Читать книгу La maldición de la yaya Berta - Eva Miñana Marquéz - Страница 2

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Diseño de edición: Letrame Editorial.

ilustrador: Daniel Miñana Márquez

Composición de portada: Diana Mármol Romero

ISBN: 978-84-18344-75-6

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Para mi tribu.

A la memoria y al olvido:

huella y estela del vivir.

1

Sensación de abandono

Llega un momento en el que todo cambia porque todo se va. Cambian los cuerpos, las mentes, las ilusiones y la percepción de los recuerdos; algunos desaparecen y otros son alterados de tal manera que modifican, poco o mucho, lo que de verdad sucedió. Se empieza a olvidar lo soñado y se sueña con lo vivido.

El alma queda invadida por la mayor impotencia jamás sentida y observa tras los cristales cómo se marcha la vida. Se agota, de sonrisa a lágrima, la reserva de esperanza por hacer todo aquello que quedó pendiente, así como la energía por retener lo que sí fue. Lo que duró, lo que tan solo con el legado del recuerdo, en los demás, permanecerá en el instante preciso de la gran pérdida. Decepción para algunos y satisfacción para otros.

Con los años, se aprecia más cercano ese desconocido apeadero en el que desde el momento en que se nace se obtiene plaza sin necesidad de reserva previa. Allí donde nadie entiende de súplicas ni de sobornos; una última cita que admite cambios por demora, gracias al avance científico y al innato instinto humano por sobrevivir, pero imposible de cancelar. Y tal vez pueda parecer injusto que con tanto cambio no varíe la meta de llegada, pero no lo hará. Seguirá siempre allí, esperando. Generación tras generación. No importa la posición que se ocupe al cruzarla. Carece de mérito entrar triunfante el primero o abatido el último. O debería ser al revés: abatido el primero y triunfante el último. Da igual, al cruzar esa línea se acabó. Se va la vida y llega ella. Invencible y eterna.

Teoría, mucha poesía y años de práctica. La vida adiestra, pero cuesta aprender porque hay mucho que aceptar y solo unos pocos alumnos privilegiados logran hacerlo bien. Sin miedo, con resignación y con total complacencia al terminar lo que empezó con la primera inhalación de aire, con ese breve llanto acompañado de temblor.

Por eso les resultó tan difícil aceptar que el tiempo les obligase a llevarla allí, no en contra de su voluntad, pero sí con tristeza al tener que claudicar por considerar inviable cualquier otro remedio. Sabían que sería el paso previo a su partida, pero había llegado el momento; se tenía que hacer y lo harían juntos, como la gran mayoría de las decisiones de esa familia.

La yaya Berta era una mujer con carácter. Viuda desde los setenta y seis y sola desde entonces. Sí, vivía sola en su casa, pero contaba con el apoyo y el continuo ir y venir de todos ellos. A los ochenta empezó a perderse; su mente decidió aminorar esa capacidad extraordinaria que tenía para almacenar información y, tan pronto esta entraba, parte de ella se escapaba por algún lugar abierto o mal cerrado sin quedarse demasiado tiempo retenida y cada vez costaba más que participara del presente con la pretensión de planificar un futuro cercano.

Insistían en generarle nuevos recuerdos, memorias frescas, con la humilde intención de regalarle un atisbo de actualidad al que poder aferrarse y evitar que se marchara del todo y para siempre, pero ese espacio destinado a tal fin parecía estar ya colmado y su insistencia no hacía más que desbordarlo.

Curiosamente, afloraban en su cabeza momentos de la infancia, de su adolescencia e incluso algunos de su madurez, pero ya era difícil que alcanzase a clasificar, entre ellos, todos los acontecimientos más recientes. Se salvaban muy pocas de las tareas o conversaciones del día anterior, y su mirada así lo reflejaba. Por suerte, conservaba prácticamente intacta la facultad de identificación familiar y solo alguna vez confundía parentescos o nombres. Siempre, siempre lograba saber con certeza que ellos eran su familia, o como solía llamarlos: su tribu.

Sus ojos se perdían en algún lugar que los demás no eran capaces de apreciar y, si bien a veces parecían regresar, lo hacían a ratos, después se alejaban de nuevo para rondar tranquilamente por donde solo ella sabía estar. Esos bonitos ojos verdes que fueron menguando con los años pero que nunca dejaron de brillar y que, con el tiempo, se habían vuelto más húmedos.

Ágata estaba equivocada al creer que de tanto llorar en la vida a uno se le acabarían secando los ojos; al menos no ocurrió de este modo con la yaya Berta. A los ochenta y ocho años ella seguía llorando y, a decir verdad, cada vez con más frecuencia.

—Yo paso de ir —dijo Dania—. Eso lo deberías hacer tú, que eres su nieta, y la yaya Tina, que es su hija. Yo, como bisnieta, quedo libre de esta obligación.

—Porque lo digas tú —le recriminó Ágata.

Le indignaba sobremanera esa actitud despegada, como si por tener trece años pudiera desvincularse a su antojo de los asuntos familiares.

—¡Mamá! —se quejó Dania—. ¿No ves que le dará aún más pena si nos ve a todos allí, juntitos, como si fuésemos de vacaciones y después nos marchamos y la abandonamos? En una habitación, en ese lugar horrible que huele fatal.

—Irás, y ese lugar no es horrible —le dijo su madre seriamente—. Es una buena residencia y no huele fatal, aquel día olía a medicamentos, pero yo he estado más veces y te aseguro que huele bien. Bueno, bien… huele a… no huele a nada.

—Huele a viejo pocho —dijo la niña con cara de asco—. Y la yaya Berta, que tiene un superolfato, os va a mandar a todos a la porra en cuanto llegue.

Ya estaba siendo suficientemente doloroso todo aquello, como para que Dania lo complicara un poquito más. Por suerte, llamaron a la puerta. Era Malena, su madrina, la mejor amiga de Ágata, compañera de toda una vida.

—¿Dónde está la yaya Berta? —preguntó con energía y buen humor. Llevaba un vestido rojo chillón y un bolso de charol amarillo que competía con el brillo de sus alborotados rizos. El antídoto personificado contra la depresión.

—Papá ha ido a buscarla a su casa —le contestó Dania de mala gana.

—¿Y ya habrá sabido prepararse la maleta ella sola con lo necesario? —le preguntó a Ágata.

—Mi madre y yo lo organizamos todo hace unos días —le explicó—. Sus cosas ya están en la residencia.

—Bien —dijo Malena aprobando esa iniciativa—,y… ¿le habéis dicho adónde vamos hoy y que se quedará allí?

—No exactamente —contestó Ágata.

—No te has atrevido —añadió su hija.

—¡Basta! —gritó con la intención de callar a la dichosa niña antes de que sacara a pasear su enfado libremente—. Se lo diremos sobre la marcha. En cuanto lleguemos allí y se instale. Hoy pasaremos todo el día con ella y lo entenderá. Aceptó la propuesta cuando se la hicimos y ella misma firmó la solicitud. Estoy convencida de que sabrá ver que es la mejor opción para todos. Está perdiendo facultades, pero tu bisabuela no tiene ni un pelo de tonta.

Sonó el móvil de Ágata y era su marido avisando de que ya estaba abajo esperando con los padres de ella y la yaya Berta.

—¿Iremos todos juntos en el coche de papá? —preguntó Dania.

—Claro, así quepo yo también —le respondió Malena—. No hay nada como un siete plazas para estas ocasiones.

—No sé cómo puedes tener ganas de acompañarnos en algo así —refunfuñó Dania—. Es un rollo, Mali, no me digas que no.

—Es un momento importante, difícil para todos, pero sobre todo para tu abuela y para tu madre —le contestó Malena—. Me he pasado más de media vida en vuestra casa; la yaya Berta es también mi yaya. Yo no tuve la suerte de conocer a ninguno de mis abuelos y ella me adoptó como nieta. Me trató siempre como a una más de vuestra tribu: mismos privilegios y mismos castigos —concluyó guiñando un ojo.

—Mucho rollo os traéis con los cariños y los amores de yayas y nietas, hijas y toda la mandanga, pero ninguna acepta el reto de alojar en su casa a la yaya Berta —soltó Dania con crueldad.

—¿De verdad piensas que no hemos estudiado esa posibilidad? —le preguntó rápidamente Malena antes de que Ágata saltara encendida—. Todos nos ofrecimos en un principio a acogerla en nuestra casa, pero tu bisabuela necesita cuidados especiales. Viviendo con nosotros no estaría tan bien atendida y debería quedarse sola durante horas mientras estamos trabajando. No podemos permitirnos una persona que cuide de ella constantemente, día y noche. Sacrificando sus ahorros, su pensión, nuestras aportaciones… Aun así, no estaríamos tranquilos y ella tampoco estaría bien. Nunca ha querido gente extraña en su casa.

Dania calló. Tal vez convencida por las palabras de Malena o quizá porque vio como su madre se secaba las lágrimas disimuladamente.

Ágata apagó las luces, salieron las tres al rellano y cerró la puerta con llave. Entraron en el ascensor y se retocó un poco frente al espejo.

—Este bolso amarillo es horroroso, ¿de dónde lo has sacado? —le preguntó a Malena.

—Es nuevo. Me encanta. Cabe mi casa entera aquí dentro y, no te lo vas a creer, me ha costado diez euros. Increíble, ¿verdad? —le preguntó entusiasmada.

—Lo increíble es que no te detengan saliendo así a la calle. Mírate, pareces un semáforo —le contestó Ágata con ánimo de picarla y cambiar por completo la tensión que se había generado en casa. Dania se rio y la abrazó.

—Lo siento, mami.

—Gracias, cariño —le tomó una mano y se la besó.

El Volvo de Eduardo estaba aparcado en doble fila esperándolas. La yaya Berta de copiloto, tan menudita que apenas se veía.

—¡Hola! Ya estamos aquí —dijo Malena al subir al coche.

—¡Qué alegría! —exclamó la yaya Berta—. Todos juntos de viaje. Hacía tiempo que no nos íbamos de vacaciones. ¡Qué bien!

Dania miró a su madre con una mueca que expresaba su preocupación ante lo que se avecinaba, pero no dijo nada. Se acoplaron las tres y emprendieron la marcha hacia la residencia La Gaviota, ubicada en Castelldefels, a unos 20 km de casa.

Les pareció la mejor opción después de visitar al menos una decena de residencias. Quedaba más alejada que las del centro de Barcelona, pero gozaba de mucho más espacio, un jardín bien cuidado con un lago artificial y vistas al mar.

Gracias a una pequeña subvención concedida, a la pensión de viudedad y al futuro alquiler de su piso, Berta podía permitirse una habitación compartida con baño. Las instalaciones eran modernas y, cuando Ágata y Valentina fueron para tramitar el ingreso, vieron a mucho personal atendiendo a los residentes. Les gustó y habían leído además muy buenas críticas a través de internet.

Hacía un día precioso, pronto terminaría la primavera y estrenarían un nuevo verano. La mejor época para dar ese paso, sin frío ni cielos grises que pudiesen entristecer el alma, sin la amenaza de las obligadas celebraciones familiares tan frecuentes en invierno, celebraciones que despiertan emociones dormidas y que avivan las brasas de la melancolía.

Eduardo aparcó justo delante de La Gaviota: una casa grande, libre a los cuatro vientos, pintada de blanco con detalles color teja. Bajaron todos del coche y se quedaron en silencio observando el lugar, guardando celosamente los sentimientos que todo aquello les producía. Excepto la más ilusionada: la yaya Berta.

—No he estado nunca aquí. Es bonito —dijo complacida y Ágata se alegró. Al menos la primera impresión había sido buena.

A través de la verja se apreciaban parte del jardín y del porche que daban a la entrada principal.

Nada más entrar, los recibió Matilde del Valle, la directora del centro. Una mujer corpulenta, entrada en la cincuentena, con una voz poderosa y de sonrisa fácil.

