Читать книгу Las Novias - Fernando Enrique Gilabert Bustos - Страница 5
Las novias —Si es verdad, iñor, si le igo la pura y santa verdad. Déjeme tomarme otro trago, será mejor si quiere que le siga contando. Sí, mi taitita me ijo que no juera pa allá en la noche, sobre todo nunca que anduviera solo, pero me dejé llevar por la curiosidad.
Оглавление—¿Y qué viste? Cuéntanos de una vez, cabro, ¡por Dios! —exclamó don Eudocio.
Hacía cerca de veinticinco minutos que el nervioso joven había entrado a la pulpería transpirado, jadeante y blanco como el papel.
—¡Sí, poh, Manolo! Habla de una vez, me tenís nervioso. O le voy a decir a mi taita que le desobedeciste.
—¡No, Pancho, no le digái ná! Las vi con mis propios ojos, las vi en el borde del río, a las tres juntitas… en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—¿A quién viste, Manolito? —preguntó con impaciencia don Eudocio.
El joven se persignó luego de tomar un nuevo trago y de secarse la transpiración que comenzaba a mojarle la frente. Respondió con una voz aún más nerviosa e insegura:
—¡A las novias del río, don Eudocio, a las novias del río!
—¿A las novias del río? ¡Pero si eso es solo un cuento, cabro! Leyendas del campo y nada más.
—¡No, don Eudocio, en eso usted está equivocado!
Los presentes giraron la cabeza. La voz ronca del dueño de la pulpería, venida desde la barra, hizo que quienes escuchaban en silencio y con mucha atención a Manolo, miraran al hombre. Don Pepe se aproximó con una botella de aguardiente a la mesa.
—No, don Eudocio —acercó una silla—, usted es un afuerino y no conoce las cosas que han sucedido aquí a través de los años. Yo le creo al Manolito; si él dice que vio lo que está contando, es verdad.
—¿Qué me quiere decir, don Pepe? —Don Eudocio se rascó la cabeza—. Vivo cerca de doce años en el pueblo, me vine a trabajar desde Santiago al fundo del padre de estos cabros. Siempre he sabido que aquí en el campo existen muchas leyendas y otros cuentos, pero nunca he visto ná ni ná. Muchas veces he regresado tardazo al fundo, le diré.
—Mire, don Eudocio, si usté o yo no lo hemos visto, eso no significa que no haya nada allá afuera. He visto esa cara asustá que tiene el Manolito más de una vez por estos lares, muchas veces llegan por la noche afuerinos a mi boliche a matar la sed. En silencio, he escuchado sus cuentos, muchos me preguntan por esas mujeres que vieron bañándose en las heladas aguas del Ñuble al acercarse para darle de beber a sus caballos.
—Y mientras, ¿su mercé qué les dice? —preguntó Manolito más blanco que el papel.
Don Pepe se quedó en silencio por unos instantes, mientras le miraban con los ojos y la boca abiertos.
—¿Y qué les voy a decir? Ni yo mismo sé muy bien qué son las apariciones. Los abuelos cuentan que eran tres mujeres relindas que murieron de amor por culpa de tres malvados que las enamoraron y nunca volvieron por ellas. Nada más sé yo.
—¿Y eran parientes ellas? —preguntó don Eudocio.
—No —respondió de forma ceremoniosa don Pepe—, llegaron de forma separá pa este lugar, de vacaciones según dicen, pa un verano. Doña Juana, la cocinera, es media bruja y dice que cada una venía escapando de la pena de amor que la atormentaba. Por lo que cuentan, las pobres se ahogaron intentando atravesar el río en una balsa para ir a su alojamiento. Claro que eso fue muchos años atrás, estos cabros de moledera ni siquiera habían nacido.
—¿Y por qué aparecen? ¿Qué quieren?
—La verdad, naiden ha sido tan valiente para preguntarles. Solo aparecen en las noches de luna llena como la anterior; en algunos casos, los viernes al atardecer como hoy.
—Lo que es yo —dijo Pancho, el más ladino de los hermanos Cerda—, nunca más paso por ahí, aunque los caballos se recuezan de sed.
—¡Ni yo, hermano! —exclamó Manolo—. Ni yo, si casi me hice en los pantalones.
—Ya, cabro —rio don Eudocio—. No es para tanto, un pedazo no te sacarán las chiquillas, por muy animitas que sean, ¿verdad, don Pepe?
—Verdad, iñor. ¡Salud!, esta la invito yo.
Un rato después, los hermanos Cerda (Pancho, el menor, un muchacho gordo y rozagante, y Manolito, el mayor, flaco como el alambre) salieron de la posada acompañados de don Eudocio rumbo al fundo de don Patricio, su padre. Eran cerca de las diez de la noche y la jornada había sido dura para los tres. El fundo El Verita demandaba mucho trabajo, poseía varias hectáreas que debían cubrir a diario arriando el ganado, arreglando las cercas y verificando que todo marchara bien aquí y allá.
