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1.

Introducción al Fedón

con Peter Kalkavage y Eric Salem

En el primer libro de sus Investigaciones, Heródoto cuenta la historia de Solón y Creso.1 El sabio ateniense le da un consejo al tirano lidio. «Mira el final» –dice– si quieres saber si una vida humana ha sido realmente bendita o feliz. Como le deja muy claro a Creso, Solón entiende por «final» ni más ni menos que cómo muere un hombre.

Si hay algo de verdad en las palabras de Solón, haríamos bien en prestar atención al Fedón para responder a la pregunta de quién es Sócrates y si fue bendito o feliz. En el Fedón, el filósofo Sócrates «llega al final». Lo hace en el doble sentido de la frase: termina su vida mortal y reflexiona, en compañía de sus amigos, sobre la inmortal visión intelectual a la que ha dedicado su vida. Prestar atención seriamente al Fedón es, entonces, más que investigar lo que Sócrates hizo y de lo que habló el día en que murió. Es profundizar en la pregunta que subyace a todos los diálogos de Platón y los impregna: ¿quién es el verdadero filósofo y es realmente el más bendito y feliz de los hombres?

Como los demás diálogos platónicos, el Fedón tiene su marco, circunstancias y límites. Sócrates es un perpetuo misterio, el perenne cuestionador cuestionado, y Platón tiene el cuidado de presentarlo no «como tal» o «en sí mismo», sino siempre en un contexto en continuo cambio y, por tanto, parecido a la vida, con un conjunto de interlocutores que varía sin cesar. Aunque revelador como conviene a la historia de un final, el Fedón habla con su propia perspectiva y dentro de sus propios límites. Como los otros diálogos, tiene su parte de ocultación, perplejidad irresuelta, omisiones, exageraciones y «malos argumentos» deliberadamente inventados, todo con el propósito de hacernos pensar de maneras que aún hemos de descubrir. El lector debe enfrentarse valerosamente al hecho de que la historia del final de Sócrates no se despejará a su mirada fácilmente ni sin dificultades.

El Fedón es el más conmovedor y personal de todos los diálogos. La conversación es literalmente una cuestión de vida o muerte ya que Sócrates, próximo a morir y en compañía de amigos ansiosos que lo adoran, aborda el asunto de lo que nos ocurre en el momento de nuestra muerte. Pero el Fedón es vehemente en otro sentido: Sócrates intenta transformar nuestra preocupación por la muerte en una reflexión sobre lo que significa estar completa y verdaderamente vivo, en un himno discursivo en alabanza de la vida filosófica. Ese himno es profundamente desconcertante. Por un lado, Sócrates alienta tanto a sus amigos como a sí mismo con la esperanza de una vida-más-que-mortal después de que el alma abandone el cuerpo. Por otro, el modo de alentar consiste en proporcionar argumentos que están llenos de evidentes fallos lógicos. Como ya hemos advertido, encontramos esa deliberada falta de lógica en todos los diálogos. Pero aquí esa falta de lógica tiene un carácter especialmente desconcertante y molesto, pues lo que está en cuestión es nada menos que nuestra identidad. ¿Cómo reconciliamos la fuerza del aliento de Sócrates con la debilidad de sus argumentos reales? Concediendo que el Fedón se centra sobre todo en alabar el cuidado de la filosofía por el ser inmortal, ¿qué piensa realmente Sócrates del destino del alma individual, su alma, en el momento de la muerte? ¿Dónde nos deja al final la última conversación de Sócrates?

La palabra inicial del diálogo, «[tú] mismo» (autós), nos pone ante el fondo mismo del misterio. Equécrates pregunta si Fedón mismo estuvo presente en la muerte de Sócrates. El pronombre intensivo es un ejemplo excelente de cómo, para Platón, los problemas filosóficos más profundos tienden a quedarse en la superficie del lenguaje ordinario. La pregunta de Equécrates nos hace preguntarnos qué significan en última instancia términos como «él mismo» y «sí mismo», qué significa intensificar la identidad. En el Fedón y en otros diálogos, lo último en que se puede pensar –las formas– se define a menudo como «las cosas mismas por sí mismas». La pregunta inicial de Equécrates no solo alude a lo humano en sí mismo, de lo que «Fedón mismo» es un ejemplo, sino también a las formas. La palabra inicial del Fedón, «[tú] mismo», nos lleva directamente a las cuestiones que están en el centro mismo del diálogo: ¿qué es el alma? ¿Cuál es la relación entre alma y forma? ¿Tiene sentido nuestra individualidad, nuestra identidad, sin el cuerpo al que nuestra alma está misteriosamente adherida?

El Fedón pertenece a la clase de diálogos platónicos narrados o, con la palabra de Sócrates, recordados. A la clase de conversaciones no narradas sino presentadas directamente pertenecen diálogos como el Menón o el Gorgias. Del tipo narrado, algunos son soliloquios virtuales con un oyente no identificado, como la República y el Parménides. Otros son narraciones insertas en una conversación directamente presentada. Los diálogos que pertenecen a esa clase incluyen las reminiscencias post mórtem de Sócrates: el Banquete, el Teeteto y el Fedón. Su propia forma nos impulsa a preguntar: ¿por qué es importante mantener viva la memoria de Sócrates?

La reminiscencia de Sócrates en el Fedón es una mezcla desconcertante de lógos y mýthos, argumento e historia. Como oiremos enseguida, la muerte de Sócrates se había retrasado «por azar», dice Fedón. Cada año, los atenienses, de acuerdo con su voto a Apolo, envían una embajada a Delos. Hasta que esa embajada no vuelva a Atenas, la ciudad debe mantenerse pura y no ejecutar a nadie. La embajada conmemora el rescate de Teseo de los catorce jóvenes atenienses (los Dos Veces Siete, como los llama Fedón, ajustándose a que el grupo lo componían muchachos y muchachas) del Minotauro u Hombre Toro de Creta. El Fedón es una refundición jovial de ese conocido mito. Sócrates es el nuevo y filosófico Teseo. Es el heroico salvador de los amigos que se reúnen a su alrededor cuando está a punto de emprender su viaje final, de los cuales se mencionan catorce, y su discusión del alma y su destino, en particular en la fase final y más controvertida del argumento, se parece desde luego a un laberinto lógico. El mismo Fedón desempeña un importante papel como el decimoquinto miembro entre los nombrados del grupo que rodea a Sócrates: es la Ariadna2 cuyo hilo narrativo nos lleva al interior y a través del laberinto de argumentos de Platón.

Pero ¿quién o qué desempeña el papel del Minotauro? En otras palabras, ¿de qué deben salvarse los compañeros de Sócrates? ¿De su miedo a la muerte? ¿O del gran mal que se conoce como misología u «odio al argumento», el mal que, cerca del centro del diálogo, amenaza con ahogar la conversación en desilusión y desesperación? Tal vez haya de considerarse en conjunto dos «cuernos» de un monstruo de naturaleza dual. Una cosa está clara: el diálogo se enriquece conforme examinamos detenidamente los muchos puntos de contacto con el mito que está imitando. Cuando llegamos al final del hilo de Fedón nos preguntamos: ¿se mata de una vez por todas al Minotauro, ya sea como miedo a la muerte u odio al argumento? O, como sugiere su terquedad, ¿se mata solo para volver a la vida una y otra vez tras cada derrota?

Fedón cuenta su historia a Equécrates en Fliunte, una ciudad del Peloponeso vinculada a los seguidores de Pitágoras. De hecho, el espíritu de Pitágoras, conocido por sus discípulos como Autós, impregna el Fedón. La enseñanza de que el cuerpo es la prisión del alma es pitagórica en su origen, como lo es la transmigración de las almas, y la noción de alma como armonía o afinación recuerda la relación pitagórica entre proporciones de números enteros e intervalos musicales. Pero el tema pitagórico más cercano al corazón del diálogo es el de la purificación. Sócrates vuelve a menudo a ese tema en el curso de la discusión. Se describe al filósofo como el hombre que es, ante todo, puro y, por tanto, libre. El verdadero filósofo, según la descripción de Sócrates, busca purificarse de todo enredo corporal para morar con el ser o con las formas. El lenguaje del autós que impregna el diálogo está íntimamente ligado a esa búsqueda filosófica de la pureza.

Pero la relación de Sócrates con el pitagorismo es, cuando menos, controvertida. Por un lado, Sócrates parece dispuesto a forjar una alianza con la devoción pitagórica por la pureza, las matemáticas, la musicalidad y la salud. Por otro, el pitagorismo, al menos en su enseñanza de que el alma es una afinación, favorece al Minotauro como miedo-a-la-muerte dando a entender que el alma es mortal en lugar de inmortal. El ataque al alma-como-afinación es solo una de varias pistas de que tal vez la apariencia pitagórica del filósofo en el Fedón, la descripción ascética de la filosofía como práctica de la muerte y odio al cuerpo, sea más una caricatura que una caracterización. Si la filosofía es odio al cuerpo, ¿cómo se explica que Sócrates tenga un hijo a los setenta años (60 a)? ¿O que, como Alcibíades cuenta en el Banquete, Sócrates, cuando se le presiona, beba siempre más que nadie, no se emborrache y parezca divertirse más que otros (220 a)? ¿O que, como descubrimos en el Fedón, Sócrates se deleite jugando con los hermosos cabellos de Fedón?

