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2 Ni tecnofilia ni tecnofobia
ОглавлениеEl punto número cinco del Manifiesto transhumanista denuncia los riesgos de la tecnofobia y de la tecnofilia. Dice así: «De cara al futuro, es obligatorio tener en cuenta la posibilidad de un progreso tecnológico dramático. Sería trágico si no se materializaran los potenciales beneficios a causa de una tecnofobia injustificada y prohibiciones innecesarias. Por otra parte, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas». Son advertencias muy sensatas que invitan a adoptar una postura ecuánime y prudente sobre el progreso científico y el desarrollo tecnológico.
Ni la tecnofilia exagerada ni la tecnofobia apocalíptica son buenas para la mejora de la humanidad, que es lo que todos deseamos, transhumanistas y no transhumanistas. La tecnofilia puede convertirse en una idolatría o una fe absoluta en la ciencia y la técnica, cual si fueran la única vía de salvación para la humanidad. Paradójicamente E. Fromm considera que la fascinación por lo mecánico es una especie de necrofilia, de aprecio por la muerte. Por su parte, la tecnofobia puede convertirse en un rechazo absoluto de todo progreso científico-técnico, renunciando a mejoras legítimas, necesarias y convenientes para la humanidad. Refiriéndose concretamente a las propuestas transhumanistas, Luc Ferry cuestiona por igual el miedo apocalíptico y el optimismo exagerado. Escribe: «Hablar de la pesadilla transhumanista es tan profundamente estúpido como hablar de la salvación transhumanista».
El transhumanismo ofrece, a través de la ciencia y la tecnología, mejoras de la vida humana que otras tradiciones culturales y religiosas han ofrecido con otros medios y otros criterios. Un ejemplo singular es la oferta de una inmortalidad terrena. Esta propuesta transhumanista evoca la permanente búsqueda de la planta de la eterna juventud o de la inmortalidad. Evoca el esfuerzo de diversos sistemas filosóficos por diseñar un paraíso terreno. Evoca, por supuesto, la promesa de inmortalidad hecha por la mayoría de las religiones en forma de inmortalidad del alma, reencarnación, resurrección...
De alguna forma el transhumanismo promete solventar los fallos de la modernidad. Ciertamente esta ha dejado cuentas pendientes. Desde Descartes prometió un conocimiento basado en la certeza y la evidencia absoluta, pero a la larga ha ido creciendo el relativismo. Prometió igualdad y paz basadas en la democracia y ha cosechado profundas desigualdades y dramáticas violencias. Prometió progreso científico y técnico y ha cosechado un peligroso cambio climático, entre otros riesgos mayores. La lógica del mercado y los intereses políticos tienen mucho que ver con estos fallos. Pero, ¿se podrán solventar solo a golpe de ciencia y técnica?
Como he indicado en el capítulo anterior, hace algunos años publiqué un libro titulado Creer en el ser humano, vivir humanamente. Antropología en los evangelios. Allí se hablaba, por supuesto, de la propuesta de mejora humana que hace la antropología cristiana. Lo escribí sin referencia alguna a las propuestas posthumanistas. Me pregunto qué habrán pensado algunos posthumanistas si han tenido la paciencia de leerlo. Yo, por mi parte, tras varios meses dedicado a leer sobre el posthumanismo, podría añadir algunas reflexiones a lo que entonces escribí, pero no cambiaría demasiado lo escrito. Ciertamente, tendría que relacionar muchos de los temas allí tratados con las propuestas transhumanistas.
Hace apenas un año elaboraba un ensayo sobre la salvación desde la teología cristiana. Ha sido publicado con el escueto título La salvación (San Pablo, 2020). Al escribir estas meditaciones con motivo del transhumanismo no puedo menos de comparar aquel ensayo sobre la salvación cristiana con las propuestas del transhumanismo sobre la mejora de la humanidad. En cierto modo, ambos ensayos giran en torno a la categoría salvación, aunque sea con diferentes lenguajes. Ambos ensayos intentan apurar el tema de la mejora de la humanidad, uno desde la perspectiva religiosa, el otro desde la perspectiva científico-técnica. Se trata de dos perspectivas muy distintas sobre la salvación: la perspectiva religiosa y la perspectiva secular.
De entrada, ambos ensayos parten en una dirección similar y tienen un objetivo análogo: la mejora humana, la búsqueda de la plenitud. Ambos discurren en un principio por vías paralelas buscando la mejora de la salud física, psíquica e incluso espiritual de las personas. Ambos persiguen el ideal de la felicidad y la eliminación del dolor, del sufrimiento, de la muerte. E incluso se mantienen cerca en el intento de eliminar el sentimiento de culpa bien sea por la vía del perdón o bien por la terapia psicológica.
Los itinerarios se distancian cuando en el ensayo religioso sobre la salvación aparecen las categorías de pecado, redención, justificación. Aquí comienza la confusión de lenguas entre la religión y la ciencia, entre teólogos y científicos. Vuelve a suceder aquí lo que sucedió ya en la famosa historia de la torre de Babel. El relato bíblico subraya la confusión de lenguas como la expresión suprema del caos social. El fenómeno se repite hoy: hay una confusión de lenguajes cuando la teología y el transhumanismo hablan de mejora humana, de salvación, de inmortalidad.
El divorcio de los dos ensayos se va intensificando a medida que aparecen las cuestiones sobre lo que significa el ser humano, la mejora humana, la calidad de vida, la verdadera felicidad. Pero el divorcio es casi total cuando se trata de abordar el desafío de la muerte o de hacer propuestas sobre la vida más allá de esta vida. La diferencia entre la inmortalidad terrena preconizada por algunos representantes del transhumanismo y la resurrección confesada por las iglesias cristianas es muy grande. Esta distancia es un desafío para el diálogo entre la razón y la fe, la ciencia y la religión. Aquí el salto es verdaderamente cualitativo.
