Читать книгу Según natura - Eva Cantarella - Страница 6
ОглавлениеPrólogo
Sucede a veces –y es lo que ha sucedido en este caso– que no sea el autor el que elija el tema, sino el tema el que elija al autor.
El tema al que está dedicado este libro se ha ido imponiendo a mi atención en el transcurso de los últimos años, a medida que proseguían mis esfuerzos por comprender los momentos fundamentales de la condición femenina en la Antigüedad clásica. A medida que avanzaban mis estudios, en efecto, me percataba de cómo, tanto en Grecia como en Roma, las relaciones homosexuales masculinas estaban difundidas de tal modo que necesariamente debían incidir en el modo en que eran amadas las mujeres. Y me percataba, a la vez, de cuán impreciso es hablar de homosexualidad haciendo referencia al mundo antiguo.
Los griegos y los romanos, de hecho, más allá de las profundas diferencias entre las dos culturas, vivían las relaciones entre hombres de un modo muy diferente del que lo hacen (obviamente salvo excepciones), los que hacen hoy una elección de tipo homosexual: para griegos y romanos (siempre salvo excepciones), la homosexualidad no era una elección exclusiva. Amar a otro hombre no era una opción fuera de la norma, distinta, de alguna manera desviada. Era solamente una parte de la experiencia vital: era la manifestación de una pulsión sea sentimental, sea sexual que a lo largo de la existencia se alternaba y complementaba (quizás al mismo tiempo) con el amor por una mujer.
Y he aquí por qué este libro, a diferencia de otros dedicados al mismo tema, lleva como subtítulo La bisexualidad en el mundo antiguo. Escribiéndolo a partir de lo dicho, he tratado de aclararme a mí misma una serie de problemas, cada uno de los cuales me parecía esencial para comprender mejor no solo la sexualidad, sino la propia cultura de Grecia y Roma.
En primer lugar: ¿cuáles eran los mecanismos psicológicos, sociales y culturales que determinaban la elección sexual masculina, orientándola, según los casos, hacia las mujeres o hacia otros hombres? Y no hay que sorprenderse de que hable solamente de elección masculina: la posibilidad de tener experiencias tanto heterosexuales como homosexuales, de hecho, era consentida (al menos teóricamente) solamente a los hombres.
En segundo lugar: la opción homosexual, ¿era plena y absolutamente libre o estaba sometida a reglas, y por lo tanto de alguna manera obligada, cuando no impuesta? Para ser más precisa, ¿estaba consentida a todos los hombres, cualesquiera que fuesen su condición social y jurídica y su edad? En el interior de la relación homosexual, por otra parte, ¿la elección del papel activo o pasivo se dejaba a las inclinaciones individuales o estaba por el contrario determinada por el estatus y la edad?
Finalmente: el hecho de que griegos y romanos concediesen amplio espacio a los amores homosexuales masculinos, considerándolos una alternativa absolutamente normal a los heterosexuales, ¿qué consecuencias tenía (aparte de sobre sus relaciones con las mujeres) sobre sus juicios de valor, sus costumbres, su derecho? Asumida como regla de vida, la bisexualidad es una experiencia que puede marcar profundamente una cultura, contribuyendo de un modo nada secundario a determinar los caracteres: y para convencerse será suficiente con pensar –por limitarnos a un único ejemplo– en el famoso y debatido problema de la función social de la homosexualidad ateniense.
En Atenas, la homosexualidad (que como es bien sabido era en realidad pederastia, es decir, amor entre un adulto y un muchacho) ocupaba una posición relevante en la formación moral y política de los jóvenes, que aprendían del amante adulto las virtudes del ciudadano: las relaciones hombre-mujer, evidentemente, no podían salir indemnes de las repercusiones de una mentalidad formada desde la enseñanza de virtudes exclusivamente viriles, marcada para siempre por una «educación amorosa» que dejaba muy poco espacio a la posibilidad de considerar la relación heterosexual algo más que el mero instrumento de reproducción de un grupo de ciudadanos, que a su vez serían educados en los valores del padre. Si el lugar privilegiado del amor, la expresión de los sentimientos más elevados, la posibilidad de manifestar la parte más noble de uno mismo era la relación entre hombres, ¿cómo podía ser vista por un griego la relación heterosexual? ¿Y cómo podían, por otra parte, reaccionar las mujeres a este estado de cosas, cómo aceptaban su papel, cómo vivían la relación con los hombres, qué se esperaba de estos?