El Fedón consiste principalmente en una conversación entre Sócrates y dos amigos íntimos, Simmias y Cebes, cuyas lealtades pitagóricas se recaban y cuestionan a lo largo del diálogo. Su amistosa dualidad se pone a prueba de varios modos mientras luchan con Sócrates, el uno con el otro y con sus temores y desconfianza. Aunque en ocasiones expresa desconfianza, Simmias parece en general más próximo a la confianza, la edificación, la musicalidad y la opinión correcta. Asiente sin dudarlo a la ruda descripción socrática del filósofo como aborrecedor del cuerpo y practicante de la muerte. Es Simmias quien, al final del diálogo, es el primer receptor del mito sobre la verdadera tierra. Cebes, en cambio, es el más lógico y rigurosamente escéptico de los dos. Es él quien sigue a Sócrates en su laberíntico argumento final. Las diferencias entre Simmias y Cebes nos hacen reflexionar en las distintas y complejas maneras en las que aparece el alma humana y en cómo la discusión filosófica, no menos compleja que el alma humana, extrae su sustento y su vida de fuentes contrarias aunque complementarias.

Suele pensarse que el fondo filosófico del Fedón no reside en su drama, sino en las presuntas «pruebas de la inmortalidad del alma». Cuatro argumentos de ese estilo se ofrecen en el diálogo: el argumento de los contrarios, el argumento de la reminiscencia, el argumento de la invisibilidad y el argumento de la causa.

Esos argumentos presentan al lector un abanico de dificultades. Los significados de algunos términos cruciales varían de argumento en argumento. Por ejemplo, en algunos lugares el término fundamental «alma» se refiere al principio o causa de la vida, incluyendo la vida vegetal; en otros significa claramente intelecto. Además, a todos los argumentos les afecta hasta cierto punto la decisión que Sócrates toma francamente de «contar historias» o «entonar encantamientos» en su último día. Los efectos de esa decisión aparecen en especial en aquellos puntos donde «allí» y «entonces», lugar y tiempo, se atribuyen con facilidad a almas y formas; donde, por ejemplo, se concluye rápidamente que las formas constituyen una región, aunque invisible, de la que las almas «han venido» o a la que «irán».

Pero tal vez las dificultades mayores provengan de aquello «de lo que tanto se habla», las formas. Tres de los cuatro argumentos se apoyan en ellas y tanto Simmias como Cebes los aceptan de buen grado. ¿Podemos permitirnos ser tan despreocupados? Aunque nos las arreglemos para persuadirnos de que no todo lo que se dice de las formas es mero parloteo y nos sumemos a ellas –la hipótesis principal de Sócrates–, las dificultades persisten, pues las formas se presentan de manera distinta con argumentos distintos. A veces aparecen como objetos de pensamiento muy distantes, inalcanzables en esta vida corpórea. Otras se presentan como rasgos de nuestra experiencia cotidiana, como, por ejemplo, lo que debemos ver cuando advertimos que palos iguales no lo son por completo. De nuevo, se presentan justo delante de nosotros, enfrentándose en un combate a muerte con sus contrarios cada vez que la nieve se derrite o se suman números. ¿Pueden juntarse esos «aspectos» distintos? No es de extrañar que Sócrates admita de paso que el argumento aún está «expuesto a sospechas y contraataques» y, sin embargo, anime a Simmias y Cebes a «examinar» y «resolver» sus «primeras hipótesis» con mayor cuidado. A pesar de las dificultades que presentan o debido precisamente a esas dificultades, los argumentos de Sócrates –aceptados con el espíritu apropiado, sin la ceguera de la mera fe o la vanidad del mero escepticismo– abonan un suelo fértil para preguntas y reflexiones del tipo más fundamental.

El drama del Fedón, el drama en el que los argumentos que se acaban de tratar tienen su vida filosófica, pueden dividirse de forma jovial en catorce partes, en imitación de los Dos Veces Siete del mito de Teseo. Una breve sinopsis de cada parte nos proporcionará un resumen del conjunto y un hilo conductor a través del laberinto de Platón.

I FEDÓN MISMO (57 a-59 b)

Equécrates descubre que Fedón estuvo presente el último día de Sócrates y le pide que relate todo lo que se dijo e hizo. Después de contarle a Equécrates por qué se retrasó la muerte de Sócrates (la embajada a Delos), Fedón empieza a hablar de la maravillosa mezcla de placer y dolor que experimentó aquel día en prisión. Con esa mezcla de emociones la contrariedad, tan central en todo el diálogo, aparece por primera vez en escena.

II SEPARACIÓN Y PREOCUPACIÓN POR LA MUERTE (59 b-69 e)

Fedón empieza el relato propiamente dicho enumerándole a Equécrates los catorce nombres de quienes recuerda que estuvieron presentes. Platón, así lo cree Fedón, estaba enfermo y, por tanto, ausente. Al entrar el grupo de amigos en la celda de Sócrates lo encuentra liberado de sus ataduras. El placer que siente lo lleva a pensar que Esopo habría hecho bien inventándose una historia sobre el placer y el dolor, sobre cómo los dioses resolvieron sus continuas riñas ligando sus cabezas.

La última conversación de Sócrates, según la fabricó Platón, no empieza como una conversación sobre la inmortalidad del alma. De hecho, al principio parece como si el mismo Sócrates invitara al grupo a discutir, no sobre la vida y la muerte, sino sobre la maravillosa relación, digna de Esopo, entre los dos contrarios, placer y dolor. Fedón ya había expresado su asombro ante la mezcla de emociones en sí mismo y en el grupo y ahora Platón presenta a Sócrates haciéndose eco de una experiencia similar. ¿Cómo se convierte entonces la inmortalidad del alma en el asunto central de la última conversación de Sócrates?

La mención de Esopo empuja a Cebes a preguntar por las propias composiciones de Sócrates, sus arreglos musicales de las fábulas de Esopo y un himno a Apolo. Eveno, el poeta-sofista, quiere saber, dice Cebes, por qué Sócrates ha retomado de pronto la composición. Sócrates le cuenta a Cebes su sueño recurrente y la exhortación divina a «hacer música». Termina diciéndole a Cebes que le diga a Eveno que él, Eveno –«si es sensato»–, siga a Sócrates en la muerte tan pronto como sea posible. Eso, a su vez, lleva a una discusión sobre por qué el filósofo, aun siendo un seguidor de la muerte, no se quita la vida. Ni siquiera en ese momento, a pesar de que la discusión gira hacia la muerte, se plantea explícitamente la pregunta «¿Es el alma inmortal?». En su lugar, el asunto se transforma en si Sócrates es justo en su disposición a abandonar a sus amigos y a los dioses. Simmias y Cebes presentan cargos contra Sócrates. Requieren que Sócrates aporte una apología o defensa de por qué alguien que fuera verdaderamente sabio estaría tan dispuesto, como Sócrates parece estarlo, a liberarse de un maestro bueno y divino, de por qué Sócrates está tan dispuesto a morir. La analogía con el juicio de Sócrates y los cargos que Atenas presenta contra él por impiedad y corrupción de la juventud informa la conversación entera según la relata Fedón. No solo se obliga a Sócrates a dar cuenta en el sentido teórico; también debe dar cuenta de sí mismo ante el tribunal de Simmias y Cebes. Debe convencerlos de que su tranquila aceptación de la muerte no es un caso de injusticia con quienes lo aman.

Aquí empieza la denigración enfática del cuerpo que continuará a lo largo del diálogo. Esa denigración tiene una importante función retórica respecto a los cargos de Simmias y Cebes. Al denigrar el cuerpo y todo lo unido al cuerpo (incluyendo lo que llamamos «personalidad»), Sócrates trata de alejar a sus dos amigos del afecto por el hombre Sócrates, a quien se niegan a dejar morir.

Así empieza Sócrates su defensa. El verdadero filósofo, dice, está «muerto» para el cuerpo y sus atractivos, y la filosofía es la práctica de morir y estar muerto. El único buen filósofo, al parecer, es un filósofo «muerto». El cuerpo, oímos, es una especie de prisión, de la que el filósofo trata de escapar. El filósofo lucha por lograr una visión precisa e infalible de lo que es y el cuerpo, con todos sus sentidos y emociones, no es más que una continua molestia y un obstáculo. Como esfuerzo por entregarse a la investigación y, por tanto, librarse del cuerpo, la filosofía es nada menos que «la preocupación por la muerte», una frase que Sócrates usará después. Puesto que la muerte es la liberación y, por tanto, la separación del alma del cuerpo, y puesto que el filósofo, en todas sus investigaciones, no ha hecho otra cosa que esforzarse por lograr esa separación y pureza, es completamente razonable, argumenta Sócrates, que al verdadero filósofo no le irrite la muerte.

Tras esa defensa, Sócrates pasa a discutir la sabiduría o prudencia como virtud superior y más verdadera y define esa virtud como una forma de purificación. Concluye su defensa de modo mítico expresando la creencia de que Allí, en el Hades que nos aguarda a todos, morará con dioses y «buenos camaradas».

