperador, con el fin de que llegue a unir la universalidad de iure de la Realeza de Cristo con la universalidad de facto al fin de los tiempos. Hay una línea de transmisión: el Reino del Padre es actuado por el gobierno de todo del Lógos, que crea al Emperador y al imperio a imagen del «Reino de lo alto». El imperio es «imagen» del Padre por la actuación del gobierno del Lógos. Se diría que el Reino del Lógos-Cristo es delegación del Reino del Padre, y el reino cristiano, subdelegación, como imagen, a través del Hijo, del Reino de Dios: dos manifestaciones del mismo Reino del Padre.

La finalidad de la constitución del imperio, su genuina realización, es procurar la coincidencia de la universalidad de iure del Reino de Cristo in fieri con la universalidad de facto, después de los tiempos, in actu; lo que se traduce en purificar la humanidad de los demonios, los impíos, los bárbaros, la idolatría, el politeísmo, la poliarquía (De Laud. VI; más explícitamente en Vita Const. I 5). El Emperador es el instrumento de Dios, el heraldo (De Laud. X 4), el vicario, el hýparchos. El Emperador entra en la historia de la Salvación. En él se cumplen las Escrituras. Eusebio establece un paralelismo entre Cristo y Constantino. Donde en su escrito Theophania pone a Cristo como Salvador, en De Laudibus coloca a Constantino. Hay un claro sentido mesiánico: Constantino fue elegido para la actualización de aquello que estaba potencialmente en la Teofanía 129 . Los títulos de Vencedor, nuevo Moisés, hýparchos, santo, revelan que Eusebio ha cristianizado el culto al Emperador.

Pero ¿imitar qué? El objeto de la mímēsis es el Lógos-Cristo, el solo arquetipo de la imitación, a tenor de De Laud. II y IV: en De Laud. IV, imitación del Lógos, y en De Laud. II, del Lógos Encarnado. El arquetipo de la imitación no es el Padre, sino el Lógos Encarnado. El Emperador, en su relación con el Lógos-Cristo, realiza la misma imitación que el Lógos en su relación con el Padre. El Lógos prepara el Reino del Padre. El Emperador prepara el del Lógos. No sólo eso: el Emperador imita las virtudes del Lógos para reproducir en sí la imagen del Padre (De Laud. IV).

El Imperio Romano Cristiano es monárquico por substrato monoteísta; con ello se opone a la tiranía (donde hay usurpación, pero no imitación), a la oligarquía y a la democracia (compartir la soberanía es hacer coexistir varios dioses. El politeísmo es ateísmo, De Laud. III). Es único y unido, es como la cabeza al cuerpo (Vita Const. II 19, 1). Es universal geográfica y numéricamente (Vita Const. I 8, 4). Es perpetuo (Vita Const. I 9, 2); durará tanto como el Cristianismo (De Laud. IX 8), será subsumido por el Reino de los cielos de facto y de iure. Es cristiano porque está inmerso en la historia de la Salvación. Efectivamente, el Imperio Romano está ya profetizado (Isaías VIII 1; Números XXIV 3-9; Ezequiel XXXVIII 3), y el isocronismo de Augusto con Cristo es providencial (Demons. Evang. III 7, 30-33), está dirigido para ser soporte fáctico del Cristianismo, es «la mano de Dios» (ibidem). Cristianismo e Imperio Romano coexisten en régimen de paridad, y llegado el momento, las dos potencias convergen la una hacia la otra: el Cristianismo se romaniza, y el Imperio se cristianiza. Constantino es el estadio final del proceso: con él se inaugura la palingénesis de una nueva vida (Vita Const. I 41, 2), se resuelve la aporía de la caída primordial, se culmina la esperanza escatológica y se verifica la Salvación: es la Edad de Oro 130 . La Iglesia, como Ciudad Terrena, es la imagen de la Ciudad Celeste 131 . Cuando el Cristianismo se haya convertido, de facto, en Iglesia Universal y organizada (políteuma) del Reino de Cristo in fieri, y el Imperio Romano se haya convertido de facto en cristiano, las dos instituciones habrán llegado a ser una y la misma cosa: Imperio Romano Cristiano 132 .

