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El malestar de lo contemporáneo

I

El camino que va de Retiro a la estación Mariano Moreno en Rosario empezó a hacerse habitual para mí a lo largo de 2014. Un año antes había terminado una enclaustrada vida de becario doctoral y en esos momentos encaraba mis primeros proyectos curatoriales; el episodio que inició esos pequeños viajes fue una exhibición. El Museo Castagnino+Macro había lanzado una convocatoria para hacer una muestra que conmemorara los diez años de su creación. El surgimiento del “ala contemporánea” del museo Macro, en 2004, que dirigió inicialmente Fernando Farina, fue un hito importante en el panorama de la instituciones artísticas pos 2001. Fue el impulso por fundar una colección federal.

Construcción de un museo, el título que finalmente tuvo la muestra en la que trabajé, se preguntaba por el rol de este museo en la construcción de su comunidad, por los intercambios más o menos igualitarios con los que se relacionaba con ella, por los relatos que podía alojar su patrimonio y por cómo estas narraciones habían ayudado a elaborar una memoria en común, un archivo colectivo. Junto con Claudia del Río, Santiago Villanueva y Leandro Tartaglia conformamos el grupo curatorial. Entre las obras más paradigmáticas de la colección seleccionamos trabajos de Liliana Maresca, Roberto Jacoby, Marie Orensanz, Alfredo Londaibere, Fabio Kacero o Víctor Grippo. Basándonos en Pieza Pizarrón, un proyecto que Del Río desarrollaba desde 2006, introdujimos estas obras en una serie de salas cuyas paredes se pintaron de negro, convirtiéndolas en pizarrones donde los visitantes podían dejar algún tipo de marca con una tiza, a partir de una consigna que habíamos elaborado para cada piso. Una preguntaba, por ejemplo: “¿Qué museo imaginás para el futuro?”. El caluroso día de noviembre en el que se inauguró la muestra, las salas-pizarra habían quedado preparadas para la intervención del público y el grupo curatorial hizo una visita guiada. Allí ocurrió el primer incidente: Del Río y Tartaglia se apresuraron a borrar algo, que no llegué a leer, y luego a dibujar otra cosa sobre una inscripción que alguien ya había hecho en uno de los pisos. Pero enseguida las leyendas hostiles comenzaron a multiplicarse sobre las paredes: referencias escatológicas, críticas a la curaduría, al museo, comentarios sarcásticos dirigidos al arte contemporáneo.

Obviamente no todas las intervenciones fueron negativas, pero más allá de las habituales diatribas contra el arte contemporáneo percibí algo más sintomático: la comunidad artística de la ciudad, los estudiantes de arte de las escuelas o de la universidad, no se habían implicado con la propuesta de la exhibición. Al leer uno de los textos del catálogo de la exposición, escrito por Nancy Rojas,(1) la tensión se percibía cabalmente: las inscripciones daban cuenta de ese “otro” museo que, más allá de las buenas intenciones curatoriales o institucionales, exhibía, inocultable, su precariedad.

Sugestivamente, Rojas iniciaba el artículo con una cita de María Teresa Gramuglio sobre la crisis del arte contemporáneo a finales de los años sesenta y lo cerraba con otra de Pontus Hultén: “La colección es la espina dorsal de las instituciones; les permite sobrevivir a los momentos difíciles”. Estas transcripciones decían más de lo que ella podía decir directamente: era claro que el Macro vivía “momentos difíciles”. El impulso de este museo fue paradigmático en el campo nacional, estableciendo nuevos modos de gestionar exposiciones, actividades públicas y colección en una institución pública. Su acervo siguió creciendo e hizo que los artistas de todo el país se sintieran parte del nuevo museo. Pero en 2014, a diez años de su creación, ese vínculo entre nuevas institucionalidades, autogestión y actualidad artística parecía roto o, al menos, debilitado.

Aquella colección nacional parecía haber detenido su crecimiento y quedar congelada como instantánea de otro momento. Las inscripciones en las pizarras eran quizás un síntoma más del agotamiento de ese entusiasmo por el arte contemporáneo que había animado tan fuertemente los años 2000.

II

Este ensayo indaga en lo que tal vez sea una respuesta a este malestar de lo contemporáneo, tramada en una serie de relecturas de recordados artistas rosarinos que en su momento recortaron los perímetros de un lugar imaginario, marcado por un ethos localista y retrospectivo. El paisaje convocado es el de la producción artística del presente en relación con los años cincuenta, aunque las líneas cronológicas son difusas. Hito central en esta historia es la conformación del heterogéneo Grupo Litoral, que dio inicio a sus actividades con un manifiesto universalista a principios de la década. Este colectivo abrazó la renovación de las estéticas modernistas procesando sus indagaciones formales sin dejar de traslucir, paralelamente, un vínculo particular con actualizaciones estilísticas en clave regional.