III EL ARGUMENTO DE LOS CONTRARIOS (69 e-72 e)

La defensa previa del verdadero filósofo (que Sócrates ha manejado de un misterioso modo órfico-pitagórico y atribuido a «los que filosofan correctamente») iba dirigida a Simmias. El tono elevado de Sócrates y su analogía final entre su defensa ante Simmias y Cebes y su defensa ante los jueces atenienses hacen que Sócrates parezca preparado para «cerrar su caso». Pero Cebes dice lo que piensa y obliga a Sócrates a seguir hablando. Como señala Cebes, argumentar que el filósofo debería alegrarse ante la muerte porque Allí, en el Hades, conseguirá separar el alma del cuerpo que ha sido su práctica y preocupación a lo largo de la vida, es presuponer que el alma seguirá siendo una vez haya ocurrido esa separación. En este punto empiezan los argumentos de la inmortalidad del alma.

Al girar la conversación hacia la prueba de la inmortalidad, Cebes aporta dos temas interrelacionados que rondarán por el resto del diálogo: el miedo a la muerte y la desconfianza. Cebes habla en nombre de todos los seres humanos. Traslada la conversación de la descripción y alabanza de la vida superior de la filosofía (la anterior defensa órfica de Sócrates) a la vida y la muerte en general. Es Cebes quien obliga a que la conversación retome el alma y su destino en relación con el llegar a ser y el desaparecer, en una palabra, con el pasar. A causa de Cebes, en otras palabras, el Fedón combina la preocupación por el alma humana con la física como estudio del «devenir» como tal.

Sócrates acepta el reto de Cebes, o más bien su aguda ansiedad, apelando al comportamiento de los contrarios. Haciéndose eco de su anterior observación de que el placer y el dolor parecen evocarse mutuamente, Sócrates expone la opinión de que todos los contrarios nacen el uno del otro: el mayor del menor, el peor del mejor, el justo del injusto. Amplía esa opinión para incluir procesos contrarios como la separación y la combinación, el enfriamiento y el calentamiento. Si, de hecho, los procesos o el «devenir» de los contrarios siempre corren parejas, entonces el proceso de morir no puede dejar de evocar su proceso correlativo: la vuelta a la vida. Si los vivos generan a los muertos, entonces los muertos han de generar a los vivos. El devenir es un círculo. Debido a ese círculo, el alma –cuya presencia o ausencia marca a un ser como vivo o muerto– debe ser antes de llegar a un cuerpo.

IV EL ARGUMENTO DE LA REMINISCENCIA (72 e-77 a)

Recordando su anterior advertencia sobre la desconfianza humana, Cebes le dice a Sócrates que «no nos engañamos al ponernos de acuerdo en esas cosas». De manera provocadora vincula lo que Sócrates acaba de exponer –la psicofísica de Sócrates– a la enseñanza de que todo aprendizaje es, de hecho, reminiscencia.

Llegados a ese punto, Simmias retoma el argumento. Pide que le «recuerden» la demostración de esa enseñanza. Sócrates lo complace y aduce varios ejemplos, mostrando primero que la reminiscencia puede ocurrir a través de asociaciones distintas a la de la semejanza: el amante ve la lira o la capa del amado y recuerda al amado mismo. Luego, Sócrates pasa a la reminiscencia basada en la semejanza. Platón nos obliga a preguntarnos por qué se aduce primero la clase de reminiscencia basada en la desemejanza, que Sócrates, de manera provocadora, vincula a la experiencia erótica.

Previamente, en la exagerada defensa dirigida a Simmias, Sócrates había hecho referencia primero a las formas, designándolas como «cada uno de los seres inalterados en sí mismos y por sí mismos». En el argumento de los contrarios, Sócrates, en efecto, se vuelve de las formas a los procesos naturales. Con la reminiscencia basada en la semejanza, las formas, a las que se refiere de nuevo como las «cosas mismas por sí mismas», regresan a la conversación, esta vez como parte integral de una prueba de la inmortalidad del alma. Mientras que la reminiscencia basada en la desemejanza estaba vinculada al amor erótico, la reminiscencia basada en la semejanza está vinculada a la sobriedad de las matemáticas. Sócrates usa el ejemplo sorprendente de una forma «relacional»: lo Igual. Si realmente palos y piedras iguales nos «recuerdan» a lo Igual en sí mismo estando por debajo de ese Igual y si, por tanto, tenemos que haber «visto» lo Igual «de antemano» (es decir, antes de encarnarnos), entonces «nuestra alma es, incluso antes de que naciéramos». Simmias parece enteramente convencido. Habla de una «necesidad abrumadora» del argumento de Sócrates, añadiendo que «el relato se refugia en una hermosa conclusión». Pero nos deja perplejos: ¿por qué usa Sócrates como ejemplo de una forma una relación matemática en lugar de una propiedad matemática de algo individual (por ejemplo, la circularidad de un objeto)? ¿Y por qué esa relación?

Hay muchas cosas dignas de atención en el tratamiento socrático de la reminiscencia. Por ejemplo, Sócrates no vincula directamente la reminiscencia que «prueba» la inmortalidad del alma a la investigación filosófica, como hace en el Menón, aunque los argumentos empiezan en ambos diálogos con el descubrimiento matemático. Que Sócrates no abogue aquí por la inmortalidad basada en la reminiscencia como investigación tal vez se deba a los temores de Simmias y Cebes. La ansiedad por el futuro, el temor a lo que le suceda al alma después, ha usurpado el lugar del eros filosófico, que tiende, no hacia delante y hacia abajo, sino hacia atrás y hacia arriba hasta los seres verdaderamente inmortales. Esa dirección de la investigación figura en la propia palabra para reminiscencia, anamnesis, en la que ana- significa tanto «atrás» como «arriba». Podríamos decir que los temores de Simmias y Cebes obligan al argumento a «bajar» más que a «subir». Sócrates, que no está dispuesto a abandonarlos a sus temores y dándose cuenta, sin duda, de que el miedo es un impedimento para el amor filosófico, «desciende» con ellos.

V CANCIONES PARA NIÑOS (77 a-78 b)

Pero ¿ha persuadido a Cebes, que va al grano? Simmias comenta la capacidad para el escepticismo de su amigo, llamando a Cebes «el más obstinado de los hombres en cuanto a desconfiar de los argumentos». Sugiere que también él está sujeto al «temor de la multitud». ¿Y si el alma, insiste, se juntara de algún modo al nacer y se separara al morir? ¿No podría entonces el círculo del devenir seguir sin la existencia continua del alma? Cebes elogia la perspicacia de Simmias y observa que solo se ha ofrecido la «mitad» del argumento necesario. Sócrates recuerda a los dos amigos que ya ha atendido a la supuesta mitad que falta. Sin embargo, está dispuesto a consentir lo que llama su miedo «infantil» a la muerte. Esa desenfadada reprimenda transmite una enseñanza muy importante: que nadie debería tomarse el miedo a la muerte demasiado en serio si su principal preocupación es la búsqueda del Ser inmortal. Cebes, riéndose, le dice a Sócrates que siga: «Intenta persuadirnos como si tuviéramos miedo». El pequeño intervalo termina con Sócrates contándoles a los dos amigos que ahora, cuando está a punto de irse, deben buscar por todas partes, incluso entre los «bárbaros», al «buen encantador» que sepa conjurar al coco llamado Miedo a la Muerte.

VI EL ARGUMENTO DE LA INVISIBILIDAD (78 b-84 b)

Sócrates va al grano con Cebes. Juntos exploran los atributos del alma. Si resulta que el alma está compuesta, el viejo temor vuelve, pues un alma compuesta podría y, sin duda, lo haría, sufrir una descomposición en las partes o elementos de los que estaba hecha. Un alma no compuesta no lo sufriría. Sócrates basa la investigación en la distinción ya mencionada entre los «seres mismos» y sus participantes sensuales. Los primeros pertenecen a la clase de los invariables e invisibles, los segundos a la de los cambiantes y visibles. Rápidamente se estima que el alma es afín al Ser mismo en virtud de su invisibilidad y hegemonía natural sobre el cuerpo. Es «muy semejante a» lo divino e inmortal, mientras que el cuerpo es «muy semejante a» lo humano y mortal.

Entonces Sócrates vuelve a su anterior modo mítico de expresión. Con un juego de palabras con «Hades» –que se parece mucho a la palabra griega para «invisible»–, Sócrates le dice a Cebes que el alma que ha pasado sus días con pureza filosófica, en comunión con el Ser mismo, marcha en el momento de la muerte a un lugar como ella misma, «noble y puro e invisible». El juego de palabras con «Hades» sugiere que el filósofo, mientras está vivo en un cuerpo mortal, «marcha», sin embargo, a un «lugar» inmortal siempre que participa de la filosofía. Eso sugiere la posibilidad aquí inexplorada de que el verdadero Hades no sea en absoluto una vida después de la muerte, que no sea «donde vamos a continuación», sino donde tenemos el poder de ir ahora. A su feliz retrato del filósofo, Sócrates añade una ominosa «historia probable» sobre el destino del alma impura, amante del cuerpo. Extiende su ataque al cuerpo contándole a Cebes que el placer y el dolor «clavan por igual el alma al cuerpo». La retórica de Sócrates parece tener en este caso el propósito de contrarrestar el miedo a la muerte con el miedo a la esclavización más vil. Sócrates termina esa sección de la conversación insistiéndoles a Simmias y Cebes en que la muerte, para el alma pura o filosófica, es la escapatoria a esa esclavización y que el filósofo, más que nadie, carece de motivos para temer a la muerte.