Emperador/ Mímēsis. — Por su parte el Emperador romano ocupa un puesto de primera magnitud. Entra en la dialéctica trinitaria, pues representa en la práctica la encarnación de la función mediadora del Lógos. El Emperador es mediador entre la ecúmene y Dios. Su papel mesiánico, su ejercicio legislativo, sacerdotal, didascálico y polemológico, más su halo de virtudes innatas (derivadas de ser imagen) y adquiridas (derivadas de su imitación), constituyen la más rotunda sacralización. Esta concepción, limitada en principio a su esencia iconográfica, estaba en vigor en el mundo helenístico (Diotógenes, Ecfanto, Esténidas), de lo que es consciente Eusebio; en la necesidad de proponerla como una novedad que la abstraiga de la idea helenística, le basta con calificar al Emperador de cristiano. El Emperador es «heraldo del Lógos» (grandiosa síncrisis entre los dos en De Laud. II 5). Es hierofante de un sacrificio puro y sin tacha (De Laud. II 5). Es didáskalos (De Laud. II 4; V 8; VII 12). El Salvador le ha comunicado «directamente» las verdades (De Laud. XI 1), y es invitado a «revelar las innumerables teofanías con que Dios lo ha honrado» (De Laud. XVIII). Es «obispo común» (Vita Const. I 44).

En fin, Eusebio no está tratando solamente sobre cómo debe ser el Emperador Romano Cristiano, imagen del Padre, en imitación del Lógos Cristo. Eusebio conoció a uno en carne y hueso, Constantino, en el que se cumplen las profecías que lo legitiman, y comparece como un nuevo Moisés. Su concepción arquetípica es personal. Constantino no pretendió estar en posesión de verdades reveladas por el Lógos a él en exclusiva. Ningún texto constantiniano deja traslucir la más pequeña veleidad al respecto. Es Eusebio quien sacraliza al príncipe. Constantino en carta a Alejandro, invitándole a admitir a Arrio, dice: «Yo soy un hombre que ha consagrado a Dios su espíritu con una fe pura». Al rey Sapor le escribe que invoca al Dios que sopesa los actos de virtud y piedad, rodilla en tierra y huyendo de toda sangre sacrificial. Eusebio, del culto penitencial y humilde rendido a Dios por Constantino, hace un sacrificio ofrecido por un Emperador-Sacerdote, en fusión total de «Imperium» y «Sacerdotium».

3. Fuentes de la teología política del «eikṓn » y la «mímēsis ». — Por original que parezca, Eusebio no es el creador del sistema. En 337 ha mirado atrás, y compone la Vita Const. autocitando la Hist. Eccl. del 326, ya constantinizada y utilizando el De Laudibus, cuya primera parte, el Triakontaeterikós, maneja pensamientos de la Praeparatio y Demonstratio del 313 hasta el 324, y la segunda, el Basilikós Syngramma, reutiliza la Teofanía del 326. A partir del 324, Eusebio está mentalmente anclado, una vez nutrida su teología de fuentes judaicas, paganas y cristianas, siempre de tendencia «iconomimética».

De entre las judaicas, la Carta de Aristea (s. II d. C.), más helenizada que Filón, le sugiere la idea de que la Realeza está en las manos de Dios, y de que el gobernante es copia de Dios. Filón de Alejandría (30 a. C.-50 d. C.), con la Vida de Moisés y la Vida de José, le aporta la concepción de que el político, con su apátheia, vive en la cosmópolis de la razón, en la esfera del Lógos, siendo Moisés nomos empsychos, lex animata, agente del Lógos, que actúa «desde la imitación a Dios» (De spec. leg. 187): su virtud es la sinapsis de lo divino y lo humano 133 . Moisés rompe la aporía platónica, al ser rey-filósofo. Eusebio afirma que la doctrina de la «imagen/imitación» está en la Escritura (De Laud. Prolog. 5). En 1 Pedro II 13-17 y en Rom. XIII, encuentra el origen divino del poder, que es bien visto en los Hechos. En Pablo empieza a perfilarse la idea de las dos ciudades. El Pseudo-Clemente le aporta ideas fundamentales: la ecuación entre monoteísmo y monarquía, la paz y concordia como fruto y signo de la monarquía, el Rey como imagen de Dios 134 . En Clemente de Alejandría descubre la historia de la civilidad y el progreso, el rey como filósofo y legislador. Melitón de Sardes y Orígenes le suministran el isocronismo entre la venida de Cristo y Augusto, y la complementariedad sinérgica de las dos ciudades, la de Dios y el mundo (presentes en Pastor de Hermas y en Carta a Diogneto ); el Imperio facilitaría propedéuticamente el Reino de Dios. De Orígenes es la apokatástasis y la idea de que la Iglesia es «imagen» de la ciudad celeste 135 .