En su composición aparecen algunos de los nombres más conspicuamente citados por las actuales revisiones: Luis Ouvrard, Aid Herrera, Juan Grela, Mele Bruniard o Anselmo Piccoli, entre muchos otros. El Grupo Litoral emergió luego de la declinación de la célebre Mutualidad Popular de Estudiantes y Artistas Plásticos, conformada en torno a la figura de Antonio Berni en los años treinta. La Mutualidad respondía a un programa típico de esa década: encuadrados dentro de una posición política radicalizada, propugnaron un heroico realismo social que pudiese enfrentarse a las fuerzas internacionales del fascismo. La Mutualidad se opuso simultáneamente al academicismo y a la indagación formal del esteticismo modernista, a pesar de haber metabolizado, gracias a la prédica de Berni, las enseñanzas de las primeras vanguardias y los hallazgos compositivos y técnicos que dejó la rauda marcha de Alfaro Siqueiros del país.

El Grupo Litoral actuó de un modo menos programático. Constituido como un grupo de difusión de la producción de sus integrantes mediante exhibiciones, su estrategia consistió en la incorporación de un vocabulario modernizador mientras generaba una plataforma institucional independiente de las estructuras porteñas. Fue precisamente la conjunción de un movimiento de innovación formal y el repliegue hacia cierto regionalismo temático lo que caracterizó la década que casi completó la trayectoria de este grupo. Como apuntó Guillermo Fantoni, la historia de esta heteróclita corriente artística se estrió entre la figuración y la abstracción, entre la innovación y el elogio al oficio pictórico, entre los motivos folclóricos del “hombre y el paisaje” del litoral y una vocación universalista centrada en las indagaciones europeas y norteamericanas, entre el rechazo a la política cultural del peronismo y la interposición de una distancia con la izquierda revolucionaria.

Entre el vanguardismo del realismo social de los años treinta y la neovanguardia rosarina de los años sesenta, el Grupo Litoral ocupa un lugar inclasificable en la historia del arte de la ciudad, y quizás haya sido ese carácter siempre elusivo el que le permitió convertirse en un espacio fértil para múltiples lecturas.(2)

Proyectos de artistas como Marcelo Pombo, Claudia del Río y Santiago Villanueva, desde el 2008 hasta la actualidad, tematizan aquellas figuras olvidadas en algún momento por la historiografía vernácula. El punto de inflexión fue la muestra Nuevos artistas del Grupo Litoral, curada ese año por Pombo en el Macro. La exhibición enlazó la herencia de este grupo con su propia figura y con otras como las de Emilia Bertolé, Raquel Forner o Domingo Candia, alterando y confundiendo las genealogías históricas.

Este movimiento encontró un actor importante en la editorial Ivan Rosado, espacio dirigido por Maximiliano Masuelli y Ana Wandzik. La iniciativa de la editorial rosarina fue nutriendo su catálogo con libros centrados en artistas locales, además de organizar múltiples muestras que celebraron también el legado. En un lapso de casi diez años, estos proyectos reconfiguraron la memoria sobre aquel patrimonio, impulsados por la necesidad de desclasificar ciertos relatos de la historia del arte para constituir un archivo que pueda interpelar las urgencias del panorama actual. A su vez, estos episodios parecen coincidir en estrategias que ponen en crisis las distancias tradicionales entre artistas y curadores, actuando directamente sobre decisiones de exposición, circulación y difusión de aquellos legados. Producir imágenes y hacer ver imágenes se vuelven actividades indiscernibles y porosas.

Esta arcadia litoraleña, resultado de la rememoración, es un sustrato fértil para sucesivas relecturas. Más allá de la entonación nostálgica de algunos casos, establece una serie de estrategias que responde estrictamente a ciertos apremios del presente. En primer lugar, la posibilidad de imaginar un mapa en el que las denominadas periferias puedan reestructurar los relatos globales sobre el arte más cristalizado; en segundo término, la reivindicación de una actividad amateur, autodidacta o retraída frente a perfiles artísticos contemporáneos que parecen comprometidos en un expansivo proyecto profesionalista; finalmente, la constitución de una temporalidad proliferante e intrincada que haga colapsar los resabios de esquemas lineales, causales o progresivos de las narraciones históricas tradicionales.


Mele Bruniard, El espantapájaros, xilografía, 1959.

1 Nancy Rojas, “El almacén del tiempo como laboratorio”, en Federico Baeza et al., Construcción de un museo (cat. exp.), Rosario, Ediciones Castagnino+Macro, 2015.

2 Aquí me remito a dos artículos de Guillermo Fantoni: “Itinerario de una modernidad estética. Intensidades vanguardistas y estrategias de modernización en el arte de Rosario”, en AA.VV., Arte y Poder, Buenos Aires, CAIA, 1993; y “Bajo la estrella de lo nuevo”, en Guillermo Fantoni, La diversidad de lo moderno: arte de Rosario en los años 50 (cat. exp.), Buenos Aires, Fundación OSDE, 2011.

Arcadia litoraleña

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