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Capítulo 2

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Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.

Ha sido un día largo y caluroso; estamos a finales de marzo. Bajo la capa del tejado de uralita, el aire en la cabaña de esquilado es denso y unas moscas hinchadas revolotean en el interior. No me queda mucho champú, pero, aun así, me echo un buen chorro y noto que la espuma desciende por las curvas y recovecos de mi cuerpo; el agua fría me calma la parte inferior de la espalda, donde las cicatrices me arden y palpitan con el sudor. Por encima de mí, más allá de la araña, el cielo se oscurece rápidamente. En el campo, la noche llega pronto, no como en la ciudad, donde puedes pasarte toda la noche trabajando y no darte cuenta de si es de día o de noche, salvo por el descenso en el ritmo de llegada de los clientes. Las primeras estrellas son como agujas brillantes y, en la vieja bahía de Moreton, la higuera que cuelga sobre el cobertizo del tractor deja caer sus semillas sobre el tejado mientras duermo, y un verdugo y una cacatúa blanca se las tienen; sus quejidos teñidos de sangre llegan hasta mí. Un zorro volador pasa al ras y, de repente, el olor del lugar cambia al llegar la noche. Alguien se mueve más allá del biombo de paja que oculta la ducha. Detengo las manos, que se quedan quietas, enterradas en mi pelo, y agudizo el oído.

—¿Greg? —digo, pero nadie responde. Cierro el grifo y presto atención. La araña de espalda roja baja una pata—. ¿Greg?

Todavía tengo mucha espuma en el pelo y se me mete por los oídos. Pienso en la posibilidad de que me encuentren aquí, sola, me secuestren y me abandonen atada para que me pudra entre los altos pastos secos. De pronto, me llega un aroma a grasa y a huevos fritos. Alguien está rodeando la ducha silenciosamente. Podría ser cualquiera del equipo, o Alan, que se está quedando sordo, en busca de cinta aislante, queroseno, baterías o trapos. Pero no es él, porque, enseguida, percibo un cambio en el aire.

—¿Greg?

Estoy a menos de ciento cincuenta kilómetros de la casa de Otto, lo más cerca que he estado desde que me marché. Durante los últimos siete meses, he viajado por todo el país y he borrado cualquier rastro. «He borrado cualquier rastro», repito en silencio.

Un fragmento del biombo a mi derecha se oscurece y, a través de un agujero en la madera, veo un ojo. Doy un paso atrás, incapaz de emitir ni un sonido.

—Sé quién eres —dice el ojo—. A mí no me engañas. Sé quién eres y lo que has hecho —añade. Tiene una voz ronca y empalagosa, y huele a huevos podridos, lanolina, whisky y lugares mugrientos.

«He borrado cualquier rastro que pudiera haber dejado; han pasado siete meses y he borrado cualquier rastro», me digo, pero el corazón me late deprisa y me obligo a levantar la mano y a apoyarla en la pared para tranquilizarme. La araña reacciona, da un pequeño giro y vuelve a quedarse quieta. El ojo parpadea y pienso en clavarle la uña, pero no me atrevo a tocarlo, y no tengo ningún objeto puntiagudo con que perforarlo. El ojo sigue parpadeando; tiene el iris de un azul lechoso.

—Sé quién eres —repite.

De pronto, desaparece y la sombra se aleja. El corazón me martillea el pecho. Miro por el agujero de la madera y veo que Clare se tambalea en dirección a la cabaña. Ha estado fuera toda la semana y ha descubierto algo.

Salgo disparada de la ducha sin enjuagarme el jabón y rodeo el cobertizo hasta llegar a mi dormitorio. Me pongo unas bragas, unos pantalones cortos y una camiseta, y guardo todo lo demás en la mochila. «Si estás tan segura de que no te encontrará», me dice mi cabeza, «¿por qué estás lista para largarte? ¿Por qué todas tus pertenencias caben en una mochila?». Es cierto, lo llevo todo en la mochila, excepto mi esquiladora, que he dejado en un banco cerca de la mesa de la lana, para afilarla por la mañana. Y el caparazón de una cigarra que Greg me dio el mes pasado, cuando me pidió que me fuera a la Costa de Oro con él una vez hubiéramos terminado la temporada. La sostengo en la palma de la mano y noto cómo vibra a causa de la fuerza de mi pulso.