Si en el aspecto religioso Eusebio hunde sus raíces en el pensamiento cristiano, en el aspecto político-jurídico aparece como la continuación de ideas vigentes en la época de Diocleciano: Júpiter como auctor, Summus Deus, y el Emperador como reflejo del monarca celeste, lex animata, euergétēs, sotḗr, filántropo, theós epiphanḗs, éctipo de Júpiter, Sol Invictus. A este despotatismo Constantino lo cambia de signo, y Eusebio lo cristianiza. Incluso acepta la proskýnē sis.

De Isócrates procede el elenco de virtudes que el monarca debe tener, pero es canónicamente Jenofonte (Ciropedia VIII 1, 40-42) quien sugiere el aura de divina majestad que debe envolver al vicario de Dios. Los vicios de los súbditos se difuminan por la contemplación del soberano. El icono mayestático y ceremonioso persa se impuso hasta lo lóbrego en Diocleciano; con Constantino no hizo sino aumentar, hasta Constancio II, que llega al patetismo. Del estoicismo asume el cosmopolitismo e imperialismo romano, y el principio de que la ley natural depende de la ley divina, dependiente a su vez de la razón, el Lógos universal. Es estoica la concepción de que lo «numinoso» está presente en todo lo sabio: «prope est a te Deus, tecum est, intus est» 136 . Dión Crisóstomo (40-120) da a Eusebio el cabal retrato del príncipe, que lo hace sin ambages el ideal. El Rey es elegido por Dios, y por ello se puede establecer un paralelo entre el gobierno de la tierra y el del cielo. El Rey debe imitar a Zeus; es «pastor» (como en De Laudibus ), «padre», «benefactor», «salvador». De Plutarco sufre una poderosa influencia, con su aserto de que el buen dinasta debe insertar en su mente el Lógos divino de modo que, él mismo, se haga nómos émpsychos, lex animata.

Son, sin embargo, los neopitagóricos Diotógenes, Ecfanto y Esténidas 137 los que más influyen en él. Para Diotógenes es central esta analogía: el Rey es al Estado lo que Dios es al mundo: como el Estado es una copia del Cosmos, el Rey confirma un esquema de Dios. Utilizando el tríptico platónico, el Rey es para los súbditos como la parte racional del alma. A esta racionalidad debe unirse la justicia, y la semnótēs, «gravedad», de efectos beneficiosos para los que lo contemplan. Esténidas establece la teoría de la mímēsis del Rey de todos los atributos de lo divino. Ecfanto parte de la idea de que los hombres son seres extraños exiliados en la Tierra, porciones de divinidad mezclada con tierra; el Rey posee una porción mayor de divinidad, el Lógos se asienta espermáticamente en el Rey, y éste es su encarnación.

De todos estos autores, que conformaban un ambiente por incrustación sucesiva, es tributario Eusebio de Cesarea.

7. AUTENTICIDAD DE LA «VITA CONSTANTINI »

La controversia ha versado sobre los quince documentos constantinianos insertados, sobre la autenticidad del texto eusebiano en sí o, en todo caso, sobre la fiabilidad de lo supuestamente auténtico. La mayor parte de las objeciones han estado movidas por asunciones previas (aliud lingua promptum, aliud pectore inclusum genere) o sobre Constantino, o sobre Eusebio.