VII LA LIRA Y EL TEJEDOR (84 b-88 c)

El alentador discurso de Sócrates sobre no temer a la muerte tiene, sin embargo, una coda inquietante. Ofrece una descripción demasiado familiar y vívida de lo que justamente tememos en nuestra infantilidad: que nuestra alma se «disperse» y «disipe» en el momento de la muerte, ¡que «se desvanezca y no esté en ninguna parte»!

El largo silencio que desciende con las palabras de Sócrates envuelve a todos los presentes. Simmias y Cebes tienen un aparte privado, pero Sócrates los saca del escondite. Los exhorta con vehemencia a expresar su desconfianza. Entonces Sócrates se ríe y compara su «canto del cisne» –su lógos musical– con el canto de los cisnes reales, que, dice, cantan de alegría el día de su muerte. Simmias retoma el hilo del argumento y habla de la necesidad de valor e ingenio. Si un ser humano no puede determinar lo que es verdadero, entonces, navegando entre explicaciones humanas como sobre una balsa, debe encontrar entre esas explicaciones «la mejor y menos refutable». El discurso de Simmias anuncia la «segunda navegación» que oiremos más adelante. También invoca como modelo para la virtud filosófica la figura de Odiseo, fecundo en ardides. En el Fedón se invoca a Odiseo en momentos cruciales. Odiseo, Teseo y también Heracles forman una suerte de heroico triunvirato en el diálogo. Proporcionan un paradigma para los esfuerzos de Sócrates y de sus amigos por matar a los monstruosos enemigos del discurso.

Simmias expresa su desconfianza a través de la imagen de una lira afinada. Si el alma es al cuerpo como la afinación a la lira, entonces igual que la afinación se destruye con la lira, también se destruye el alma con el cuerpo, pues el alma no sería más que eso: «una mezcla de los elementos del cuerpo».

Entonces oímos la desconfianza de Cebes. También usa una imagen. Su objeción es una versión más radical de la que Simmias ha expuesto. Aunque el alma fuera «más fuerte y duradera que el cuerpo», aunque sobreviviera a su cuerpo en el curso de muchas grandes muertes, ¿qué evitaría que el alma «se gastara»? Es como un viejo tejedor, dice Cebes, que tejió y desgastó muchos mantos, pero no «duró lo suficiente» para llevarlos para siempre. ¿Quién sabe? ¡El «manto» actual del alma –Cebes aquí, o Simmias, o Sócrates– puede ser el último!

VIII EL ODIO AL ARGUMENTO (88 c-91 b)

En ese peligroso momento, nos aproximamos al centro mismo del Fedón, el corazón del laberinto de Platón. Equécrates irrumpe en la conversación. Lo hace porque Simmias y Cebes acaban de plantear, cada uno de ellos, serias objeciones que amenazan con deshacer los argumentos de Sócrates. Se pregunta cómo podrá confiar en un argumento de ahora en adelante. De vuelta a Atenas, Sócrates ha previsto justo ese derrotismo y, como si hablase con Equécrates desde la tumba, se dirige a Fedón, que le contará a Equécrates lo que sucedió a continuación.

Lo que sigue es seguramente uno de los momentos más memorables de los diálogos platónicos. Sócrates juega con el pelo de Fedón (algo que solía hacer, nos dicen) y adivina que mañana, cuando Sócrates ya no esté, Fedón se cortará esos hermosos rizos suyos, añadiendo que los dos tendrán motivo para cortarse el pelo incluso hoy, «si el argumento encuentra su final». Ese gesto afectuoso es suficiente para disipar toda noción de que Sócrates odie simplemente lo corporal.

Sócrates le pide a Fedón que sea su Heracles, como él será el Yolao de Fedón, en la hazaña de salvar la vida del relato, lo que casualmente ilustra lo que Fedón acaba de contarle a Equécrates: que nunca admiró a Sócrates más que en esa ocasión por haber sido tan amable y admirativo al tratar con las críticas de los jóvenes. Heracles es el gran héroe y Yolao su joven compañero y Sócrates propone modestamente que se inviertan los papeles. Ahora advierte de un peligro, una experiencia que deben evitar. Para nombrarlo, acuña una palabra análoga a «misantropía», el odio a los seres humanos. Es «misología», el odio al argumento. Igual que alguien llega a desconfiar y odiar a todos los seres humanos porque una confianza equivocada lo ha «quemado», una manera inocente e ingenua de confiar en argumentos hace que al final desconfíe de todos ellos y los odie, ya que no hay cosa ni argumento que dure para siempre ni satisfaga su exigencia de librarse de la decepción. Entonces, en vez de culparse por su ineptitud, renuncia a dar explicaciones y elaborar argumentos.

Ese memorable drama entre Sócrates y Fedón, dispuesto con tanto cuidado en el centro del diálogo, sugiere que el odio al argumento es más terrible que el miedo a la muerte, que ese odio es el verdadero y más profundo Minotauro en el alma. También nos ayuda a comprender la función musical y encantatoria del discurso de Sócrates, aquí, como en otras partes del diálogo, vinculado sin duda al poder del canto de Orfeo. En varias ocasiones oímos hablar del encantador que puede conjurar el miedo a la muerte. Tal vez ese conjuro no sea distinto a lo que en realidad vemos que pasa ante nosotros en el drama, no solo en los momentos no argumentativos del diálogo, sino también en los propios argumentos. El grano al que la filosofía suele ir, como Cebes, posee una «música» parecida a Simmias. La música del discurso filosófico calma la ansiedad humana por la muerte, sin aducir «pruebas» irrefutables «de la inmortalidad del alma», llevando al alma al grano cotidiano del filósofo de proponer argumentos.

IX DESAFINAR (91 b-95 a)

Sócrates se dirige entones a Simmias y Cebes. Los ayuda a demoler el argumento más familiar para ellos como discípulos de Pitágoras, el argumento de que el alma es una afinación, una mera relación de partes. Aquí empieza la lucha cerrada por la supervivencia del discurso y el argumento razonables. Sócrates resume brevemente sus respectivas formas de desconfianza y con eso retoma la objeción de Simmias. En su primer «ataque a la Armonía», señala a Simmias y Cebes que la tesis de la afinación desentona con la enseñanza de que el aprendizaje es reminiscencia: si confías en una, tienes que rechazar la otra.

En su segundo asalto, Sócrates, dirigiéndose ahora a Simmias, argumenta que si el alma fuera una cuestión de afinación y estar afinado significara siempre estar bien hecho y con orden, entonces todas las almas serían buenas y ordenadas: el vicio sería imposible. No solo eso, sino que, puesto que una afinación no puede estar más afinada ni ordenada que otra, todas las almas serían virtuosas por igual.

El tercer y último ataque apela al comportamiento de los contrarios. El supuesto crucial aquí es que una afinación debe seguir siempre la disposición de sus partes y no ir en contra de ellas. Si el alma fuera de hecho una suerte de afinación, entonces, puesto que sus partes serían los elementos corporales en tensión unos con otros, el alma nunca iría contra su cuerpo: el cuerpo siempre dirigiría. Pero esa conclusión es contraria a lo que se había acordado antes: que el alma, por naturaleza, rige. Sócrates apoya la opinión de la hegemonía natural del alma sobre el cuerpo apelando a las incontables ocasiones en las que restringimos o refrenamos nuestros deseos corporales.

El ataque al alma como afinación termina con una apelación a la autoridad poética. Como el «Poeta Divino» nos muestra, Odiseo (a quien Simmias había invocado indirectamente con su imagen de la balsa) habla a su corazón y se controla. Pero la referencia apunta a una dificultad que Sócrates no menciona. En el pasaje de Homero, Odiseo refrena su ira y animosidad más que sus deseos corporales. De hecho, se refrena para no matar a las doncellas por haber sacrificado todo honor y lealtad a los placeres del cuerpo. Si el alma no es un compuesto y si la única oposición que se debe considerar es la que hay entre el alma y el cuerpo, ¿cómo explicamos lo que parece una tensión dentro del alma de Odiseo en el ejemplo que Sócrates escoge astutamente?