Don Eudocio, el administrador y amigo de la infancia del padre de los hermanos, cabalgaba en silencio detrás de los dos muchachos, mientras ellos parloteaban y reían para hacer más corto el viaje. En la cabeza de don Eudocio una idea daba vueltas: “¿Será verdad lo que contó don Pepe? ¿El Manolito tuvo una alucinación?”. De pronto, se detuvo.
—¿Saben, cabros? Tengo un amigo en Santiago que es entendido en estas cosas de los fantasmas y las apariciones, me gustaría llamarlo para que venga… Como entendido en esto, a lo mejor nos puede explicar qué viste, Manolito.
—¿Y usté cree que venga pa acá su amigo, don Eudocio? —Pancho detuvo el caballo.
—Bueno, él pertenece a un grupo que estudia esas cuestiones, no me cuesta nada mandarle un telegrama la próxima vez que vaya al pueblo.
—Sí, don Eudocio —respondió Manolo—, no estaré tranquilo hasta que venga su amigo. Por si acaso, no pasaré más por ese lugar alejado de la mano de Dios.
Durante dos semanas en el fundo apenas se tocó el tema. Los muchachos tenían prohibido de manera expresa acercarse después de la puesta de sol a las orillas del río Ñuble, en especial los viernes. Manolo le había pedido a su hermano y a don Eudocio no mencionar el tema delante de su padre; en realidad, nadie sabía a ciencia cierta por qué, o bien todos lo sabían de alguna manera y ninguno lo comentaba a viva voz.
La aparición de las novias durante las noches de luna llena había sido un secreto a voces en la región. Durante años, la mayoría de los hombres del pueblo habían sido testigos de la extraña aparición. Por generaciones, fuera verdad o mentira, verdad o parte de los acostumbrados cuentos tradicionales del campo chileno, algo había sucedido en aquel lugar.
En eso pensaba don Eudocio mientras se dirigía al pueblo, enviado a comprar algunos metros de alambre de púas para reparar una cerca rota. Una vez llegado, y luego de refrescar la garganta en la taberna de don Pepe, se dirigió a la oficina del telégrafo y envió un mensaje a su amigo en la capital.
El telegrama fue escueto:
Estimado amigo, creo que aquí hay un caso de esos que a ti y a tus compañeros les gustaría investigar. Espero respuesta urgente.
—Alejandro —dijo después de pagar el mensaje—, al final del día volveré por si hay una respuesta.
—No se preocupe, estaré atento.
Después de hacer las compras encargadas por su patrón, don Eudocio se dirigió a la oficina del telégrafo, donde lo esperaba el dependiente.
—Don Eudocio, qué bueno que llegó, me estaba aprontando para ir a buscarlo por ahí antes de irme a mi casa. Le han llegado tres mensajes de la capital en repuesta al suyo y parece que es urgente, vea.
Don Eudocio tomó los papeles que le entregaba Alejandro y leyó con atención:
Amigo Eudocio, me interesa sobremanera lo que dices, pero en estos momentos estoy metido de cabeza en una investigación; sin embargo, un muy buen amigo mío va saliendo hacia allá, le di instrucciones de que se hospedara en el pueblo y preguntara por ti. Creo que llegará a más tardar en dos días. Saludos, amigo mío.
—Dos días —musitó don Eudocio, mientras doblaba con cuidado el papel y pagaba al telegrafista.
“Bien, dejaré instrucciones en la posada para que me avisen apenas llegue”. Después de hablar con don Pepe y de refrescar la garganta, don Eudocio regresó al fundo. Estaba ansioso por contarles la buena nueva a los muchachos. “Al fin alguien entendido en esos cuentos —como él los llamaba— aclarará lo que sucede en el pueblo”.
El martes temprano, tras obtener el permiso de don Patricio, los tres enfilaron hacia el pueblo, pues a lo largo del día llegaría el enviado de su amigo. Don Eudocio estaba más nervioso que los muchachos, aunque lo disimulaba.
Al pasar por el telégrafo, el encargado salió presuroso de la oficina.
—¡Don Eudocio, don Eudocio! Tengo un telegrama para usted, llegó ayer en la mañana.
Manolito detuvo la carreta y don Eudocio se bajó presuroso, mientras Alejandro llegaba jadeando y agitando un papel. En el trayecto, se dio un fuerte cabezazo en el lomo de uno de los caballos; un segundo después, se acomodaba las gafas.
—¡Vamos, muchacho! —exclamó don Eudocio—. ¿Qué dice el telegrama?
El joven terminó de acomodarse y leyó con voz pausada:
Don Eudocio, por favor espéreme cerca de la una de la tarde, llegaré a la posada a almorzar. Allí estaré a su entera disposición después de comerme un plato gigantesco de interiores de chancho, mi gran debilidad, acompañado con uno de esos mostos que hacen famosa a la región. Atentamente, AC.
