Читать книгу La búsqueda - Federico Nogara - Страница 8
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ОглавлениеA un costado de la calle principal, en un edificio viejo con categoría, una placa dorada al lado de los timbres anunciaba: en el tercer piso, abarcando todas las puertas, está el despacho de los hermanos Lugardi. En el hall de entrada se alzaba, cual muro de contención, la figura de un portero de anchos hombros enfundado en un traje gris cuyo pantalón tenía dos franjas de tela más oscura sobre las costuras exteriores. El muro humano detenía a todos los desconocidos sometiéndolos a un interrogatorio cuya duración dependía de la apariencia de los interrogados: los mal entrazados recibían la expulsión de inmediato; los demás eran sometidos a estudio, porque hay gente capaz de disfrazarse tratando de parecer lo que no es, nunca se sabe. Aprobé el examen con bastante buena nota y recibí el premio de la sonrisa y la mano extendida señalando el ascensor al paraíso de las leyes. Minutos después descansaba en uno de los cómodos y modernos sillones negros de la sala de espera del bufete de abogados. La secretaria, una mujer madura de ceño fruncido que me había recibido de manera fría, asomó su proa anunciándome, de forma impersonal y seca, la disponibilidad del señor Augusto Lugardi para dedicarme una mínima parte de su precioso tiempo.
—Un nombre de pila muy apropiado —susurré al pasar a su lado.
—¿Cómo dice? —masculló la fruncida.
—Déjelo señora, usted debe haber estudiado poca historia —deslicé en su oído antes de atravesar la puerta del despacho.
El abogado de nombre imperial, un hombre gordo de traje marrón, papada abundante y ojos abotargados, recién salidos de la digestión lenta de un desayuno copioso, estaba incrustado en una silla de alto respaldo detrás de un escritorio un poco más pequeño que una cancha de basketball. Los papeles pululaban a lo largo y ancho del rectángulo, conviviendo con un cenicero enorme de madera —labrada por un orfebre esquizofrénico hasta conseguir una escena bucólica—, un pisapapeles de plata con bordes en oro y una pluma antigua de plata. Calidad y categoría, pretendían proclamar los objetos. Dinero, solo dinero, opinarían los mal intencionados. Yo me reservaba la opinión para después.
Augusto acomodó en su rostro una de sus múltiples muecas risueñas adaptables y acto seguido me señaló, desganado, una de las sillas de diseño destinadas a los clientes. Mientras me acomodaba imaginé las lágrimas que se habrían derramado sobre la tela delicada y las canalladas que habrían presenciado desde los cuadros colgados en las paredes los adustos señores de largos bigotes y los guerreros de ojos afiebrados. Experimenté entonces cierta momentánea pena por los abogados, profesionales atormentados, atrapados en la dura dicotomía de servir a los ricos que hacen las leyes o a los ricos que las contravienen. Ellos, los Lugardi, venían de una antigua familia patricia, famosa por su dedicación a las normas escritas y su habilidad para sobrevivir a las tragedias nacionales. Los dos hermanos de esta generación eran conocidos por su implacabilidad, por sus vicios y vida disipada, y por haber sido cómplices de la dictadura, no porque esta les gustara, sino porque hubieran sido cómplices de cualquier detentador de algún poder. Tenían todas las condiciones para ser, y eran, un perfecto par de canallas, pero no por acción sino por omisión; no urdían tramas ni participaban en conjuras, su condición de ambiciosos patológicos, unida a la de enfermos de la voluntad, los llevaba a aceptar lo que fuera.
—Mire, iré directo al grano —amenacé a una cara cuya mueca expectante parecía decir «de qué querrá hablarme este idiota», sintiéndome enseguida un personaje de película policial de tercera categoría—. Busco a la señora Amanso por encargo de un pariente y alguien conocido me ha dicho que le preguntara a usted o a su hermano.
Resuelto el enigma, el rostro se distendió. Ahora ya sabía a qué venía y no iba a tardar en echarme a patadas, porque ningún abogado en su sano juicio, y menos uno tan importante, daba información confidencial.
—¿Quién? —preguntó después de asegurar que consultarlo a él o a su hermano daba lo mismo.
Era una pregunta extraña porque ningún investigador serio revelaba la identidad de sus fuentes.
—¿Quién me hizo el encargo de buscar a su mujer o quién me dijo que viniera aquí?