Hoy es frecuente hablar de «giro copernicano» en referencia a los cambios radicales que se están produciendo en la ciencia y la tecnología y, por consiguiente, en la sociedad. Se trata de cambios tan radicales que cuestionan tradiciones seculares y visiones del mundo otrora consagradas. Dichos cambios dan lugar de forma casi inmediata e insensible a nuevas visiones de la realidad, a nuevas cosmovisiones. Debido al progreso científico y al desarrollo de las nuevas tecnologías está teniendo lugar un verdadero «giro copernicano» en la visión de la realidad, sobre todo, en la visión de la identidad humana.
La teoría heliocéntrica de Copérnico ha dado nombre a la expresión «giro copernicano». Efectivamente, fue un punto de inflexión en la historia de la ciencia, punto de arranque para la astronomía moderna. Cambió la visión del mundo, supuso una verdadera revolución científica. Fue un giro radical de la ciencia. Desde entonces una revolución científica, un giro radical en el conocimiento y en la ciencia se suele calificar como «giro copernicano». Así se calificó a la filosofía de E. Kant, porque suponía un salto cualitativo en el pensamiento filosófico occidental, en la interpretación del conocimiento y de la realidad. En el prólogo a su Crítica de la razón pura, el mismo E. Kant compara el giro que supone su obra en filosofía al giro que supuso la teoría heliocéntrica de Copérnico en la astronomía.
Siguiendo con la misma metáfora, es razonable afirmar que las propuestas del transhumanismo deben ser consideradas como un verdadero «giro copernicano». Suponen una interpretación teórica y práctica radicalmente nueva del ser humano y de la realidad que lo rodea. Este giro no es el resultado de altas elucubraciones metafísicas; es resultado de acelerados y profundos cambios en el conocimiento científico y en el desarrollo tecnológico. De ahí la necesidad de tomar una postura adecuada frente a la ciencia y frente a la técnica. Ni tecnofilia ni tecnofobia.
Hoy se habla también con frecuencia de «un punto de inflexión» cuando las cosas toman un giro totalmente nuevo. La expresión puede referirse a una simple conversación, cuando se cambia de tema o de tono de forma violenta. Puede referirse –y esto es más serio– a la vida de una persona, cuando las circunstancias o la propia orientación de la vida experimentan un cambio radical. Puede referirse a la marcha política, social, económica de un país, de un continente o de este mundo global, cuando los cambios atacan a los fundamentos de la cultura. Entonces el punto de inflexión se convierte en un verdadero giro copernicano. Un punto de inflexión de este tipo lo preconizan quienes conocen a fondo o simplemente se asoman a los postulados y las promesas del transhumanismo. Lo que se preconiza es un posthumanismo.
Cuando tienen lugar cambios tan radicales en la vida de las personas y de la sociedad, cuando tienen lugar verdaderos giros copernicanos, aparecen toda clase de reacciones. Lo estamos comprobando a medida que se va expandiendo la información sobre el transhumanismo y el posthumanismo. Aparece en algunas personas –científicos o no– el entusiasmo desbordado y la seguridad de que, al fin, el paraíso está a las puertas y la conquista de la felicidad plena es cuestión de días. En otras personas aparece el miedo y hasta el pánico irracional pensando que el fin del mundo está próximo y que la catástrofe apocalíptica es inevitable. Y otras personas reaccionan con prudencia y procuran mantener la calma. Saben por la historia que todos los descubrimientos han tenido su lado positivo de progreso y su lado negativo de riesgos. Y saben que, de alguna forma, el hecho de que prevalezcan los beneficios del verdadero progreso o las fatales consecuencias de los riesgos que el progreso lleva consigo, depende, en definitiva, del ejercicio responsable de la libertad humana.
Eso sí, desde ahora conviene decir que el giro copernicano del que estamos hablando es tan profundo y radical que no es comparable a ninguno de los anteriores en la historia. El progreso de la ciencia y el desarrollo de la tecnología están adquiriendo tal poderío que la propia libertad humana, la propia responsabilidad, parecen incapaces de controlar tales procesos. Crece la convicción de que no tenemos ética para tanta ciencia y tanta técnica. Quizá lo más nuevo de la situación consiste precisamente en que los descubrimientos de la ciencia y el desarrollo de la tecnología están traspasando los límites de la libertad. Son de tal poderío y trascendencia que traspasan con mucho el ámbito de la libertad y de la responsabilidad de las personas. Quienes se asoman a los postulados y a las promesas del transhumanismo y del posthumanismo presienten que la ética ya no da de sí para gestionar esta situación, que no tenemos ética para tanta técnica, que no podemos prever ni controlar las consecuencias de estos descubrimientos científicos y de estas posibilidades tecnológicas. Y no por falta de voluntad, sino por falta de capacidad.
Pero, ¿qué es eso del transhumanismo o del posthumanismo para que suponga tal giro copernicano, tal punto de inflexión en la historia de la humanidad? ¿Cuáles son sus propuestas para auspiciar un cambio tan radical en la vida humana? ¿De qué progreso científico y desarrollo tecnológico se trata?
No es lo mismo decir transhumanismo que decir posthumanismo. El primero es una especie de puente hacia el segundo. El transhumanismo es ese tramo laboral y temporal que la ciencia y la técnica deben recorrer para dar paso al advenimiento del posthumanismo. El transhumanismo es lo provisional; el posthumanismo es lo definitivo, si es que cabe hablar de lo definitivo. Lo que sí será definitivo, según las promesas del transhumanismo, será la superación de eso que hasta ahora se ha llamado el humanismo, cristiano o no cristiano. El humanismo, incluso el más moderno e ilustrado, será superado por el posthumanismo.