La primera dificultad que se plantea, lógica e históricamente, al afrontar este problema, es la de la relación causa-efecto: ¿era la homosexualidad la consecuencia de una organización de vida que, recluyendo a las mujeres en los confines de los muros domésticos y negándoles cualquier forma de instrucción, las hacía no solo inaccesibles, sino también muy poco deseables como compañeras de una vida que no fuese puramente material o física? ¿O era, por el contrario, la causa de su segregación, de su exclusión de la vida intelectual, y de su relegación a un papel esencialmente reproductor (siempre que se tratase, obviamente, de mujeres «honestas», y no de hetairas o prostitutas)?
Mi interés por la homosexualidad masculina, en un primer momento, era entonces instrumental en un cierto sentido: o, por lo menos, era funcional para otros objetivos de investigación.
Pero con el tiempo, el centro de interés se ha ido desplazando: lo que ha empezado a interesarme han sido las reglas de la relación homosexual en sí, el sentido de esta relación tan importante en la mentalidad y en la costumbre, tan minuciosamente codificada por las reglas de un «cortejo» del que los amantes no podían prescindir, tomada en consideración por reglas jurídicas tan discutidas, y sobre todo, valorada por la opinión pública de modo tan diverso.
Frente a la exaltación que hacen las obras filosóficas (por lo menos algunas de ellas) y a veces la logografía judicial, aparece la bochornosa ridiculización que hace la comedia.
Las mismas fuentes filosóficas, por otra parte, no son nada fáciles de interpretar: a veces parecen exaltar el aspecto espiritual de la relación y criticar las manifestaciones físicas de amor. Pero las fuentes literarias, los grafitis y la iconografía señalan con seguridad que las relaciones físicas eran parte integrante de la pederastia, y que estas relaciones comportaban también la sodomización, y no solo el coito intergrupal, como ha sostenido Dover.
Mientras proseguía el intento de individuar el sentido de estos amores, los modos concretos de su expresión y las diversas valoraciones que proporciona la opinión popular, se ampliaba el número de sectores de la cultura griega para entender los cuales me parecía imprescindible la comprensión de la homosexualidad.
¿Cómo entender, en primer lugar, algunas reglas del derecho relativas no solo a la vida privada, sino a la vida política (de la que se excluía, por ejemplo, a los que se habían prostituido) sin conocer la ética sexual que las inspiraba? ¿Cómo comprender a Platón sin individuar las características del eros que es uno de los temas dominantes de su filosofía, por no decir el tema que está en su raíz? ¿Cómo comprender las manifestaciones artísticas sin entender a fondo los sentimientos que inspiraron a los poetas, o los modelos eróticos que expresaba el arte figurativo?
Por no hablar de los problemas –distintos pero no menos fundamentales– que se presentan a propósito del mundo romano.
Aunque menos visible, y por así decirlo menos pregonada, la homosexualidad estaba muy difundida también en Roma, y contrariamente a lo que se suele afirmar, no era un «producto de importación» (de modo más preciso, un hábito introducido y difundido por el contacto con la cultura griega). Era, por el contrario, una costumbre indígena y, como tal, estaba regulada por una ética sexual completamente distinta de la que inspiraba a la pederastia helénica. Lo que no significa, sin embargo, que entre la homosexualidad griega y la romana no existiesen analogías.
Sea en Grecia, sea en Roma, de hecho, como ha sido justamente puesto en evidencia por otros estudios, la oposición fundamental entre los comportamientos sexuales no era la que se establece entre heterosexualidad y homosexualidad, sino entre actividad y pasividad, características respectivamente la primera –la actividad– del hombre adulto, y la segunda –la pasividad– de las mujeres y los muchachos: y así, tanto en Grecia como en Roma, la reprobación y el ridículo recaían solo sobre el adulto pasivo.
Pero sobre estas indiscutibles analogías se han hecho demasiadas equiparaciones apresuradas, que han incluso falseado la perspectiva, completamente distinta, según la cual griegos y romanos vivían y consideraban estos amores.
La relación homosexual en Roma no desarrollaba la función formativa del joven varón que le estaba confiada en Grecia: no por casualidad en Roma el compañero pasivo de la relación, por lo menos según la regla, no era un muchacho libre, sino uno esclavo. Detalle nada irrelevante que permite individuar cuál era el mecanismo (más social y psicológico que sexual) que llevaba al hombre romano a tener relaciones con personas de su sexo, tan frecuentes como para poder ser consideradas absolutamente normales.
El joven romano era educado desde la más tierna edad para ser un conquistador: tu regere imperio populos, romane, memento, escribe Virgilio. Imponer la propia voluntad, someter a todos, dominar el mundo: esta es la regla vital del romano. Y su ética sexual no era otra cosa que un aspecto de su ética política.