—Quién le dijo que viniera aquí. Al del encargo lo conozco, me tiene al tanto.
—Agustín Mastranza —me apresuré a decir. Después de todo yo no era investigador, en lo relativo a la seriedad no hay que exagerar, y el ínclito abogado no era muy diferente a mí, hasta el momento no me había echado a patadas como era lógico y esperado.
—¿Lo conoce bien?
—No soy su amigo, si eso es lo que quiere decir.
—Agustín Mastranza es un crápula sin amigos.
Aunque el muchacho no me agradaba, y el incidente con la morena había bajado su ya casi inexistente cotización, la seguridad de la frase y la forma en que fue lanzada —con desprecio, sin ningún respeto a mi posible opinión sobre él— me molestaron, demostraban falta de tacto y cierto rencor. Quizás el tarambana, típico destructor de hogares, le hubiera jugado a Augusto alguna mala pasada personal.
—Pero estoy seguro que usted no vino aquí a charlar sobre las relaciones humanas —continuó el leguleyo sin importarle en lo más mínimo mi desagrado—. Vayamos a lo que en realidad nos interesa. No sé cuánto le habrá contado el señor Monroe.
La enorme popularidad del dúo Monroe-Amanso y el carácter público de sus andanzas me dejó sin palabras. Augusto quedó también en silencio, hasta que, cansado de esperar, prosiguió:
—La señorita Ana Amanso se ha apropiado de ciertos documentos y de una suma considerable de dinero.
—Vamos a ver… —deslicé como corto prólogo de las importantes palabras que vertería a continuación—. El señor Monroe se presenta en mi despacho con la intención de contratarme para que busque a su amiga. Tan luego a mí, que no me dedico a este tipo de trabajo específico. Ahora se agrega el robo. ¿Por qué no acude a la policía? —Una pregunta clave, de manual. Me sentí orgulloso de la variedad de mis facetas.
—No podemos ni queremos. Nuestra única intención es que la señorita Amanso devuelva lo que se llevó. Ir a la policía significaría meterse en problemas legales y escándalos que nuestro cliente no puede asumir. Un detective conocido o una agencia serían fácilmente reconocibles. Buscamos discreción total y creo que con usted podemos tenerla.
Una explicación también de manual. Se veía que los dos habíamos leído mucho, el policial clásico no nos era ajeno.
—Su tarea es sencilla. La busca, la localiza y cobra los honorarios y la comisión. Así de simple —remató como si hubiera encontrado la piedra filosofal.
Alto, me dije. No des la impresión de estar suplicando el dinero de rodillas, resistite a morder el fácil anzuelo de la comisión; tenés que mantenerte a la expectativa, impertérrito. Eso hice. Augusto, por el contrario, parecía morirse de ganas de ponerme al tanto.
—¿Un diez por ciento del dinero rescatado le parece bien? —cortó camino. Sin esperar respuesta habló despacio, calculando el efecto de sus palabras— Ella se ha llevado un millón de dólares.
En caso de haber estado bebiendo me hubiera tirado la bebida encima. De repente, en un santiamén, mis problemas económicos se solucionaban a través de un trabajo sencillo, un juego de niños. «Para, para, muchacho. Es raro que te regalen tanta guita, acá hay gato encerrado», advirtió mi conciencia con razón, pero eso no se piensa frente al caramelo envenenado, se lamenta después, cuando vienen los dolores de estómago. «Vete, no te necesito», le grité a esa voz interior surgida inopinadamente y totalmente fuera de lugar. Sin darle tiempo a reaccionar resolví el tema:
—¿Tiene idea del lugar al que se dirige esta señora?
—Le perdimos la pista la semana pasada. Suponemos que cargando esa suma de dinero no va a quedarse aquí, en este medio tan chico.
—Lo averiguaré —aseguré con una firmeza inconsciente.
Unos golpecitos en la puerta preanunciaron su pronta apertura. La hoja cedió y por la tímida hendija asomó la figura antigua —blusa blanca con volados y anteojos de carey— de la secretaria fruncida.
—Le esperan en la reunión —recordó a su jefe a través de voz y mirada de terciopelo. Para mí, que era una presencia inadecuada en un lugar tan fino, reservó la frialdad.
