Читать книгу De la venida de los españoles y principio de la ley evangélica - Fernando de Alva Ixtlilxochitl - Страница 7
HORRIBLES CRUELDADES DE LOS CONQUISTADORES DE MÉXICO Y DE LOS INDIOS QUE LOS AUXILIARON PARA SUBYUGARLO A LA CORONA DE CASTILLA
ОглавлениеLuego que se me ocurrió el deseo de dar a luz este manuscrito inédito, conocí que era indispensable presentar a mis lectores una idea clara de su autor, como también del antiguo príncipe tezcocano que es el héroe de él; de otro modo no quedaría satisfecho el que lo leyera, ni le podría dar el grado de estima que se merece.
Hame prevenido en esta parte el célebre don Francisco Xavier de Clavijero, que en la noticia que presenta de los antiguos escritores mexicanos del siglo XV, con respecto a Ixtlilxúchitl dice lo siguiente:
Fernando de Alva Ixtlilxúchitl, tezcocano, descendiente por línea recta de los reyes de Acolhuacan. Este noble indio versadísimo en las antigüedades de su nación, escribió, a petición del virrey de México, muchas obras eruditas y apreciables, a saber: I. La Historia de la Nueva España. II. La Historia de los Señores Chichimecas. III. La Historia del reino de Tezcuco. IV. Unas Memorias históricas de los toltecas y otras naciones del Anáhuac. Todas estas obras escritas en castellano se conservan en la librería de los jesuitas de México, y de ellas he sacado muchos materiales para mi Historia. El autor fue tan cauto en escribir, que para alejar la menor sospecha de ficción, hizo constar legalmente la conformidad de sus narraciones con las pinturas históricas que había heredado de sus ilustres antepasados.
En la Galería de antiguos príncipes mexicanos que publiqué en Puebla el año de 1821 en la Oficina del Gobierno Imperial, di una idea de Ixtlilxúchitl; remitiéndome a los manuscritos preciosos del Lic. don Mariano Veytia, dije que había escrito sus relaciones de propio puño el año de 1608, y aun copié un largo trozo del mismo autor en que lamenta el deplorable estado de miseria a que habían quedado entonces reducidos los descendientes de los reyes de Tezcuco, pues dice allí: “Andan arando y cavando... para tener qué comer, y para pagar cada uno de nosotros diez reales de plata, y media hanega de maíz a Su Majestad porque después de habernos contado, y hecho la nueva tasación, no solamente están atados los macehuales que paguen el susodicho tributo, sino también nosotros descendientes de la real Cepa estamos tasados contra todo el derecho, y se nos dio una carga incomportable”.
Dije asimismo que Ixtlilxúchitl en aquella época, es decir, cuando gobernaba el virrey don Diego Carrillo Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves, ejercía el empleo de intérprete del virreinato; que la gran copia de erudición la consiguió, tanto por los mapas y figuras antiguas que sabía interpretar muy bien, y estar muy instruido en las memorias y cantares de sus antepasados que había aprendido desde niño, como por las tradiciones de sus mayores; tratando además con muchos sujetos ancianos y sabios. Uno de ellos fue don Lucas Cortés Calanca, de edad de 108 años, natural del pueblo de Conzoquitlan, hijo de Estatzin, señora del mismo pueblo, que le declaró varias cosas de la antigüedad que supo de los señores de Tezcuco, y vio en los archivos reales de aquella ciudad. Otro fue don Jacobo de Mendoza Tlatecaltzin, cacique del pueblo de Tepepulco, que era de noventa años, y tenía historias y relaciones varias, vio a Tezcuco en los días de su esplendor, y conoció a los hijos del rey Netzahualpilli. Otro fue don Gabriel de Segovia Acapipiotzin, nieto del infante de este nombre, sobrino del rey de Tezcuco. Otro fue un caballero de Tlaltelolco de edad de como ochenta y cuatro años, cuyos padres fueron moradores de México; este conservaba muy antiguos y particulares lienzos y papeles que después se sacaron en castellano, y dijo a Ixtlilxúchitl muchas relaciones que halló conformes con la historia original, que dice tenía en su poder. Otro fue D. Francisco Ximénez, señor de Huexotla, como de ochenta años, que también suministró relaciones