Después del transhumanismo vendrá el posthumanismo. Como el propio nombre indica, el posthumanismo supone el paso de la humanidad hacia una etapa radicalmente nueva. Se puede hablar de la «nueva humanidad», de la «posthumanidad», pero siempre metafóricamente, puesto que la humanidad que conocemos habrá desaparecido. Será un nuevo estadio que apenas podemos imaginar, puesto que no tenemos experiencias que nos permitan imaginarlo y definirlo. En este sentido, se puede afirmar que ni siquiera es posible proyectarlo y diseñarlo. El progreso científico y el desarrollo tecnológico nos irán llevando de sorpresa en sorpresa. En buena lógica los transhumanistas más radicales consideran que incluso se dejará de hablar de la humanidad. Pues lo que aparecerá en el posthumanismo será otra cosa distinta a lo que actualmente entendemos por humanidad.
¿Podemos imaginar un cambio más radical que el que supone para una persona el hecho que su identidad (conciencia, conocimientos, experiencias, recuerdos...) sea copiada y cargada (uploading) en un mega ordenador, liberándola del sustrato biológico, algo así como mandar esa identidad a la nube? ¿Podemos imaginar siquiera cuál será la consciencia que el futuro sujeto puede tener de su identidad? ¿Es posible imaginarse qué género de humanidad o post-humanidad será esa? Es solo un ejemplo de los cambios radicales que el transhumanismo pronostica para la etapa definitiva del posthumanismo.
De entrada, el transhumanismo ve ese futuro muy positivamente, muy prometedor. De hecho, el símbolo utilizado para nombrar el fenómeno del transhumanismo es el signo más (+). El símbolo que se utiliza ya para abreviar los términos transhumanismo o posthumanismo es H+. El símbolo aparece en la portada del Manifiesto transhumanista.
Las aspiraciones del transhumanismo evocan el lema olímpico, pronunciado por el barón P. de Coubertin en las primeras olimpíadas modernas celebradas en Atenas e ideado por el fraile dominico Henri Didon: «Citius, altius, fortius» ( más rápido, más alto, más fuerte). El transhumanismo apunta a unas metas más rápidas, más altas, más fuertes. Más, más, más...; no cabe el menos, no cabe la marcha atrás. O quizá ya ni siquiera es posible el stop. Sucede con el progreso científicotécnico lo mismo que está sucediendo hoy en día con los récords deportivos o con toda clase de récords Guinness. No hay lugar para el stop, para establecer una meta, para declarar un final. E. Fromm llamó a esta carrera de las marcas y los récords la búsqueda del predominio de la cantidad sobre la calidad. El ideal de la cantidad parece haberse impuesto al ideal de la calidad. Por el contrario, Stuart Mill pedía que se perfeccionara «el Arte de la vida» y se abandonara o se dejara de estar absorbidos por «el Arte de ponerse a la delantera».
Quizá se está volviendo realidad el conocido cuento del «aprendiz de brujo». Un mago aconseja a un perezoso y atolondrado ayudante que cuide su castillo y su laboratorio. El muchacho, impulsado por la pereza y la curiosidad, pronuncia las palabras mágicas y da vida a la escoba y al balde, para que le ahorren el trabajo de barrer y fregar. La escoba y el balde comienzan a moverse. El aprendiz de brujo pierde el control de la situación. No encuentra la fórmula para parar a la escoba y al balde y se produce el gran desastre, ya el agua le llega hasta el cuello. Menos mal que el mago llegó a tiempo de parar el desastre y salvar la situación. La reprimenda fue fuerte, porque la irresponsabilidad había sido grande y el peligro, mortal. Esta fue la recomendación del mago maestro: «Antes de aprender magia y hechicería deberías aprender a ser responsable».
Ya no se trata de la confrontación entre la magia y la responsabilidad. La ciencia y la tecnología no entienden de magia y superstición. Se mueven con unos criterios muy prácticos y muy utilitarios. El verdadero problema que plantea el desarrollo científico y tecnológico actual es de otro tipo. Se trata, sobre todo, de confrontar y armonizar las posibilidades científico-técnicas y las exigencias de la ética. Se trata de armonizar posibilidad y conveniencia.
Un gran desafío para la humanidad en este momento es armonizar el progreso científico-técnico con las exigencias de la ética. Este es un problema que hoy tiene planteado la humanidad: si dispone de ética suficiente para gestionar y controlar las posibilidades científicas y técnicas, para manejar el progreso de forma que pueda garantizar una humanidad siempre mejor. Si la responsabilidad y la ética no son suficientes para mantener bajo control el progreso científico y tecnológico, el desastre puede ser muy grande, el agua nos llegará al cuello y es posible que no aparezca ningún mago maestro a tiempo para salvarnos. Porque ya no bastarán los gritos del aprendiz pidiendo auxilio. Ni bastará la voluntad de un maestro decidido a parar el progreso, a parar la escoba y el balde. Sencillamente ni los gritos de auxilio serán oídos, ni el maestro mago podrá parar el progreso.
Pero, ¿tan copernicano es este giro? Lo es ciertamente desde el punto de vista de las posibilidades de la ciencia y la técnica. ¿En tal punto de inflexión estamos? Depende, en buena medida, de la responsabilidad ética de científicos y técnicos. Pero para enfrentar tamaños desafíos no basta la responsabilidad de científicos y técnicos. Se necesita también la responsabilidad política de los líderes mundiales. Se necesita el concurso de pensadores, educadores, líderes políticos y económicos... y de toda persona que pueda ayudar a clarificar y sostener esa responsabilidad ética. Se necesita lúcido discernimiento, porque es preciso tomar decisiones de hondo calado teniendo en cuenta todos los aspectos de la vida humana.