—Señora Berta, sea bienvenida. ¿Cómo se encuentra hoy? Ya verá qué bien estará aquí con nosotros. No le faltará diversión. Síganme, por favor —les pidió animada.

Subieron a la segunda planta y los guio hasta la habitación 25, la nueva guarida de la yaya Berta. Curioso número en esa familia, pues Berta fue madre a esa edad. La misma con la que su hija Valentina tuvo a Ágata y Dania nació justo el día que su madre cumplió los veinticinco un 25 de septiembre.

—Vaya, la señora Rosita no está —dijo Matilde del Valle—. Debe de estar en el gimnasio, no falla ni un día. ¿Qué le parece su cuarto, señora Berta? —le preguntó a la yaya.

—Es muy bonito y tiene mucha luz, pero huele raro. ¿No oléis algo raro, como a rancio? —les preguntó.

—No. Yo no huelo nada —dijo Juan, su yerno. Estaban todos metidos en la habitación, ellos siete más la directora, callados y con una sonrisa forzada que intentaba disimular lo evidente.

—¡Veamos las vistas! —exclamó Malena cambiando de tema. Los apartó para hacerse paso y descorrió las cortinas. Salieron todos a la terraza entre pequeños empujones. Al fondo, muy al fondo, se veía el mar. Tan solo había que ignorar la visión de la autovía y la de los bloques de apartamentos aglutinados frente a ella. Saltando esa primera imagen, se quedaba el mar compartiendo escenario con el cielo azul de ese sábado de principios de junio.

—Esta es la llave de su armario —dijo Matilde del Valle entregándosela a Ágata y regresó a la habitación—. Sus cositas ya están dentro bien dispuestas. Debo informarles de que no está permitido guardar comida en los armarios. Obsequios tipo bombones, galletas u otro tipo de alimentos deberán ponerlos en este aparador, a la vista —dijo señalando un mueble con puertas de cristal y sin cerradura—. No queremos bichos ni cosas caducadas que puedan provocar malas digestiones, ¿verdad, señora Berta?

—Toma, bonita —dijo la yaya Berta entregando un billete de cinco euros recién sacado de su monedero a Matilde del Valle—. Para que te tomes algo cuando salgas del trabajo. Eres muy simpática.

—No, señora Berta, no debe darme nada —se afanó en decir la directora mientras rechazaba el dinero y retrocedía marcha atrás hacia la puerta.

Se despidió ruborizada ofreciéndoles un poco de intimidad para que la yaya se instalara y pudiesen hablar con ella. Quedaron en verse en su despacho antes de salir a comer.

—Aquí no cabremos todos para dormir —dijo Berta al ver solo dos camas.

—Bueno —se adelantó Eduardo antes de que nadie dijera nada—, Dania y yo nos vamos al jardín. Me han dicho que en el lago hay peces y tortugas, si quieres pedimos un poco de pan y les damos de comer. ¿Te apetece? —le preguntó a su hija.

—Tengo trece años, papá. Pero si te hace ilusión te acompaño y miro cómo das tú de comer a las tortugas —le respondió Dania con cara de aburrimiento.

—Yo me apunto —dijo Malena.

—Y yo —dijo Juan, oliéndose que se acercaba el momento de hablar seriamente con su suegra. Se quedaron Valentina y Ágata con ella.

La puerta de la terraza había quedado abierta y la corriente de aire empujaba la cortina de alegre estampado floral hacia dentro, alcanzando la espalda de Valentina.

—Cierro un poco —dijo, mientras se peleaba con la cortina intentando encontrar tras ella la puerta corredera—. Se está bien aquí, mamá, no hace calor.

Finalmente ganó la liviana batalla y logró ajustar la puerta, de modo que todo recogido y en paz.

—¿Quién se quedará conmigo? —preguntó la yaya Berta.

—La señora Rosita será tu compañera de habitación —le respondió Ágata.

—¿Quién? ¿Rosita de la floristería? ¿Ha venido? ¿No murió? —la abuela se quedó muy sorprendida y totalmente despistada. Su mirada iba de Ágata a Valentina una y otra vez a la espera de una aclaración. A partir de cierta edad hay algo que aparece como un aviso, como un toque de atención. La muerte de los de tu quinta de manera natural advierte y el recelo ante esa percepción no lo cambia nadie.

—Yaya —le dijo Ágata sentándose en la cama de la señora Rosita—, ¿te acuerdas, hace unos días, de que hablamos de la posibilidad de que fueras a vivir, al menos durante una temporada para probar, a una residencia?

—Sí —afirmó.

—Bien. Pues te han concedido una plaza en esta residencia y podrás pasar aquí el verano. Nosotros vendremos a verte todos los fines de semana.

—Y algún día entre semana también, mamá —aportó Valentina.

—Sí, algún día entre semana también —corroboró su nieta—. Si pasado el verano no te gusta estar aquí, entonces miraremos otro lugar, pero de todos los que hemos visitado, dentro de nuestras posibilidades, este es el más bonito, el más moderno y el que tiene mejor jardín.

La yaya Berta la miraba con una sonrisa y Ágata no sabía si la estaba escuchando, si entendía lo que le estaba diciendo o si se había perdido en sus pensamientos agarrada de la mano de alguna palabra que habría oído y que la habría transportado a su mundo interior.

—Este lugar no está mal —les dijo—. Si es por el dinero no os preocupéis, tengo unos ahorrillos y ya os pago yo las vacaciones a todos para estar aquí conmigo. A tu hija le gustará, hay un jardín —sugirió mostrando ilusión en su propuesta.

—No, mamá —dijo Valentina tratando de captar su atención—. Solo tú puedes quedarte. Es una residencia para la tercera edad. Estarás mejor aquí que sola en tu casa. Conocerás a otras personas y te cuidarán bien. No tendrás que hacer nada. Ni salir a comprar, ni cocinar, ni lavar… ni siquiera tendrás que hacerte la cama. Y cada día una enfermera se encargará de mirarte la tensión y se preocupará de que tomes todas las medicinas a su debido tiempo.

—¿Yo me quedo y todos vosotros os marcháis? —preguntó Berta después de que la sonrisa se borrara de su rostro.

—De momento sí. Por unos días —dijo Ágata con afán de no preocuparla.

—¿Este televisor funciona? —preguntó la yaya mirando la pantalla plana que estaba colgada en la pared entre los dos armarios roperos—. Lo digo para no perderme mi novela.

—Imagino que sí —contestó Ágata. Cogió el mando a distancia que estaba sobre la mesita de noche de la señora Rosita y encendió la tele. Funcionaba perfectamente.

—Bueno, creo que todo esto lo habíamos hablado hace tiempo. Sabía que llegaría el momento. Recuerdo que yo misma planteé esta opción para no entorpecer vuestras vidas. Pero no quiero morirme aquí —les dijo Berta muy seria—, cuando llegue mi hora quiero estar en casa.

—Venga, mamá… no digas esas cosas. Ahora estás muy bien y aquí te tratarán de maravilla. ¿Sabes cómo se llama este lugar? —le preguntó Valentina logrando despistarla.

—¿Cómo?

—La Gaviota.

La yaya Berta abrió los ojos casi por encima de sus posibilidades y la sonrisa regresó. Miró a su nieta y asintió con un gesto de aprobación.

Adoraba las gaviotas. Cuando su nieta era pequeña solía contarle cuentos inventados o adaptados de los escuchados de su abuelo, el tatarabuelo de Ágata, gran pescador y narrador de aventuras marineras en las que nunca faltaba alguna gaviota capaz de hablar, de indicar el rumbo correcto a seguir o incluso de deshacer un maleficio con el poder de sus alas. Tanto le gustaban las gaviotas que su hija Valentina nació con la silueta de una de ellas, una V abierta y curvada en sus extremos de color café con leche en el muslo izquierdo, unos cuatro o cinco dedos por encima de la rodilla. Una marca de nacimiento que a partir de entonces se sucedió en su descendencia; un deseo de libertad, de poder alzar el vuelo, aunque solo fuese de vez en cuando, aunque solo fuese de pensamiento. Berta les transmitió a través de ese tatuaje natural que se puede volar a pesar de no tener alas. Una V de valor y de victoria.

—La Gaviota… —repitió la yaya Berta—. La Gaviota. Entonces, me quedo.

Hija y nieta suspiraron liberando toda la tensión de los últimos días y se fundieron las tres en un largo y tierno abrazo.

—Gracias, mamá, por entenderlo —dijo Valentina.

—A ti también te llegará el día, ¿qué te crees? —le soltó su madre mientras trataba de escapar del achuchón.

Se rieron y apareció Malena con unos folletos y un dosier repleto de papeles.

—La directora me ha dado todo esto y dice que tenéis que rellenar algunas cosas de no sé qué preferencias en las comidas y actividades de ocio.

—Yo me voy con los chicos y Dania al jardín. Os dejo que rellenéis lo que haga falta —dijo Valentina con los ojos repletos de lágrimas.

Al marchar ella, Malena se sentó en la butaca marcada con el número 25-2 y Ágata se sentó frente a ella en la cama. La yaya Berta empezó a curiosear por todas partes; lo primero, el armario.

—¡Anda! —dijo sorprendida—. Si hay ropa mía. ¿Quién la ha colocado aquí?

—Mamá y yo vinimos la semana pasada y ya está todo bien marcado con tu nombre. Pensé que sería mejor de este modo. Algunas prendas son nuevas.

—Ya podía echar en falta algunas cosas… Tú siempre estás en todo, cariño mío —le dijo la yaya Berta a su nieta mientras le acariciaba una mejilla—. Tina seguro que no habría sido capaz de tener esta idea.

—Yaya, tu hija Valentina, mi querida madre, se ha esforzado muchísimo en buscar la mejor solución a todo este problema —le dijo intentando defenderla.

—Lo sé. Soy un problema para todos.

—No. No quería decir eso —se excusó—. Quiero decir que no pienses que ella no se preocupa por ti. Sabes que quería que fueras a su casa, pero tú misma dijiste que no. Mamá está muy mal de la espalda y empieza a necesitar ayuda. ¿Cómo os las apañaríais las dos juntas? Papá es un niño grande al que atender.

—Ya lo sé. Pero eres tú la de las grandes ideas. Estás siempre inventando. Desde bien pequeñita intentabas solucionar los dilemas de todo el mundo. No te andas con tonterías.

Se dio media vuelta y continuó revisando su armario.

Sacaba una por una las prendas que habían sido cuidadosamente guardadas y las iba depositando sobre los pies de su cama para hacer un inventario.

—Por dilema, el mío —susurró Malena.

—¿Qué problema tienes? —le preguntó Ágata.

—Voy a dejar a Fernando.

—¡Qué dices! —exclamó su amiga.

—Mal asunto —dijo la yaya Berta sin mirarlas. Ambas la observaron, pero dejaron que continuara con su labor al verla tan entretenida.

—Y ¿desde cuándo? ¿Me lo sueltas así, de repente? —se quejó Ágata.

—Llevo tiempo dándole vueltas. No sé. No lo tenía claro del todo.

—Pero ¿ha pasado algo? —preguntó—. ¿Has conocido a alguien?, ¿te ha hecho algo malo? ¿Qué ocurre?

—No puedo seguir con él —contestó—. No es que no quiera, es que no puedo. No ha pasado nada malo. No estoy con nadie ni creo que él tenga ninguna amante por ahí. Simplemente ha ocurrido algo dentro de mí que ha hecho que me plantee seriamente nuestra relación.

Malena bajó la mirada al suelo por unos instantes y continuó:

—Tengo 38 años. No tenemos hijos, porque él nunca ha querido niños y no es que me sienta estafada por ello, porque lo dejó muy claro desde el principio, pero yo sí quiero. Y me he dado cuenta de que prefiero la maternidad, aunque sea en solitario, a una vida sin descendencia con él por mucho que lo ame. Te veo a ti con Dania y… joder, Ágata, yo quiero eso. Siempre lo he querido y confiaba, tonta de mí, en que mi reloj biológico se detendría y dejaría de torturarme, pero no ha sido así. Cada vez resuena en mi interior con más fuerza y ya no puedo ignorarlo por más tiempo. Se me agota la estación de siembra.