—¡Vaya! Si ese señor no descubre algo, lo cierto es que me va a dejar en la ruina... ¿Qué hora es, Pancho?
—Van a ser las doce.
—Bien, el caballero enviado por mi amigo llegará como a la una, vamos a esperarlo a la posada.
Poco tiempo después, los tres estaban sentados a una mesa saboreando un buen trago para matar el calor. Don Eudocio miró la hora, el reloj marcaba un poco más de la una de la tarde, el enviado de Santiago estaba por arribar si el tren había respetado su itinerario.
La posada estaba llena, la noticia se había esparcido por los rincones y los presentes miraban en silencio hacia la mesa de los recién llegados.
“Vaya —pensó don Eudocio—, en un pueblo chico, un secreto cabe en un dedal. Seguro ese Alejandro boca de tarro no pudo mantenerse callado. En cuanto lo pesque le voy a dar una lección que no olvidará el resto de su vida”. Con nerviosismo, volvió a mirar su reloj.
—¿Usted cree que su amigo va a venir? —Pancho engullía un par de prietas con ají embutidas en un pedazo de pan amasado.
—Sí, poh, don Eudocio —dijo Manolito—, me estoy poniendo nervioso con tanto mirón. Seguro que todos están en la misma que nosotros, pero mire, ninguno se atreve a decir algo.
Don Eudocio guardó silencio y bebió su cerveza.
Luego de varios minutos que parecieron eternos, la puerta se abrió y una voz proveniente de la calle hizo que levantaran la vista y miraran hacia la entrada con sobresalto. Un afuerino, envuelto de pies a cabeza en una capa negra, tan negra como el gran sombrero que le cubría el rostro, apareció en el marco de la puerta vociferando:
—¡¡De pie!!
Los presentes se quedaron en silencio con la boca abierta y sin pronunciar palabra, ni siquiera don Pepe o don Eudocio. El extraño entró a la posada y se sacó el sombrero con una sonrisa.
—¡Ahh, ya pachó, ya pachó! ¿Quién de ustedes es don Eudocio?
“…¿Qué? No, no lo puedo creer… No, no puede estar sucediendo…”. El extraño personaje que había traspasado la puerta ¡era Aquiles Capetillo!
“No, no puede estar sucediéndome esto. Estoy trabajando en una novela, debo tener visiones producto del agotamiento después de varias horas escribiendo. La primera vez, algunos días atrás, a lo mejor fue producto de la botella de mango colada que estaba bebiendo, pero ¿ahora?”. Tomé un trago más y continué escribiendo.
Don Eudocio se levantó y se dirigió al recién llegado para invitarlo a la mesa.
—Venga, mi amigo, soy la persona que lo está esperando. Venga, siéntese con nosotros… ¡Don Pepe, tráiganos ese pastel de choclo especialidad de la casa, nuestro invitado debe venir muerto de hambre!
El afuerino notó que los presentes lo miraban en silencio, así que se dirigió a don Pepe en voz alta:
—Amigos, mi nombre es Aquiles Capetillo. Caballero, sirva a mi nombre una copa de vino a los amigos presentes, por favor, un buen vino alegra la vida.
Los parroquianos se pusieron de pie, el hielo se había roto. Un segundo después, se acercaron para saludar al recién llegado.
Dejé de escribir durante algunos instantes. Lo que estaba viendo, o lo que estaba escribiendo, escapaba a mi propia imaginación. Debía aclarar lo que sucedía, sí, hablaría con Aquiles; sin embargo, en ese momento se hallaba rodeado de personas, ficticias al fin y al cabo, pero con las cuales no podía conversar.
Don Pepe ordenó a los mozos que sirvieran el vino y se acercó pronto a la mesa con una gran bandeja llena de humeantes pailas de greda. Pancho se relamió ante la visión de la comida.
—Hmmm, tanta espera me estaba dando hambre. Una horita más, don Aquiles, y no habría resistido.
—¡Salud por eso! —El santiaguino bebió hasta el fondo el vaso de vino tinto que tenía a su lado.
Un rato después y pasada la novedad, los parroquianos conversaban de forma discreta, preocupados por sus propios asuntos. Mientras tanto, don Eudocio y los hermanos Cerda esperaban con paciencia a que el visitante terminara su tercer pastel de choclo y su quinto vaso de vino.
—¡Ahhh…! —exclamó Aquiles Capetillo—. ¡Exquisito, delicioso, un manjar!
—Salud, salud. —Don Eudocio chocó el vaso con el de su invitado.
Aquiles Capetillo bebió con lentitud, luego miró a sus anfitriones antes de hablar con voz ceremoniosa:
—¿Y bien? Nuestro mutuo amigo, don Eudocio, me dijo que usted estaba bastante preocupado por algunas cosas raras que suceden en este lugar. Apariciones, ¿verdad?