Vistas las dimensiones de esta problemática, conviene hacer una reflexión previa sobre las actitudes a adoptar ante este «giro copernicano» que supone la propuesta del transhumanismo.
Conviene partir del supuesto de inocencia tanto en los defensores como en los críticos de dicha propuesta transhumanista. Unos y otros buscan lo mejor para la humanidad, una verdadera mejora de la humanidad. Asunto distinto es quién esté más acertado y en qué medida. En todo caso, no es poco adentrarse en la meditación sobre el transhumanismo partiendo del supuesto de inocencia o de buena voluntad.
El Manifiesto transhumanista insiste en este propósito bienintencionado de contribuir a la mejora de la humanidad. Promete luchar contra el envejecimiento y las limitaciones humanas, contra la psicología indeseable y el sufrimiento. Promete utilizar las nuevas tecnologías en provecho de la humanidad, para ampliar las capacidades mentales y físicas, para mejorar la vida de las personas. Augura potenciales beneficios para la humanidad. Advierte contra el peligro del mal uso de las nuevas tecnologías. Defiende el bienestar de toda conciencia y asume muchos principios del humanismo laico moderno. Todos estos propósitos hablan en favor de la recta intención de poner la ciencia y la técnica al servicio de la humanidad. Desde estos propósitos es normal que denuncien la «tecnofobia» de quienes se oponen sistemáticamente a todo progreso científico-técnico.
El supuesto de inocencia significa, en primer lugar, que los defensores del transhumanismo están verdaderamente interesados por la mejora de la humanidad, como repiten sin cesar al señalar el objetivo del transhumanismo. Se da por supuesto esta buena intención y buena voluntad en todos o en la casi totalidad de los investigadores y especialistas de las nuevas tecnologías. En general, solo pretenden inventar para mejorar, hacer nuevos descubrimientos para mejorar las condiciones de la vida humana. Este propósito tiene ya un gran valor ético y merece reconocimiento y gratitud.
Es cierto que algunas aplicaciones del progreso científicotécnico pueden ser discutibles de entrada. Todo desarrollo tecnológico padece cierta ambigüedad. Los mismos instrumentos que permiten identificar y eliminar nuevas enfermedades pueden ser utilizados por ejércitos o por terroristas para provocar enfermedades terroríficas. Por ejemplo, en el ámbito de la defensa, algunas investigaciones están destinadas a la destrucción del enemigo. Algunas de las tecnologías punta de la última generación se han desarrollado precisamente en el ámbito militar. El desarrollo de la nanotecnología puede permitir enviar moscas biónicas espías a cualquier rincón, cueva o campamento enemigo. O puede crear escáneres capaces de leer el pensamiento de la persona escaneada. Muchas de las aplicaciones de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas tecnologías aireadas por el transhumanismo están destinadas a la defensa. DAPRA son las siglas para designar la Agencia de Proyectos avanzados de investigación para la defensa. Se trata de un organismo militar destinado a la defensa que tiene muy en cuenta y recurre a los nuevos descubrimientos de la ciencia y las nuevas posibilidades tecnológicas.
En este caso el uso de la ciencia y de la técnica tiene como propósito la defensa y la mejora humana de algunos, con el riesgo del deterioro de las condiciones de vida de otros o incluso con el riesgo de su destrucción. Es lo que está sucediendo en las permanentes guerras, declaradas y no declaradas, que continúan justificándose con el mito de la defensa y que siguen produciendo infinidad de víctimas y enorme sufrimiento.
Pero estas aplicaciones bélicas no son necesariamente responsabilidad de los científicos o los técnicos. La gran mayoría de los investigadores no esperan que sus descubrimientos sean utilizados para estos fines. Son más bien responsabilidad de quienes hacen uso de la ciencia y la técnica para un propósito belicista. Lo que está en juego aquí en un primer plano no es, pues, la ética de los científicos y técnicos, sino la responsabilidad ética de quienes usan la ciencia y la tecnología con propósitos bélicos. El uso del progreso científico y tecnológico con estos propósitos agranda el tradicional o eterno problema de la ética de la guerra. El asunto de la guerra ha sido desafío eterno y central para la ética.
No es cierto que la tecnología sea éticamente neutral, como pretenden algunos transhumanistas. Desde su propósito inicial tiene motivaciones y objetivos que la califican éticamente. Pero no se debe demonizar y condenar la ciencia y la técnica pensando en la catástrofe de Hiroshima o en las atrocidades de la guerra. No se debe demonizar el transhumanismo y a sus representantes pensando en los usos perversos que se pueden hacer de los avances científico-técnicos. No está justificada la tecnofobia simplemente porque la técnica puede ser mal utilizada.
El ser humano es un animal tecnológico por naturaleza y por necesidad. Su trabajo está relacionado con la tecnología, desde la más elemental hasta la más avanzada. Como decía Hegel, el trabajo permite al espíritu apropiarse del mundo y permite al ser humano liberarse de muchas esclavitudes. La tecnología es inteligencia práctica o aplicada. Por eso no es justificable la existencia y la actuación de grupos «ecoextremistas o anarquistas salvajes» dedicados a realizar atentados contra científicos y centros de investigación para impedir lo que ellos llaman la «híper-civilización». Dichos grupos suelen estar inspirados por numerosos mitos que pueblan el pasado de la humanidad: el Edén o el jardín de las delicias, el paraíso perdido, la inocencia original o la naturaleza pura, el buen salvaje... Amparados en esos mitos muestran un rechazo visceral a la civilización, al progreso, a la industria, a la ciudad...