—Si dejas a Fernando, morirá —sentenció la yaya Berta ocupada en recolocar dentro del armario todo lo que había sacado.

—Nada, yaya. Tú no te preocupes. Guarda tus cositas —le dijo Malena.

—¿Piensas que lo digo en broma? Si lo dejas, morirá —repitió la yaya.

—Todavía no lo ha dejado —contestó Ágata— y, en el caso de que lo haga, te aseguro que no morirá. Tal vez se deprima y trate de convencerla para que vuelva con él y… no sé… llorará y lo superará. El tiempo lo cura todo —dijo intentado alejar esa amenaza de muerte.

—Morirá como murió tu abuelo y como murieron todos los demás. Todos los hombres que hemos abandonado en esta familia acaban muertos. Es la maldición.

—¿Qué maldición? —preguntó Malena asustada.

—No hay ninguna maldición —aseguró Ágata—. Yaya, al yayo no lo dejaste. Se marchó él. Se suicidó.

Lo dijo sin pensar. Se le escapó. No era momento de evocar fantasmas. ¿Cómo empezar un nuevo capítulo en la vida si retrocedían de golpe tantas páginas?

Apretó los dientes esperando que aquello no se convirtiera en la apertura de la gran caja de los recuerdos tristes, de los recuerdos mal curados, porque ninguno de ellos había sido capaz de entender ni de asimilar por qué el abuelo Julio se suicidó.

—Tu abuelo no se suicidó. Lo maté yo —confesó la yaya Berta.

—¡Berta!

Se giraron las tres sobresaltadas hacia la puerta.

Allí de pie vieron a una señora mayor que con suerte alcanzaría el metro cuarenta. Llevaba el pelo muy cortito y lo tenía completamente blanco. Unas gafas con cristales muy gruesos le agrandaban exageradamente los ojos; vestía una bata azul celeste con cuadritos blancos y dos bolsillos delanteros en los que escondía sus manos, que empujaban contra la tela como si lucharan por ser liberadas. Calzaba unas zapatillas de toalla color azul marino muy abiertas por la punta para aliviar los deditos curvos por la artrosis y, ante el conjunto de semejante imagen, se les llenó el corazón de ternura, lo que apaciguó el sobresalto anterior.

—Soy Rosita, tu compañera de cuarto —dijo a modo de presentación y les regaló una sonrisa repleta de dientes postizos. Era la simpática caricatura de lo que algún día había sido.

Se acercó a la yaya y se puso de puntillas para estamparle dos besos en las mejillas. Si Berta era bajita, Rosita le llegaba por el hombro.

—¿Usted ocupa la otra cama? —preguntó la yaya Berta.

—¿Qué es eso de usted? —se quejó Rosita—. Seguro que soy más joven que tú. ¿Qué edad tienes, Berta? Yo ochenta y cinco. Hace tres que vivo en La Gaviota. Tenía otra compañera, pero se fue —sacó por fin las manos de los bolsillos y las alzó acompañadas por su mirada como si invocara al Espíritu Santo.

—Hola, yo soy su nieta. Me llamo Ágata —dijo rápidamente intentando evitar que les contara el motivo de la marcha de su antigua compañera.

—Qué guapa. ¿Y tú quién eres? —le preguntó a Malena.

—Yo soy una amiga de la familia. Mi nombre es Malena.

—Eres mucho más que amiga —aseguró Berta—. Eres de la tribu, cariño. Por eso te digo que la maldición te perseguirá a ti también.

—¿Qué maldición? —preguntó Rosita.

—Nada. No es nada —se apresuró a responder Ágata.

—¿Por qué huyes de lo evidente? —continuó la yaya Berta—. Ninguna podrá escapar. Me pasó a mí, le pasó a mi hija y ahora le ocurrirá también a Mali. Y te pasará a ti, si también tomas en el futuro esta decisión.

—Cuenta, Berta, cuenta —la animó Rosita—. Por fin algo interesante en este cementerio de elefantes. Parece mentira. Tanto viejo aquí metido, con tantas cosas que deben de tener para explicar y se lo guardan todo para llevárselo a la tumba. Aquí nadie se moja a no ser que se mee encima. Claro que muchos ya no se acuerdan de sus vidas. Qué triste es envejecer mal. Hay que hacerlo bien. Si tuviese cuarenta años menos, si pudiese regresar al pasado… anda que no cambiaría mi cuento.

Rosita se sentó en su cama, balanceando los pies sin descanso al no tocar el suelo y se quedó mirando fijamente a Berta esperando a que esta iniciara su relato.

—Yo no me casé virgen —dijo Berta como introducción a su historia.

Rosita sonrió complacida y Ágata miró a Malena, quien le sugirió silencio colocando el dedo índice sobre los labios.

—En mi época eso estaba muy mal visto —continuó la yaya—, pero yo era guapa, qué narices. Sí, tenía muchos pretendientes y me gustaba divertirme. En la juventud hay que tontear y yo tonteaba, y dejaba que me adularan. Siempre fui prudente, no quería avergonzar a mis padres ni a mis hermanos. Era la única chica de cuatro hijos y encima la pequeña. Me las tenía que arreglar bien para que no me pillaran. Quedaba con uno y con otro en las caballerizas o en el huerto o donde pudiésemos encontrarnos. No lo hacía con todos, no os vayáis a creer que era una fresca. Lo que de verdad me gustaba era escuchar los poemas y las cartas de amor que los muchachos que me rondaban me escribían y alguno de ellos se llevaba premio. Solo los que llegaron a ser mis novios.

—Yaya, ¿estás segura de lo que dices? —le preguntó Ágata antes de que avanzara en sus memorias.

—Tuve cinco novios antes de tu abuelo Julio. Él fue el sexto y el último.

—¡No veas…! —exclamó Malena dando a entender que no había perdido el tiempo—. Y eso que te casaste joven.

—A los veinticinco me casé. Embarazada de tu madre —confirmó la abuela mirando a su nieta, que abrió los ojos y la boca como un pez agonizando fuera del agua.

—Se liaría la de Dios en tu casa —dijo Rosita entusiasmada.

—Nadie lo supo. Si lo sabían, callaron y todo sucedió como algo natural. Por suerte, Valentina se retrasó y nació casi un mes después de lo previsto, y nosotros aseguramos, en cambio, que el parto se había adelantado. Antes no había tantos aparatos ni tantos estudios como ahora. La gente rezaba para que todo saliera bien; un bebé sano, sin saber si sería niño o niña. La incertidumbre hacía que el momento del alumbramiento fuese lo más esperado tras esos largos meses de gestación. ¿Cómo iban a saber con certeza el día que una salía de cuentas? Esto son inventos modernos de hoy en día que no hacen más que pretender controlarlo todo. Qué obsesión con saber.

Berta sacudió la mano en el aire como intentando alejar una espesa niebla inexistente y continuó:

—Como iba diciendo, tu abuelo y yo dijimos que Valentina nació prematura a los ocho meses. La familia se sorprendió de lo grande que fue, pero mi madre lo justificó con mi buena salud y alardeaba después de la excelente calidad de la leche de nuestra tribu. Todos quedaron convencidísimos. —Sonrió mientras asentía—. Éramos jóvenes y nos queríamos mucho, así que nadie se extrañó de que, tras nueve meses del sí quiero, naciera nuestra Valentina en un parto natural supuestamente prematuro. —Ladeó la cabeza con gesto pensativo y añadió—: Lo que no llegué a entender nunca es que no se opusieran a nuestras prisas por celebrar la boda. En cuanto le confesé a tu abuelo Julio mi primera falta, organizó el festejo a toda prisa y a las dos semanas ya estaba yo vestida de blanco entrando por la iglesia agarrada al brazo de mi padre.

—¿Y el yayo Julio sabía de tus anteriores novios? —le preguntó Ágata por curiosidad.

—Bueno... quizá sí sabía de alguno que continuó rondándome una temporada. Pero pronto desaparecieron todos y nuestra vida fue solo nuestra. Poco a poco me fui enterando de que todos mis amores anteriores habían muerto. No se salvó ni uno. Y lo curioso es que fueron muriendo por orden.

—¿Cómo por orden? —preguntó Rosita.

—Fallecían respetando el orden establecido por mi abandono. El primero que murió fue el primero al que dejé, mi primer novio, y así sucesivamente —aclaró Berta.

—Eso son casualidades y más en tu época, que la gente moría joven por causas que ahora serían impensables —dijo Ágata intentando derrumbar su absurda teoría.

—Fue la maldición —insistió su abuela.

—Interesante. Muy interesante —asintió Rosita mientras se acariciaba la barbilla.

Aparecieron entonces Dania y Eduardo. El tiempo había volado y ya tenían hambre.

—¿Cuándo iremos a comer? —preguntó la niña sin ocultar las ganas de largarse de allí.

Ágata miró la hora en el despertador de Rosita, que parecía tener un altavoz instalado en su interior amplificando el tictac sin demora. Eran las dos menos cuarto.

—Ya. Vamos ya, si queréis —propuso deseosa también de escapar.

—Pues sí, vamos ya —dijo Rosita—. ¿Adónde vamos?

Se miraron todos con cara de póquer sin saber cómo esquivar a Rosita.

—¿Usted no come aquí en la residencia? —le preguntó Eduardo.

—Cada día, hijo mío. Cada santo día. ¿Quién me iba a decir a mí que hoy sería un día especial? Me alegro mucho de que estés aquí, Berta. Vamos a celebrarlo. Justo en la calle de atrás hay un restaurante donde ponen buena carne. Me lo dijo Alfonso, uno de los enfermeros, el más guapo. Ese sabe de todo.

—Bueno —dijo el marido de Ágata—, pues vamos todos. Así la yaya podrá conocer mejor a su nueva compañera y, de paso, nos cuenta qué tal se está en la residencia. No me parece una mala idea.

Dicho eso, la yaya Berta y Rosita cerraron sus armarios con llave siguiendo los consejos de la entendida veterana, quien aseguraba que ocurrían cosas misteriosas y desaparecía ropa, sobre todo camisones y bragas.

Bajaron al jardín y avisaron a Valentina y a Juan, que estaban sentados en un banco de piedra lanzando miguitas de pan al lago.

Notificaron su salida y aplazaron la charla con la directora y el papeleo pendiente para la vuelta. Matilde del Valle les dio permiso para llevarse a Rosita a comer, asegurando que estaría feliz de poder salir un día sin compañía del personal de la residencia. Sin los blancos, como ella los llamaba por sus batas y sus zuecos níveos.

El restaurante recomendado resultó ser muy acogedor y Rosita tenía razón, la carne era excelente. Casi se pelearon con ella a la hora de pagar porque no aceptaba de ningún modo que la invitaran, pero Berta la convenció y Rosita lo agradeció infinitamente.

La verdad es que todos se alegraban de que la yaya Berta tuviese una compañera como ella y que no le hubiese tocado una mujer aburrida o de esas que no dejan de lamentarse. Lo único que sí pedía Ágata era que no la incitara demasiado a dar rienda suelta a su imaginación, que no la alentara a inventar para acabar ambas confundiendo realidad con ficción, mezclando recuerdos con fantasía.

La historia de Rosita les pareció muy triste. No tenía a nadie. Había sido hija única, al igual que su difunto esposo, así que no existieron para ella cuñados ni sobrinos y su marido falleció muy joven por culpa de un malintencionado cáncer de pulmón, sin haber llegado siquiera a los cuarenta.

Tal vez le quedaría algún primo lejano, desconocido hasta el momento, que podría restablecer un vínculo de parentesco, un lazo consanguíneo que habría aportado luz a sus sombras, pero Rosita no supo nunca cómo indagar en esas ramas tan rotas de su familia; quizá por eso se quedó tan chiquitina, recogida en sí misma.