Pancho se puso nervioso y engulló de un solo mordisco medio pan amasado con el pebre que quedaba en el plato; por su parte, Manolo se puso tan pálido como aquella noche en que vio a las novias.
—Bueno —dijo don Eudocio—, aquí en el campo, como usted sabe, existen leyendas y cuentos sobre apariciones de ánimas, almas en pena, apariciones del Mandinga…
—¡… y de tesoros enterrados! —interrumpió Aquiles.
—Así es. Al parecer, algo de eso está pasando por aquí…
—Sí, don Aquiles —el nerviosismo de Manolo era evidente—, ¡las vi con mis propios ojos!
—¿Viste a quién?
—A-a-a…
—¡Vamos, chiquillo de moledera! —dijo don Eudocio—. ¡Respóndele al caballero!
Manolo se persignó y cerró los ojos antes de hablar.
—Vi a las novias, oiga, don caballero.
—¿Y quiénes son ellas? —Aquiles dirigió la mirada hacia don Eudocio.
—Eso es lo que queremos saber, mi caballero. La gente dice que son tres mujeres que murieron en el río Ñuble con una pena de amor en sus corazones; por eso aparecen en las noches de viernes.
—¿Y usted sabe de esas cosas de los fantasmas? —preguntó Pancho.
—¡Uf! —Aquiles lo miró a los ojos—. Estuve a cargo de innumerables investigaciones sobre aparecidos en Perú y Bolivia. Hasta en Paraguay investigué.
Cuántas veces había escuchado acerca de sus viajes en la agencia de publicidad donde trabajábamos. Sin embargo, estaban relacionados con nuestra labor, pero ahora Aquiles estaba delante de mis ojos, contándole a mis personajes sobre esos mismos viajes, aunque relacionándolos con fantasmas.
Los muchachos se quedaron con la boca abierta, pero don Eudocio conservó la compostura.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Lo primero es dejar pedida una buena parrillada para la noche.
Don Eudocio se rascó la cabeza. Sí, tal como había anticipado, su invitado lo dejaría en la ruina.
—¿Qué día es hoy, don Eudocio?
—¿Hoy? Viernes, ¿por qué?
—¿Por qué cree que llegué hoy, amigo Eudocio? Según lo que estuve investigando en Santiago, hoy es el día en que las novias visitan la ribera del río… ¿Cuándo las viste, muchacho?
—Bueno —respondió Manolo—, el viernes, don Aquiles. Sí, recuerdo que don Pepe lo dijo cuando le contamos, ellas siempre aparecen los viernes.
—Pues bien, don Eudocio. —Aquiles se levantó de la mesa—. Después de acomodar mis cosas en la habitación y de dormir una reponedora siesta, pretendo que me acompañen al lugar donde han visto a las chiquillas. Si han de aparecer, pretendo estar allí y conversar con ellas.
—¿No-no-nosotros? —balbuceó Pancho entre dientes—. ¿A-acompañar a su merced pa allá? ¿Pa’l río?
—No tendrán miedo a los fantasmas unos muchachos grandes y peludos como ustedes, ¿o me equivoco, don Eudocio?
—Ah, iñor. De estos cabros de moledera me encargo yo, don Aquiles. Mire que venir a aconchárseles el meao ahora.
Los hermanos se miraron antes de persignarse al mismo tiempo, mientras Aquiles le guiñaba un ojo a don Eudocio. Luego, se dirigió a su habitación a dormir la esperada siesta.
Los muchachos se quedaron en silencio mirando a don Eudocio, sabían que les esperaba un reto grande. Él los observó a su vez durante varios minutos, sin decir agua va, hasta que finalmente soltó el doblao.
—Miren, cabros de porquería, mucho me costó convencer a su papá de que era mejor para el pueblo que alguien entendio en la cuestión de las apariciones viniera a investigar qué está pasando. Su papá es el propietario del fundo más grande por acá, es muy importante para él que sus hijos ayuden a descubrir el misterio. No voy a ser yo quien le diga que sus hijos, el orgullo de su sangre, no quisieron ir porque se cagaron de miedo en los pantalones. ¿Está claro?
Los muchachos guardaron silencio unos instantes hasta que Manolo, con una sonrisa, levantó su vaso mirando a su hermano menor, mientras lo pateaba por debajo de la mesa.
—No, don Eudocio, nosotros vamos hacia donde usted nos diga, ¿cierto, Panchito?
—Sí, cierto, hermano. —Pancho se atragantó con la última prieta del plato.
—Muy bien. Eso es lo que quería oír de ustedes, mis muchachos queridos. Ahora es preferible que le pidamos una habitación a don Pepe. La noche será muy larga y es mejor que estemos bien despiertos para acompañar al caballero.