antiguas, estaba acreditado de sabio, y de remotísimas partes venían a hacerlo juez árbitro en sus diferencias los indios, y él les mostraba el origen de muchas cosas. Otro fue don Alfonzo Itzhueztatocatzin, o sea, Ayacatzin, hijo legítimo del rey Cuitlahuatzin que lo fue de México, sucesor inmediato de Moctheuzoma, y señor de Ixtapalapan, el cual tuvo fama de muy instruido y político, y estando gobernando en Tezcuco hizo concurrir allí mismo muchos historiadores para reconocer y arreglar varios documentos de aquel archivo de que estuvo encargado, sin duda de los que se salvaron de la brutal, supersticiosa y voluntaria ignorancia del señor arzobipo Zumárraga que los hizo traer a Tlaltelolco, y a guisa de penitenciados por la Inquisición les prendió fuego pues creía que eran depósitos de Nigromancia. De estas pinturas y papeles quedaron varios en poder de sus hijos, y particularmente los poseyó la célebre doña María Bartola, señora de Ixtapalapan, la cual se dedicó a escribir en los idiomas mexicano y castellano muy singulares cosas acaecidas en esta tierra en los días de los toltecas y chichimecas, cuyos escritos, principalmente el mexicano que era el más extenso, lo poseyó don Fernando Ixtlilxúchitl, quien asegura que estaba en todo conforme con la historia original; motivo por el que a dicha señora deberemos colocarla en el distinguido catálogo de las escritoras, sintiendo no llegaran a la edad presente sus trabajos literarios por la crasa ignorancia de la pasada.
A esta reunión de sabios historiadores es más que probable que asistiese nuestro padre Sahagún, y que concurriesen algunos de los que él también reunió en Tepepulco, y que le ministraron los principales documentos con que formó la preciosa historia general que actualmente tengo el honor de publicar.
A vista de esto, y de unas pruebas tan relevantes de la sabiduría y veracidad que caracterizaron a Ixtlilxúchitl, ¿quién será el que desconozca el mérito de esta relación que ahora damos a luz? ¿Quién el que no admire la fidelidad y entereza, no menos que la sencillez y candor con que refiere hechos de la mayor atrocidad e interés para la historia del pueblo mexicano, como la muerte del emperador Quauhtimotzin y otros reyes que decapitó Cortés, y por lo que llenó de escándalo a dos mundos? ¿Quién no se pasmará al ver que así haya escrito a presencia y de mandato de un gobierno empeñado en exaltar la gloria del conquistador de México, y de canonizar sus más horrendos crímenes, como lo hizo el cardenal de Lorenzana cuando publicó sus cartas a Carlos V? ¿De dónde le pudo venir tanta energía a Ixtlilxúchitl, a un indio pobre, abyecto, miserable, y de una clase especialmente oprimida y despreciada por la autoridad española? Vínole de la verdad misma, de esta virtud divinal que se hace escuchar con energía a presencia de los mismos tiranos, y a despecho de su orgullo; ella es como el rayo que hiende los robustos cedros, y todo cede a su terrible prepotencia. Nuestra sorpresa sube de punto si notamos que aunque sus relaciones no se publicaron por medio de la imprenta, tampoco se suprimieron por aquellas orgullosas autoridades que al fin reconociéndolas por verdaderas e interesantes, mandaron a los historiadores del siglo XIX que las tuvieran a la vista, como lo acredita la real orden del 21 de febrero de 1790. Por ella previno el rey que se reconociesen los manuscritos de Ixtlilxúchitl para encontrar los hechos de más de un siglo que faltan a su historia. ¿Queremos un testimonio más relevante del aprecio que se merece este escritor mexicano? El conde de Revillagigedo dispuso que fray Manuel de la Vega, franciscano de la provincia del Santo Evangelio de esta capital, reuniese todos los materiales posibles para formar una completa historia antigua y moderna de esta América, y franqueó al efecto de cuenta de la real hacienda los gastos de la empresa; de hecho, el padre Vega presentó una exquisita compilación en treinta y dos volúmenes manuscritos en folio; de estos se sacó principal y duplicado que se remitieron a Madrid por la primera Secretaría de Estado, que entonces corría a cargo del duque de la Alcudia (después príncipe de la Paz) quedando una copia de dicha obra en la Secretaría del virreinato (hoy Archivo General). Del tomo cuarto, página 273, se ha sacado esta copia, y su edición se debe a la protección del Supremo Gobierno que la ha protegido, no menos que a la buena diligencia del excelentísimo señor don José María Bocanegra, hoy secretario de Hacienda. Es muy a propósito la advertencia del padre compilador Vega, en el principio de dicho cuarto tomo, que a la letra dice:
Las relaciones de don Fernando Alva Ixtlilxúchitl merecen particular estimación; sacadas felizmente del fondo de la antigüedad, presentan agradables objetos a la diversión y a la enseñanza. Ellas granjearon a su autor las alabanzas de los mexicanos estudiosos de las antigüedades de su patria, y capaces de conocer el mérito por las bellas luces de su naturaleza y aplicación. Don Carlos de Sigüenza y Góngora, don Francisco Clavijero y don Mariano Veytia han celebrado particularmente las obras de Ixtlilxúchitl, y con razón; desenvuelven las antiguas monarquías, sus progresos, decadencias, política y vicisitudes; dan idea de las ciencias, artes, agricultura, manufactura e industria de sus nacionales; ilustrar dudas, desimpresionar los errores y fábulas que insensiblemente se habían introducido con las memorias de los sucesos patrios, y tratar estas materias con profundo conocimiento, libre de impresiones vulgares, con sencillez, y animado del amor a la verdad, debe producir un ventajoso concepto de las obras de Ixtlilxúchitl. No se pretende que sus relaciones carezcan de defectos; el ajuste y concordia de las cronologías ofrece muchos puntos disonantes de seria corrección.
Para sacar la siguiente copia de las obras históricas de Ixtlilxúchitl, hemos tenido presentes dos ejemplares de mss.; el primero pertenece al archivo de este convento grande de México de los padres franciscanos de regular observancia; el segundo es el mismo que sirvió a don Mariano Echeverría y Veytia que nos puso en las manos la poderosa solicitud del excelentísimo señor conde de Revillagigedo.
Deseosos, pues, de la mayor exactitud y buen orden de esta copia, que considerábamos perder en gran parte de la perfección del original, nos aplicamos seriamente a confrontar los dos ejemplares manuscritos para dar la preferencia al que lo mereciese por el mayor arreglo. Después de un prolijo examen preferimos el de don Mariano Veytia. Observamos que en este ejemplar no está corrompida la escritura de las antiguas voces del idioma mexicano de que abunda la obra; antes bien se mantienen sin alteración con el carácter propio de su origen, ventaja que desvanece muchas dificultades que pudieran interrumpir la inteligencia en el curso de la narración.
Fuera de esto nos animamos a la preferencia de aquel ejemplar, por saber que es el propio que sirvió muchos años para la composición de sus obras al célebre escritor Echeverría y Veytia, quien supo emplear su buen discernimiento y juiciosa crítica en la elección de los antiguos manuscritos, que son el fondo de las importantes obras que tanto honor hacen a su infatigable ingenio y constante aplicación.
La obra original del puño de Ixtlilxúchitl estaba en la librería del Colegio Máximo de los padres Jesuitas, como noticia Clavijero; el caballero Boturini sacó una copia de aquel original, y de la copia de Boturini trasladó Veytia el año de 1755 la que nos ha servido de original. Algunos borrones se encontrarán en esta obra; queremos decir que en su contexto hay algunos párrafos y expresiones duras, odiosas, y de mal sabor... Agitado el espíritu del autor de las ocurrencias de aquel tiempo, dejó correr la pluma con inconsiderada libertad.[1]
Dada ya una verdadera idea del mérito literario e histórico de don Fernando de Alva Ixtlilxúchitl, es tiempo de presentar a nuestros lectores la que deben tener de su ascendiente el rey de Tezcuco del mismo nombre, sujeto que tanto contribuyó a arruinar el Imperio mexicano, y afianzar la tiranía española en este suelo.
