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I JUSTIFICACIÓN

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En setiembre de 1979 me encontraba en Cajamarca para participar en un Taller sobre razonamiento jurídico, destinado a jueces y magistrados de las Cortes Superiores del Norte del Perú: El incumplimiento de la compañía de aviación que debía llevarme de regreso a Lima me proporcionó un día libre en esa Ciudad, que aproveché para visitar el Archivo Departamental.

Es así como, fatigando protocolos notariales y expedientes judiciales de la época del Virreinato, caí sobre la historia de Dionisia y Ciriaco. De inmediato comprendí—confusamente— que estaba ante un hallazgo muy rico que podía ser objeto de un análisis cuidadoso con bastante utilidad. En realidad, no se trataba de un caso único, ni mucho menos; y quizá el hecho de que de alguna manera sea un caso «ordinario» hace precisamente más interesante su estudio. En muchos Archivos Departamentales y en el Archivo General de la Nación existen numerosos juicios relativos a la esclavitud; éstos proliferan sobre todo en los dos primeros decenios del s. XIX en que muchos esclavos tomaron conciencia de la posibilidad de utilizar la vía judicial para cuando menos erosionar las condiciones de la esclavitud mediante el procedimiento de solicitar que fueran vendidos a otros amos alegando que el presente los trataba con particular dureza. Por consiguiente, el juicio iniciado por Ciriaco se inscribe dentro de una actitud general que podríamos denominar de «despertar jurídico» de la población esclava.

Sin embargo, la lucha judicial de Dionisia y Ciriaco es también de alguna manera «extraordinaria»: no he encontrado otros casos en que sea un hombre libre quien demande en favor de la esclava y que el título que alegue para ello sea el hecho de que es su mujer. Esto otorga visos extraordinarios a una situación relativamente ordinaria; y, en esta forma, las condiciones «ordinarias» son puestas más a lo vivo, son llevadas hasta una situación-límite, son iluminadas por este carácter tan especial del caso particular hasta alcanzar tonos del más alto dramatismo que ayudan a percibir mejor los contornos de este tipo de acciones.

Por esa época acababa de terminar de leer la Arqueología del Saber1, de Michel Foucault, y me encontraba leyendo su Historia de la Sexualidad2. No puedo negar que ambos libros me hicieron una profunda impresión. El pensamiento de Foucault me pareció inasible en muchos aspectos, impenetrable en otros y muchas veces me encontré incapaz de continuar la pista en medio de ese bosque conceptual profusamente poblado de criaturas intelectuales maravillosas y extrañas, profundamente diferenciadas y al mismo tiempo profundamente indiferenciadas, que reclaman la atención del caminante intelectual desde todos los ángulos con llamativos y confusos gritos.

Sin embargo, a pesar de mi incapacidad de aprovechar más plenamente esa exuberancia conceptual y de mi consiguiente inhabilidad para tomar partido por o contra Foucault porque nunca he estado seguro de haberlo verdaderamente entendido, esos libros aguzaron mi sensibilidad respecto de ciertos problemas, me proporcionaron elementos intelectuales de análisis que pude aprovechar no con la seguridad que otorga la comprehensión global del científico, sino con el espíritu de oportunidad del bricoleur que recoge partes desarticuladas de anteriores construcciones cuyo sentido total primigenio se le escapa pero que, combinando tales partes en nuevas formas, logra aprovechar su valor residual.

Más tarde, me enteré de que Foucault y sus colegas del Colegio de Francia habían también encontrado interesante presentar un expediente judicial —Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère3, un caso de parricidio en el s. XIX— lo que confirmó mi sospecha de que los discursos de los diferentes interlocutores que conforman un proceso podían constituir un apasionante objeto de estudio. Sin embargo, parecía también necesario enfrentar Foucault contra Foucault para producir un resultado fructífero. Aparentemente, toda la riqueza del análisis de Foucault sobre el poder se detiene misteriosamente ante las murallas infranqueables de una concepción tradicional del Derecho; el efecto corrosivo de la perspectiva que Foucault propone no logra disolver las estructuras rígidas de una idea de Derecho anquilosada y mecánica. Mientras que las formas no jurídicas del poder presentan en el pensamiento de Foucault una caleidoscópica capacidad de maniobra replanteando continuamente sus términos en enfrentamientos infinitesimales que se organizan de abajo hacia arriba, parecería que el Derecho es considerado únicamente bajo la forma de la Gran Represión impuesta desde la cumbre política del poder: el fenómeno jurídico constituiría así una forma binaria de poder administrada desde arriba, que reduce las situaciones al juego de lo lícito y lo ilícito, de la transgresión y el castigo4. Aparentemente, Foucault consideraría que, a partir de la adopción del método indagativo, el proceso judicial abandonó su forma arcaica de desafío de poderes para convertirse en una administración basada en la imposición de una verdad previamente definida y establecida por la norma5. En este trabajo me propongo sacudir esa concepción tradicional del Derecho con la ayuda del análisis del poder sugerido por el propio Foucault para intentar mostrar que el Derecho —no solamente bajo sus formas arcaicas— es siempre una guerra reglamentada.