Un rato después, los tres se acomodaban en una habitación para dormir la siesta, los hermanos en una litera y don Eudocio en una mullida cama junto a los muchachos.
¿Y Aquiles? De alguna forma tenía que hablar con él. No, no podía aparecer como Pedro por su casa en una historia en que era obra y potestad mía decidir quiénes podían existir y quiénes no. Mi amigo Aquiles no estaba en mis planes.
Esperé un rato frente al computador sin saber qué hacer. Él no estaba en mis cálculos ni en los personajes que tenía planeado, así que no sabía cómo manejarlo. ¿Y si…? ¡Claro, eso era! De alguna forma, Aquiles interactuaba con los personajes de acuerdo con la manera en que yo iba escribiendo la historia. ¡Sí, al parecer, esa era la clave! Me dirigí hacia la habitación donde don Pepe había alojado a mi amigo. Claro, como soy el autor del libro, entré sin golpear la puerta; después de todo, era bueno ser el escritor.
Entré a la habitación. Sobre la cama, Aquiles dormía con placidez. Golpeé con el dedo la pantalla del computador, tic, tic, tic.
—¡Aquiles, Aquiles, despierta!
Aquiles abrió un ojo. Al darse cuenta de que era yo quien hablaba, se sentó sobre la cama.
—¡Huachín, sé lo que me vas a preguntar.
—Sí, ¿qué estás haciendo aquí? No puedes… no debes estar aquí así, feliz de la vida en una historia que estoy escribiendo. No, no puede ser. Existes en la vida real, los personajes con los que convives son parte de mi imaginación.
—Pero huachín, yo tampoco sé muy bien por qué estoy aquí, estoy tan confundido como tú. Para mí esto es tan real como que conversamos tú y yo ahora. Hace dos días recibí un correo tuyo, decía que viniera a este pueblo y aquí estoy.
—¡No te he escrito un correo! Estoy en mi casa de vacaciones, lo que menos quiero es saber de la oficina.
Alguien golpeó la puerta, distrayendo nuestra conversación.
—¡Don Aquiles, son las diez de la noche, es hora de que emprendamos la marcha!
Don Eudocio estaba detrás de la puerta. Durante algunos instantes, nos quedamos en silencio.
—Vamos —golpeé la pantalla—, contesta de una vez, antes de que sospeche algo.
—¡Voy, don Eudocio! ¡En unos minutos estaré con usted!... ¿Y qué quieres que haga ahora?
—Bueno —respondí sin saber qué decir—, sal, te está esperando.
Aquiles se vistió con una gruesa parka y unos mullidos bototos antes de abrir la puerta y salir.
Al cabo de un rato, don Eudocio, los muchachos y Aquiles montaron sus cabalgaduras para dirigirse al río Ñuble. La noche era oscura, ninguno había visto en el calendario que era Viernes Santo, el día en que sí o sí, las novias estarían esperando a quienes se atrevieran a visitar la ribera.
La noche estaba iluminada por una gran luna llena. Los cuatro jinetes viajaron en silencio. Adelante iban don Eudocio y Aquiles, quien protestaba a regañadientes debido a su aversión a los caballos... Sí, recuerdo muy bien un paseo junto a los clientes de la oficina, Aquiles casi se murió de miedo al montar por obligación un caballo durante un paseo en el Cajón del Maipo. Más atrás estaban los hermanos Cerda: Manolito en silencio, acariciando las crines de su yegua, y cerraba la fila Panchito, masticando un gran trozo de charqui, para según él, apaciguar los nervios.
Al cabo de treinta minutos de viaje en completo silencio, una luz a poco más de media legua les llamó la atención.
—¡Una animita, don Eudocio! —Pancho se persignaba sin parar.
—¡Ah, cabro de moledera! ¿No ves que es una fogata? —A pesar de sus palabras, no estaba muy convencido.
—¿Una fogata? —preguntó Aquiles—. ¿En este lugar y a estas horas?
—Bueno, vamos a ver de qué se trata.
Continuaron cabalgando en silencio hasta el lugar. Al llegar, vieron que junto a una fogata estaba sentada una figura conocida.
—¡Don Pinino! —exclamaron los tres lugareños a coro.
Cobijado por la hoguera se encontraba el personaje más conocido de la región, llamado el Pinino. Tenía cerca de cien años a cuestas, pero la vitalidad de un mocoso de quince; era cuentero y rajadiablos como el que más, amigo de los buenos y los malos, pues hacía pacto con Dios y el diablo. Su fama en la zona se debía a que estaba allí antes de que se fundara el pueblo, nadie sabía desde hacía cuántos años. Tenía el cabello canoso, era de baja estatura y poseía una gran panza, producto de la buena comida preparada por sus exiguas manos de excelente cocinero.
—¿Qué hace usted aquí, iñor? —Don Eudocio, sorprendido, se bajó del caballo.
