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Presentación

Clima de época

Claudio Benzecry[1]

Si cada palabra, aparte de significar algo parecido para todos, despertase las mismas evocaciones, contuviese los mismos misterios, adormeciese las mismas ansiedades y miedos, aboliríamos el mundo, el mundo entero para leerlo.

Luis Chitarroni, El carapálida

¿Por qué, cada vez que se intenta explicar los movimientos estudiantiles y de protesta de finales de los años sesenta, se termina hablando del “clima de época” de 1968? Saltando varias décadas, ¿por qué aceptamos que la metáfora climatológica se use para dar cuenta del viraje hacia la izquierda de la política latinoamericana a mediados del dos mil? ¿Y cómo puede ser que la misma metáfora se utilice para interpretar la vuelta al neoliberalismo en la década siguiente? ¿Cómo hacer para que esa expresión que parece explicar todo, incluyendo tendencias contradictorias, nos sirva de verdad para pensar elementos que sentimos que nos rodean y se nos hacen carne y pensamiento sin que nos demos casi cuenta? ¿Hay alguna forma de seguir usando este concepto, sea en la vida cotidiana o en las ciencias sociales?

La noción de “clima de época” –que proviene de la tradición idealista alemana, donde se conoce como zeitgeist– ha sido numerosas veces impugnada por su carácter totalizante. Pero si la dejamos de lado, la dificultad persiste: ¿cómo y por qué sucede que nos encontramos discutiendo un tema que hasta hace poco no nos importaba en lo más mínimo o ni siquiera sabíamos que existía? La respuesta corta es: para entender qué se juega y qué cosas confluyen en eso que llamamos “clima de época”, ¡lean este libro! Al hacerlo se van a enterar no solo de cómo les editores se convirtieron en figuras públicas y en intelectuales, en el sentido que usualmente le reservamos a esta palabra para designar a las personas que escriben (en libros, diarios, revistas), y que usan su conocimiento para hablarle a un público extendido. También verán cómo y a través de qué operaciones específicas los propios editores anticipan y construyen tendencias que terminan organizando y articulando sentidos colectivos que les dan nombre a experiencias aún no cristalizadas.

Uno de los principales ejemplos que nos muestra este libro es el de Juan Bautista Yofre (funcionario durante el menemismo y luego escritor) y su interpretación entre revisionista y negacionista de los crímenes de la dictadura cívico-militar, que se convirtió en un inesperado éxito de ventas y un vector de conversación, en un contexto en que la política de derechos humanos de los gobiernos kirchneristas parecía gozar de plena legitimidad. Pero los temas son variados, lo mismo que su fuente. A veces se nutren del minuto a minuto de la coyuntura y otras reabren clivajes de larga data, que parecían superados o congelados en el tiempo.

Una de las ventajas de usar el concepto que estamos discutiendo es que nos permite pensar cómo funcionan las ideas sin incurrir en reflexiones abstractas, fuera del anclaje de tiempo y espacio. De este modo, nos salva de explicaciones esencialistas y transhistóricas del tipo “así somos los argentinos”, y nos lleva a poner el foco en un período o época determinada y en aquello que lo distingue de patrones culturales más durables, o de aquellos que pertenecen solamente a un grupo o comunidad y no atraviesan a una sociedad en su conjunto. También nos habilita a estudiar esos procesos de manera empírica detallada, examinando los medios específicos, los materiales y los grupos a través de los cuales algunas ideas logran imponerse con fuerza de hecho a la sociedad toda.

Esta es precisamente una de las virtudes de ¿Cómo se fabrica un best seller político?, que nos muestra –como dicen los gringos– las “tuercas y tornillos” de esas tendencias que se extienden como un gas envolvente y sin embargo provienen de un grupo relativamente limitado en su origen, dejándonos ver cuál es la duración, extensión, pero sobre todo cuáles son los medios y los “transmisores” que hacen que una idea circule de golpe de manera casi exponencial. Si bien podemos ver el proceso de circulación como uno que conlleva agencia, actores, habilidades y cierta dirección, el libro de Ezequiel Saferstein va en contra de las visiones conspirativas que siempre encuentran demiurgos capaces de imponer un sentido de la realidad de manera concertada. El libro no se pierde en abstracciones o discusiones teóricas; por el contrario, muestra el detalle con el que debemos aprender a mirar los procesos sociales de construcción de hegemonía. En esto se parece al resto de la lista de títulos que integran esta serie;[2] libros que han desarmado y rearmado grandes sintagmas (el neoliberalismo, el poder de los economistas, la rosca política, la patria sojera, la protesta contra los agrotóxicos), desmenuzándolos y bajándolos a tierra, sin esconderse detrás de conceptos que, de tan generales, explican cada vez menos.