Augusto sintió la llamada del trabajo de la misma forma que Tarzán siente la de la selva: se puso de pie como impulsado por un resorte, hinchó el pecho y se dispuso a la acción. Faltó el alarido, una lástima.
—Manténganos al tanto —me ordenó a modo de puntapié final.
Me apresuré a batirme en retirada, no fuera a ser que mi tardanza pusiera en peligro el dinero a cobrar. Al pasar junto al escritorio de recepción recibí la leve sonrisa compasiva dedicada a los inconscientes que se retiran de un lugar sin usar la salida correspondiente, en mi caso la puerta trasera y el ascensor de servicio. La secretaria, acostumbrada a la primera división, me recalcaba las diferencias y me hacía saber que me estaba perdonando la vida.
En la calle me asaltaron las preguntas: ¿Por qué me contrataban? ¿Habrían averiguado mi precaria situación económica y querían ayudarme? ¿Sería por mi personalidad avasalladora? ¿Qué les aseguraba yo, qué podía garantizarles, cuál era mi papel?
Sentado a la mesa de un bar en una calle cercana, saboreando una cerveza fresca, calmé mi calenturienta conciencia —reaparecida dando la lata, echándome en cara la rápida decisión— prometiéndole claridad en relación a los movimientos futuros: la buscaría hasta encontrarla y punto final. El dinero iba a ser mi única meta.
Desde una cabina llamé a la agencia de viajes de un amigo. Durante la semana habían salido dos vuelos a Europa y uno a Estados Unidos. Aunque la lista de pasajeros era casi misión imposible él tenía un par de contactos. Anochecía. Sentí deseos de una piel en la yema de los dedos. Pese a nuestra aún cercana declaración de tregua, Amanda seguía siendo la primera de la lista, mi preferida. En un discreto segundo plano se situaban Silvia y Adela. ¿Jugarían ellas, igual que yo, con ases en la manga? Cabía la posibilidad. Las llamé a todas por orden de interés. Amanda no podía explicarse mis actitudes, mi falta de compromiso, quizá más adelante, cuando se calmara. Adela tenía una cena con amigas y otras excusas. Por último Silvia. ¡Bingo! A ella le agradaba la idea de una pizza y una película. Para la pizza tenía todos los ingredientes, la película podía alquilarla en el video de la esquina, algo liviano, nada intelectual, que sirviera de pretexto. Caminé despacio hasta mi casa, dejando que la suave brisa me acariciara la cara.
Como primera medida eché la levadura fresca en una taza y le agregué azúcar y agua caliente. Después la metí en un lugar oscuro y tibio a leudar. Acabada la primera parte del rito culinario puse música, me serví una bebida acompañada de trozos de longaniza y galletas y me tiré en el sofá.
La suave melodía y el sabor fuerte del fiambre me llevaron en andas hasta la casa de mi abuelo en el campo, un pequeño rancho repleto de maravillas, donde la felicidad parecía una meta alcanzable. En invierno las naranjas desbordaban las copas de los árboles. Era un gusto arrancar uno de aquellos maravillosos frutos y pelarlo despacio absorbiendo el perfume de las miles de gotitas que escapaban de los cortes del cuchillo en la cáscara. Durante la primavera las frutillas, en verano las fiestas en familia, el asado en la parrilla, la ensalada de frutas con ananá y los turrones en las fiestas. Mi abuelo se retiró para siempre de escena un martes de abril y la obra El pequeño mundo feliz cayó de la cartelera de forma irrevocable. No sé por qué lo bueno se termina acabando. Debíamos haber seguido disfrutando los que quedábamos, pero quizá fuera aquel hombre viejo el centro y el motor de ese disfrute y todo lo demás surgiera como consecuencia natural de su presencia.
Finalizada la música y el ejercicio de nostalgia, abrí una lata de tomates, piqué bastante ajo y los mezclé; agregué orégano a discreción, un toque de tomillo, sal y aceite. Saqué la levadura fresca que desbordaba la taza, la eché sobre la harina en un bowl y trabajé la pasta hasta conseguir una masa suave que dejé reposar una media hora, aprovechada en juguetear con el olvidado saxo. Formé la pizza y la metí al horno diez minutos antes del sonido del timbre. Silvia apareció sonriente, acarreando su cuerpo rotundo y un recipiente de helado. Una noche perfecta. El mundo empezaba a ser un lugar casi recomendable.