El Pinino levantó su cantimplora repleta de aguardiente y bebió un trago, tomándose el tiempo necesario para contestar. Aquiles se rascó la cabeza, mientras se acercaba al calor del fuego para calentar la que, a esas alturas, era su helada humanidad.
—Güeno, escuché que el futre este venía a averiguar el misterio de las novias. Y güeno, ¿quién mejor que yo, poh, don Eudocio, pa guiarlo en esta cuestión de la investigación? Las he visto varias veces en estos años, a mí no me vienen ná con cuentos, hasta he hablado con ellas, así que puedo ayudar al caballero.
Aquiles saltó como si tuviera un resorte.
—Bueno, está de más decir dónde. —Se acercó al Pinino—. ¡A ver, huachín! ¿Qué sabe usted de las apariciones? ¿Quiénes son? ¿Por qué aparecen? ¿Qué quieren? Recuerdo que cuando estuve en Paraguay y Perú había…
—Ahhh —interrumpió el Pinino—, déjeme hablar a mí, poh, iñor.
Los hombres se miraron antes de sentarse alrededor de la fogata. Los hermanos Cerda se ubicaron uno muy junto al otro; a su izquierda, don Eudocio y a la derecha, Aquiles.
—Güeno, así está mejor. Como les iba diciendo, estas chiquillas solo quieren encontrar la felicidad para marcharse.
—¿Cómo encontrar la felicidad?
El Pinino bebió un largo sorbo de su cantimplora al oír la pregunta de Aquiles. El resto de los hombres se limitaron a mirarlo con atención.
—Güeno, me dijeron que algún día llegaría el momento en que el tiempo para ellas retrocediera. A partir de ahí, todo sería diferente y entonces podrían marcharse en paz. Claro está, siempre y cuando encontraran la felicidad perdida en ese viaje al pasado.
—¡Pero eso no se puede hacer, huachín!
—En eso está errado, mi caballero. —El Pinino lo miró con seriedad—. Recuerde usté que también se supone que los fantasmas no existen, pero aquí en el campo todo puede suceder.
—¿Qué quiere decir, caballero? —Aquiles se secó la frente.
—A ver, cabrito —miró a Pancho—, déjate de comer y échale más leña al fuego.
Pancho se levantó como una flecha, guardó el pan amasado en el bolsillo y procedió a alimentar con leña la fogata.
—Güeno, una vez, varios años atrás, les pregunté. Una de ellas dijo algo que no entendí en ese momento, pero algunas cosas he aprendido de tanto caminar por la vida, iñor.
—¿Y qué le dijo? —preguntó don Eudocio.
—Güeno, como era recontraenredá la cuestión, la escribí en un papel. Mire, don Eudocio, lo he llevado conmigo desde ese tiempo.
—¿Y por qué no le contó a alguien esto del papel, iñor? —intervino Manolo.
—¿Quién le va a creer a un viejo vagabundo, cabrito? Si no me creyó mi compadre Julián, mi amigo del alma, menos lo haría la gente del pueblo. No, cabrito, mejor que no. Pero como este caballero parece creer en las apariciones, me da confianza contarle. A lo mejor, él puede ayudar a las chiquillas esas.
—Gracias por su confianza, don Pinino.
—¿Y el papel? —preguntó don Eudocio.
—¡Ah, sí! —El Pinino acomodó unas viejas y destartaladas gafas—. Güeno, no soy muy letrao en esta cuestión de la escritura, pero algo así fue lo que escuché: “De la mano de quien crea en nosotras, hemos de volver…”.
—¿Volver?
—Sí, eso, don Eudocio. Y sigue: “… a buscar ese amor perdido donde quedó atrapado nuestro corazón. Solo si lo encontramos, nuestro corazón descansará en paz por el resto de los días. ¿Serás tú el valiente que ha de acompañarnos en esa búsqueda?”.
Se miraron en silencio, mientras el Pinino guardaba con cuidado sus destartaladas gafas en el no menos destartalado estuche.
—¿Qué quiere decir eso, don Aquiles? —Manolo se rascó la cabeza.
—Hmm…, es bastante interesante lo que nos ha leído el caballero —respondió el supuesto experto en fantasmas—, nos da una pista de cómo ayudarlas. Están buscando o esperando, sería mejor decir, a que alguien valiente se atreva a tomarlas de la mano y…
—¡Ahhh! —interrumpió Manolo—. Recuerdo que me vieron y estiraban sus brazos, como llamándome. Claro, ahí me arranqué. ¿Usté cree que me estaban llamando para que las ayudara?
—Tal vez, muchacho, tal vez… ¿Y usted qué cree, don Pinino? —preguntó Aquiles.
—Güeno, he leído hartas veces el papelito. Pienso que están esperando, como dice usté, a un valiente que las lleve quizás pah onde a encontrar la felicidad de sus almas. Pero aquí, iñor, ni en otro lugar del mundo, creo yo que haiga un futre tan valiente para tomarlas de la mano.