X LA AMENAZA DE CEGUERA Y LA SEGUNDA NAVEGACIÓN (95 a-102 a)

Sócrates retoma la objeción de Cebes. Adopta una estrategia completamente nueva para hacer el argumento, como dice, «más discreto». Se demora durante un largo rato para considerar algo dentro de sí: la imagen misma de la reminiscencia. Esa pausa es una señal de que algo muy misterioso se aproxima; lo que están buscando «no es un asunto trivial», como dice Sócrates con la sencillez que suele usar en los momentos cruciales, y de hecho está relacionado con la reminiscencia. Les muestra que lo que está en juego aquí es entender «la causa de la generación y destrucción en su conjunto».3

Sócrates empieza dándoles a Simmias y Cebes una oportunidad de comprender mejor su desarrollo intelectual, en el curso del cual casi se desespera en dos ocasiones a causa de lo que acaba de denunciar de modo tan ferviente. Cuando era joven, estaba «asombrosamente deseoso de esa sabiduría que llaman la investigación de la naturaleza». Al principio, habría dado la respuesta más corriente para explicar la generación y el crecimiento: un ser humano crece comiendo, bebiendo y añadiendo carne. Pero fue por completo insatisfactorio. Entonces leyó un libro de Anaxágoras, que decía que la Mente ordena el mundo. Estaba encantado, hasta que vio que ese «sabio» no usaba en realidad la Mente en sus explicaciones causales. Por ejemplo, Anaxágoras habría dicho que Sócrates no estaba sentado en prisión deliberadamente, sino porque tenía los huesos doblados de cierta manera en sus cavidades. Se habría olvidado de mostrar que había sido la mente de Sócrates la que había juzgado que lo mejor sería soportar la pena que le habían impuesto los atenienses y no huir. Aunque Anaxágoras había afirmado que la Mente era la causa de todas las cosas, al final era un materialista más. No podía explicar por qué lo mejor era que todo fuera como es. Sócrates es aquí como Odiseo, que está a punto de llegar a casa cuando un soplo de viento lo desvía.

Sócrates le cuenta entonces a Cebes que simplemente «se había hartado» de estudiar los seres en sí y había empezado a temer la posibilidad de quedarse «ciego para el alma». Buscó refugio, como expone, en los lógoi o explicaciones verbales. Así comienza la famosa «segunda navegación» de Sócrates en busca de la causa.

El pasaje sobre la ceguera y el refugio en los lógoi es uno de los más difíciles del Fedón. ¿Cuál es exactamente la ceguera que Sócrates teme? ¿A qué se refiere lógos aquí? Parece que Sócrates describa una conversión de la percepción directa e intelectual de «las cosas mismas» (presumiblemente la visión de frente que buscó en la física de Anaxágoras) en la actividad indirecta, pero no menos orientada hacia el Ser, de las explicaciones filosóficas basadas en las formas. El giro no es la conversión de los «seres mismos» en imágenes o semejanzas de seres, como Sócrates se esfuerza por aclarar. El refugio en los lógoi no es un giro a la investigación del «lenguaje». Lógos tampoco es aquí una «teoría» o «concepto» que desplace la orientación de la filosofía hacia el Ser a la orientación hacia el mero pensamiento del Ser y la invención de estructuras artificiales. Parece el giro a una manera filosófica de hablar que «capte» realmente el Ser de las cosas, de modo indirecto y, por tanto, «seguro», atendiendo a lo que los discursos y las cosas tienen en común: la genuina inteligibilidad de la forma, eídos, en oposición a la seductora, pero falsa inteligibilidad del proceso físico.

Sócrates esboza un «método» de hipótesis, un modo de investigación que parece una elaboración de la balsa de Odiseo que Simmias había descrito. Esas hipótesis, literalmente «poner por debajo», no lo son en el sentido moderno del término –conjeturas racionales, a menudo matemáticas, que se intentan verificar mediante experimentos–, sino más bien suposiciones que soportan el pensar y hacen posible el discurso. Discurso significa aquí todo discurso, el discurso corriente y cotidiano así como la rendición de cuentas y los argumentos en los que Sócrates se ha refugiado. La primera hipótesis es que hay formas –lo Bello en sí mismo por sí mismo y muchas otras–, cada una de las cuales es en sí misma una hipótesis. «En sí mismo por sí mismo» es una especie de fórmula que Sócrates ha concebido para esos supremos pensables; denota la intensidad de su ser y su independencia de la variedad de los objetos de los sentidos que llamamos por su nombre. La comunión con esos seres de pensamiento es la causa inteligible de que los objetos de los sentidos lleguen a ser y perduren. Sobre todo, las formas son responsables de nuestra habilidad no solo para dar nombre a las cosas, sino también de participar en discursos razonados. Sócrates deja claro que considera esa hipótesis un retorno, en un plano aclarado, a su temprana inocencia, antes de que lo desconcertaran las causas «sabias», es decir, sofisticadas que dan los que investigan la naturaleza. Llama sencillo, sin artificio e ingenuo a su proceder y se lo recomienda a Simmias y Cebes como el proceder de todos los amantes de la sabiduría.

El resto del diálogo hasta el mito se dedica a mostrar cómo se puede pensar por medio de hipótesis. La parte siguiente del diálogo sirve, más allá de su asunto, de demostración para Simmias y Cebes, aunque más para nosotros, del razonamiento sobre la suposición de las formas.

XI EL ENTUSIASMO DE EQUÉCRATES (102 a)

Equécrates no puede contenerse de nuevo. Interrumpe por segunda y última vez, señalando que el episodio central se ha acabado. Ha consistido en dos partes complementarias: una apasionada defensa de rendición de cuentas y una manera particular de hacerlo. Equécrates expresa su entusiasta aprobación de Simmias y Cebes por estar de acuerdo con Sócrates en el uso correcto de las hipótesis. La ligera interrupción sirve para recordarnos que el drama no está estrictamente confinado a la celda de Sócrates. Al mediar entre los acontecimientos reales y sus oyentes, Fedón «devuelve» a su manera «el lógos a la vida». Lo prolonga para Equécrates y sus amigos, igual que Platón devuelve a Sócrates a la vida para nosotros. Equécrates dice directamente lo que seguramente Platón intenta que deduzcamos: que el camino de las hipótesis socráticas es largo y puede emprenderse provechosamente en lugares lejanos y épocas distantes.

XII EL ARGUMENTO DE LA CAUSA (102 a-107 b)

Fedón retoma el hilo de su narración. Al principio, Sócrates habla con Simmias, pero pronto entra Cebes y sigue con Sócrates hasta el final mismo de esta última sección del argumento.

Llegamos a la sección más densa y laberíntica del diálogo. La base para toda la discusión es que los contrarios son mutuamente excluyentes, una exclusión que Sócrates retrata de modo mítico (y algo cómico) con el lenguaje del combate y la retirada. Sócrates pone el ejemplo de lo Grande y lo Pequeño. Argumenta que «lo Grande en nosotros no tolera lo Pequeño ni está dispuesto a que lo sobrepasen». Lo Grande y lo Pequeño se presentan en guerra el uno con el otro, como el placer y el dolor en la referencia anterior de Sócrates a Esopo. Las formas poseen identidades inviolables y esa virginidad hace que una forma sea enemiga de su opuesto. Ante la aproximación de su contrario, una forma debe «huir» o «perecer». En este punto, un oyente anónimo habla en voz alta y muestra que ha estado prestando mucha atención a la conversación durante todo el tiempo. (Tal vez no sea uno de los catorce nombrados porque no necesita estar a salvo de emociones inapropiadas y simplemente «siga el lógos» con gran interés.) Le recuerda a Sócrates que se había acordado que los contrarios, lejos de excluirse entre sí, salen el uno del otro. Sócrates replica a la objeción diciendo que la afirmación anterior no había sido sobre las formas, sino sobre las cosas. Entonces, devuelve a Cebes a la afirmación aparentemente indisputable de que «un contrario nunca lo será de sí mismo».

Sócrates insiste en ese aspecto pasando a otro ejemplo, lo Caliente y lo Frío y su influencia en el comportamiento del fuego y la nieve: las formas Frío y Caliente se comportan como suelen hacerlo los contrarios, según lo que se ha dicho hasta ahora. Cuando uno de ellos se aproxima, el otro «huye o perece». Pero el fuego y la nieve, dice Sócrates, también se comportan de esa manera. Cuando lo Caliente se aproxima a la nieve, la nieve que fue una vez fría no se transforma en nieve que ahora está caliente: puede «alejarse» o quedarse y perecer como nieve. Tampoco «se enfría» el fuego con la cercanía de la nieve. Debe «salirse del camino o perecer».

Sócrates extiende el argumento para incluir el comportamiento de Pares e Impares en relación a los números. ¿Por qué, nos preguntamos, ha escogido esos ejemplos en particular y esa secuencia? ¿Apuntan esos ejemplos, cuando se toman y exploran por separado, a las mismas o distintas conclusiones? ¿Tienden a reforzar el argumento o a debilitarlo? En cualquier caso, Sócrates parece ansioso por sacar una conclusión general: los contrarios, como resultado, no son los únicos que no se admiten el uno al otro; las cosas que contienen opuestos actúan del mismo modo.