Cuando murió su padre Netzahualpilli, tuvo la imprudencia de no declarar quién de sus hijos legítimos debería sucederle en el trono de Aculhuacan. Habíase enlazado con la familia real de México, tomando en matrimonio a una sobrina del rey Tízoc llamada Tzotzocatzin; esta amaba con extraordinario cariño a su hermana de no común belleza llamada Xocotzin, y por tanto la llevó en su compañía a Tezcuco. Con la frecuencia del trato se aficionó a ella Netzahualpilli y se casó, por no estar prohibidas las nupcias con cuñados entre los mexicanos. De la primera reina tuvo por hijo a Cacamatzin, y de Xocotzin a Huexotzincatzin, joven a quien mandó ahorcar su mismo padre por haber quebrantado una ley reglamentaria de palacio; también tuvo a Coanacotzin, a Tecocoltzin y a Ixtlilxúchitl. Dudándose quién de estos hijos debería reinar, se reunieron los grandes del reino, y acordaron jurar a Cacamatzin, joven de 22 años. Diose por ofendido Ixtlilxúchitl de la preferencia, y oponiéndose a ella dijo “que si su padre hubiera muerto, real y verdaderamente, desde luego habría nombrado un sucesor; mas puesto que no lo había ejecutado así, era señal de que aún vivía”. Los vocales del congreso pidieron su voto a Coanacotzin, el cual se pronunció por Cacamatzin, fundándose en la mayor edad, y en los inconvenientes que traería un interregno. Persistió Ixtlilxúchitl en su oposición echándole en cara que era un hombre ligero, que fomentaba los designios de Moctheuzoma, el cual procuraba reinar por su medio, y manejarlo a su antojo; Ixtlilxúchitl cerró la sesión diciendo: “Si en esta vez debe preferirse el valor, a mí solo me corresponde el reino”.
Por tan desagradables ocurrencias Cacamatzin se ausentó de Tezcuco, y pasó a informar de ellas a Moctheuzoma, que le ofreció proteger la elección, interponiendo su autoridad para con Ixtlilxúchitl, y si era necesario, sus armas; pero aconsejó antes de todo a su protegido que sacase y pusiese en salvo todo el tesoro de su padre. Previó Ixtlilxúchitl las resultas de este viaje, y luego marchó con todos sus parciales a la sierra de Mextitlan, donde reunió un numeroso ejército con achaque de que el emperador de México pretendía usurpar el trono de Aculhuacan. Desde Tepepulco intimó al cacique de Otompan que lo reconociese por soberano; negose a hacerlo, atacolo con la fuerza de su mando, y pereció en la acción víctima de su lealtad. En estas circunstancias, y conociendo Cacamatzin que era menos malo ceder una parte de su reino, que empeñarse en una guerra civil, entró en transacción con él, permitiéndole que poseyese los dominios de la sierra que ocupaba, y que él se contentaba con la capital y estados de la llanura. Suplicole asimismo que no alterase la paz común del reino, en todo lo cual convino Ixtlilxúchitl, y este le hizo decir con reencargo particular que se guardase mucho de la astucia de Moctheuzoma; prevención oportunamente hecha como lo acreditó después la experiencia, porque por conservarse en la gracia de Hernán Cortés, hizo prender traidoramente a Cacamatzin, y este pereció a puñaladas en el día que precedió a la llamada Noche Triste en que fue destrozado el ejército español.
Según la estipulación dicha, Ixtlilxúchitl (dice Clavijero) mantuvo su ejército en movimiento siempre, y muchas veces se dejó ver con sus fuerzas en las cercanías de México, desafiando a pelear cuerpo a cuerpo a Moctheuzoma, quien habría perdido si hubiera aceptado el reto, pues este monarca se hallaba enervado en las delicias y placeres, cuando Ixtlilxúchitl estaba en una edad robusta, y con sus negociaciones secretas se había sustraído una gran parte de las provincias mexicanas. Hubo algunas escaramuzas, no obstante, entre ambos ejércitos con éxito vario y alternado, y en una de ellas en que un general mexicano salió decidido a tomar vivo a Ixtlilxúchitl para entregarlo amarrado a Moctheuzoma, cayó en las manos de aquél, y corrió peor suerte de la que preparaba a Ixtlilxúchitl, pues este hizo acopiar gran cantidad de cañas secas sobre su cuerpo,y les mandó prender fuego a vista de todo el ejército.