«Un mes en el agua. Pescaremos, nadaremos, beberemos cerveza… Nos relajaremos antes del siguiente trabajo», dijo.

Vuelvo a colocar el caparazón en la estantería y voy a buscar a Greg al comedor.

Casi todo el mundo está allí, esperando la hora de la cena, y miro las mesas en busca de Clare, pero no lo veo. Me siento al lado de Greg, que está charlando con Connor sobre motores de barcos, y trato de indicarle que quiero hablar con él poniéndole la mano en el hombro. Me aprieta el muslo por debajo de la mesa, pero no se gira. Está demasiado concentrado en la conversación.

—… corroído, se rompió y se cayó en la sentina —dice.

Connor da un trago a su lata de cerveza y responde:

—Sí, pasa eso. La gente se olvida… —De repente, eleva el tono de voz, que refleja incredulidad—… de que el agua es la enemiga del motor.

—Así es —contesta Greg, y me muevo a su lado. No quiero que nadie se dé cuenta de que hay un problema.

—¿Estás bien? —pregunta, distraído por mi inquietud.

—Tengo que hablar contigo —digo en voz baja.

Greg me mira un instante, apura su bebida y me pasa el brazo por la espalda.

—¿Podemos hablar en privado?

—Ya van a sacar la cena.

—Lo sé, pero…

—Susúrramelo.

Me inclino hacia él. Supongo que la gente cree que estamos compartiendo un momento íntimo, y a nadie le importa lo más mínimo. Alguien deja un bistec gris delante de mí y bandejas de patatas hervidas pasan de mano en mano.

Tengo la boca seca.

—¿Has visto a Clare?

—He visto su camión, así que habrá vuelto ya. ¿Por qué? ¿Qué te debe?

—Nada. Es solo que… Mira, ¿por qué no nos vamos a la costa?

Me mira desesperado, como si no tuviera la menor idea de lo que les pasa por la cabeza a las mujeres.

—Sí, eso te lo propuse yo. ¿Qué te pasa? ¿Te ha dado una embolia o qué?

Se sirve seis patatas enormes, me pasa la bandeja y yo se la entrego a Stuart, que está a mi izquierda.

—Quiero decir ahora mismo. ¿Por qué no nos subimos a la camioneta y nos largamos?

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Nada. Es solo que quiero irme ya.

Greg me mira, confundido.

—Bueno, yo también, pero tenemos que terminar el trabajo.

—¿Por qué?

Greg mastica el bistec mientras contesta:

—¿Por qué? Pues porque esta gente son mis compañeros, y no voy a dejarlos tirados. Además, si nos vamos antes de tiempo, no nos darán la bonificación, y solo nos falta una semana. No es mucho. —Traga y alarga el brazo para hacerse con uno de los panecillos que hay en el centro de la mesa. Entonces, grita—: Sid, ¿aún es pan del que hiciste con aquella harina de mierda?

Sid no contesta, y Greg se encoge de hombros y lo utiliza para rebañar el plato.

—Confía en mí. Tenemos que irnos ahora mismo —digo.

Greg deja el pan en la mesa.

—¿Por qué «tenemos» que irnos ahora mismo? ¿Qué ha pasado? ¿Has atracado un banco?

Abro la boca para contestar, pero soy incapaz de decir nada. No puedo contarle nada.

—¿Ves? —añade, y toma de nuevo el tenedor—. No hay ningún problema. Todo es muy sencillo. Hace muchísimo calor, eso es todo. En menos que canta un gallo, estaremos en la costa.

Entonces, aparece otra bandeja llena de salchichas. Cuando se la paso a Stuart, este me mira extrañado.

—¿No te apetecen?

—¿Cómo?

—¿Es que estás a dieta?

Lo ignoro, pero Greg también se percata y pide que le pasen de nuevo la bandeja.

—Espera, espera. Si ella no quiere, ya me como yo su ración —dice, y coge dos más.

—¿Por qué te quedas tú su parte? —pregunta Stuart.

—Porque está conmigo.

—¿Qué? Eso no es justo.

—Tiene razón —dice Denis desde el otro extremo de la mesa—. Está con él, y eso quiere decir que le toca su ración.