En ese punto sucede algo inesperado. Sócrates lleva a Cebes de vuelta al principio del argumento y revisa el acuerdo anterior sobre la causa. Dice que ahora irá más allá de la primera respuesta, la segura y no aprendida sobre la presencia de una forma. Si alguien le pregunta: «¿Qué ha hecho que ese cuerpo se caliente?», Sócrates no dirá ahora que «el Calor», sino «el fuego». Con esa respuesta «más elegante» o sofisticada (una respuesta que, debemos advertir, sigue dependiendo de las formas) termina –de manera dudosa, por cierto– el argumento. Sócrates vuelve por fin al alma, considerada ahora «aquello por lo que el cuerpo vive». El razonamiento que habían personificado los ejemplos previos (Frío y Caliente, Par e Impar) se aplica ahora de forma incuestionable al alma en relación con el cuerpo. La Vida y la Muerte son contrarias. Las cosas que «contienen contrarios» se comportan como lo hacen los contrarios mismos: se excluyen mutuamente y son hostiles entre sí. Lo que no admite Muerte debe, sin embargo, ser inmortal, y el alma, que aporta la Vida a lo que posee, debe «contener» lo contrario a la Muerte. Por tanto, «el alma es algo inmortal». ¿Se ha demostrado suficientemente esa conclusión? Cebes, habitualmente escéptico, parece creerlo. Responde con un entusiasta «Muy adecuadamente demostrado, Sócrates». Sócrates añade una condición más cuestionable al argumento: que el alma se muestre tan imperecedera o inmune a la decadencia como inmortal. Cebes acuerda de buena gana que en verdad lo inmortal debe ser inmune a la decadencia. Sócrates concluye: «Cuando la Muerte le llega a un hombre, su parte mortal, como es probable que ocurra, muere, pero su parte inmortal sale y queda a salvo, sin decaer, apartándose del camino de la Muerte». Entonces Sócrates regresa a su punto anterior, uno de los constantes estribillos de su canción filosófica: si el alma «sale», debe haber un lugar al que salga. Ese lugar es el Hades, lo Invisible.

Cebes dice que ahora ya no desconfía de los argumentos anteriores. Anima a Simmias «o a cualquier otro» a hablar en voz alta mientras haya tiempo. También Simmias dice que ya no desconfía, «dado lo que se ha argumentado», pero matiza su acuerdo con Cebes. Confiesa una persistente desconfianza basada en la magnitud de lo que han estado hablando y, por contraste, la debilidad de la naturaleza humana. Sócrates responde reforzando esa desconfianza al tiempo que la transforma en una tarea de por vida. Despeja las vagas ansiedades de Simmias por la flaqueza diciéndole que se ponga a trabajar. Incluso nuestras «primeras hipótesis», dice Sócrates, «deben examinarse con más claridad». Presumiblemente se refiere, en particular, a la hipótesis de las formas.

Previamente en el diálogo, Sócrates había invocado la figura de Penélope. El verdadero filósofo no era como Penélope, cuya red se tejía solo para deshacerse. No dejará, una vez libre de enredos corporales, que su alma se repliegue vergonzosamente en el cuerpo. Pero aquí, al final de los argumentos del Fedón, Sócrates recuerda y rehabilita de forma indirecta la figura de Penélope. El verdadero filósofo es, de hecho, como la mujer de Odiseo. Al final de un argumento, cuando se ha «tejido» una conclusión, debe volver al principio, separar las hebras de las que se compone el argumento y deshacer la red del lógos. El lógos, cuyo regreso a la vida ha intentado lograr el nuevo Heracles, perdura precisamente en esa oscilación entre tejer y destejer. El argumento sigue y es, en cierto sentido, inmortal, no solo porque las almas valerosas lo conservan, sino porque el lógos filosófico es en sí mismo inherentemente incompleto y nunca «llega al final».

XIII LA VERDADERA TIERRA (107 b-115 a)

Sócrates pasa ahora del argumento, y de nuestra confianza y desconfianza en el argumento, a su mito sobre la verdadera tierra. Como los mitos que Sócrates presenta en otros diálogos, este tiene como punto central la importancia extrema de cuidar nuestras almas en nuestra vida mortal. El mito presenta un «cosmos» genuino, un todo bellamente ordenado. Podríamos decir que logra, aunque de modo mítico, lo que la Mente de Anaxágoras no había logrado. En lugar de las muchas referencias anteriores al Hades, Sócrates presenta una descripción elaborada de la forma y funcionamiento del Todo. Combina el lenguaje del cuerpo en proceso, el lenguaje de la física, con un relato de la suerte que corren almas distintas en el Todo.

Según el mito de Sócrates, la tierra en sí presenta tres capas: la tierra real, los huecos interiores donde moramos (creyendo que vivimos en la superficie) y la tierra bajo nosotros. La Tierra en sí, redonda, pura y resplandeciente, permanece en reposo como un todo en medio de los cielos. Para mantenerla en su sitio no se necesitan empujes ni tirones, Atlas ni aire, en otras palabras, fuerza externa. La «autosemejanza», es decir, el equilibrio de los cielos y el propio equilibrio de la tierra, es suficiente para mantenerla en reposo. La vida en la superficie de la verdadera tierra refleja esa situación cósmica. No se encuentran allí tiras ni aflojas, la agitación y violencia que marcan nuestras vidas en los huecos. La verdadera libertad, en otras palabras, es la escapatoria de todos los procesos y su seriedad correspondiente. Los habitantes de la superficie de la verdadera tierra flotan libres, residiendo sin disimulo, deleitándose en la percepción de las cosas que son, como turistas en unas vacaciones eternas. No hay ciudades montadas sobre facciones, de hecho no hay ciudades en absoluto sobre la superficie de la verdadera tierra.

En el mundo inferior, situado bajo lo que llamamos tierra, las cosas son muy distintas. La fuerza y la restricción, la agitación y la violencia caracterizan tanto el «aspecto» de ese mundo como las «vidas» de los que están forzados a quedarse allí. De hecho, las subidas y afluencias de líquidos a gran presión, la ausencia de luz excepto en la presencia de gran calor, parecen reflejar la agitación interior de los habitantes más desesperados de ese mundo, a los que a su vez se arrastra, siempre a merced de algo o alguien distintos.

Pese a su aparente caos, el mundo inferior tiene una estructura: no orden y desorden, sino diferentes principios de estructura compensan la diferencia entre arriba y abajo. El orden del mundo inferior es el orden de la oscilación, del movimiento que restringe o gobierna un punto; en este caso, el centro de la tierra. El centro de la tierra es también el centro de un gran tubo que atraviesa la tierra, el canal del Tártaro. Ese tubo y su centro determinan todo fluido en el mundo inferior. La posición del Tártaro define, en general, el sendero del fluido, el significado «de aquí para allá». Canales llenos de todo, desde agua hasta fuego líquido, colman el mundo inferior, pero cada canal, por muy tortuoso que sea su sendero, debe salir y volver a entrar en el Tártaro antes o después. El centro del Tártaro, a su vez, define la posible extensión del fluido: igual que la lenteja de un péndulo no puede, en el transcurso de su movimiento, terminar en un punto más elevado que su punto de liberación, el fluir líquido del Tártaro en un momento determinado no puede volver a entrar en él desde más allá del centro más que por el punto inicial de desagüe.

En esa estructura de subidas ordenadas, sobresalen cuatro ríos junto con el Tártaro. El Océano («Fluir veloz»), el Aqueronte («Desolador»), el Piriflegetonte («Resplandor de fuego») y el Cocito («Chillido»). Aquí, también, hay un orden, un orden de contrarios, por decirlo así. El Océano y el Aqueronte se emparejan el uno con el otro, como lo hacen el Piriflegetonte y el Cocito. Circulan en direcciones contrarias y tienen sus desembocaduras «justo enfrente» el uno del otro, es decir, en posiciones diametralmente opuestas a uno y otro lado del centro. Además, el punto en el que el Piriflegetonte y el Cocito se aproximan más es cuando pasan por el lago Aquerusíade. Aquellos que han cometido grandes fechorías, pero curables, pasan la mayor parte de su tiempo moviéndose de manera violenta dentro del Tártaro y se les arrastra más allá del lago Aquerusíade a los ríos solo para pedir perdón a quienes hicieron daño. En otras palabras, esa constelación de ríos parece funcionar como el centro moral de la tierra inferior.

¿Dónde estamos nosotros en esa imagen de la tierra? Las cosas más hermosas que nos rodean son meros fragmentos, aunque fragmentos de las cosas de arriba. Aunque nuestra visión esté nublada, vemos los mismos cielos que ven los que moran en la superficie. Algo de la belleza moteada de su mundo viene de la neblina y el aire que nos rodea, el «sedimento» del éter. Pese a ello, parecemos vinculados por igual a la tierra que hay debajo; de hecho, a veces es difícil decir dónde terminan los huecos y comienza el inframundo en el relato de Sócrates. Que las aguas de nuestro Océano se gobiernen y mezclen con las mismas leyes que sus aguas, que su Piriflegetonte en ocasiones aflore en nuestro mundo, son señales suficientes de la vinculación. Nuestras vidas regulares están suspendidas de esos dos extremos y cómo vivimos ahora tiene que ver por completo con la región en la que viviremos o tal vez vivimos.