Fue madre a los treinta años y ese hijo lo llenó todo de ilusiones y alegría, sentimientos quebrados al morir su marido y del todo arrebatados cuando, años más tarde, su retoño acabó casándose con una pedorra, como ella la llamaba, que le quitó todo lo que tenía, incluido el cariño que madre e hijo se profesaban antes de que apareciera en sus vidas.

No consiguió enfrentarlos, no le interesaba, pero sí los distanció. Lo suficiente para que Rosita se soltara del pilar que la sostenía, quedando indefensa y vulnerable. Pero resultó ser mucho más fuerte de lo imaginado y Rosita resistió conformándose con ver feliz a su hijo. Por desgracia, su amado hijo murió en un trágico accidente de moto a los treinta y cinco años y, a partir de ese momento, su nuera no solo no se quitó la máscara de pedorra, sino que le añadió un roñoso velo para mostrarse mejor con la verdadera maldad que tenía.

Rosita se quedó totalmente sola: sin marido, sin hijo y sin la posibilidad de llegar a ser abuela. La pedorra se las ingenió para vaciarle la cuenta bancaria. No dejaba de inventarse cosas para convencerla, poco a poco, para que le prestara dinero; un dinero que prometía ser devuelto, pero que nunca regresó al lugar del que procedía.

Primero fueron los ahorros que guardaba en casa y, después, todo lo que tenía en el banco. Se aprovechaba de la extraordinaria bondad de su suegra, que luchaba incansablemente para resurgir de esa profunda tristeza que trataba de atraparla y hurgaba allí donde más la pudiese lastimar para arrebatarle de ese modo toda su fuerza junto con las ganas de vivir y lidiar por lo que era suyo.

Un día le llevó un sobre con unos documentos que aseguraba que debía firmar urgentemente si quería salvar lo poco que le quedaba. Rosita tuvo la gran suerte de estar enferma y le pidió que se lo dejara sobre la mesa, que en cuanto pudiera levantarse lo firmaría todo, igual que había hecho otras muchas veces. La pedorra le explicó que se trataba de papeleo farragoso que no hacía falta que leyera, simplemente tenía que firmarlo en cada uno de los apartados que habían sido marcados con una cruz y, una vez estampada su rúbrica, lo podía volver a depositar en el mismo sobre que ella misma pasaría a recoger esa semana.

Cuando se encontró mejor, no lo leyó, pero antes de firmarlo se lo mostró a su vecino Armando: un hombre muy querido en su barrio que regentaba el kiosco de prensa de la esquina y que, según ella, fue su salvador. Siempre le ayudaba con las bolsas de la compra, le arreglaba los desarreglos de su casa y le regalaba revistas y pasatiempos.

En cuanto Armando leyó todos aquellos papeles, rápidamente le alertó de que aquello que iba a firmar eran unos poderes cediendo la propiedad de su piso a la pedorra, dejándola a ella en la calle con las manos vacías.

Así fue como Rosita no solo no firmó esos documentos, sino que vendió su piso con la ayuda de Armando y lo depositó todo como pago de su indefinida, aunque no infinita, estancia en La Gaviota. Ya no tendría que preocuparse nunca más por nada. Cambió de banco y domicilió su pequeña pensión en la nueva entidad, suficiente para sus gastos particulares: chocolatinas, novelas policíacas, sopas de letras y otros caprichos que de vez en cuando se concedía e incluso le sobraba para ir generando unos nuevos ahorrillos que, llegado el momento, alcanzarían para un funeral bien digno.

La pedorra desapareció y ya no volvió a saber de ella, de sus maldades ni de sus patrañas, y Rosita se instaló entonces en un nuevo mundo sin mayor amenaza que el resto de su vida. Con esa incertidumbre que empuja a tenerlo todo listo a pesar de ignorar para cuándo.

Vivía protegida, rodeada de viejitos y cuidada por el personal de la residencia, pero sin raíces capaces de procurarle el alimento esencial, ese verdadero amor que tuvo y perdió. Se mantenía en pie gracias a los buenos recuerdos y, sobre todo, gracias a su carácter positivo, a su gran habilidad para convertir en algo grande y maravilloso todo aquello en lo que se embarcaba y, cuando conoció a la yaya Berta, supo que se cumpliría su mayor deseo: volver a formar parte de una familia.

Después de comer, pasearon por los tranquilos alrededores de La Gaviota guiados por Rosita: un lugar con muchos árboles y casas unifamiliares, varios restaurantes y un supermercado donde se podía comprar casi de todo.

Descansaron en un parque frente a una pequeña iglesia. Muy cerca de allí se encontraba el puente que cruzaba en alto la autovía hasta el paseo marítimo. Rosita les comentó que, bajo petición y siempre acompañada, se podía bajar a la playa, respirar un poquito de brisa marina y volver justo para comer. Eso le gustó mucho a la yaya Berta.

Al regresar, Matilde del Valle los atendió en su despacho. Rellenaron todos los formularios necesarios y acordaron ciertas licencias con ella en cuanto a las obligaciones del comer. Berta había sido una excelente cocinera y jamás le dio pereza guisar, aunque fuese para ella sola y, por muy buenas críticas que hubiesen leído sobre los fogones de La Gaviota, se temían un suspenso garrafal ante el tan bien entrenado paladar de la yaya, así que solicitaron que al menos no le retirasen del todo la sal y, como no era diabética, que tampoco la dejaran sin dulces.

Subieron de nuevo todos juntos a la habitación y Rosita se sentó en su butaca 25-1, en primera fila, para presenciar ese abandono amargo. Ágata tal vez pensó que sería como el primer día que llevas a tu hijo a la guardería: te marchas y lo dejas allí, llorando desconsolado sin saber si volverás. Regresas a por él y observas feliz que no hay rencor ni enfado por su parte. La secuencia se repite durante un par de semanas y después, una vez entiende que siempre, siempre, siempre regresarás a por él, cesan las lágrimas y asciende un nivel en la empinada cuesta de la confianza.

Pero eso era muy diferente. Los fallos de memoria reciente no equivalían a ningún grado de ingenuidad ni de estupidez y Berta sabía perfectamente que se quedaría allí a vivir y que el tiempo de su estancia no dependería de ella ni de su familia, dependía únicamente de quién estuviese al mando de ese gran timón, el insigne capitán que gobernaba las vidas y decidía cuándo y quién debía cruzar al otro lado.

—Mañana vendré de nuevo —le dijo Ágata obligándose a no llorar.

—Aquí estaré —confirmó la yaya Berta con una sonrisa y los ojos llorosos.

—Mamá… —sollozó Valentina al abrazarla.

—Marchaos ya, venga. Estaré bien. Rosita me ha dicho que los sábados a las seis hay partida de bingo y no quiero llegar tarde.

Besos, achuchones y caricias. Los pañuelos de papel hicieron acto de presencia y cumplieron su ingrata función al recoger tanto derroche. Ágata casi logró vencer, aguantó hasta ver a Dania abatida y ya no pudo contenerse más.

—¿Os marcháis o qué? —se quejó Berta.

—Nos vemos, yaya. Adiós, Rosita. ¿La veré también mañana? —le preguntó Ágata.

—Si sigues hablándome de usted, me lo pensaré —contestó risueña—. No os preocupéis, aquí se está bien. Hay cosas que se podrían mejorar, pero yo ya me encargaré de que a Berta no le falte de nada. Haré que le toque con Alfonso, el guaperas. Ya verás, Berta. Está cachas y es muy salao.

—No ha ido mal, ¿no? —preguntó Juan justo antes de subirse al coche.

—Claro, como no es tu madre... —le espetó Valentina—. La tuya pudo acabar sus días en compañía de la familia, rodeada de sus hijos y nietos.

—Pero si lo habéis decidido vosotras, yo no me he metido para nada —se defendió indignado.

—Está bien así —dijo Malena—. Es lo mejor para todos. Lo hemos hablado cien veces y ahora, justo en este momento, es difícil, pero hay que ser fuerte y avanzar. Un paso atrás y nos arrepentiremos. Vámonos, Eduardo.

—Sí, vámonos —repitió Ágata.

Eduardo arrancó dejando a sus espaldas la nueva morada de la yaya Berta. Permanecieron en silencio durante el trayecto, incapaces todos de imaginar lo que ella y Rosita ya estaban tramando.

Sus miradas acusaban la ingrata invasión que produce la sensación de abandono. No la del que ha sido abandonado, sino la del que abandona. Probablemente compartieron, sin saberlo, esa extraña quemazón que se abre paso a través de la piel y se instala bajo el esternón.

Ese hueco alimentaba su cargo de conciencia aun sabiendo que aquella era la mejor solución. Ágata estaba convencida, pero no dejaba de preguntarse: «¿Mejor para quién?».

2

La adaptación

La capacidad del ser humano para adaptarse a un nuevo entorno es realmente sorprendente, al menos eso dicen, pero parte del éxito de esa ardua tarea va acompañada precisamente de eso, de compañía. No es lo mismo mudarse a otra ciudad y empezar de cero uno solo que hacerlo con algún ser querido. Tampoco es lo mismo hacer un cambio radical de residencia a los cincuenta años que a los veinte, a los ochenta o a los diez. Ni es lo mismo abandonar tu hogar por elección que por obligación. Ni hacerlo con dinero que tener que marcharse sin nada en busca de algo.

La vida no deja de ponernos a prueba constantemente, lo que Ágata deseaba era averiguar quién carajo puntuaría los resultados de cada demostración, de esa valía. ¿Quedarían anotados en algún lugar los éxitos y los fracasos al conseguir adaptarse o no a un nuevo reto? ¿Sería este el último de Berta?

Ágata era consciente de que sus vidas continuarían sin grandes cambios. En lugar de visitar a la yaya en su casa, lo harían en La Gaviota. Acordó con sus padres que ellos irían los jueves y los domingos y ella se quedó con los martes y los sábados. De hecho, la verían más a menudo que antes, pero coincidieron al pensar que al principio sería mejor así. Después, en función de su adaptación al lugar ya podrían reorganizar el régimen de visitas, dejarlo más libre, sin la obligación de acudir un día en concreto, aunque tal vez para ella podría resultar ser un buen ejercicio de memoria y un motivo de ilusión y esperanza ansiar la llegada del día que tocase ver a su familia.

Ese primer domingo fue diferente y, aunque teóricamente, según lo asignado, les correspondía a los padres de Ágata, se ofreció ella, tal y como le prometió a su abuela, a ir con Malena para asegurarse de que había pasado buena noche y de que estaba bien atendida.

Quedó con su amiga para comer y para que le explicara con más detalle esa decisión extrema de abandonar a Fernando sin siquiera hablarlo con él. Sin embargo, resultó que sí lo habían hablado en numerosas ocasiones y el resultado siempre había sido el mismo: «Ya te dije, cariño, que yo no quiero tener hijos. No sería un buen padre. Fíjate cuán cabrón fue el mío… y eso te marca. Seguro que dentro de mí se quedaron la rabia y el odio que le tenía y creo que la paternidad despertaría esos sentimientos que no quiero que afloren de nuevo».

Malena le contó lo que ese hombre les hizo a Fernando y a su hermana, y era para odiarlo y sobre ese odio volverlo a odiar, aunque lo correcto fuese perdonar. Ágata estaba convencida de que ese oscuro sentimiento debería manifestarse, en caso de hacerlo, únicamente hacia su padre, no cabía pensar que podría traspasarlo a sus hijos en caso de tenerlos.

—Si tuviese un hijo —le dijo Ágata—, en el momento de sostenerlo por primera vez en sus brazos, de mirarlo y olerlo, de ver cómo respira y cómo mueve sus deditos, no habría lugar para el odio. Él no maltrataría a sus hijos. Seguro. Fernando es un buen hombre.

—¿A qué maldición crees que se refería la yaya Berta? —le preguntó Malena.

—No me digas que te tragaste todo ese rollo. Anda ya, qué maldición ni qué leches en vinagre.

—¿Qué les pasó a sus novios?