Tengo la esperanza de abrir cuando menos una delgada resquebrajadura en la teoría tradicional, desde la cual podamos palanquear en el futuro para terminar destruyéndola y construyendo un nuevo concepto teórico del Derecho más flexible, más semejante a las concepciones de las otras formas del poder, que nos permita comprender mejor los diferentes usos sociales que le han sido asignados al razonamiento jurídico.

He adoptado la misma presentación que la utilizada por Foucault en Moi, Pierre Rivière…: ofrecer, en primer lugar, el texto íntegro del expediente y luego, en una segunda parte, exponer los comentarios. En esta forma, ante todo el lector puede encontrar, en toda su frescura, la expresión directa de los actores de esta singular historia, sin las distorsiones intelectualizantes que aparecen cuando un trozo de vida es congelado y colocado bajo el microscopio por la perspectiva académica.

El análisis es frecuentemente una autopsia; lo que lleva a cometer un asesinato del pedazo de vida social que interesa estudiar a fin de contar con un cadáver en la mesa de disecciones. En cambio, el propósito primero de este trabajo es volver a dar vida a Dionisia y a Ciriaco, volver a hacer hablar al marido que —unas veces emocionado y otras indignado— solicita la libertad de su mujer, al amo que defiende su propiedad, al juez, a los peritos; en una palabra, escuchar atentamente lo que tienen que decirnos estos revenants del s. XVIII, sin pretender sustituir su voz, ni intentar utilizar sus angustias y sus esperanzas, sus afanes y sus mezquindades, para propósitos que son nuestros y no de ellos.

El comentario mismo —que conforma la segunda parte del trabajo— persigue primordialmente rescatar aquello que no quedó registrado en el expediente, poner de relieve lo implícito, mostrar el gesto que se oculta entre las líneas del recurso, descubrir el rostro del que habla, recuperar su tono de voz, a fin de tener una impresión más completa de la situación: el análisis está orientado a llenar los vacíos de realidad que son inevitables en todo documento. Y sólo por añadidura es que pretendo llegar a conclusiones más generales sobre el Derecho y las posibilidades del razonamiento jurídico.

Por ello, el texto ha sido transcrito con la más absoluta fidelidad, conservando estrictamente sus elementos originales, sin abreviarlo ni aclararlo. La redacción de algunas partes puede parecer incoherente o defectuosa; esos pasajes criticables —al igual que aquellos otros en los que pudiéramos aplaudir la ingeniosidad del argumento o emocionarnos ante el candor del sentimiento— son de entera responsabilidad de sus autores del s. XVIII. Todo lo que hemos hecho ha sido unificar la ortografía bajo pautas modernas y arreglar la puntuación en los casos más flagrantes; lo que, si bien le hace perder al texto algo de su pintoresquismo, facilita el acercamiento del lector contemporáneo al discurso de la época6.

Quisiera agradecer muy particularmente al señor Evelio Gaitán, Director del Archivo Departamental de Cajamarca, quien me prestó la más amplia colaboración para tener acceso al Archivo y para la obtención de las copias una vez descubierto el expediente, a pesar de tratarse de un día feriado. El señor Gaitán me ha ayudado también en la puesta a punto de la traducción paleográfica e incluso realizó una pesquisa en los protocolos notariales de Cajamarca de los años 1781 a 1783 para determinar los precios de las esclavas durante ese período en dicha plaza. Quiero agradecer también a Efraín Trelles quien tuvo la amabilidad de leer en conjunto la integridad del expediente para verificar la exactitud de mi traducción paleográfica y me sugirió algunas palabras que mi ignorancia habíame obligado a dejar en blanco. A Franklin Pease le agradezco el entusiasmo que me manifestó y que me supo comunicar cuando le conté la historia que encerraba el expediente y mi proyecto de trabajo, así como la facilitación de fuentes para el estudio de la esclavitud colonial.

Escribir es de alguna manera eternizar algo, fotografiar un momento vivido para que pueda ser revisto por la posterioridad, registrar lo efímero y hacerlo repetible gracias a la lectura.

La lucha judicial de Dionisia y Ciriaco por la libertad merece ser eternizada. Ya ellos la escribieron en el expediente judicial, quizá sin tener conciencia de que en esta forma su historia podría ser conocida y reconsiderada en el s. XX. Este escribir de Ciriaco (la palabra de Dionisia sólo se presiente entre renglones) no fue ocioso: no se trataba, entonces, de escribir por escribir, sino de un escribir con un propósito definido, un escribir por luchar, un escribir por vivir.

Cuando escribo ahora sobre la lucha de Ciriaco por la libertad de Dionisia me siento ingratamente próximo al entomólogo que describe la forma de hacer el amor de dos insectos exóticos. Sólo cabría una excusa si este escribir curioso contribuye a revivir ese otro escribir aguerrido, perpetúa su lucha, le otorga una nueva resonancia al mismo grito original. La eternidad de lo escrito sólo se realiza por una suerte de palingenesia, sólo se cumple si existen quienes, como en una carrera de postas, día a día lo toman de las manos de unos y lo impulsan hasta entregarlo en las manos de otros; es, en esos términos, que este trabajo no quiere sino colocar un tramo más en esta carrera hacia la eternidad que Ciriaco inició en una lejana ciudad de las sierras del Virreynato del Perú el día 20 de diciembre de 1782.


Ciriaco de Urtecho, litigante por amor

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