Debemos señalar que el mito se dirige a Simmias, quien, como se ha dicho, parece ser el más lírico y menos dialéctico. Sócrates concluye su discurso a Simmias con una exhortación. Habla del «noble riesgo» que implica tomar el mito en serio, es decir, no en creer todos los detalles míticos, sino en hacer todo en la vida para «participar de la virtud y la prudencia». De nuevo, Sócrates vuelve al «buen encantador» que sabe cómo conjurar al coco, el Miedo a la Muerte; pero ahora el encantador somos nosotros. Debemos tomar en serio nuestras almas creyendo que el cosmos y lo divino que vive en su seno son receptivos a nuestra búsqueda de purificación, especialmente la purificación en que consiste la filosofía. Buena parte del Fedón no trata de lo que es absoluta y demostrablemente verdad, sino de lo que el filósofo debe decirse a sí mismo; en una palabra, de aquello en lo que debe confiar. Sócrates nos recuerda que la filosofía induce a esa confianza en la bondad y orden del Todo como una forma de música.

XIV EL FINAL DE SÓCRATES (115 a-118)

Sócrates dice que debe «ir al baño» y ahorrar a las mujeres el esfuerzo de lavar un cadáver, un gesto que combina el cuidado de su propia pureza con el cuidado por las sensibilidades de los demás. En este punto del drama, Platón centra nuestra atención en el demasiado humano Critón. Critón quiere aferrarse al hombre Sócrates y a cada precioso minuto y preocupación mortal que queda. Suave, pero firmemente, Sócrates intenta que Critón entienda la extrema importancia de lo que Sócrates siempre les ha dicho: deben cuidar de su alma «siguiendo los pasos» de lo que les ha mostrado su conversación. Critón, no obstante, vuelve enseguida a su preocupación por el cuerpo de Sócrates: «Pero ¿de qué modo te enterraremos?» Es entonces cuando Sócrates pide a los demás «que se comprometan» ante Critón a que Sócrates no se quedará atrás en su muerte, sino que «partirá».

Llegamos ahora a la narración final, en la que Fedón nos cuenta cómo murió Sócrates. ¿Cómo afecta la descripción platónica de los últimos momentos de Sócrates a todo lo que se ha dicho hasta este momento? ¿Qué presenciamos exactamente y qué podemos concluir, mientras vemos cómo la Muerte se aproxima realmente?

Parece que las explicaciones y los argumentos que Sócrates ha estado dando y obteniendo de sus amigos durante todo el día son más persuasivos como ejemplos y promulgaciones del modo de vida en el que Sócrates cree que como pruebas de la supervivencia del alma después de la muerte corporal. Por tanto, el comportamiento de Sócrates en la hora de su muerte podría importar más que si la encarara completamente convencido de sus pruebas de que hay una vida más allá. Si realmente se mostrara despreocupado incluso en sus últimos momentos en la tierra, podríamos suponer que es un hombre que encuentra la eternidad en esta vida día a día, que no necesita esperar a morir de manera física para morir la muerte del filósofo y pasar de los placeres del cuerpo a las delicias del pensamiento. Podría ser un hombre que no necesitara una liberación especial para vivir en la región del Ser; eso es lo que su amigo Critón, afectuosamente humano, no entiende del todo.

Pero ¿significa eso que Sócrates engaña a Simmias y Cebes –incluso a sí mismo– cuando los conjura a que destierren su miedo a la muerte y se pone en el papel de Teseo, que los salva del monstruo con cabeza de toro, el Minotauro? No necesariamente. Sócrates reconoce que sus jóvenes amigos están asustados y que tiene cosas que decirles que él no necesita oír. Está dispuesto a representar un drama de miedo superado por su bien. Si es un engaño, también lo son el candor y la amabilidad de Sócrates que los guía a través del laberinto siguiendo el rastro de su conversación para encarar... ¿qué?

Tras bañarse, Sócrates ve a sus tres hijos y da instrucciones a las mujeres de su casa. Llega el sirviente de los Once y se despide con cariño de Sócrates, llamándolo «el más noble, gentil y mejor de cuantos han llegado aquí». Sócrates lo alaba por sus nobles lágrimas y pide la poción. Critón, con conmovedora desesperación, apremia a Sócrates a que no se apresure; al fin y al cabo, aún queda algo de sol sobre las montañas, ¡tiempo incluso para disfrutar de los placeres del sexo antes de morir! Entonces Sócrates cuenta a Critón que, si obrara como los demás, solo sería un hazmerreír a sus propios ojos. Apremia a Critón: «¡Obedece y no obres de otro modo!».

Cuando llega el portador de la poción, Sócrates lo trata con todo el respeto debido a alguien que tiene conocimiento. Pide consejo sobre cómo cooperar con los poderes naturales de la droga. En ese momento, Sócrates toma con gracia la copa. A lo largo del diálogo se ha enfatizado la mirada de Sócrates. Mira a cada orador, intensa y atentamente. Ahora, cerca del fin, cuando el hombre trae la poción que es al mismo tiempo veneno y cura, Sócrates lo mira de reojo «con esa mirada de toro que era tan habitual en él». Una descripción extraña; casi parece como si, con el golpe de la muerte, Sócrates, el matador del Minotauro, se hubiera transformado en Minotauro, cuya muerte han tenido que ver los jóvenes para convertirse en matadores de monstruos. Sócrates les muestra el drama de la muerte de la Muerte para que vean lo inofensivo que es el monstruo cuando se le aborda de una manera segura y certera.

Ya sabemos que el portador de la poción ha juzgado que Sócrates no está excitado. Desde un principio, le había advertido que no entablara tanta conversación como para acalorarse porque entonces se necesitaría una doble dosis del veneno para matarlo. Ahora, cuando Sócrates ofrece, de un modo enigmático, usar una parte de la poción para derramar una libación para «alguien», está claro que el hombre ha estimado que Sócrates está calmado y ha traído solo la cantidad precisa. Así que Sócrates dice que al menos debe rezar a los dioses por una auspiciosa «emigración de aquí a Allí». Tras eso, bebe.

Todo autocontrol se viene abajo en ese momento ya que otro Minotauro parece devorar a los amigos reunidos: la Pena. La compañía al completo, incluyendo a Fedón, se une en el treno de Apolodoro, que, a lo largo de la conversación, ha estado llorando más que siguiendo el argumento. La música del discurso, parece, se ha perdido absolutamente para él. Sócrates les reprocha su impía antimúsica y los incita a un silencio propicio. Su vergüenza frena sus lágrimas. Debemos advertir que esas lágrimas no son las nobles lágrimas del sirviente de los Once, a quien Sócrates había alabado. ¿Cuál, nos preguntamos, es la diferencia entre ellas? ¿Por qué son unas innobles y otras nobles? Tal vez tenga algo que ver con la forma y el alcance de la pena. Tal vez una cosa sea apenarse, pero aceptar la muerte de Sócrates, y otra apenarse pero no aceptarla. Esa distinción encaja con las palabras del sirviente en su despedida a Sócrates: «Adiós e intenta soportar esas necesidades tan cómodamente como sea posible». Puede que el sirviente sea noble porque, aunque llora, no lo hace de manera descontrolada; ¡tiene voluntad para despedirse!

Y ahora la aproximación de la Muerte. Obedeciendo al que porta la poción, Sócrates da vueltas hasta que le pesan las piernas y entonces se tiende y se tapa. Lentamente le sobreviene la Muerte en forma de Frío y Rigidez. Empieza desde abajo y va subiendo: primero los pies, luego las piernas, luego los muslos. El portador de la poción demuestra con calma el proceso natural a través del que obra la Muerte. Cuenta a los compañeros que, cuando el efecto de la poción alcance el corazón, Sócrates morirá. Mientras lo dice, a Sócrates se le enfría la parte inferior del abdomen.

Entonces Sócrates se destapa para solicitar la última petición que Critón está ansioso por atender. «Critón –dice–, debemos un gallo a Asclepio. Así que paga la deuda y no seas descuidado.» Algunos lectores piensan que, siendo Asclepio el dios de la medicina, Sócrates está ordenando una ofrenda de agradecimiento (tal vez la que no se le ha permitido verter a él mismo) por liberarle de la enfermedad de la vida. Esa explicación concuerda desde luego con el hecho de que también se sacrificaban gallos al dios egipcio Anubis, identificado con el dios griego Hermes, que guía a las almas al inframundo y por el que Sócrates jura con cariño. Pero ¿por qué debemos «nosotros» la ofrenda de agradecimiento?

Cómo interpretemos las últimas palabras de Sócrates, tan evocadoras del tema de la salvación de Teseo, depende de cómo respondamos a las preguntas: ¿de qué ha estado Sócrates intentando salvar a sus amigos? ¿Quién pensamos que es el verdadero Minotauro del Fedón? El miedo a la muerte es un primer candidato y, sin duda, en sus últimas palabras Sócrates expresa su gratitud a los poderes superiores por haber logrado, al menos en esta ocasión, evitar que a sus amigos los consumiera ese miedo. Pero, como hemos visto, en el centro del laberinto de Platón no acecha el miedo a la muerte, sino el odio al argumento. Tal vez sea esa la razón más profunda de la ofrenda de agradecimiento de Sócrates: el día en el que muere, rodeado de amigos intensamente ansiosos, se las ingenia para evitar el miedo a la muerte. Pero no lo hace, como hemos visto, aduciendo irrefutables «pruebas de la inmortalidad del alma», sino redirigiendo la preocupación de sus amigos hacia la renovada vida de la investigación y el discurso filosóficos. Así, Sócrates muere legando una tarea, no solo a Simmias, sino a todo aquel que conozca el relato de Fedón, cuando dice: «Lo que dices es bueno, pero también nuestra primera hipótesis debe examinarse para una mayor seguridad».