En este estado de agitaciones y diferencias estaban los mexicanos y aculhuas, cuando desembarcó Córtés, que se supo aprovechar de ellas y sacar un gran partido, porque después de haberse confederado con los totonacas y tlaxcaltecas, se arrimó a estos Ixtlilxúchitl ofreciendo auxilios a los españoles. Marchaban ya sobre México cuando recibieron una embajada de Cacamatzin, estando campados en un cerro llamado Cuauhtechac; sorprendiéronse al ver una numerosa división de tezcocanos, pero entendido por Cortés el objeto con que se le presentaron se tranquilizó, y aceptó sus ofrecimientos y obsequios, y marcharon todos juntos hasta Ayotzinco, donde Cacamatzin les salió a felicitar, y mutuamente se obsequiaron ambos generales. No influyó poco esta disposición de los tezcocanos para que Moctheuzoma se resolviese a admitir en su corte a los castellanos, pues temió que auxiliados estos con las fuerzas de Ixtlilxúchitl, se abriesen camino con la espada; reflexión que deberán tener presente los que tachan de debilidad y ligereza en Moctheuzoma, el haberse prestado a recibir a hombres que ya manifestaban sus intenciones dañinas.
A los cuatro o seis días de habitar en México aquellos bandoleros, no obstante de haber sido obsequiados y regalados al pensamiento, osaron arrestar a Moctheuzoma so color de haber tenido parte en la derrota y muerte que sufrió pocos días antes Juan de Escalante en Nautla. Cuando hablemos acerca de la conducta de Hernán Cortés, haremos algunas observaciones acerca de la atrocidad de este hecho, el más bárbaro en su género. Sigamos el hilo de la historia de Ixtlilxúchitl.
Este se había reconciliado con Cacamatzin cuando pasó por Tezcuco, e iba a ofrecer sus respetos a Cortés decidido a auxiliarlo; mas como a los seis días de estar los españoles en México hubiesen arrestado a Moctheuzoma, este hecho indignó justamente a los mexicanos, quienes se negaron de todo punto a ministrar víveres a tan ingratos huéspedes, y se retiraron a sus casas; sin embargo de esto, el rey Cacamatzin mandó a su hermano el infante Nezahualquetzin que tuviese gran cuidado con los españoles, ministrándoles todo cuanto necesitasen en abundancia hasta en oro, que era por lo que más ansiaban. Así lo hizo, y a no haberlo así ejecutado, habrían perecido de hambre. Cortés, que en esto de dádivas no se hacía del rogar, mandó, aprovechándose de tan buena ocasión, a ciertos españoles a Tezcuco para que recogiesen el oro que tuviese allí el rey, quien se prestó a ello creyendo que por tal medio recabaría la libertad de su tío Moctheuzoma. De hecho, en aquella ciudad entregaron de parte de Cacamatzin a los enviados de Cortés una caja o petaca grande de dos brazos de largo, uno de ancho y un estado de alto, llena de piezas y joyas de oro; recibiola Cortés con el desdén de un amo que recibe las tareas de sus esclavos, y respondió fríamente que era poco, que le llevaran más, por lo que le trajeron otra arca llena. En esta conducta detestable hay una circunstancia que la hace más odiosa. Cuando iban a embarcarse los recaudadores de la primera remesa en el punto inmediato a los palacios reales de Tezcuco (que estaban donde hoy está el Convento de San Francisco), llegó un criado de la casa acezando de fatiga a hablar con el príncipe Netzahualquetzin, conductor de los españoles, y a suplicarle que marchasen presto, porque mientras más pronto llegasen a México, también más pronto sería puesto en libertad