—Y yo qué sé. No tenía ni idea de que hubiese tenido tantos ni de que se casara embarazada. Mira, no me acordé de preguntarle a mi madre si ella lo sabía.

—Menuda marcha tenía de joven —comentó Malena entre risas.

—Pues no sé por qué, me da que doña Rosita habrá hecho de detective esta noche. A ver qué han inventado esas dos.

La curiosidad es una virtud y mantenerla activa en la vejez pasa a ser un don.

Fueron a Castelldefels en el coche de Malena, un turismo pequeño de color mandarina por fuera y verde lima por dentro.

—Suerte que Fernando es daltónico, ¿no te molesta tanto colorido a diario?

—¡Qué va! Los colores alegran la vida. Los grises y negros para munición de calamares.

Se plantaron allí en veinte minutos, con la satisfacción añadida de no tener ningún problema para aparcar. Ambas venían de barrios en los que, si no tienes aparcamiento propio, te mueres de pena, malgastando paciencia y combustible, aguardando hasta que alguien se marche y libere un espacio ni verde ni azul, y pobre de ti si no eres rápido de reflejos y algo imprudente, porque como tardes un segundo ya te lo han quitado y regresa la condena a la desesperante espera.

Al entrar se asomaron al jardín y allí estaban las dos, Rosita y Berta, sentadas en un banco y riendo sin parar.

—Hola, ¿y esas risas? —preguntó Ágata contenta.

—Esto es un infierno —respondió la yaya Berta antes de estallar en carcajadas al unísono con su compañera.

Ágata y Malena se miraron sin saber qué decir, no entendían muy bien hacia dónde llevarían esas risotadas y esperaron a que la razón se desvelara.

—Tranquilas, no es nada —les explicó Berta—. Es que dependiendo de la sala en la que entres se te transforman cuerpo y alma: ¡Pam! En un santiamén te encuentras en un manicomio terrible repleto de dementes, de cuerpos inertes que babean y se descuelgan de su ser. ¡Pam! Abres otra puerta y ves a un abuelete en pantalón corto haciendo deporte, guiado por el macizorro de Alfonso, que le anima a continuar, como si el pobre hombre tuviese que llegar a alguna parte y con cara de susto por si muere sin lograrlo, y al otro lado de la sala, una abuela tumbada en una camilla intentando incorporarse y otra dando vueltas a una rueda sin parar. ¡Pam! La sala de la nada: un montón de sillones reclinables dispuestos en fila como en un cine, dirigidos hacia un gran televisor del que poco se alcanza a ver y del que no fluye sonido alguno. Los ves allí sentados, con la mente en blanco, sin esperar nada más que lograr mantener la esperanza de poder seguir esperando, hora tras hora. ¡Pam! El comedor: Ojo no te equivoques de turno, nosotras estamos en el último turno, el de los todavía cuerdos y sanos. El de los vivos no muertos, porque los hay que aún respiran estando ya sin vida. ¡Pam! La sala de juegos: es como intentar jugar al veoveo con alguien que ya casi no ve. Adivina adivinanza para los que ya perdieron del todo su memoria. Es un sinsentido para muchos y una sala mágica repleta de diversión para otros. —Berta se secó las lágrimas que asomaban por sus gastados ojos, esta vez de tanto reír, con la punta de un pañuelo y dijo—: Ay, mis niñas, creí que esto sería como un hotel y es como un parque de atracciones. Hay que saber elegir en cuál montarse y estar atenta a los horarios de apertura y al toque de queda. Por lo demás, no tengo queja. Todo el mundo es muy amable y, como tratan de agruparnos según nuestro estado físico-mental, resulta que ya he hecho amiguitos nuevos y a las cinco hemos quedado para una partida de parchís.

Resonaron de nuevo las carcajadas de las dos octogenarias.

—Pero, ¿has pasado buena noche?, ¿has dormido bien? —le preguntó Ágata a su abuela.

—Sí, cariño. La cama es buena y dejando un poco abierta la puerta de la terraza entra un fresquito agradable. Lo que sí debo pedirte es que me traigas mis medicinas. No las he encontrado por ninguna parte y eso que he mirado bien en el armario y en la mesita de noche. Varias veces lo he mirado.

Ágata se quedó de piedra. Una especie de pánico recorrió su cuerpo del estómago a la frente.

—No, yaya, las medicinas te las tienen que dar ellos aquí. ¿No te has tomado aún la pastilla de antes de acostarte ni las que tomas después del desayuno? —preguntó alarmada.

—No.

—Sí, Berta —dijo Rosita—. Te las han dado en un vasito pequeño de papel junto con otro vaso más grande lleno de agua. Yo he visto cómo te las tomabas.

—¿Seguro? —preguntó Malena.

—Sí. En eso no fallan. Se olvidan a veces de otras cosas, pero de las medicinas nunca —confirmó Rosita.

—Ahora lo hablaré con Matilde. Eso tiene que ser sagrado —dijo Ágata.

—Que sí, mujer. No te preocupes —insistió Rosita—. Cuéntales el plan, Berta. Venga, cuéntaselo.

—¡Ah, sí! —dijo la yaya Berta muy animada—, hemos dado con la solución a tu problema, Mali.

—Si lo hacemos bien ya no habrá muerte —adelantó Rosita.

—¿Qué plan? —preguntó Ágata.

—El plan para dejar a Fernando sin dejarlo para que no muera y Malena pueda ser libre para ser madre sin un padre. ¿Era así? —preguntó Rosita.

—Exacto, era así —confirmó la yaya Berta—. Vayamos a ese rincón, donde la mesa bajo la carpa, y os lo contamos todo.

Se sentaron alrededor de una mesa redonda, alejadas del resto de residentes y la yaya Berta planteó su idea:

—Tenemos que conseguir que Fernando te deje. Si él te deja a ti, en lugar de tú a él, se romperá la maldición y ya no recaerá sobre tu conciencia ese destino fatal.

Ágata se masajeó las sienes.

—Ya me temía yo algo así.

—Mira, hemos pensado en Eugenia. ¿Era Eugenia? —le preguntó Berta a Rosita.

—No, Berta, Eugenia es la cocinera. Hemos pensado en Valeria.

—Eso, Valeria, con tanta gente nueva me confundo. Valeria es una enfermera peruana.

—Colombiana —corrigió Rosita.

—Colombiana y guapísima. Muy simpática, de vuestra edad más o menos. Separada y con un hijo, pero el hijo vive en Colombia con sus abuelos, así que no sería problema para Fernando.

—Yaya —interrumpió Ágata.

—Calla un momento, deja que siga que luego me pierdo. Eugenia…

—Valeria, Berta. Es Valeria —repitió Rosita.

—Eso, Valeria. Pues resulta que Valeria es enfermera por las mañanas y actriz por las tardes. Su sueño es triunfar en el cine y qué mejor práctica que actuar en la vida real, haciendo de buscona, y en cuanto Fernando caiga en sus redes, porque caerá, entonces te dejará él, enamorado de la enfermera y algo dolido por fallarte a ti, y tú serás libre de ataduras y de maldiciones.

—Menudo plan —soltó Ágata.

—No me digas que no es bueno —le dijo Rosita.

—Buenísimo —se burló Malena.

—Estupendo. Solo necesitamos quinientos euros —concluyó Rosita.

—¿Quinientos euros? —preguntó Ágata.

—Sí, se lo hemos propuesto a Eugenia y dice que por quinientos lo hace.

—Valeria, yaya, se llama Valeria y me parece muy fuerte que le hayáis planteado vuestra monstruosidad de plan a la pobre muchacha. ¿No os da vergüenza?

—Ha dicho que sí y ahora ya no vamos a quitarle la ilusión de trabajar como actriz para nosotras —insistió Berta—. Mira, es esa chica: ¡Valeria! Digo… ¡Eugenia!, siempre me equivoco.

Valeria se giró hacia ellas y se acercó a su mesa. Era realmente hermosa, de piel trigueña y cabello largo, ondulado y negro. Su caminar era sensual y acorde a las pronunciadas curvas de su cuerpo.

Malena se quedó alucinada y exclamó:

—¡Sí, hombre! Venga ya…

Ágata no pudo contener la risa y tuvo que disculparse al llegar la colombiana. Se levantó y se fue al baño.

Al regresar, seguían las cuatro alrededor de la mesa conversando animadamente.

—¿Y bien? —preguntó Ágata al sentarse con ellas.

—Esta es mi nieta. Ella de momento está contenta con su marido —aclaró Berta.

—¡Yaya! Deja de decir chorradas. Perdónalas —le pidió a Valeria—, se han inventado un plan absurdo y siento que te hayan metido en él.

—Igual no es un mal plan —comentó Malena—. Al fin y al cabo, no sabía cómo avanzar con Fernando. Me daba pena dejarlo por no complacerme en la ilusión de ser madre. Él no tiene la culpa y yo le quiero.

—Pero ¿tú estás loca? —le reprochó Ágata—. Sería peor que lo que le hicieron a Núria y mira cómo acabó todo aquello, con un hombre que tiene que medicarse de por vida con antidepresivos y ansiolíticos.

—¿Quién es Núria? —preguntó Rosita.

—Ostras, eso fue muy fuerte —dijo Malena—. No tendría que haber acabado así, era una broma.

—¿Y esto qué sería? —se quejó Ágata—. Menuda insensatez. ¿De verdad jugarías con los sentimientos del hombre al que amas, al que has amado tanto? ¿Serías capaz de dejarlo a merced de caer en un cruel engaño, que después lo consumiera en la impotencia de lograr un imposible y de no poder recuperar lo perdido por su culpa? Una culpa no merecida porque en realidad no sería suya, sino tuya. De todas vosotras, mejor dicho.

—En realidad sería un susto —intentó aclarar Malena—. Tal vez así entenderá que tiene que ir más allá en lo nuestro. Si de verdad me ama, no caerá en la trampa. Se dará cuenta de que ha llegado el momento de dar un paso más. Y ese paso no conduce a otro lugar que a la procreación.

—¿Tú has visto a esta mujer? —le preguntó Ágata a su amiga mientras señalaba a Valeria con las palmas de sus manos hacia arriba—. ¿De verdad te crees que Fernando o cualquier hombre normal dejaría escapar la oportunidad de enroscarse por su cuerpo si ella lo provocara?

—¿Me estás diciendo que, si incitara a Eduardo, él caería en sus redes? —le preguntó Malena.

—No te lo digo, te lo garantizo.

—¿Qué pasa, no puede decir que no?

—Sí, tal vez dos o tres veces ante semejante provocación. A la cuarta...

—Pues vaya mierda de amor y qué falta de confianza tienes en él.

—Es un hombre, Mali. Y ella es la imagen de un personaje de cómic erótico hecha realidad. Si le va detrás e insiste, picará. Seguro que a más de un yayo le ha dado un patatús mientras lo atendías, ¿a qué sí? —le preguntó a Valeria.

—No, a nadie le ha ocurrido nada por mi culpa que yo sepa. Se alegran mucho de verme, eso sí —confirmó con una sonrisa—. Pero nada más. Pensad que aquí vengo sin arreglar, con el uniforme y normalmente con el pelo medio recogido.

—Fíjate. Sin arreglar… —se cachondeó Ágata.

—¿Qué le pasó a la chica esa que decías?, ¿era Núria? —preguntó Rosita totalmente intrigada.

—Esto es absurdo, igual que aquello. ¿Cómo te dejas convencer para participar en algo así? —le preguntó Ágata a Valeria.

—Sería un trabajo. Nada más —respondió la colombiana—. Necesito el dinero.

—Os contaré lo que le ocurrió al marido de Núria. Para que os deis cuenta de que una estupidez como esta puede tener graves consecuencias: Se juntaron tres amigos, imbéciles todos.

—No te pases —le pidió Malena—. Son amigos nuestros.

—Bien —continuó Ágata—, pues se juntaron «tres genios» con la intención de poner a prueba a sus mujeres. Uno de ellos tenía una amiga que trabajaba en una escuela para niños especiales, de esos superdotados que hay por el mundo. Le pidió hacer uso de una de sus aulas de observación para un proyecto experimental del comportamiento humano, a lo que ella accedió.