A grandes trazos, desde la protohistoria del problema, con el tándem Valesius-Tillemont (Valesius observó errores foedissimi, no así Tillemont) y Arnold-Baronius (Arnold reprochaba la intrusión de Constantino en la Iglesia) no se discutió la autenticidad de la Vita Const. sino la credibilidad. Burckhardt, por su prejuicio de ver en Constantino al «irreligioso» en una época en la que no los había ni los podía haber (Duchesne, Ferdinand Lot, Baynes), dirá que Eusebio ha falseado a conciencia, pero él, no otro. Los quince documentos se someterán a sospecha y surge una lista interminable de analistas. Giorgio Pasquali abordará la cuestión de un modo original: desentrañando la composición y elevando un atestado de dobletes, fracturas, transposiciones, descontextualizaciones y el substrato latino en los documentos de Constantino que descubriera Heikel. La Vita Const. es de Eusebio, pero sin corregir e inmadura para la publicación. La muerte de Eusebio interrumpió esta fase del panfleto escrito como advertencia ante la llegada de los atanasianos indultados. El fondo histórico (Sitz im Leben) lo tomaba de Schwartz. Este lúcido análisis fue comúnmente aceptado.

Pero la brillante visión de Jakob Burckhardt —que veía en Constantino al «asesino egoísta», y en Eusebio al «más repugnante de los panegiristas», «falsificador a conciencia»—, la de Theodor Brieger —que fundaba la base de la actividad de Constantino en el «Sistema de la Paridad» (H. Ritschl) entre el Paganismo y el Cristianismo, sin salirse del Edicto de Galerio (311)— y la de Theodor Zahn —que descubría en Constantino al sincretista heliólatra (que usa la Cruz como amuleto, en vez de servirse de ella como invitación a dejarlo todo; con un «brillo embaucador», la «mentira constantiniana», seduce a la Iglesia, que con su afán de implantación se mundaniza) y en la Vita Const. algo inaceptable por su «mendacidad interna y su fealdad externa»— hicieron caer aún más en el descrédito a Eusebio y su Vita Constantini.

Ivar Heikel supuso una defensa crucial de la autenticidad de la Vita Const. (1902), pero el ensayo de N. H. Baynes 138 fue un jalón en la cuestión constantiniana. Básicamente reconcilia a Constantino con la imagen que da Eusebio, completada con las cartas de Constantino diseminadas en Optato Milevitano, Sócrates, Sozómeno, Teodoreto, Atanasio y Gelasio de Cícico. Un temprano y evidente distanciamiento de la superstitio (paganismo), y unas aseveraciones tan categóricas sobre el Dios cristiano (deus noster) confirmadas por su obra decididamente favorecedora, le conducen a Baynes a formular un religiosissimus Augustus, rechazando cualquier concepción sincretista o determinística, a base de imágenes retroyectadas desde la modernidad. Constantino, «an errant block» de la historia, no desmentía substancialmente a la Vita Constantini.

Por otro lado, ya Seeck había aceptado los documentos de la Vita Const. Ivar Heikel, tras la aceptación por O. Seeck de la autenticidad de los documentos de la Vita Const ., demostró las insuficiencias de Crivelluzi y de Schultze, y zanjó la cuestión definitivamente. La tesis de Mancini de que Eusebio, más que falsario, fue cómplice de falsarios áulicos en favor de Constantino al introducir su espurio texto, es sospechar por sospechar, y no tuvo eco. Pistelli, Casamassa y Daniele acumularon todas las pruebas de su autenticidad. Por eso Winkelmann se admira de que Batiffol siguiera aduciendo argumentos ya desacreditados para impugnar la autenticidad de este Edicto. Objetaba que la filosofía de la historia expuesta es propia de apollogetas, pero no de un monarca; las prolijas restituciones holgarían con anular medidas anteriores y confirmar las legítimas con CTH XVI 14, 2-3; nadie ha hablado de un Licinio perseguidor; en contraste con Milán, se da la libertad sólo a los cristianos. Se trata pues de un programa global, que armoniza con un tiempo posterior como el de Constancio. Para H. Doerries 139 , ni el «adoctrinar» es ajeno a Constantino, ni la falta de información sobre Licinio permite dudar de las afirmaciones, ni se restringe a los cristianos la libertad religiosa (ésta, aunque de modo intimidatorio, se concede por igual), ni, finalmente, es inadecuada la filosofía de la historia expuesta («ist einfach die konstantinische»!: es sencillamente la de Constantino). Grégoire, sin atender a los argumentos de Heikel y de Pistelli, y lamentando la fragilidad de Seeck, volvió a impugnar el Edicto. Llamativamente despreció la prueba de las pruebas a favor del Edicto: el Papyrus Londinensis 878 140 . En el «verso» se copia verbatim el final de Vita Const. II 26, los capítulos 27 y 28, y el comienzo del 29 en el año 324; en el «recto» aparece una «petitio» de Arsinoe escrita en 319 ó 320.