Hay ocasiones en las cuales incluso el mejor uso de la ciencia puede dar lugar a resultados imprevistos y no deseados. Un ejemplo muy concreto puede ilustrarlo. Hace algunos años un periódico de Hong Kong ofrecía la siguiente noticia: El progreso de la oſtalmología había conseguido, mediante una intervención quirúrgica, que un ciego de nacimiento llegara a un grado razonable de visión. Pero lo sensacional de la noticia era esto: después de algunas semanas, el ciego que había comenzado a ver se suicidó y dejó una nota explicativa de su decisión. La nota decía así: «He decidido terminar con mi vida, porque este mundo que estoy viendo me ha decepcionado, no es el mundo que yo siempre había imaginado y soñado».
¿Acaso se debe atribuir la responsabilidad de este suicidio a quienes llevaron el progreso de la oſtalmología hasta ese nivel de desarrollo o incluso a quienes realizaron la intervención quirúrgica? Quizá la responsabilidad por tal suicidio hay que achacarla a quienes han o hemos contribuido a crear un mundo tan decepcionante. Incluso pueden tener parte de responsabilidad quienes alimentaron en aquel ciego unas expectativas desproporcionadas de felicidad a través de la educación o deseducación. Uno de los problemas de la educación en esta sociedad del bienestar e incluso en las sociedades del malestar es que se ha olvidado aquel principio tan elemental formulado por Stuart Mill: «No se debe esperar de la vida más de lo que puede dar».
Si pretendiéramos evitar todo uso perverso de los descubrimientos científicos y de las tecnologías, el recurso más eficaz sería eliminar la ciencia y la tecnología. Supondría una vuelta a la era de las cavernas. Hace apenas unos días tuvo lugar un accidente de tráfico en el que murieron tres personas. La investigación sobre las causas del accidente arrojó los siguientes resultados: La velocidad del vehículo en el momento del accidente era de 230 km por hora, una rueda reventó y el conductor perdió totalmente el control del vehículo. ¡Normal a esa velocidad! ¿Tuvo la culpa de este accidente el inventor de la rueda? Incluso podemos preguntarnos más: ¿Tuvo la culpa de ese accidente la compañía que fabricó un vehículo capaz de conseguir esa velocidad? Son miles y quizá millones los conductores que utilizan las mismas ruedas y la misma marca de vehículo y no corren el mismo riesgo. El principal problema, pues, no está en las ruedas ni en la potencia del vehículo, sino en la sensatez y la disciplina del conductor que lo utiliza.
Es cierto que en científicos y técnicos acechan siempre dos grandes tentaciones, aunque en verdad lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida y en personas que no se consideran ni científicos ni técnicos.
En primer lugar, está la tentación de la insaciable curiosidad humana. Esta es una tentación incrustada en la misma naturaleza humana. Todos tenemos algo de aprendices de brujo. Unas personas controlan esa tendencia más y otras no la controlan tanto. Pero siempre está esa aspiración a conseguir más y más, de subir «más rápido, más alto, más fuerte». Es la natural curiosidad por lo nuevo, lo desconocido, lo misterioso. Esta debe ser una tentación enorme en los grandes científicos e investigadores, para quienes cada nuevo paso en la investigación supone una enorme puerta hacia nuevos misterios de la naturaleza. No debe ser nada fácil controlar esta curiosidad convertida en una verdadera pasión. En este sentido, es comprensible la curiosidad y la ansiedad que habitan e incitan ciertas propuestas del transhumanismo. Explican, pero no justifican algunos proyectos transhumanistas.
Además, la tentación de la curiosidad está hoy alimentada o, por lo menos, va acompañada de la competitividad. Aquí se dan la mano la política y la economía para azuzar la pasión por el progreso científico y tecnológico. A nadie se le oculta hoy que el primer y principal poder de las personas y de los pueblos es el conocimiento. Desde Bacon se viene repitiendo: «Conocer es poder». Quizá nunca se había visto tan clara la verdad de esta afirmación. Quien llega primero a la información y se apodera del conocimiento tiene todas las de ganar en política y en economía. Por eso la competencia hoy es brutal y, para algunas personas e instituciones, no conoce límites éticos. Manda en la geopolítica. Manda en la economía.
La presión ejercida hoy por la política y la economía sobre científicos y técnicos es enorme. La necesidad de ser punteros en ciencia y tecnología se antepone a las consideraciones éticas. Por consiguiente, en cierto sentido el problema ético está más de la parte de los líderes políticos y económicos que de la parte de los científicos y los técnicos. Esto no dispensa a científicos y técnicos de toda su responsabilidad.
Un ejemplo bastante claro de esa competencia lo tenemos en el ámbito de la salud. Una cosa tan sagrada como la salud de las personas se ha convertido para algunos en un inmenso mercado. La investigación biomédica es una poderosa herramienta comercial. Los intereses económicos pueden pervertir los valores más sagrados de cualquier profesión, aunque sea a costa del bienestar de los individuos y de los pueblos. En el ámbito de la farmacología y de las tecnologías sanitarias se han dado casos verdaderamente escandalosos. Están a veces de por medio gigantes tecnológicos y económicos como los llamados GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), Microsoſt , Twitter... En este momento de la pandemia a causa del coronavirus se puede constatar un enorme movimiento inspirado por intereses económicos.
En segundo lugar, está la tentación de ignorar las consecuencias de los propios descubrimientos. Llevado de la insaciable curiosidad, del ansia de atravesar la siguiente frontera, de la necesidad compulsiva de progresar un paso más, de la necesidad de adelantarse al vecino, el científico puede olvidarse de calcular las consecuencias de sus descubrimientos. Aquí se juntan dos hechos contrastantes.