Someter a sus propios deseos a las mujeres era demasiado poco para un romano. Para satisfacer y demostrar a los demás su sexualidad exuberante y victoriosa, debía someter también a los hombres: siempre que, por supuesto, estos no fuesen otros romanos. ¿Cómo un muchacho que muy joven hubiese debido soportar a otro hombre podría convertirse de adulto en un macho invencible y dominante? He aquí por qué los romanos acostumbraban a sodomizar a los esclavos (y, si se daba el caso, a los enemigos vencidos) y no a los jóvenes libres.
Pero en este punto se presenta un problema: si las reglas de la homosexualidad indígena eran estas, ¿cómo explicar, a partir de la época augustea, el florecimiento de una poesía amorosa dedicada a muchachos que no era raro que, contra toda regla, fuesen libres, cuando no de noble estirpe?
Al lado de la interpretación tradicional, según la cual en los poetas romanos el amor entre hombres no sería sino el calco de un modelo literario helenístico, en los últimos tiempos se ha abierto camino la hipótesis de que, por el contrario, estuviese inspirado por pasiones reales, que expresara tormentos amorosos que florecían concreta y frecuentemente y que, como tales, provocaban ansiedad y felicidad, celos y desesperación, en nada diferentes a las provocadas por el amor a las mujeres: junto a Lesbia, por poner un ejemplo, Catulo habría amado no menos apasionadamente a Juvencio, y deseado sinceramente «la miel de sus besos».
Y yo creo que, en efecto, los amores entre hombres cantados por los poetas augusteos fueron reales, por lo menos en el sentido de que reflejaban la existencia, en la Roma de la época, de relaciones homosexuales que no eran ya expresión de opresión social y sexual, sino manifestaciones de amores románticos, vividos según la regla de la pederastia helénica. El modelo griego, en suma, había realmente influido, en este punto, sobre la cultura romana: y los hombres adultos, al lado de las tradicionales relaciones «ancilares», vivían amores sentimentales, cortejando y alabando a los bellos muchachos que, lo mismo que sus coetáneos griegos, hacían suspirar a sus enamorados comportándose con «femenil» coquetería.
Los cambios en las costumbres homosexuales –por otra parte– no se limitaron a esto: con el tiempo, a partir más o menos de la época de César, la clase dominante comenzó a infringir clamorosamente la regla según la cual los adultos debían adoptar siempre y exclusivamente un papel activo. Y es entonces cuando se desata la represión jurídica: si en época republicana el derecho se había interesado muy poco por el problema (excepción hecha de una misteriosa lex Scatinia, cuyo contenido es bastante discutido), a partir del siglo III una serie de constituciones imperiales comenzó a establecer sanciones cada vez más severas, primero respecto a los homosexuales pasivos y luego también contra los activos. ¿Fue quizás por influencia de la moral cristiana? ¿O fue quizás (como ha sostenido recientemente P. Veyne), por razones internas de la sociedad pagana? También este es un problema en el que me ha parecido indispensable intentar profundizar.
En este contexto, y a pesar de la dificultad que supone la falta de información, he intentado comprender cuál ha sido el papel del amor homosexual femenino tanto en Grecia como en Roma, cuál fue su difusión y a qué exigencias respondía, en las distintas situaciones y momentos.
Para terminar, he intentado entender cómo era vista, por los griegos y los romanos, la alternancia de los amores homosexuales y heterosexuales, el sentido y la función de esta alternancia, si había diferencia entre el modo de amar a los hombres o a las mujeres, y si la bisexualidad (como se afirma con especial referencia a Grecia) era realmente, aunque solo para los hombres, el reconocimiento de una libertad sexual perdida. Provocado por el deseo de buscar una respuesta a estas y muchas otras preguntas, este libro espera aparecer, si no como un cuadro exhaustivo, cuando menos como un instrumento útil para la mejor comprensión de un aspecto «distinto» del amor. «Distinto» –obviamente– no como desviación o perversión, sino por haber sido visto y valorado de modo diverso, según reglas ligadas a modelos de vida que, en el tiempo y según las situaciones cambiantes, han sufrido profundos cambios y han asumido funciones y significados diversos. Nacido como un esfuerzo por profundizar en algunos aspectos de la condición femenina y de la relación hombre-mujer, este libro se ha transformado en el intento de comprender la elección, el pensamiento y los afectos de todos aquellos (hombres o mujeres) que han puesto las bases de nuestra civilización: y, consecuentemente, han contribuido inevitablemente, a través del tiempo, a guiar nuestras elecciones, nuestros juicios y nuestros afectos.