Duchesne, por su parte, había autentificado el dossier de Optato, y la tesis del «archifalsario» Atanasio se caía por su base. Éste, más bien, era un hábil abogado, que sabía dosificar su documentación. Baynes pensaba que sólo las cartas daban una imagen adecuada de Constantino, lo que se complementaba certeramente con la invitación de Seeck a indagar en el Codex Theodosianus. Hermann Doerries 141 respondió a ambos retos en 1954.

En 1930 Henri Grégoire lanzó un alegato frontal contra esta tesis. Todo el mundo estudioso vio que se dirigía contra Norman Hepburn Baynes. Grégoire vino a ser como un golpe de fusta que impulsó la investigación, al decir de K. Aland. El trabajo de Baynes no suscitó el revuelo de «La conversion de Constantin» 142 y «Eusèbe n’est pas l’auteur de la Vita Constantini et Constantin ne s’est pas converti en 312» 143 .

Henri Grégoire parte de J. Burckhardt. Ya Schwartz había advertido que éste no había entendido la lengua de Eusebio, «ni tenía ninguna sensibilidad literaria de la Vita Const. Pero el que no busca juzgar sino comprender, debe apreciar en mucho el valor literario de este documento surgido de la historia viva» 144 . Resulta profético en lo que respecta a Grégoire. Éste cree, «a riesgo de un racionalismo reaccionario y de mal tono», que «la política prima sobre la religión». Según esto la leyenda de Constantino como primer emperador cristiano es falsa. Se apropió de gestos cristianófilos de Majencio y Licinio, y donde aquéllos vieron un tema de política ocasional, él vio un sistema: como Pontifex Maximus ejerció el sistema de la neutralidad. El verdadero «champion du Christianisme» fue Licinio. El Edicto de Milán «ni fue edicto, ni de Milán, ni de marzo (del 313), ni de Constantino». Aquí es Grégoire el que se apropia de las palabras de Seeck, pero en el contexto de su alegato, resultaban deslumbrantes. Con esta presuposición busca demostrar la inutilidad de la Vita Const., si «la joven escuela de estudiosos rehúsa jurar in verba magistrorum » 145 . Grégoire afrontó el relato de la «conversión» de Constantino. Según él, presenta el último estadio de la leyenda: falta en esta forma en la Historia Eclesiástica de Eusebio, y se retrotrae a un relato de un panegirista latino (Pan. Lat. VI 21, 3-7). La aparición de Vita Const. 11 6, presupone la de Nazario (que, siendo del 321, Eusebio la incrusta en 312), siendo, por tanto, falsa la de Eusebio; la alusión al lábaro en 312 es históricamente un anacronismo. Seguidamente procedió a negar a Eusebio la paternidad de la obra, basándose en que no es mencionada en el siglo IV por Jerónimo en el De viris illustribus 146 , Cirilo de Jerusalén 147 , Ambrosio de Milán en De obitu Theodosii 148 , Rufino de Aquileia 149 , o la Laus Constantini del propio Eusebio 150 .

Grégoire encontró el «argumento capital» contra la Vita en la sección I 48-II 18, haciendo suya la tesis de Valesius de que en la Vita se hace un relato largo de la primera guerra contra Licinio, la Cibalense (coloca la fecha en 314, siendo así que Bruun y Habicht demostraron que fue en 316-317), y un relato breve de la segunda en 324, dando un sentido cristiano de cruzada a ambas: un epígono habría hecho la amalgama con fines propagandísticos.

No sólo este pasaje, sino Vita Const. I 47 (sobre Maximiano), I 6 (sobre Constancio), I 33-6 (sobre Majencio), I 44 y IV 24 (sobre el episcopado de Constantino), libros III y IV (sobre brutalidad antipagana), IV 57 (sobre el tratado persa) y IV 58-60, 70-71 (sobre los funerales y entierro de Constantino), que Grégoire (y su escuela) consideraban interpolaciones, fueron revalidados por Vogt, Vittinghoff y Franchi, que emprendieron la hercúlea tarea de examinar y desmontar la andanada frontal. El «punto neurálgico» fue invalidado como puro constructivismo por Konrad Kraft 151 .