Por una parte, está la enorme dificultad para conocer todas las consecuencias de un nuevo descubrimiento y todos los posibles usos que se puedan hacer del mismo. ¿Quién puede adivinar el uso futuro que se puede hacer de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas posibilidades tecnológicas? Si ya es difícil prever las consecuencias de cualquier acción humana elemental, ¿cuánto más difícil es prever las consecuencias de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos? Alguien ha dicho que, si debiéramos estar seguros de las consecuencias de nuestras acciones, el mundo entero se paralizaría. Tiene toda la razón. Pero, al menos, es cuestión de responsabilidad ética prever el mayor número de consecuencias y sobre todo las consecuencias más trascendentales para la vida propia y ajena.
No es ninguna novedad afirmar la ambigüedad del progreso. Ya lo avisaba la figura de Glauco, el pescador de Beozia, al que alude Dante en la Divina Comedia. «Una vez consumida la hierba de la inmortalidad, se transformó en una especie de monstruo con la cola de pez y fue rechazado por la hermosa ninfa Escila, de la que estaba enamorado». Pero ese doble rostro del progreso no invita necesariamente al rechazo del mismo; invita más bien a la precaución y a la responsabilidad.
En este sentido, es muy importante prestar atención a lo que se ha llamado la ética preventiva o profiláctica. Durante mucho tiempo la ética se consideraba una herramienta adecuada para analizar los hechos ya consumados y sus consecuencias. Era una buena herramienta para «el examen de conciencia» a posteriori. Pero esa ética hoy no nos es suficiente. La magnitud del progreso científico y las posibilidades del progreso tecnológico son tan elevadas que pueden poner en riesgo la supervivencia de la misma especie humana. Por eso, no hay que esperar a que sucedan los acontecimientos para analizarlos éticamente. Sería demasiado tarde. Ya no habría sujeto para hacer «el examen de conciencia». Hay que adelantarse a los acontecimientos. Hoy es necesaria una ética preventiva o profiláctica para evitar las catástrofes antes de que sucedan.
Esta ética preventiva debe tomar muy en serio las advertencias hechas por pensadores muy reconocidos. U. Beck ha definido en este sentido la sociedad actual como la «sociedad del riesgo» y ha calificado este riesgo como «riesgo global o generalizado». Ya no se trata de algunos puntos negros en la autovía. Es toda la autovía la que está minada y supone un riesgo permanente. Y H. Jonas ha invocado el «principio de responsabilidad» para enfrentar la amenaza que suponen las posibilidades de la técnica moderna. J. Habermas ha ido más allá hasta hablar de la necesidad de una «ética de la especie» para enfrentar el riesgo de una virtual lesión a la misma dignidad humana.
La ética preventiva o profiláctica obligaría a suspender la investigación cuando hay seguridad de que algún descubrimiento puede tener efectos catastróficos para la especie humana. Está claro que este criterio no sirve para aquellos transhumanistas que aspiran a dejar atrás cualquier humanismo y a implantar el posthumanismo. Aquí comienza el disenso entre los mismos científicos. Pero incluso aquellos que no están dispuestos a frenar la investigación lo hacen por convicción y con la mejor intención. No hemos de pensar que los científicos buscan y disfrutan las consecuencias perversas de sus descubrimientos. La gran mayoría de ellos solo desean que esas consecuencias nunca tengan lugar y que nadie use sus descubrimientos para dañar a esta humanidad. De nuevo hay que partir del supuesto de inocencia para no demonizar la ciencia ni la técnica, para no demonizar de entrada a los defensores del transhumanismo y del posthumanismo. La tecnofobia por sistema es una patología.
Pero tampoco se debe demonizar a los críticos del transhumanismo por el simple hecho de que cuestionen algunas de sus propuestas. También aquí hay que partir del supuesto de inocencia. También los críticos del transhumanismo desean y procuran la mejora de la humanidad. También los defensores de una ética preventiva y profiláctica están interesados en las mejoras de la humanidad. Tienen derecho a denunciar una «tecnofilia» desproporcionada, una confianza absoluta en la ciencia y en la técnica. Hasta el mismo Manifiesto transhumanista advierte sobre este peligro: «Por otra parte –afirma–, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas».
La ciencia y la técnica, como cualquier actividad humana, necesitan control y disciplina para mantenerse al servicio de objetivos y propósitos legítimos, convenientes, beneficiosos para la humanidad. Más que nunca, dado su enorme poderío, hoy la ciencia y la técnica necesitan ser controladas y orientadas por la ética. Quienes ponen las exigencias éticas por encima de las posibilidades científicas y técnicas no deben ser demonizados. Están en su derecho. Les acredita la recta intención de buscar el bien de la humanidad y prevenir contra cualquier daño a la humanidad.
Entre los mismos científicos algunos de reconocida autoridad expresan mucha precaución sobre algunos proyectos de investigación y sobre un uso demasiado alegre de sus resultados. Se trata de personas que conocen bien los niveles actuales del progreso científico y tecnológico y precisamente por eso expresan esa precaución. No comparten el exagerado entusiasmo que manifiestan algunos representantes del transhumanismo en relación con algunas propuestas transhumanistas. No desautorizan de raíz todas las propuestas transhumanistas, pero sí recelan de algunas de ellas o porque las consideran inviables e imposibles de realizar o porque prevén que acarrearán consecuencias perversas para la humanidad.
Fuera del ámbito de las ciencias experimentales hay pensadores de notable autoridad que también se mantienen críticos frente a algunas propuestas del transhumanismo. Son pensadores del área de la antropología, de la psicología, de la sociología y las ciencias afines. Y también autores dedicados al estudio de la filosofía, de la teología, de las ciencias de la religión. Es decir, se trata preferentemente de personas dedicadas con ahínco a reflexionar sobre la identidad del ser humano, sobre el sentido y el destino de la existencia humana. Es decir, se trata de personas que se mueven en ese ámbito tan extraño para muchos científicos y técnicos como es el ámbito de la sabiduría, en el que el ser humano se juega el mundo del sentido. El salto de la ciencia a la sabiduría es para muchas personas un salto mortal, pero para otras es un verdadero salto vital. Nada vale la pena si no tiene sentido.