Moctheuzoma, agradado Cortés de aquel obsequio. Un español que creyó (no entendiendo lo que hablaba aquel indio) que se trataba de matarlos, descargó un nublado de palos sobre el príncipe, lo puso preso, y atado lo entregó a Cortés en México, quien le mandó ahorcar públicamente. Moctheuzoma y otros muchos señores interpusieron sus súplicas a favor de aquel inocente príncipe, y consiguieron que se le perdonase la vida; pero Cortés mandó traer más cantidad de oro. Esta serie de procedimientos tan inciviles como inmorales despecharon sin duda a Cacamatzin, y lo hicieron pensar seriamente no sólo en la libertad de su tío, sino en la de su patria, a quien oprimían cada día más y más aquellos aventureros, no perdiendo ocasión de saquear sus tesoros y reducir a todos los mexicanos a la más oprobiosa servidumbre. Las donaciones que Moctheuzoma había hecho a Cortés eran de lo más precioso que tenía en su corte; algo más, una hija hermosa le iba a dar, y aun llegó a ofrecérsela a la sazón misma que le intimó arresto y lo ejecutó en su mismo palacio, sin que un exceso de bondad de esta naturaleza hubiera bastado para desarmar la saña de Cortés, quien ya no tenía la excusa o pretexto que ponía para obrar de aquella manera, que era tener positivas seguridades de que Moc theuzoma no obraría contra él. ¿Porque qué rehenes más preciosas ni de mayor estima podría apetecer que una de las hijas de tan gran monarca, y que guardaba y respetaba religiosamente los fueros de las naciones y de la guerra? Sabida por Cortés la resolución de Cacamatzin, trató de aprehenderlo en su misma corte, pero Moctheuzoma lo disuadió de ello, y se constituyó agresor de la mayor felonía que pudiera cometer un monarca. Valiose de la misma guardia del rey de Tezcuco entre la que había varios señores mexicanos, y por la seducción de estos una noche fue aprehendido en su palacio traidoramente, y sin ser sentido se le embarcó y trasladó a México. Moctheuzoma lo entregó luego a Cortés, quien lo tuvo en cadenas en su cuartel; en este estado mandó que se le trajesen algunas señoras principales de Tezcuco, hijas de varios grandes señores, recogió otras de Tacuba y México, y obligó a Cacamatzin a que mandase traer cuatro hermanas suyas que se las entregó. Estas jóvenes le servían de rehenes, y también de pasto a la brutal sensualidad de sus españoles. Aquellos ilustres príncipes y las señoras, casi todos murieron poco después que Cacamatzin en la Noche Triste; mas las circunstancias de la muerte de este bien merecen referirse para oprobio y execración de sus autores. Don Fernando de Alvarado Tezozomoc (texto de la historia de los aztecas, y por cuya causa mereció que tradujese del mexicano al castellano sus escritos D. Carlos Sigüenza y Góngora) dice:
Que después de la muerte de Moctheuzoma, los mexicanos hicieron jurar luego al rey Cacamatzin su sobrino aunque estaba preso con intento de libertarlo por su persona, en quien concurrían todas las partes y requisitos para su defensa, honra y reputación; mas no pudieron conseguir su intento, porque queriendo los españoles salir huyendo de México aquella noche, antes le dieron cuarenta y siete puñaladas; porque como era belicoso se quiso defender de ellos, e hizo tantas bravezas que con estar preso les dio en qué entender, y fue necesario todo lo referido para quitarle la vida, y luego por su muerte eligieron y juraron por rey a Cuitlahuatzin (veáse Chimalpain, tomo I, página 291).