Grégoire hizo escuela, creó un aura dogmática y un cierto temor a ser tildado de «conservador». J. Vogt proclamó que, en este campo, nada había que conservar, sino los métodos. La intransigencia de Grégoire llegó incluso a subestimar las consecuencias, demoledoras para su tesis, del hallazgo del Papyrus Londinensis 878 (fechado en 324), que reproduce por una vía independiente un largo fragmento del documento más duramente tachado de fraude: Vita Const. II 24-48. Hoy no se sostiene ninguna tesis de Henri Grégoire (y su escuela), a pesar del innegable brillo analítico deslumbrante que exhibió. La autenticidad y la credibilidad de la Vita Const. (aunque no guste Eusebio y aunque, en un siglo en que inquieta la idea de «salvador», se abomine de Constantino) quedaron a salvo, incluso en el controvertidísimo paso de la visión de la Cruz, el más célebre evento del siglo IV (véase Apéndice).

En resumen, la elipsis no es mendacidad, la amplificación menandrea no llega a la ficción, y la ideología panfletaria, que crea un paradigma del príncipe y un arquetipo icónicos, viene a quedar en una cristalización de aspiraciones, una proyección de unas lealtades cambiadas por eclecticismo de formación y por biografía.

IV. EPÍLOGO

ECO DE EUSEBIO

En el siglo IV Eusebio fue una figura desacreditada por filoarriano o por lábil 152 . Germano I, patriarca de Constantinopla, da la preciosa noticia de que, en la biblioteca, sus obras no estaban entre las ortodoxas, sino en un cesto aparte (en kibōtío).

Tampoco tuvo acogida su modelo de Cristianismo por parte del mundo cristiano (si se sabe interpretar el significado del monacato) 153 ni la Patrística siguió la «Renovado constantiniana» según Eusebio. Sostuvo la separación entre sacerdotium (divinidad de Cristo) e imperium (humanidad de Cristo), en una suerte de diarquía de poderes o symphōnía, de la que habla Justiniano en la Novela 4. Frente al poder, la Iglesia seguía ontológicamente una; empíricamente múltiple; históricamente legitimada por la comunidad esencial de origen, ley, principios y amor; jurídicamente descentralizada en la pentarquía de las grandes sedes históricas de Roma (la primacía), Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén 154 .

Pero es una constatación que el eusebianismo político impregnó la historia de Bizancio. El dicho de Constantino, en una eutrapélica sobremesa, de que él era obispo de los asuntos externos de la Iglesia, y que Timothy Barnes califica de «witticism», lo repitió con toda seriedad León III (717-741): «Yo soy sacerdote», por más que Juan Damasceno le retrucara que en la descripción de I Cor. 12 no figura el Emperador 155 .

¿Fue inevitable esta sacralización del Imperio o estatalización de la Iglesia, y Eusebio no más que su más claro ideólogo? La respuesta no es fácil.

F. Dvornick 156 , partiendo de un vocabulario específico, sōtḗr, euergétēs, poimḗn, patēr, eikṓn induce la fusión de tradiciones orientales (monarquía absoluta) y helenísticas (monarca divinizado), cristianizada por la aportación influyente de Clemente de Alejandría y Orígenes, que ven una identificación de intereses en el Cristianismo y el Imperio. Limitándose a esa constatación se corre el riesgo de pasar fraudulentamente de la semántica a la historia. Eusebio vive en una época que emplea ese vocabulario y esas ideas: con ello se puede reaccionar de otra forma.

E. Peterson 157 observa una vinculación necesaria entre la monarquía divina y su reflejo, la monarquía terrestre del Imperio Romano: «Pues si el monoteísmo, el concepto de la divina monarquía como Eusebio lo había formulado, no se sostenía teológicamente, tampoco se sostenía la continuidad del Emperador romano. Pero entonces estaría amenazada la unidad del Imperio, integrado mayoritariamente aún por paganos» 158 . La lucha dogmática de los arrianos en el campo trinitario significaba la continuidad y la unidad frente a los ortodoxos.