Pensadores muy autorizados de estas áreas del saber se muestran a veces sumamente críticos con el transhumanismo. Dos nombres muy significativos de esta postura crítica frente a algunas propuestas posthumanistas son actualmente F. Fukuyama y Jürgen Habermas. Estos autores y otros muchos plantean serias cuestiones antropológicas sobre la conveniencia de llevar adelante algunas propuestas del transhumanismo. ¿Garantizarían la supervivencia de la humanidad y su mejora o supondrían, por el contrario, la extinción de la humanidad? ¿Sería el posthumanismo una mejora radical de la especie humana, un salto cualitativo en la evolución procurado por la ciencia y la técnica o supondría la desaparición de lo que actualmente entendemos por humanidad? ¿Cómo sería una inteligencia sin consciencia? ¿Qué puesto tendría la libertad en los posthumanos? ¿Se mantendría la autonomía moral del individuo o este quedaría sometido a intereses sociales, políticos y económicos ajenos? ¿Son viables y convenientes las propuestas que conducirían al posthumanismo?
J. Habermas denuncia con insistencia y fuerza el intento transhumanista de cruzar «la frontera entre la naturaleza de lo que somos y la dotación orgánica que nos damos». Con este criterio no tiene inconveniente en aceptar y defender las intervenciones terapéuticas e incluso la eugenesia negativa. Pero condena absolutamente la eugenesia positiva, porque compromete la autonomía, la libertad, la igualdad, la democracia... y pone en peligro valores irrenunciables de la dignidad humana. Defiende de forma incondicional la obligación de proteger el dato humano original y evitar la modificación del patrimonio genético.
Estos críticos del transhumanismo plantean severas cuestiones éticas en relación con las propuestas transhumanistas. Supuesto que se tratara de propuestas viables, ¿sería legítima su realización? ¿Tiene derecho la actual generación a condicionar radicalmente la vida de la siguiente generación? ¿Se deben imponer transformaciones radicales de la especie humana sin el consentimiento de las siguientes generaciones? ¿Se deben considerar mejores todas las transformaciones que son hoy posibles para la ciencia y la técnica? A estos críticos del transhumanismo les preocupa especialmente todo lo referente a la ingeniería genética.
¿Cómo calificar a estos críticos del transhumanismo? ¿Se les debe demonizar simplemente porque cuestionan algunos aspectos del desarrollo científico y tecnológico? ¿No tienen derecho a pensar críticamente desde otros presupuestos y cuestionar lo que otras personas consideran acríticamente progreso y desarrollo? ¿No son razonables muchos de sus planteamientos? El cambio climático está generando crecientes preocupaciones sobre el futuro de la humanidad y de las demás especies. Las actuales preocupaciones ecológicas son una buena prueba de que en lo que llamamos progreso y desarrollo no es oro todo lo que reluce. Estamos pagando un precio demasiado alto por lo que alegremente llamamos progreso y desarrollo.
También aquí es preciso partir del supuesto de inocencia. Tan legítimas son las posturas de quienes hacen estos cuestionamientos como lo son las de aquellas personas que las defienden. Unos y otros están ejerciendo el legítimo derecho a la libre opinión y a la libre expresión. Son posiciones razonables y legítimas siempre que no haya motivaciones perversas envueltas en falsas promesas de mejora humana. De entrada, hay que partir del supuesto de inocencia en los partidarios del transhumanismo y en los críticos del mismo.
Es cierto que algunos autores hacen cuestionamientos muy radicales a las propuestas del transhumanismo. En este sentido se hace referencia con frecuencia a la postura de F. Fukuyama. Los editores de Política exterior plantearon a varios intelectuales la siguiente pregunta: «¿Qué idea representaría la mayor amenaza para el bienestar de la humanidad?». Parece ser que su respuesta fue: el transhumanismo. Y la respuesta se ha divulgado en estos términos: «El transhumanismo es la idea más peligrosa para la humanidad». Naturalmente, la postura de este autor, como la de cualquier otro, no se debe reducir de forma simplista a una respuesta tan escueta. F. Fukuyama precisaría mucho más la respuesta, si tuvieran que explicarla. Pero ciertamente, sus palabras suponen una seria advertencia sobre los peligros que según él puede acarrear el transhumanismo. En el extremo contrario se pueden situar las palabras de R. Bailey, quien considera que el transhumanismo «personifica las más audaces y valientes, imaginativas e idealistas aspiraciones de la humanidad».
Pocos serán los autores que se nieguen en rotundo a esperar algo positivo de las propuestas del transhumanismo. Pero son muchos los que adelantan serias sospechas sobre las posibles consecuencias negativas del progreso científico y tecnológico. Estas actitudes suelen ser muy mal recibidas cuando tienen su origen en creencias religiosas o en determinadas opciones éticas. Se atribuyen a meros prejuicios ideológicos o incluso a una visión mítica de la realidad. Se acusa a dichas personas de fundamentalismo y fascismo, de ser contrarias al progreso humano, de ser enemigos de la humanidad. Suelen ser acusaciones injustas e infundadas y, con frecuencia, también contaminadas de motivaciones ideológicas. A pesar de apelar al carácter esencialmente científico de las propuestas transhumanistas, es indudable que también el transhumanismo funciona como ideología.
La mayoría de las personas que mantienen una postura crítica frente a las propuestas del transhumanismo confían en la ciencia y en la técnica; creen en el progreso; valoran positivamente la contribución que el progreso científico y las nuevas tecnologías pueden aportar a la mejora de la humanidad... Muchas de esas personas gozan de gran competencia en el ámbito de la ciencia y de la tecnología. Pueden hablar con autoridad. Pero en general están convencidas de que las nuevas tecnologías «son buenos siervos y malos señores». Es decir, serán útiles y beneficiosas mientras se mantengan bajo control, sobre todo bajo control de la ética.