—¿Y eso? —preguntó Berta.

—Era una prueba que consistía en observar la reacción de sus mujeres ante la confesión, evidentemente falsa, de una mujer recién llegada a su entorno que aseguraría ser la amante de sus maridos.

—¿De los tres a la vez? —preguntó Rosita alucinada.

—No, mujer, la prueba la hicieron por separado y se curraron un buen montaje: cada uno presentó en su ambiente privado y familiar a una nueva compañera. Dijeron que se trataba de una colaboradora externa de la empresa para un tema de auditorías y de recursos humanos, que acababa de mudarse y que la pobre no conocía a nadie.

—¿Y quién era? —preguntó Berta.

—Esa supuesta compañera —respondió Ágata— era una actriz muy sexy, como Valeria. A partir de ahí, la recién llegada debía coincidir a menudo con ellos en sus salidas a cenar, los fines de semana… llamaba a casa a cualquier hora, mandaba mensajes constantemente… Vamos, que trataba de poner celosas a las mujeres, despertando sospechas y generando dudas, miedos y desconfianza. Había sido contratada para eso, así que debía aplicarse a conciencia en su papel. Hasta aquí, lo normal. Imagino que las tres esposas ya estarían con la mosca detrás de la oreja porque siempre incomoda que aparezca un cuerpo diez en tu círculo y que encima parezca intimar algo más de lo debido con tu pareja resulta incluso agotador.

—Claro —dijo Rosita.

—Transcurridos un par de meses de esta preparación —continuó Ágata—, el experimento debía concluir con la puesta en escena, bajo observación, de la supuesta confesión de amor de la susodicha con el marido de cada una de las víctimas implicadas. Una a una y por separado. Nunca coincidieron las tres parejas y la actriz. El entramado de encuentros se organizó con mucho cuidado para que eso no ocurriera.

—¿Cómo? —preguntó Berta.

—Llegado el día, establecieron tres citas en privado: la seductora y cada una de las mujeres de los amigos liantes, en la escuela especial, que simulaba ser uno de los lugares de trabajo de la actriz. Ella las llamó y quedaron en verse allí, el mismo día, pero a distintas horas.

—Qué víbora... —soltó Berta.

—El encuentro tuvo lugar en una habitación poco decorada —siguió Ágata—, con una mesa en el centro, un par de sillas, unas estanterías de madera pegadas a una pared y un enorme espejo bien centrado en otra. Imagino el nerviosismo interno de las víctimas ante la incógnita de su reclamo.

—Pobrecillas —dijo Rosita.

—Los tres amigos aguardaban detrás de ese espejo, que evidentemente por el otro lado era una ventana, con la esperanza de descubrir lo que sus mujeres serían capaces de hacer por ellos. Micrófonos en On y visión nítida sin distracciones.

—¿Y qué pasó? —preguntó Valeria.

—El primer acto fue para la mujer del que tenía la amiga que de verdad trabajaba en esa escuela y, una vez sentadas cara a cara, la actriz confesó estar perdidamente enamorada de su marido.

»Reacción: «¡Aléjate de él! ¿Cómo te atreves? ¿No ves que está casado?». La actriz fue más allá, admitiendo que ya era tarde. Estaban juntos, su amor era correspondido y él no sabía cómo decírselo, pero tenía que saberlo. Por eso la había citado.

»Reacción: «¡No es verdad! No me lo puedo creer, él es mi vida. Yo le quiero y él me quiere…». Llantos y desconsuelo. Desesperación por parte de ella y satisfacción por parte de él, orgulloso al apreciar tanto amor, tanto dolor ante su posible pérdida. Fin del primer acto.

—¡Qué horror! —exclamó Rosita.

—Se desveló el engaño y tras una rabieta todo se arregló y la mujer obtuvo un fin de semana romántico en una casita rural como recompensa.

—Bueno, algo es algo —dijo Berta.

—El segundo acto no salió tan bien —dijo Ágata—. Tras la primera parte con la confesión del enamoramiento, llegaron los insultos: «¡Hija de la gran puta! ¿De qué coño vas? Te hemos acogido entre nosotros porque estabas sola, recién llegada y ¿lo pagas así? Márchate a tu puto pueblo. Ni se te ocurra escribirle otro mensaje». El marido, hinchado de gloria al ver a su mujer defendiendo lo que era suyo. La actriz fue más allá dejando al descubierto la relación que ya existía entre ellos, que ya era tarde, que estaban juntos y que no había vuelta atrás, que la que tenía que marcharse no era ella.

—Hay que reconocer que se metía en el papel —comentó Berta.

Ágata continuó:

—Se sucedieron unos segundos de silencio que aumentaron la tensión y… a puñetazo limpio saltó la esposa. Le arrancó un buen mechón de pelo y tuvieron que entrar corriendo en la sala para separarlas y atender rápidamente a la temeraria actriz que sangraba y casi muere estrangulada.

—Por Dios… qué sofocón —dijo Rosita.

—La mujer se pilló un rebote tremendo, pero le cayó la promesa de un coche nuevo y un viaje a París, así que la tormenta pasó y todo quedó en un aviso de lo que podría suceder.

—Esta ya jugaba en otra división. —Se rio Berta.

—Finalmente, el tercer y último acto fue algo totalmente inesperado, opuesto a la respuesta anhelada. Núria rompió el molde.

—¿Por? —preguntó Valeria.

—La actriz, recuperada del susto anterior, confesó, seguramente con miedo, su amor por el marido de la nueva víctima.

»Reacción: «Vaya por Dios. Lo siento, no sabía que te gustaba. Era lógico imaginar que tú le gustaras a él y a todos los demás, pero nunca hubiera sospechado que a ti te pudiese interesar mi marido». El susodicho se quedaría defraudado ante semejante respuesta, pero la cosa no quedó ahí. La actriz continuó con su papel y desveló, una vez más, la supuesta relación ya consumada con el marido de Núria.

»Reacción: Risas descontroladas. Núria se moría de risa y no podía parar. Desconcierto total a su alrededor. La actriz no entendía nada y los tres pasmarotes tras el espejo aún menos.

»Reacción: «¿De verdad estáis juntos? ¿Tenéis un rollo, estáis saliendo, sois amantes?». A la afirmación tajante de la actriz le siguió otro ataque de risa por parte de Núria y, recobrada la serenidad, le dijo: «Pues chica, no se admiten devoluciones. Todo tuyo. ¡Qué bien! Me alegro mucho por los dos, de verdad. No me lo puedo creer: ¡Soy libre!»; y celebró con alegría su suerte alzando los brazos al cielo. El marido se quedó seco, petrificado, clavado, totalmente paralizado. Pero eso no fue todo. Núria quiso saber más: «Dime la verdad», le pidió, «entre tú y yo, ¿te gusta hacer el amor con él?». La actriz continuó fiel a su personaje de enamorada y aseguró que sí, que lo pasaban estupendamente. Núria estalló de nuevo en carcajadas y le dijo que no podía ser cierto: «¿Seguro que hablamos de mi marido?».

—¡Qué fuerte! —exclamó Valeria.

—Alucinaba —siguió Ágata—. Decía que era un milagro porque manifestó que era un verdadero inútil en la cama, que no se podía hacer a la idea de cómo echaba de menos el sexo que había tenido con sus anteriores parejas y que estaba harta de tener que tocarse ella misma mientras lo hacían, porque su marido no atinaba ni por casualidad. Que al principio el amor que le profesaba lo pudo todo y después pensó que aprendería, que mejoraría al enseñarle lo que a ella le gustaba, al guiarlo haciendo de cada encuentro una lección, pero no fue así. Años y años de vanos coitos que jamás habrían dado fruto de no haber sido por su hábil colaboración.

Se quedaron todas calladas a la espera del desenlace final.

—El mundo se derrumbó bajo los pies del idiota que planeó semejante experimento, porque precisamente fue él quien lo propuso. Nada pudo solventar aquel desastre. Núria no se retractó de lo dicho y lo dejó, por imbécil y por inútil.

—¿De verdad? —preguntó Rosita.

—Él todavía no ha sido capaz de superarlo y sigue en tratamiento para la depresión y la ansiedad. No ha tenido aún una nueva relación y rompió por completo la amistad con los otros dos iluminados.

—Menuda lección —aplaudió Berta—. Esto sí que es salirte el tiro por la culata.

—Pues eso, que no hay que jugar con los sentimientos de nadie. Si quieres dejar a Fernando, lo dejas y punto. No inventes ni trates de exculparte convirtiéndole a él en el pérfido desalmado cuando la ruptura proviene de ti, de tus ganas de ser madre. Tarde o temprano acabarías pagando por ello.

—Todo eso está muy bien —le dijo la yaya Berta—, el problema es la maldición: si Mali deja a Fernando, Fernando morirá.

—Y dale. Que no existe ninguna maldición, yaya —se quejó Ágata.

—Todos. Absolutamente TO… DOS los novios que tuve y dejé, acabaron muertos. Y el novio que tu madre tuvo antes de conocer a tu padre y con el que ella rompió, también murió. Todos. No se salvó ni uno. No me digas que sobre nosotras no pesa una terrible maldición.

—De acuerdo, te demostraré que no —dijo Ágata muy convencida—. ¿Te acuerdas de Tatiana, la hija de Paquita la peluquera? Trabaja en el registro civil. La llamaré y, aprovechando que aún no me ha devuelto un libro que le presté, se lo reclamaré y le pediré también, sin entrar en detalles, los certificados de defunción de «TO… DOS» estos amores que murieron misteriosamente de los que hablas y podremos comprobar que sus muertes nada tuvieron que ver con el hecho de ser abandonados por ti. ¿Serás capaz de acordarte de los nombres, apellidos y fechas en las que murieron?

—Lo tengo todo anotado en un diario secreto. Lo que no recuerdo es dónde está el diario.

—Lo buscaré, no te preocupes. Estará en tu casa. Tampoco es tan grande y, como hay que vaciarla para alquilarla, lo encontraré.

—¿Vas a alquilar mi casa? ¿A quién? —preguntó Berta angustiada.

Ágata se arrepintió rápidamente de semejante aporte de información.

—Es lo que habíamos hablado, yaya. Con ese dinero y tu pensión alcanzará para pagar lo que la subvención no cubre. Compartir habitación con baño es caro.

—¿Y si decido marcharme de aquí, adónde iré?

—¡Te vienes a mi pisito! —exclamó Malena con alegría.

—¿Y qué será de mí? —preguntó Rosita.

—Usted ya hace tiempo que vive aquí. ¿No está bien? —preguntó Malena.

—Sí, pero yo no quiero que Berta se marche. Y no me hables de usted.

—No, si no me voy. Es para jorobarlas un poco —dijo Berta después de darle un codazo a su nueva amiga—. Pero no quiero morirme aquí —avisó mirando a su nieta.

—Entonces, no hay trabajo de actriz para mí, ¿cierto? —Quiso saber Valeria.

—De momento lo dejamos como una alternativa. Quiero que mi nieta descubra por sí misma que la maldición existe y que sea ella la que acuda en busca de soluciones.

Valeria se levantó y se marchó. Parecía decepcionada con el nuevo rumbo que había tomado todo aquel asunto.

Ágata y Malena se llevaron a las dos abuelas de paseo. Fueron en coche hasta Playafels y allí se sentaron en la terraza de una heladería para tomar una horchata bien fresquita. Después, regresaron a la residencia para que ambas llegaran a tiempo a la partida de parchís y se aseguraron de que estarían bien atendidas confirmando con Matilde del Valle que las medicinas eran tomadas a tiempo y en su dosis correspondiente.

3

El diario secreto

Ágata y Malena fueron directas al piso de la yaya Berta. Debían empezar a empaquetar sus cosas para dejarlo vacío y poder alquilarlo cuanto antes. No sería difícil de alquilar, era un piso antiguo y pequeño, pero muy bien ubicado y exterior, en la Gran Vía, muy cerca de la Plaza España.