H. Berkhof 159 opone «bizantinismo» a «teocratismo», la polaridad Oriente-Occidente. Oriente, pasivo y místico, ve en el monarca terreno la imagen del emperador celeste, y de ello se haría eco Eusebio de Cesarea. Occidente, más ético, considera al Emperador como un ser cualquiera que está sujeto a los mismos mandamientos que los demás seres. Tanto en Peterson como en Berkhof, sus ideas están dictadas por la difícil situación de la Iglesia bajo el régimen nazi.

G. Williams 160 distingue entre la cristología eusebiana (arriana), más atenta al Lógos eterno, incapaz de hacer de la Encarnación y la Crucifixión el centro de su teología, con Puente Milvio y la nueva Roma integrados en el plan de la Salvación, y la cristología ortodoxa, centrada en el Cristo histórico de Belén y el Calvario. En Eusebio no hay lugar para dos sociedades: hay un Dios, un Emperador, una religión y un episcopado dócil (III 19), eco del dicho de Alejandro de Afrodisias «una ley, una fuente, un dios».

Endre von Ivanka 161 cree que en Eusebio no sólo hay que ver al aclimatador del «Gottkaisertum» de Diotógenes, Ecfanto y Esténidas, que se expresa en el Triakontaeterikós y en la Vita Const., sino al portador de un marco de ideas tradicionales expuestas en la Historia Ecclesiastica I. El Imperio no sería sólo la akmḗ del Imperio Universal y de la unidad monárquica del Romanismo, sino, como Reino, la conclusión de otra línea de la tradición que halla bajo Constantino su consumación al cristianizarse la ecúmene, pero que por su esencia, como forma de vida de cada uno de los elegidos, ya ha existido desde el comienzo con los «amigos de Dios» de la época antigua. Su prototipo es Abraham (Hist. Eccl. I 4, 5), y su tradición se continúa en el pueblo elegido, el judío (Hist. Eccl. I 4, 8), Pero como a través de la Parusía de Cristo y la expansión de su doctrina, ésta ha salido del círculo de los patriarcas, de la estrechez de la ley mosaica y del pueblo judío, se puede decir que con Constantino ha nacido un «pueblo nuevo» (Hist. Eccl. I 4, 2), no pequeño en un rincón del planeta (vieja acusación de Celso), sino un pueblo numeroso 162 , un pueblo piadoso, imperecedero e invencible (eco de la ideología romana), pues existe la gracia de Dios por todos los tiempos (Hist. Eccl. I 4, 2). De él habla el profeta Isaías 66, 8, y está empeñado en absorber a otros pueblos, en confesar su fe, y hacer de todos un «nuevo pueblo de Dios».

Eusebio toma este motivo del «tercer pueblo». En el Imperio Romano convergen las dos líneas de la tradición: la del Imperio y la de la comunidad de creyentes del verdadero Dios, que Dios ha reunido desde Abraham y por todas las naciones para hacer «un pueblo de Dios». El «Imperio» adquiere un «carácter sacral»; con el empeño de Constantino de aunar, como en un todo, «un pueblo de elegidos ya profetizado». Y el «pueblo elegido» con la cristianización, se hace «universal», como lo era antes. La «universalidad» y la «sacralidad» del pueblo elegido convergen en un pueblo e Imperio bajo Constantino. Este interfluirse es la base de la teología política de Eusebio, según Endre von Ivanka. Tan importante es el «cesarismo romano» como la construcción del «pueblo de Dios». Todo el discurso de Tiro (315) habla de ello (Hist. Eccl. X 4, 21). A la larga, conduciría a su instrumentalización.

E. von Ivanka observa en su descargo que, por lo menos, no se contentaron los bizantinos con la confirmación de la imposibilidad de una realización del «Reino de Dios en la tierra» (el agustinismo es «resignación»), constatando la separación de los dos ámbitos, estatal y religioso, sino en ver realizada la concreción de la idea de «pueblo de Dios» universal en una comunidad concreta, a riesgo de atribuirse una «mesianización». Las consecuencias son claras: del lado oriental, «sacralización»; del occidental, «secularización» del ámbito profano, cívico-real, que por la misma naturaleza de las cosas, hará emerger todo tipo de humanismos laicos.

Vida de Constantino

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