Ojalá me hubiera servido las salchichas.

Solo tengo hasta el final de la cena para convencerlo.

Greg se ha comido mi bistec y, en ese momento, llegan a la mesa dos enormes fuentes de macedonia de frutas en almíbar, con unas brillantes cerezas rojas y pálidos trocitos de melón.

Alguien ruge:

—¿Dónde está el helado?

Sid saca un par de bloques de helado, de ese que se corta con un cuchillo pastelero y es amarillo brillante como el queso. Connor se sirve un trozo de unos cinco centímetros y lo pone sobre la macedonia de frutas.

—Me encanta que el helado se mezcle con el almíbar —dice en voz alta para quien quiera escucharlo, y luego toma las cerezas una a una entre el dedo índice y el pulgar, sosteniendo el meñique en alto, y las coloca en fila junto al plato—. Pero no soporto estas mierdas.

Clare aparece en el umbral de la puerta, contra el oscuro cielo nocturno. Las luces fluorescentes de la cabaña le confieren un halo fantasmagórico, como si resplandeciera. Se apoya en el quicio de la puerta y recorre la larga mesa con la mirada. Espero a que sus ojos se posen en mí y, cuando lo hacen, atisbo una mirada de placer en su rostro. Estoy atrapada. La pierna de Greg bombea sangre junto a la mía. Connor rebaña su plato con la cuchara y Steve, a su lado, arroja una de las cerezas rojas sobre el regazo de Stuart. Este le hace un corte de mangas sin ni siquiera levantar la mirada de su cuenco. Alan está en la cabecera de la mesa, leyendo un periódico, sin interesarse por lo que ocurre a su alrededor. Bebe cerveza. Y, entretanto, Clare mantiene la vista fija en mí y yo sé que estoy perdida, que ha llegado el fin. Entra en la sala y se acerca lentamente, pero no se detiene a mi lado. Trato de no girar el cuello para seguirlo con la mirada; intento no anticipar su siguiente movimiento. Coloca una mano en el hombro de Greg y se inclina hacia él, y me quedo rígida, esperando el momento. Greg levanta la mirada y Clare le entrega una barrita de chocolate, arrancándole una sonrisa.

—Eres un buen hombre —dice Greg—. Ahora no tendré que conformarme con esta mierda —añade, y señala la macedonia de frutas.

Acto seguido, rasga el envoltorio púrpura de la barrita. Clare permanece de pie, sin decir nada, y me mira fijamente. Greg le da un mordisco a la barrita de chocolate y me ofrece la mitad. Cuando se gira y no me ve, la arrojo bajo la mesa y la aplastó con el pie.

Recojo mi esquiladora de la cabaña, sin pensar en lo que ocurrirá a continuación. Huele bien, a sudor, estiércol, lanolina y aguarrás. No imagino alejarme de ese olor. Una comadreja rasca el tejado de hojalata. Regreso lentamente a mi dormitorio y permanezco un momento de pie en la oscuridad, desde donde veo la cálida franja de luz que llega desde el comedor, y hasta diviso el perfil de Greg, que se ríe mientras bebe cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano. Me muerdo la punta de la lengua al tiempo que me devano los sesos pensando en un plan de última hora para acabar con esto. No se me ocurre nada, así que me doy la vuelta y continúo mi camino al dormitorio.

Clare está tumbado en mi cama con las botas puestas, fumándose un cigarrillo. Me detengo en el umbral, pero ya me ha oído llegar y está listo, con una amplia sonrisa en la cara. Me quedo quieta y me pregunto si tengo tiempo de volverme, de regresar a la cabaña y ocultarme bajo la lana.

—¿A que no sabes dónde he estado? —pregunta mientras baja los pies de la cama y se pone en pie—. Venga, entra de una vez, cariño. Pareces una prostituta. —Su sonrisa se ensancha todavía más, si es que eso es posible. Expulsa una bocanada de humo y la niebla se instala entre los dos—. ¿Así que planeas irte? —dice, como si fuera un personaje de televisión.

Da una patada a mi mochila con delicadeza. Su voz refleja agitación.

—Fue Ben quien me contó lo de los carteles y me dijo que tus fotos estaban por todas partes allí abajo. ¿Lo sabías? Tuve que ir y comprobarlo, claro. Pero sí, eres tú.