—Bueno —don Eudocio miró su reloj—, en treinta minutos será medianoche. Si queremos encontrar a las novias, será mejor que nos apuremos.
Muy pronto estaban preparados para partir, incluido el Pinino, quizás el único entusiasta, además de Aquiles, sobre lo que les deparaba al final del viaje.
Debo admitir que yo estaba asustado sin saber por qué. De una forma extraña, la historia tomaba vida propia y escapaba de mi imaginación, partiendo por la inexplicable aparición de Aquiles en medio del relato.
Los cinco personajes comenzaron el viaje bajo la escasa luz de las estrellas. La noche era oscura, quizás demasiado para Panchito y Manolito, quienes no dejaban de orar en voz baja, tal como les había enseñado su abuela Clarisa, en su niñez, para espantar los temores de la noche.
Casi media hora después, el sonido del Ñuble les erizó el cabello de la nuca. El camino había llegado a su fin, una gruesa e inesperada niebla les daba la bienvenida. Bajando una pequeña loma a pocos metros de distancia, estaba la ribera.
—Creo que es mejor que desmontemos y hagamos el resto del camino a pie —dijo don Eudocio—. Manolito, tú y el Pancho dejen los caballos muy bien amarrados en esas ramas grandes.
—Sí. —Aquiles los miró con seriedad—. No sea que los fantasmas se coman a los caballos y nos quedemos a pie sin poder escapar.
Los hombres lo miraron con la boca abierta.
—¡Ahh! Ya pachó, ya pachó, era una broma para relajar el ambiente.
—Güena con el futre pa güeveta. —El Pinino rio con nerviosismo—. Hasta a mí me asustó, iñor.
Luego de amarrar las cabalgaduras, comenzaron a bajar hacia la orilla del río. Un aire extrañamente más frío que el reinante unos minutos atrás parecía dar la bienvenida a los recién llegados, acariciando con sus gélidos tentáculos los rostros de los asustados hombres. De pronto, Pancho dio un salto.
—¡Virgencita! ¡Mi-mi-miren allí! —Apuntó con el dedo hacia unas tupidas ramas en la otra orilla.
Los asustados hombres dirigieron la mirada hacia el lugar. Frente a sus ojos, en la ribera contraria, las figuras de tres mujeres, iluminadas por la luz de una casi ausente luna, los miraban en silencio, como si aguardaran una cita concertada. Los recién llegados se acercaron en silencio a la orilla del río, las palabras estaban de más en ese momento; aunque hubieran querido pronunciar alguna, ninguno se habría atrevido a hablar.
De forma inconsciente, se agruparon. La niebla comenzó a envolver el lugar, mientras los tetéus emprendían el vuelo sobre la escena cantando una fúnebre letanía. Aquiles se acercó a las siluetas que lo miraban sonriendo, al tiempo que extendían sus delgados y delicados brazos hacia él, invitándolo a meterse en las oscuras aguas del Ñuble. Las miró en silencio, su rostro se humedecía de sudor y brillaba con los escasos rayos de la luna.
—¡No! No vine a bañarme, la noche está muy fría y no traje mi toalla; además, me está esperando una parrillada en la posada.
Me quedé con la boca abierta, yo no habría sido capaz de contestar algo así a tres, digamos, apariciones, en el mejor de mis libros.
El Pinino buscó con nerviosismo la cantimplora atada a su cintura y bebió un trago de aguardiente mirando a don Eudocio.
—Aunque el colesterol me suba hasta las nubes, creo que esto requiere un trago urgente.
—Sí. —Don Eudocio estaba tan asustado como él.
Aquiles, un par de metros más adelante, se sentó sobre una roca y miró fijamente hacia la ribera de enfrente. Las tres mujeres se acercaron a la orilla, flotaron sobre las oscuras aguas como si fueran delicados pétalos hasta llegar a donde el hombre se hallaba sentado. Sus rostros eran tan blancos como el papel, sus delicados cuerpos resplandecían en la oscuridad de la noche con una extraña y tenue luz fluorescente, convirtiéndolas, en la mente de quienes estaban allí, en presencias similares a las hadas sacadas de los cuentos infantiles.
Lejos de infundir el temor que habíamos experimentado al comienzo, mirar más de cerca esos rostros llenos de una mágica belleza calmó el corazón de los presentes y, de alguna manera, también el mío. Un extraño sentimiento embargó de pronto mi ser, mientras las tres mujeres se acercaban.
Golpeé de forma nerviosa la pantalla del computador.
—¡Aquiles, Aquiles! ¿Me escuchas? Sé prudente con lo que harás, por favor, no es momento de hacer una de tus acostumbradas bromas.
Aquiles se cubrió con disimulo la boca con la mano derecha, antes de responder en voz baja:
—No te preocupes, huachín, no tengo la menor intención de meter la pata. Quiero saber tanto como tú, qué está pasando.