El foco de este libro es un grupo particular: los editores. Lo interesante es que, a diferencia de estudios que se concentran en la coherencia ideológica o en la capacidad de las “mujeres y hombres de ideas” para intervenir en debates públicos, este libro nos muestra el detrás de escena de un conjunto de actores que habitan un espacio heterogéneo y que “conducen” las ideas hacia el resto de la sociedad a través del éxito de ventas en el mercado, no yendo en contra de este. Es por eso que, en ese descorrer la cortina, lo que vemos no es la descripción de un conciliábulo a espaldas de la sociedad, ni unos actores que sostienen una aguja hipodérmica con la que nos inoculan contenidos y versiones del mundo, sino a unos participantes que necesitan identificar qué va a ser lo próximo que los lectores querrán leer, eso con lo que les interesará discutir, engancharse, incluso enojarse. En efecto: no importa tanto cuál es la reacción, sino que construyan un vínculo posible con los libros propuestos.

Para hacernos comprender cómo funciona la construcción del vínculo con lectores y públicos ampliados, ¿Cómo se fabrica un best seller político? investiga algo central para este proceso, y que a priori parece inaccesible al análisis (porque aparece del lado de lo subjetivo, lo imposible de transferir o comunicar): la intuición, o lo que los propios sujetos llaman “el olfato” editorial. En vez de hacer de las editoras y los editores unas personas especiales, que “saben” casi naturalmente qué temas, autores y discusiones pueden generar un libro capaz de instalarse con éxito en el mercado y en la conversación pública, o de reducirlas a una posición de clase, Saferstein nos ayuda a ver cómo las dos dimensiones centrales de ese “saber hacer” son la circulación por múltiples espacios –donde a veces prima una lógica más comercial y otras las convicciones editoriales– y en muchas posiciones distintas –como correctores, como responsables de marketing o prensa, como periodistas–, hasta llegar a ocupar el rol de editora o editor. Es esa circulación y ese recorrido lo que nos deja ver cómo los editores fueron adquiriendo las habilidades que les permiten discernir entre lo que puede funcionar y lo que no. Este conocimiento se incorpora, se hace cuerpo –¡y cabeza!–, trabajando con los textos, aprendiendo a planificar colecciones, conversando con periodistas y oficinas de prensa de la propia editorial, hasta convertirse en una forma de expertise para la que no hay certificaciones y que, a pesar de ser un tipo de conocimiento especializado, no es formalizado ni abstracto (ni solamente corporal, la dimensión escrutada por la mayoría de los estudios sobre conocimiento tácito e informal). La clarividencia de “tomarle el pulso” a la sociedad resulta de entender todas las partes del proceso acerca de qué es un libro y cómo se mueve.

La construcción del editor como intelectual es producto, entonces, de procesos relativamente no lineales, del carácter heterogéneo de las proveniencias de clase y, sobre todo, de la circulación por múltiples espacios de pertenencia ligados al mundo del libro. Por supuesto que los editores no son los únicos que construyen el “espíritu de época”; son también los propios libros los que transportan los sentidos que de a poco se nos hacen una segunda naturaleza. La materialidad de los objetos, los distintos circuitos mediáticos y las tecnologías son también portadoras de significado. Más aún, siguen imponiendo sentidos mucho tiempo después de que aquellos que los pergeñaron dejaron de trabajar en una editorial, abandonaron el negocio o incluso se murieron. Por su capacidad de inscripción, el libro-objeto puede sobrevivir las propias condiciones de su creación y articularse en nuevos contextos.

El hecho de que ciertos libros se conviertan en best sellers políticos no es consecuencia de una conspiración paranoica, ni de la capacidad de unos pocos actores que tendrían la bola de cristal para imponer unilateralmente qué es lo que vamos a leer. ¿Cómo se fabrica un best seller político? despliega un proceso con agencia y dirección, contradictorio y heterogéneo, pero no por eso sin ciertas regularidades o patrones. Porque si lo que se busca es entender cómo se produce la felicidad del encuentro entre el mercado y las ideas de época, eso no se consigue denunciando al mercado como algo externo u hostil al objeto libro, sino mirando las conexiones entre los dos universos y la incidencia que esto tiene en la generación de visiones de mundo compartidas. Volviendo a la cita de Chitarroni que abre este prefacio, al fin y al cabo el trabajo de editoras y editores es hacer posible ese libro que, por un tiempo, puede “significar algo parecido para todos” y producir en nosotros, lectores, la sensación de que la complejidad del mundo ha sido provisoriamente abolida y podemos finalmente convertirla en palabra y leerla.

Brooklyn,

marzo de 2021

[1] Profesor ­Asociado de ­Comunicación y ­Sociología, ­Universidad ­Northwestern, ­Chicago.

[2] Me refiero a Cuando los economistas alcanzaron el poder, de Mariana Heredia; El sueño de vivir sin trabajar, de Daniel Fridman; La Argentina transgénica, de Pablo Lapegna, y La rosca política, de Mariana Gené.

¿Cómo se fabrica un best seller político?

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