Tal vez haya una segunda y más severa razón por la que el mismo Sócrates, justo antes de beber la poción, asume la apariencia del Minotauro. Tal vez haya algo mortal incluso en Sócrates –sobre todo en él–, algo de lo que, junto con el miedo a la muerte y el odio al argumento, sus amigos necesitan salvarse. En el Fedón, Sócrates está rodeado de amantes admiradores que no pueden soportar perder al Sócrates hombre. La conversación comenzaba, recordemos, con Sócrates aceptando la muerte aparentemente sin preocuparse. Al menos al principio, Simmias y Cebes aceptan a duras penas esa despreocupación, acentuada con las bromas y sonrisas de Sócrates a lo largo del diálogo. En su indignación, nacida de la pena, acusan a Sócrates de ser injusto con sus amigos. En efecto, le asignan el papel de un Teseo que salva a sus amigos y compañeros de viaje de todo tipo de peligros para abandonarlos al final, como Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. Parece apropiado, por tanto, que, justo antes de morir, Sócrates intente liberar a sus amigos del Minotauro final: su absorbente amor por el Sócrates hombre, un amor que amenaza con llenar sus almas de pena e indignación. Les muestra una nueva perspectiva de la cara que tenía el poder de fijar la atención más en el hombre que en el discurso y la visión por la que el hombre vivía. La comprensible fijación por el Sócrates hombre se representa de manera conmovedora a través de la tenaz atención que Critón presta al cuerpo de Sócrates. Esto puede explicar por qué Platón se presenta como ausente en ese importante día. A diferencia de Apolodoro, Critón, Simmias, Cebes y todos los demás, a Platón no le amenaza el más seductor en potencia de todos los Minotauros: conoce a Sócrates lo suficientemente bien como para estar dispuesto a dejar que muera el hombre. Es irónico que también sea el que, en sus diálogos, lo mantiene perpetuamente vivo para nosotros: vivo, encantador y tal vez también peligroso.

Entonces Sócrates calla. Poco después, hace algún tipo de movimiento y se destapa una vez más. Ha compuesto el semblante y tiene abiertos los ojos y la boca. Critón se los cierra.4

A sabiendas, el portador de la poción ha tramado para nosotros el curso de la Muerte. La hemos visto aproximarse. En cuanto al momento en sí, la llegada y el mero hecho de la Muerte, queda envuelto en un manto de misterio, como el encuentro final de Sócrates. Sin embargo, la mirada final de Sócrates, aunque no nos cuente qué es la Muerte ni lo que experimentó Sócrates antes de «preparar el semblante», ofrece una imagen adecuada, tal vez incluso cómica, de aquello por lo que Sócrates había vivido. Con los ojos y la boca abiertos, tenemos la imagen misma de un hombre que se había dedicado a la visión y el discurso. Si ponemos juntos los ojos y la boca abiertos, también tenemos el gesto del asombro. El gesto parece decir: «¡Así que esto es la Muerte!», aunque sin revelar lo que la Muerte sea en sí misma.

La narración de Fedón termina, de manera apropiada, con la alabanza de Sócrates. Si Sócrates muere despreocupado y con acogedor asombro, comienza a tener sentido un hecho desconcertante acerca de las últimas palabras de Fedón en alabanza de Sócrates: durante su vida, Sócrates pensó y habló de cuatro virtudes particulares, sabiduría, valor, moderación y justicia. Cuando Fedón resume las virtudes de Sócrates, llamándolo el mejor, el más serio y justo de todos los hombres que él y sus amigos habían conocido, deja llamativamente sin mencionar el valor. Tal vez Platón esté diciendo, a través de Fedón, que un ser humano apasionado por el amor a la sabiduría y absorto en la búsqueda del ser no necesita valor ante la muerte.

¿Fue también Sócrates el más feliz de los seres humanos? Fedón no lo dice. Sin embargo, podemos inferir de la ligereza de Sócrates, mostrada a lo largo de todo el diálogo, que Sócrates muere como ha vivido: ni indignado por el infortunio y la muerte, ni estoico desapasionado, ni, cuando todo está dicho y hecho, aborrecedor del cuerpo que contento se libera de la enfermedad de la vida. Muere plenamente consecuente con las condiciones para la felicidad que dispone Solón en Heródoto. Ha servido a su ciudad como soldado y tábano y ahora muere en la plenitud de su vejez (y con varios hijos), rodeado de un grupo de devotos amigos. La condena de Atenas lo ennoblece incluso como un gran hombre acusado injustamente, un hombre que, en el día de su muerte, parece dar prueba suficiente de su creencia en «dioses buenos» y su escrupuloso cuidado por las almas de los jóvenes.

Sin embargo, el corazón y el alma de la felicidad de Sócrates se extienden mucho más allá de las fronteras temporales de la felicidad que encontramos en Solón y Heródoto. Esa felicidad «superior» se encuentra en la búsqueda socrática de lo divino y su devoción por el discurso y la visión; una divinidad que, a diferencia de la divinidad en Heródoto, no envidia sino que más bien favorece, sin resentimiento, aunque desconcertada, los impulsos de la investigación. A lo largo del Fedón, Sócrates apela a los seres inmortales que el filósofo anhela «ver» y «tener por compañía» y, a lo largo del Fedón, Sócrates el encantador exhibe un estilo ligero e incluso cómico en un esfuerzo por librar a sus amigos de su trágica Musa. Esos dos hechos están vinculados. Entregarse al amor que es la filosofía es liberarse, sobre todo, de la tragedia y su Musa mortal.

Circula la historia de que Platón, tras conocer a Sócrates, se marchó a casa y quemó sus composiciones trágicas. Aquel día, Platón mató al menos un Minotauro y se preparó para escribir una comedia filosófica titulada Fedón. Si los lectores de Platón se libran ellos mismos de la ansiedad trágica y se vuelven a los placenteros trabajos de la filosofía, el mismo Platón tendría motivo para decir: «Debemos un gallo a Asclepio, lector. ¡Paga la deuda y no seas descuidado!».

1. Brann traduce literalmente ἱστορίης por Inquiries, «investigaciones». (Nota del editor.)

2. Ariadna, hermanastra del Minotauro, se enamoró de Teseo, que la abandonó de vuelta a casa.

3. Al referirse a la dificultad que plantea Cebes, Sócrates sugiere que «se acercan en estilo homérico». Durante todo lo que sigue, debemos recordar que, aunque ahora Sócrates luche ostensiblemente por la inmortalidad del alma (que ha quedado amenazada con las imágenes de la lira y el tejedor), tiene más importancia que luche por la renovada confianza en el poder rector de los argumentos filosóficos o lógoi. En otras palabras, el interludio con «Fedón mismo» ha desplazado el miedo a la muerte del alma por el miedo a que todos los argumentos «mueran» al final. La estatura épica, homérica, de lo que Sócrates emprende en el diálogo no solo se indica al sugerir que el hogareño Sócrates tiene algo en común con el viajero Odiseo, que «conoció a muchos hombres», luchó para salvar a sus camaradas y descendió al Hades. También se indica en la alusión homérica de las primeras y últimas palabras del Fedón. Cuando Equécrates empieza con las palabras «Tú mismo, Fedón, ¿estabas presente ese día [...] o lo oíste de otro?», prácticamente está citando la pregunta que se le hace a Odiseo antes de relatar sus andanzas: «¿Estabas tú mismo presente o lo oíste de otro?» (Odisea viii 491). El resumen final que hace Fedón de Sócrates, que era «el mejor y el más prudente y justo» de todos los hombres que han conocido, es un eco de lo que se dice del anciano Néstor, que «conocía la justicia y pensaba más que los demás» (Odisea iii 244).

4. Traducimos la descripción de Fedón del último momento de modo distinto a otros. El sentido que se suele dar es que, cuando el ayudante descubrió a Sócrates, tenía los ojos fijos y cuando Critón lo vio le cerró la boca y los ojos. La primera palabra para ojos, ómmata, significa también rostro o semblante; la segunda, ophthalmoí, significa solo ojos. Además, el verbo está en voz activa: es Sócrates quien fija o, mejor, compone sus rasgos. En su Defensa de Sócrates, Jenofonte dice que, cuando condenaron a muerte a Sócrates, «salió con semblante, conducta y paso despreocupados» (27). Así que no «tenía los ojos fijos», sino que «había compuesto su semblante». Hay un caso terrible que casi parece la contrapartida de los últimos instantes de Sócrates: en Los demonios de Dostoyevski, un hombre llamado Kirillov cree que puede probar su libertad extrema suicidándose, pero en los minutos previos a su autoaniquilación se ve cómo se transforma en una bestia que brama aterrada, cuya muerte refuta sus pretensiones vitales.

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