La tristeza que transmitían los ojos de aquellas extrañas mujeres partía el corazón de quienes tuvieran la valentía de mirarlas. Aquiles sacó un arrugado pañuelo de su bolsillo y se secó la frente, mientras ellas se sentaban en el húmedo pasto frente a la piedra. Don Eudocio buscó en su bolsillo y, tras sacar un rosario, lo apretó con fuerza, observando a los muchachos; ellos oraban desde hacía mucho rato, abrazados a los pies de don Eudocio y sin perder de vista lo que alcanzaban a distinguir entre la niebla.
Aquiles aguardó en silencio durante algunos instantes, su experiencia le decía que debía esperar. De pronto, una de las muchachas habló, mientras las otras posaban sus ojos sobre ella:
—Afuerino, veo que no nos temes como los hombres de este lugar. Por tus ropas intuyo que no eres de aquí. ¿Qué quieres de nosotras?
Aquiles se puso de pie y caminó alrededor de las muchachas.
—Sí, no soy de acá. He venido llamado por esta buena gente para saber de ustedes, a lo mejor puedo ayudarlas de alguna manera, si es que me lo permiten.
—¿Y cómo puedes ayudarnos? Nuestro tiempo en esta vida pasó.
Aquiles giró la cabeza para mirar a sus amigos. El Pinino buscó con nerviosismo entre sus ropas, extrajo de su bolsillo el papel que había leído en el campamento y lo levantó.
—Acuérdese de esto, iñor.
Aquiles levantó su dedo pulgar y se acercó a las mujeres.
—Sé que ustedes necesitan de alguien que las acompañe a una parte de su pasado, ¿cierto?
Ellas se miraron sin decir palabra. Luego, la mujer que estaba sentada más atrás se incorporó para acercarse a Aquiles sin dejar de mirarlo a los ojos; su expresión era de súplica.
—¿Eres tú aquel que hemos esperado durante tantos años? Nadie se ha atrevido siquiera a mirarnos más que unos segundos, antes de escapar despavorido sin dirigirnos la palabra. Antes que tú, afuerino, ese hombre que te acompaña ha sido el único que compartió algunas frases con nosotras. Sin embargo, su valentía no fue tan fuerte para esperar que le contáramos nuestra triste historia.
—Está aquí, como ven —Aquiles lo señaló—, algo me ha contado sobre lo que hablaron. ¿Qué debo escuchar?
—¿Usted cree que se lo van a llevar al infierno, don Eudocio? —preguntó Pancho.
—¡Cállate, cabro de moledera! —Don Eudocio le dio un coscacho—. Pon atención para que aprendái a ser más despierto.
Al igual que Pancho y el resto de los hombres, yo estaba con los nervios de punta. Encendí un cigarrillo y continué escribiendo, como si cada una de las palabras que tecleaban mis dedos vinieran de un lugar lejano y desconocido, ajeno a mi mente.
Aquiles le devolvió la mirada a la mujer.
—Si me dicen en qué puedo ayudarlas, tal vez sea esa persona que esperan. En mis múltiples viajes por otras tierras, he tenido contactos con el más allá. ¿Qué debo hacer?
—Debes… —La mujer siguió mirándolo a los ojos—. Tomar la mano de cada una y ayudarnos a volver al pasado. Ahí quedó atrapada una historia inconclusa, si logras que encontremos el final que no germinó, nosotras hallaremos la felicidad que nos fue negada.
Aquiles levantó su mano y se acercó a las muchachas.
—Vengan, tomen mi mano ahora y veamos qué sucede.
Al entender lo que mi amigo hacía, un frío presentimiento invadió mi ser.
—¡Aquiles! —Golpeé la pantalla del computador—. ¿Estás seguro de lo que haces?
—Sí, huachín. Ahora más que nunca necesito de tu habilidad para escribir. —Tras pronunciar esas palabras, apretó con fuerza las manos de las tres mujeres.
Los hermanos Cerda se abrazaron, mientras don Eudocio y el Pinino se persignaban cerrando los ojos. Una sonrisa que me pareció de alivio se apoderó de aquellos bellos rostros.
De pronto, el escenario comenzó a cambiar ante mis ojos. Como en un caleidoscopio, múltiples imágenes aparecieron en la pantalla. Dejé de escribir durante algunos instantes; sí, lo que digitaban mis dedos en el teclado parecía escapar de mi imaginación, ¿o tal vez era parte de ella?
Decidí darme un descanso, tenía que ordenar mis ideas, pero me habían quedado dando vueltas en la cabeza las últimas palabras de Aquiles antes de tomar las manos de las mujeres: “Ahora más que nunca necesito de tu habilidad para escribir”. Si de eso dependía su seguridad y el buen término del camino que había emprendido, mi mente debía despejarse para escribir las palabras justas.