De repente, saca un pedazo de papel doblado, arrugado más bien, de su bolsillo trasero. Lo abre lentamente mientras se ríe entre dientes para sí y lo levanta para mostrármelo. Soy yo, es cierto; es una foto en blanco y negro. En ella, estoy sentada encima de mi edredón estampado de ponis rosas, posando con una sonrisa para la cámara. Tengo un osito de peluche en el regazo y lo sostengo, aunque no se me ven las manos, ni tampoco se ve el oso, ni el edredón, ni al anciano que sacó la foto, ni el perro que me vigila fuera. Solo se ve mi rostro sonriente ante la cámara. Encima de la foto, pone perdida en letras grandes y, en la parte de abajo, veo «nieta… un peligro para su integridad física», pero no termino de leer porque todo se vuelve negro.

—Llamé al número de teléfono, Jake, ¿y sabes qué me dijeron?

—No sé de qué hablas. No es mi abuelo.

—Oh, eso ya lo sé. Ese pobre viejo, «Otto»… Tuvimos una larga charla. Fui a verlo a su granja. Aquello no es más que un redil de ovejas muertas. No paraba de decir que mataste a su perro y le robaste cuando lo único que trataba de hacer por ti era sacarte de la calle. Dijo que te llevaste todo lo que tenía, incluso su camioneta. El pobre desgraciado ni siquiera tenía medios para ir a la ciudad después de lo que le hiciste. Menos mal que los de la beneficencia le subían comida una vez a la semana hasta que arregló su vieja camioneta. También vi lo que le hiciste a esa, la destrozaste.

—No, solo…

—Lo vi todo. El pobre viejo lloró al hablar de su perro.

—Yo solo…

—Chist… —me indica Clare en voz alta.

Se levanta de la cama en un movimiento fluido, se acerca a mí lentamente y me agarra de los antebrazos, que cuelgan sin fuerza a mis costados. Me coloca frente a la mesa de trabajo y se inclina sobre mí. Tiene el pene erecto.

—Puede que a ellos los hayas engañado, pero a mí no.

Empiezo a salivar. Miro la puerta. ¿Qué pasaría si Greg llegara ahora?

—Tal y como lo veo, tienes dos opciones. Puedes convencerme para que mantenga la boca cerrada… —El aliento de Clare me llega a un lado de la cara como si fuera chocolate caliente. Susurra de tal modo que parece que vaya a gritar en cualquier momento—. Puedes enseñarme eso que todo el mundo disfrutó en Hedland… —El corazón me da un vuelco. Una parte estúpida de mí piensa: «Quizá no diría nada», pero pronto la acalla mi lado inteligente, el que sabe que no solucionaría las cosas, que no puedo permanecer aquí—. No pido mucho, solo un poco de afecto; eso es todo. No está bien tirarse a la chica de un compañero. Solo una mamada. —Y me imagino exactamente lo que sucedería: me penetraría hasta el fondo de la garganta y me agarraría el pelo con la mano. Pienso en las cosas que me diría mientras lo hace. Luego, todo sería peor; se desharía de mí de una manera u otra y, además, trataría de quedar bien—. O bien —prosigue, y me acaricia con un dedo la curva exterior de un pecho—, le digo al viejo Otto dónde puede encontrarte y, de paso, aviso también a la policía. —Empieza a desabrocharme los pantalones, me saca la camiseta y mete la mano dentro; sus dedos avanzan como gusanos para colarse en mis bragas—. Ni siquiera tendré que contárselo a Greg. Ya lo harán ellos por mí.

Uno de sus dedos encuentra mi sexo y, como un mecanismo de feria, algo salta dentro de mí y le pego un puñetazo en la mandíbula con la mano derecha. Clare se viene abajo y empieza a sangrar en el suelo. Queda fuera de combate.

No puedo abrocharme el pantalón porque me he herido la mano al golpearlo. Tengo el puño dolorido, rojo e hinchado, y noto como me palpita.

Me voy sin mirarlo, pero lo oigo moverse en el suelo polvoriento y emitir un gemido húmedo. Estoy casi segura de que le he roto la mandíbula.

Todos los pájaros cantan

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