Tal suerte cupo a este desgraciado monarca, cuyo trono ya había ocupado desde que yacía entre cadenas su hermano Coanacotzin; mas como este al acercarse Cortés a poner sitio a México advirtiese que venía con ánimo de vengar la muerte de algunos españoles que fueron asaltados por un destacamento de tezcocanos cuando en compañía de trescientos tlaxcaltecas conducían algún oro para Veracruz, y temiese correr la suerte de su hermano Cacamatzin, con tanto mayor motivo cuanto que Cortés no había manifestado inclinación a la paz cuidando solo de tomarse la barrilla de oro que con toda ceremonia de guerra le había mandado en demostración de que estaba pronto a recibirlo en su amistad, se escapó de Tezcuco para México y se unió a Cuauhtimotzin para defender la causa común. Estando vacante por su ausencia el trono de Tezcuco, supo Cortés que le venía de derecho a Tecocoltzin, hermano de Cacamatzin, al que se había llevado a Tlaxcala con otros varios príncipes, de donde lo hizo conducir para Tezcuco por medio de Gonzalo de Sandoval; bautizose tomando el nombre de Fernando, pero luego le vino una enfermedad de que murió a los cinco meses, y entonces le sucedió Ixtlilxúchitl, el que acompañó a Cortés en lo restante de la campaña, proporcionándole cuantos auxilios y recursos necesitó, no solo en los ochenta días del asedio de México, sino también en otros reencuentros peligrosísimos en que expuso su vida por el general español, libertándolo de caer en manos de los mexicanos en las acciones de Xochimilco, Ixtapalapan y Calzada de Tlacopan (o Tacuba). Así consta en la real cédula firmada en Madrid en 1551, refrendada por Juan Rodríguez de Fonseca, presidente del Consejo de Indias, fundada sobre la exposición del mismo Cortés a la corte de Carlos V. Mas por semejantes servicios no dejó de tener la mala correspondencia que siempre dio Cortés a los que le sirvieron mejor. Ya veremos en el cuerpo de la memoria que publicamos que hizo ahorcar a su hermano Coanacotzin juntamente con Cuauhtimotzin, y que habría muerto a no llegar Ixtlilxúchitl cuando estaba pataleando colgado en un árbol, y cortó intrépidamente el cordel de que pendía, único modo con que pudo libertarlo. Resulta de lo expuesto que si Ixtlilxúchitl fue uno de los más valientes generales aculhuas, también fue ambicioso, por cuya causa se dividió la integridad de la monarquía, se puso en armas aquel opulento reino, se enflaqueció y enervó la fuerza que unida habría impedido la entrada de los españoles en México; y para completar la ruina que él mismo había comenzado, despobló y aniquiló el reino de Aculhuacan, mandando numerosas divisiones que sojuzgasen de todo punto este país a la dominación española. ¿Quién pues no verá en Ixtlilxúchitl a uno de los mayores enemigos de su patria? ¿Quién será el que de los muchos que hoy la agitan y destruyen, no tome ejemplo de este hombre fatal para no seguir sus pisadas, ni causarnos igual ruina? Por vosotros, ¡oh amados compatriotas!, por vosotros (digo) he trazado este bosquejo, del que os suplico no aparteis la vista ni por un momento; las lecciones de lo pasado son la escuela de lo presente; ¡ay del que no se aprovecha de ellas! No falta quien pretenda canonizar la conducta de Ixtlilxúchitl diciendo que perdonó la vida de Cortés cuando pudo destruirlo, temeroso de que desapareciese el evangelio que ya había comenzado a anunciarse en estas regiones. ¿Mas acaso Cortés era el único medio por donde la providencia pudiera dispensar a los indios tan inefable ventura? ¿Son acaso los cañones y lanzas los medios de que se valió Jesucristo para extender su ley por todo el inundo? ¿No detestó la violencia? ¿No la proscribió para que por su medio jamás se anunciase su doctrina? ¿No previno a sus apóstoles que a la persecución de los tiranos opusiesen la caridad, la paciencia y el sufrimiento? ¿No les advirtió que cuando se resistiesen a oír sus insinuaciones, y fuesen perseguidos, sacudiesen sus sandalias y se marchasen a otra parte? He aquí por tales principios desaprobada esa conducta bárbara, y por los que en todos tiempos los conquistadores de México pasarán por unos malvados invasores, que con achaque de darnos el cielo, nos quitaron la tierra, y causaron toda clase de males. Vale.
CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE
Nota importante. En la página 386, tomo 4o., del manuscrito del archivo general de adonde se sacó esta historia formada en diez libros, consta: que los aprobantes de ella y que dan testimonio de verdad ante Diego Ortiz, escribano, en 18 de noviembre de 1608, y que aseguran ser verdadera y conforme con la que se halla pintada en las antiguas, son don Martín de Suero, gobernador del pueblo de San Salvador Quatlacinco en la provincia de Otumba, y los demás oficiales de la República, a saber: don Francisco Pimentel, don Silvestre de Soto, don Gaspar Guzmán, José de Santa María, Baltazar Ximénez, Francisco de San Pablo, alcalde, Baltazar de San Francisco, Francisco Xuáres, alcalde, don Luis de Soto.
1 Esta salva era indispensable hacer a presencia de un gobierno que en esta materia no sabía disimular ningún defecto; sin ella no se habría copiado esta Relación Décima Tercia. Dígalo Clavijero que no se permitió publicar en español (N.de CMB)