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Jornada escolar completa

Mi padre, Patricio, trabajaba en una mueblería que ahora es una tetería. Diseñaba y vendía muebles de cocina y baño para una empresa que nunca estuvo a su altura. Pero yo sé que disfrutaba estar ahí. Una vez le pregunté si le gustaba hacer muebles. “Sí, pero no me gusta la gente que los compra”, respondió. Me lo imaginaba feliz, creando muebles para nadie, que se apilaban en docenas solo para su entretención. Igualmente veía con orgullo cuando salía el logo de Muebles Müller al final de cada episodio del Buenos días a todos. Era como para estar orgulloso, pienso todavía. Mi padre estaba casi siempre en la sucursal de la calle Santa María, en Providencia, que quedaba muy lejos de nuestra casa. Esto incluyendo una media jornada los sábados en la mañana, días en que me dejaba acompañarlo para pasear por el sector. Aún recuerdo, temprano un sábado en la mañana, cruzar atrás de un par de restaurantes y ver cómo se abría ante mí una pileta rodeada de tiendas de cómics, figuras de acción y quioscos de llaves al minuto. Todas con precios inflados; vendían ediciones maltratadas de historietas traducidas en Argentina como si fueran de colección, en donde Batman literalmente decía “Che, Guasón, pará”. Me es fácil visualizar esas cuadras, desde avenida Suecia, pasando por el Paseo Las Palmas, hasta la reinventada galería Portal Lyon. Mi cabeza latía al entrar a esas pequeñas tiendas de historietas, atendidas por vendedores petulantes, con olor a encierro y parkas de plástico color verde musgo. Sentía un nivel de emoción genuino, esa alegría de estar ante algo que te importa aunque no sea importante, esa nostalgia del presente que siempre intento encontrar, aunque hace muchos años ya no sé dónde. Lo único seguro es que no está ni en esas historietas traducidas al argentino, ni mucho menos en esa comuna en la que crecí.

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Mi vida como dibujante

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