Lo realmente difícil era empezar. ¿Cómo separar lo que era importante y debía guardarse de lo que no lo era, entre un montón de objetos, cada uno de ellos con su propia historia y con un valor sentimental que superaba en mucho su valor económico? Tan complicado era que Valentina no quiso estar presente. Dio carta blanca a su hija para que decidiera lo que había que tirar, lo que había que llevar a una buena organización de ayuda humanitaria para su adecuado aprovechamiento y lo que debían guardar como recuerdo.

—Empecemos por lo fácil —propuso Malena—: la cocina.

Cogieron varias bolsas de rafia resistente, cajas de cartón y un par de baúles de plástico transparentes, y empezaron a vaciar cajones y armarios. Comida no caducada y utensilios en buen estado por un lado, objetos inútiles, rotos o productos pasados por otro.

Apareció la cuchara preferida de Ágata, con la que su abuela le daba la sopa cuando era pequeña; esa sopa tan buena que preparaba con tanto amor y con un ingrediente misterioso que nunca reveló. Por eso a su madre no le salía igual. Nunca nadie podría preparar ese caldo rico y consistente de la misma manera, sin ese toque único que solo la yaya Berta sabía darle.

Ágata la guardó junto con el molinillo de café. Al verlo, recordó el aroma que invadía la cocina por las mañanas. Berta tenía dos: uno manual y otro eléctrico. Se quedó con el manual, aunque el más usado por la yaya fuese el otro.

Colocaron cuidadosamente en una de las cajas de cartón, envueltas una a una, las piezas de un delicado juego de té japonés. Fue un regalo de Joaquín, el mayor de los tres hermanos de Berta, el más aventurero y fantasioso. Viajero incansable, incapaz de asentarse en un solo lugar; quizá por eso murió soltero y sin descendencia conocida. Toda esa porcelana sería para Valentina.

Separaron los vasos para donarlos, así como platos y otros elementos de la vajilla. Batería, sartenes, bandejas… todo en cajas y etiquetado.

Prosiguieron del mismo modo con el baño.

Llegó el turno del salón. Era un comedor luminoso que daba a una amplia terraza. Ágata y Malena recordaban haber pasado muchas tardes allí, pintando y recortando cartulinas mientras la yaya Berta cosía. Fue una buena costurera y les confeccionaba preciosos disfraces, vestidos vaporosos y ropita para sus muñecas. En invierno se colocaban cerca de la cristalera para aprovechar al máximo la luz natural y en verano salían a la terraza y cotilleaban observando a la gente que pasaba por la calle. Imaginaban sus vidas e inventaban historias sorprendentes que les iban a ocurrir al cruzar la calle. A veces su suerte dependía de las luces del semáforo. Todo era posible.

—¿Qué haréis con los muebles? —preguntó Malena.

—Los daremos. Están muy viejos. Menos su cama, que es nueva. Se compró una de esas articuladas con colchón de no sé qué… Se la quedará mi madre y la colocará en la que fue mi habitación. Ya sabes que anda muy fastidiada de la espalda y cada vez le cogen con más frecuencia esos dolores insoportables. Le irá bien esa cama, aunque a mis padres les suponga dormir separados. A ciertas edades conviene descansar. Los encuentros amorosos, que no sé si los siguen teniendo, que los organicen como una cita especial y, después, cada uno a su camita, como se hacía antiguamente. ¿A qué edad se dejará de tener sexo?

—Ni idea. No creo que sea una cuestión de edades. Lo que está claro es que nadie se salva de envejecer —comentó Malena—. Si vives, envejeces. Si no envejeces, mueres. Y… ¿qué haréis con la máquina de coser?

—¿La quieres? —preguntó Ágata.

—Me encantaría tenerla. ¿Puedo?

—Claro. Para ti. Si hay algo más que quieras, dímelo. Piensa que casi todo lo vamos a dar. No nos caben muchas cosas en nuestros minipisos y creo que tampoco debe de ser muy sano almacenar objetos por el simple hecho de querer atesorarlos sin darles una utilidad. Hay gente que los necesita. Guardarlos envueltos sin usar debe de generar mal karma.

—Habló la que no cree en las maldiciones —se mofó Malena.

—A ver si tenemos suerte y encontramos su diario, aunque miedo me da enterarme de sus secretos.

—Igual descubrimos que tenía un amante, ¿te imaginas?

Continuaron empacando y recogiendo. Aparecieron fotografías antiguas, postales y cartas de la familia y de algunos amigos que tuvieron que marcharse muy lejos.

Dejaron las tres habitaciones para otro día. Era ya noche cerrada y estaban muy cansadas.

—¿Te parece que regresemos el miércoles y continuamos? —propuso Malena.

—Sí, estoy destrozada. Te recojo en el centro al salir del trabajo y venimos juntas.

—Vale.

Cargaron varias cajas entre las dos y las metieron en el maletero del coche de Malena. Las descargaron y guardaron en casa de Ágata. Después, Malena se fue desanimada hacia la suya, hacia ese hogar que ya no la reconfortaba, y herida también al ver que toda una vida puede quedar reducida a unos pocos objetos que repartir.

No era nada sencillo regresar al lado de alguien a quien se quiere dejar y todavía se ama. Fernando no podía sospechar que iba a ser abandonado y estaba feliz con su día a día, con su pareja y con la visión de ese futuro que tan poco tenía que ver con el de ella.

—¡He hecho una tortilla de patatas! —exclamó Fernando al escucharla entrar.

Sabía que Malena no podía resistirse a sus tortillas. Siempre estupendas, esponjosas y sabrosas. Gorditas, bien gorditas, en su punto jugoso.

—No habrás cenado ya, ¿no? —le preguntó al acercarse a ella en busca de ese beso rápido y espontáneo que se daban a cada encuentro.

—No. Hemos estado liadas empaquetando recuerdos en casa de la yaya Berta y la verdad es que tengo hambre.

Fernando la había esperado y la tortilla estaba intacta.

Se sentaron en la mesa ya dispuesta en el pequeño balcón, frente a frente, separados por la tortilla, unas cuantas rebanadas de pan con tomate y una botella de vino tinto.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Fernando—. Últimamente estás muy rara. Te noto distante. Triste, como si los colores que no sé distinguir pero que sé que siempre te acompañan se estuviesen apagando. ¿Es por todo esto de la residencia?

—Imagino que sí —mintió Malena—. Mmm… la tortilla está buenísima. Gracias. Es lo que necesitaba.

—Me alegro. El postre lo he guardado en la habitación.

Fernando le guiñó un ojo y Malena sonrió sucumbiendo a su encanto. Lo amaba, lo seguía amando, pero tenía claro que esa relación jamás la llevaría al lugar que tanto anhelaba. Pensaba que, tal vez, si lograba esperar un poquito más, lo justo hasta cruzar el umbral que separa a toda mujer de la fertilidad, entonces lo aceptaría, dejando atrás suspiros y sueños de ser madre. Pero no, sabía que incluso así le quedaría la esperanza de adoptar y el ahogo y la desesperación seguirían allí. Tenía que dar ese paso y no podía demorarlo mucho más. Tenía que dejarlo.

Malena era consciente de que no se debería obligar a nadie a tener un hijo, pero tampoco convenía vedar ese deseo a quien tanto lo ansía. Parecían estar hechos el uno para el otro, sin embargo, esa llamada interior tan poderosa solo la escuchaba ella y en ese punto se separaban sus caminos. Si seguían juntos, uno de los dos debería ceder y estaba segura de que la cumbre de la felicidad, ese pico tan alto al que aún no había llegado, dependía de su elección. Pero también era consciente de que ser madre sin él le restaría altura a esa escalada hacia la cima. Ya lo había intentado todo para convencerlo, para hacerle cambiar de opinión, ya no le quedaban argumentos ni promesas arriesgadas por hacer con el fin de alcanzar su propósito.

¿Quién de los dos era más egoísta? ¿Qué otra solución podía haber para equilibrar justamente esos anhelos tan dispares?

En ese punto su amor se convirtió en condena, solo faltaba repartir los papeles de verdugo y condenado. ¿Quién sería quién? ¿Y cuál sería la sentencia?

Llegó el miércoles y, tal como habían quedado, Ágata pasó a recoger a Malena de la clínica dental en la que trabajaba de recepcionista. Regresaron al piso de la yaya Berta y continuaron con las labores de selección y búsqueda.

Optaron por no separarse, siendo conscientes de que eso no agilizaría su labor, pero prefirieron permanecer juntas en todo momento, como si presagiaran el hallazgo de algo realmente significativo, algo que podría cambiar muchas cosas, pues un pasado distinto modificaría sin remedio el presente.

Ágata temía descubrir que nada fuese tal como se le había contado, que sus orígenes hubiesen sido maquillados albergando misterios aún no desvelados. Empezaba a tener dudas sobre esa maldita maldición. Temía encontrar confesiones imperdonables, engaños para despistar, para ocultar oscuras verdades. Había hablado con su madre sobre la boda por penalti y Valentina tampoco lo sabía. Ni sabía de esa agitada juventud de Berta: todos esos amantes que compartieron placeres con ella y que la agasajaban con poemas y esmeradas atenciones.

Dejaron la habitación de la yaya Berta para el final. Era tarde, pero no dudaron en continuar. Bajaron al bar de la esquina y compraron un par de bocadillos, dos refrescos y una bolsa de patatas fritas.

Al subir, devoraron la comida y continuaron avanzando en su propósito. Por fin, la habitación que durante tantos años compartieron los abuelos.

Vaciaron la cómoda, las mesillas de noches, el armario… Malena se arrodilló en el suelo y empezó a despojar de recuerdos el baúl de cuero, que cumplía también la función de banqueta, ubicado a los pies de la cama.

—¡Lo tengo! —exclamó.

—Déjame ver —le pidió Ágata.

Malena le pasó una caja de cartón de color gris. Era antigua y permanecía cerrada con la lazada de una cinta de terciopelo azul. En la esquina superior derecha había una anotación hecha a mano. Era la letra de Berta: «Quien decida abrir esta caja debe asumir las consecuencias».

Se miraron. Malena asintió y Ágata se sentó en la cama. Tomó un extremo de la cinta y empezó a tirar de ella suavemente, como si realmente no quisiera lograr deshacer ese nudo. Paró.

—¿Crees que debemos? ¿Y si llevamos la caja a la residencia y la abrimos juntas, con ella? Tal vez podrá aclararnos dudas. Ella sabrá explicarnos los detalles de lo que ha protegido durante tanto tiempo. Son sus recuerdos y no sé si estoy dispuesta a «asumir las consecuencias».

—Ábrela, Ágata. Veamos al menos qué hay dentro y, si no nos aclaramos, se la llevamos el sábado.

Ágata llenó sus pulmones y exhaló con fuerza todo el aire contenido. Deshizo el lazo de un tirón, apartó la cinta de terciopelo azul y acarició la caja con su mano derecha. Después, cuando por fin levantó la tapa, encontraron un montón de papeles con anotaciones de Berta. Había fotografías, dibujos y objetos raros de guardar, como la tetina de un biberón de muñeca y algunos tornillos oxidados. Botones, todos ellos con cuatro agujeros, extrañas fichas de plástico de distintos colores, bolsitas de organza que contenían mechones de cabello y unos frasquitos de cristal a medio llenar de un almíbar ambarino.

No se trataba de una libreta a modo de diario personal. Todo eran hojas sueltas. Muchísimas hojas sueltas de distintos tamaños, la mayoría amarillentas y algo desgastadas por el paso del tiempo. Había recortes de periódicos, tarjetas de visita, estampas de santos y almanaques muy antiguos, facturas y recibos de antes de la guerra. No existía orden alguno. Todo estaba amontonado y revuelto.

—Aquí —dijo Ágata.

Sacó del fondo de la caja un pequeño cuadernillo con la cubierta de piel marrón. Estaba sujeto con una cinta elástica. En la tapa ponía escrito a mano y con tinta negra: «La Maldición».