De entrada, ¿quién puede desconocer o incluso renegar del aporte de la ciencia y de la técnica en la historia de la humanidad? ¿Podemos imaginar lo que significó el simple descubrimiento de la «palanca», la cantidad de esfuerzo que ahorró a los seres humanos e incluso a los animales? Que haya habido víctimas en el uso de la palanca, no quita valor a ese salto de la técnica. ¿Podemos siquiera imaginar cómo sería el trabajo humano e incluso cómo sería la sociedad antes del invento de la rueda? Todo sería distinto: el esfuerzo humano, el ritmo en el movimiento, las posibilidades del desarrollo tecnológico... Antes de que llegara la era digital, la mayoría de los inventos y la mayoría de las nuevas técnicas estaban basados o relacionados de alguna forma con la rueda. Contemplando por primera vez la maquinaria de los antiguos relojes, uno no podía menos de maravillarse ante aquel entramado de ruedas y engranajes. Considerando, aunque sea de forma muy elemental, la historia del progreso científico y del desarrollo tecnológico, ¿quién puede mantenerse obstinado en la «cienciofobia» y en la «tecnofobia»?
La mayoría de las personas que cuestionan las propuestas del transhumanismo conocen bien la historia de la ciencia y de la tecnología. Algunas hacen esos cuestionamientos desde el pensamiento filosófico, desde la teología, desde sus creencias religiosas, desde la perspectiva de la ética... Esto no quiere decir que las realicen movidos por prejuicios ideológicos o desde una visión mítica de la realidad. Su consideración de la realidad es ciertamente muy distinta de la meramente científica y técnica. Es distinta, pero no necesariamente contradictoria, sino más bien complementaria Consideran las propuestas transhumanistas desde una perspectiva eminentemente sapiencial. Insisten sobre todo en desentrañar las fuentes del sentido de cuanto existe y cuanto sucede, y sobre todo su significado y su aporte a la plena realización del ser humano.
La sabiduría es absolutamente necesaria para la «vida buena», para encontrar sentido a la vida, para gestionar sabiamente el progreso. A veces identificamos la ciencia con la sabiduría, pero no son lo mismo. El corazón forma parte de la sabiduría, cosa que no sucede con la ciencia y la técnica. Y el corazón aporta intuición, sentimiento, pasión y compasión... todo aquello que alguien ha llamado «los hábitos del corazón». Las fuentes clásicas de la sabiduría son, sobre todo, la experiencia humana, el pensamiento filosófico, las tradiciones religiosas, el derecho, las costumbres... A la ciencia y a la técnica, para humanizarse y contribuir a la mejora humana, les viene bien escuchar los consejos o las advertencias de la sabiduría.
Cuando una persona está interesada por el bien de la humanidad es conveniente prestar atención a sus opiniones. Puede estar equivocada, pero no se debe achacar su error a mala voluntad, a mala intención, a perversos propósitos. Es preciso escuchar sus argumentos, valorar sus razones. Conviene no despreciar de entrada la posible sabiduría que contienen sus puntos de vista. En la historia de la humanidad han sido importantes los especialistas de todos los campos del saber. Pero sobre todo han sido importantes los sabios, los maestros. Los científicos y técnicos ayudan a conocer mejor la realidad y a resolver mejor los problemas prácticos. Los sabios y los maestros ayudan a encontrar el verdadero sentido de la vida y a vivir la vida con sentido y sabor. Unos y otros son necesarios.
Por eso resulta hoy tan urgente el diálogo de la ciencia con la sabiduría. Es importante escuchar a los defensores de las propuestas transhumanistas y escuchar también a quienes cuestionan algunas propuestas del transhumanismo. Hoy es más importante que nunca el diálogo interdisciplinar entre los representantes de los distintos campos del saber. Defensores y críticos del transhumanismo están interesados en la mejora de la humanidad. Eso justifica sus posturas. Unos y otros tienen algo que decir para conseguir esa mejora.
Quizá este diálogo interdisciplinar nunca había sido tan necesario como lo es hoy en día. Por un motivo obvio: nunca el progreso científico había sido tan intenso y acelerado y nunca las posibilidades tecnológicas habían sido tan enormes. El progreso científico y las posibilidades tecnológicas son hoy de tal calibre que han permitido hablar del transhumanismo como camino hacia un posthumanismo. Se trata de un verdadero giro copernicano, de un punto de inflexión en la historia de la humanidad.
La humanidad tiene hoy en sus manos la posibilidad científica y técnica de acelerar su evolución hasta convertirla en una verdadera transmutación de la especie humana. Por eso, cuando las posibilidades técnicas son tan enormes, se requiere un especial concurso de la ética. La gran preocupación de muchos pensadores es formulada de la siguiente manera: ¿Tenemos ética suficiente para tanta técnica? Cuando las posibilidades del progreso tocan tan de lleno el centro de la especie humana, se requiere un especial concurso de la sabiduría. La gran preocupación de muchos pensadores es formulada hoy también de esta manera: ¿Tenemos mística suficiente para tanta política? ¿Tenemos suficiente sabiduría para gestionar tanto progreso? ¿Sabemos verdaderamente en qué consiste el progreso de la humanidad? ¿Estamos seguros de conocer en qué consiste verdaderamente la mejora humana o debemos seguir reflexionando sobre esta cuestión tan capital?
Para contestar a preguntas de esta envergadura necesitamos el concurso de científicos, técnicos, filósofos, teólogos... Es necesario y conveniente el concurso de cualquier persona que se haya hecho con algún fragmento de verdad.