—No pienso abrirlo —dijo al fin.

—¡¿Cómo qué no?! Venga, llevamos días buscándolo —se quejó Malena.

—Lo leeremos con ella este sábado.

—¿En serio?

Ágata se levantó de la cama y se fue al salón en busca de su bolso. Lo abrió y guardó el cuadernillo.

—No sé cómo puedes aguantar la tentación —le dijo Malena.

—Me vence el pánico que tengo de saber algo que no debo.

Continuaron con sus tareas de selección, en silencio. Ágata se quedó con las sábanas que llevaban bordadas las iniciales de sus abuelos, el resto a la caja para donar. Toda la ropa de Berta que no fue llevada a la residencia se guardó en una maleta a la espera del cambio de estación. Había abrigos, rebecas y pelerinas de ganchillo.

—Está bien. Echaremos una ojeada rápida —dijo Ágata rescatando La Maldición de su bolso.

Se tumbaron las dos en la cama y acomodaron bien los almohadones bajo sus espaldas, quedando medio incorporadas, juntitas y nerviosas. Ágata sujetaba el cuadernillo con las dos manos, se miraron y retiró con cuidado la cinta elástica, algo dada de sí después de tanto sellar misterios.

Descubrieron ansiosas que el contenido no era más que la detallada descripción de una advertencia perfectamente documentada con hechos que supuestamente probaban el poder de esa amenaza.

Cinco fotos de cinco muchachos con sus nombres y apellidos, sus edades y domicilios, y sus fechas de nacimiento y defunción. Cada foto pegada al principio de cada historia. Hablaba de ellos y de su relación, incluía poemas y cartas intercaladas.

Berta no tuvo reparos en relatar con pelos y señales sus encuentros libidinosos, sus ilusiones y sus desengaños. Contaba cómo se inició cada romance y el porqué de cada ruptura. Ella los dejaba. Tarde o temprano siempre había algo que fallaba.

Después continuaban las anotaciones: Berta conoció a Julio, el abuelo de Ágata. Con el que sí se casó, embarazada de Valentina, tal y como les contó en la residencia y, meses más tarde, empezó a enterarse de las muertes de sus amados desechados. Uno a uno, cumpliendo con el orden de abandono, fueron desapareciendo: Emilio, Sebastián, Aurelio, Benito y Lorenzo.

Tener toda esa información en sus manos les resultaba muy extraño. Ágata y Malena pudieron poner rostro a cada uno de esos amantes, calcularon sus edades e incluso pudieron ubicarlos en la ciudad. Sentían que destapaban algo oculto por algún motivo muy especial.

Según el diario de Berta, Emilio murió en un accidente laboral. Sebastián fue atropellado. Aurelio se despeñó por las curvas del Garraf. Benito murió a causa de una intoxicación y Lorenzo desapareció en el mar.

—Los mataron —sentenció Malena.

—Venga ya. No seas morbosa. Son accidentes que pasan y más antes, que no había tanta seguridad.

—¿En serio no te das cuenta, Ágata? Alguien sacó de en medio a todos los ex de tu abuela. Por algún motivo que desconocemos y que ella también desconocerá, pero estorbaban y dejaron de estorbar.

—Igual nada de todo esto es cierto. Le pediré a Tatiana que lo verifique en el registro. Sino todos, alguno de ellos al azar.

Miraban las fotos de esos hombres, tan jóvenes. Algunos vestidos de uniforme militar, otros de paisano. Guapos, con ese porte único tan cuidado de finales de los años 40 y principios de los 50. El cabello repeinado hacia atrás o luciendo tupé con gomina y los labios y mejillas algo sonrosados por el retoque fotográfico de aquella época.

No había fotos del abuelo Julio en el diario. Aquel cuaderno contenía los secretos de una vida anterior a él. Una vida que parecía que alguien intentó borrar para limpiar el pasado y poder empezar desde cero. Pero si realmente fue alguien y no la vida misma quien realizó esas terribles acciones, se olvidó de esa caja. La caja que Berta ocultó durante tantos años y que seguía resistiendo a la cruel devastación que sufría su memoria de manera no selectiva. Ese alguien no reparó en aquellas huellas de su historia y ahora estaban siendo rescatadas clamando una explicación.

Cuando Ágata llegó a casa vio luz en la habitación de Dania.

—Es muy tarde, ¿qué haces despierta, cariño? —le preguntó.

—Estoy viendo una serie. Ya hemos terminado los exámenes —contestó volteando su tablet para que su madre viera la imagen en modo pausa.

—¿Qué serie es?

—Una de unos estudiantes de un internado que se van de viaje de fin de curso y para hacer la gracia se separan del grupo y acaban perdiéndose. Como encima no les dejaban llevar los móviles a las excursiones, por el tema de intentar ser capaces de estar desconectados y de no disponer de herramientas que antes no existían, no pueden llamar ni orientarse y en cuanto oscurece deciden descansar en una autocaravana abandonada. Pero resulta que no estaba abandonada, así que ellos se duermen en un lugar y despiertan en otro totalmente distinto, teóricamente a unas ocho horas de distancia de su origen. Sin saber dónde están y sin poder llamar a nadie. Además, se dan cuenta de que no se saben ningún teléfono de memoria. No te preocupes, mamá, que a raíz de esto ya me he aprendido el tuyo y el de papá.

—Es verdad. Antes de tener móvil me sabía muchísimos teléfonos de memoria. Pero muchos, muchos. Y ahora no me sé casi ninguno. Qué mal. Estamos vendidos a estos chismes diabólicos. ¿Y qué hacen entonces?

—Bueno, se les complica bastante la cosa. Primero tienen que encontrar a alguien para avisar de su situación, pero tardan dos días en llegar a un pueblo. Mientras, deben alimentarse de frutos silvestres y de lo que llevan en sus mochilas, que no es mucho. Y cuando por fin encuentran gente, agotados y sucios; bueno, se bañaron en el río que cruza el pueblo, pero llegan bastante desaliñados, pues resulta que nadie habla. Nada, ningún idioma; ni el suyo ni ninguno. Se comunican todos mediante un lenguaje parecido al de los signos que emplean los sordomudos, pero no lo entienden y nadie los entiende. Es más, la gente del pueblo se asusta al ver que producen ruido por la boca al dirigirse a ellos, lo que les demuestra que no son sordos. Los estudiantes intentan escribir en un papel y dibujar lo que necesitan, pero tampoco logran nada. El lenguaje escrito de los habitantes de ese pueblo es tipo morse: puntitos y rayas de distintos tamaños e inclinaciones que se alternan. No existen las letras ni los números. Sin embargo, el resto les resulta familiar: la gente va vestida como ellos, como nosotros, vamos, las casas son modernas, la mayoría de dos plantas, con terrazas como la nuestra que combina acero y cristal, pero en su caso con toldos amarillos o azules. Las calles están bien asfaltadas y son anchas, los coches pequeños y eléctricos, silenciosos al máximo. Todo es silencioso. Solo se perciben los sonidos de la naturaleza y los ruidos normales al hacer algo: objetos que caen al suelo, puertas que se cierran… pero se dan cuenta de que ninguna de sus máquinas suena. ¿Qué escondes en esa caja?

—Cosas de la yaya Berta: recuerdos, fotos, cartas…

—A ver, ¿puedo verlas?

¿Por qué no? Ágata escogió lo que quiso mostrarle y las dos se acurrucaron juntas en la cama de Dania mientras leían en voz alta algunas de las postales que Berta había recibido. Eran hermosas.

No le mostró el cuadernillo de La Maldición ni le mencionó nada al respecto. Necesitaba valorar si esa información era apta para ella.

Dania empezaba a descubrir las sensaciones físicas que todo lo romántico es capaz de provocar del corazón y la mente a la piel, de los oídos y la vista a un cosquilleo en el paladar. Dudó si contarle a su madre que había un chico en su clase que le gustaba. Hacía tiempo que le gustaba, pero ignoraba por completo si esa atracción era mutua y temía ser descubierta. Para Dania, como para cualquier adolescente, no podía haber nada peor que quedar en ridículo delante de sus compañeros. Calló.

—¿Tú tuviste muchos novios antes de papá? —le preguntó.

—Algunos. Novios, novios, pocos. Pero rolletes unos cuantos.

—¡Mamá! —exclamó sorprendida—. ¿Eras una…?

—No, hombre, no. Lo normal en mi época. Tampoco iba a casarme con el primero, ¿no? ¿Cómo iba a saber si tu padre era el mejor si no podía compararlo con otros?

—¿Y papá es el mejor?

—En muchas cosas sí.

—¿En cuáles no?

—¿No estabas viendo una serie?

Ágata le besó la frente y se levantó de la cama. Guardó todo lo que había sacado de la caja de nuevo en su interior y la miró con ternura. Ella también tenía ganas de contarle secretos, pero, al igual que Dania, calló.

—No tardes en apagar la luz que, aunque no tengas exámenes, mañana hay cole y tienes que madrugar. No son horas.

—Diez minutos más. Faltan diez minutos para que se acabe este episodio.

—¿Cuántos episodios tiene la serie?

—Me he descargado las tres temporadas y cada temporada tiene siete episodios.

—¿Y por cuál vas? Supongo que es una serie para tu edad y que no habrás hecho fullería en la descarga.

—Es para doce años y está incluida en nuestro paquete televisivo. Voy por el cuarto episodio de la primera temporada.

—Diez minutos, ¿ok? Buenas noches, vida.

—Buenas noches, mamá.

4

Efectos secundarios del olvido

Berta se adaptó fácilmente a su nueva vida. Lo logró gracias a Rosita, quien no se separaba de ella y le enseñaba todo lo que tenía que saber de ese lugar para gozar de ciertos privilegios y pasar inadvertida cuando fuese necesario.

—Creí que echaría más de menos mi casa —le confesó a Rosita— y añoro sus paredes, mi cocina, la terraza… pero empezaba a sentirme muy sola, ya no salía tanto como antes y el encierro me pesaba mucho. Me mostraba con crueldad que mi retiro solitario era el único camino sin pérdida a mi futuro. Años atrás, Valentina se enfadaba mucho conmigo porque no podía localizarme, todo el día en la calle. Pero eso se acabó. Un día me perdí, ¿te lo puedes creer? No se lo digas, ¡eh! Me perdí en mi propio barrio y no sabía regresar a casa. Tuve que preguntar y pedir indicaciones y por suerte andaba cerca, en la avenida Mistral, pero no reconocía el lugar y me asusté mucho.

Berta no era consciente de las numerosas veces que se había perdido. De todas esas ocasiones en las que Valentina o Ágata tuvieron que ir a buscarla a los lugares más insospechados, encontrándola totalmente desorientada y agotada de tanto andar.

—¿Sabes, Rosita? —continuó Berta—. Desde ese día ya solo bajaba para comprar lo necesario o para ir al médico; no podía pedir más atenciones a mi tribu, porque ellos tienen sus vidas, con cada minuto de su tiempo organizado y ocupado. Lo llevan todo anotado en sus teléfonos.

—¿Te imaginas que en nuestra época hubiese existido semejante aparato? Pueden hacer fotos en cualquier momento de cualquier cosa. Ya no hay excusa que justifique un olvido. Fíjate cómo le suena la alarma a Valeria cuando tiene que conectarse para poder hablar gratis con su familia. Qué guapo es su hijo. ¿Cómo podrá soportar con tanta alegría esa enorme distancia?

—Lo hace por él —contestó Berta—. Si ella no estuviese aquí y no mandase el dinero que manda, su hijo no tendría ninguna posibilidad de hacer todo lo que hace.

—¿Y tú crees que compensa? No lo ve crecer, no lo tiene cerca, no puede besarlo ni jugar con él.

—No es algo que nosotras podamos entender. Solo los que se encuentran en esa situación sabrán valorar realmente si ese sacrificio es recompensado o no.

La maldición de la yaya Berta

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