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VIAJE A PIE DE DOS FILÓSOFOS AFICIONADOS


VIAJE A PIE DE DOS FILÓSOFOS AFICIONADOS

21 DE DICIEMBRE DE 1928

Antes de todo, un autor debe definir su clima interior. Este enmarca, define el libro. En cada época de su vida el individuo tiene tres o cuatro ideas y sentimientos que constituyen su clima espiritual. De ellos, de esos tres o cuatro sentimientos o ideas, provienen sus obras durante esa época.

He aquí, tomadas de nuestro diario de diciembre de 1928, unas notas que definen nuestro ambiente interior durante la época de la realización, de la gestación de este libro:

DICIEMBRE, 5 . –Cielo azul pálido; quieto el ambiente. Somos muy felices fisiológicamente. El Pacífico debe estar rutilante.

Todos venimos del mar. Nuestras células son zoófitos marinos, nadan en soluciones salobres.

Perpetua lucha es la vida del hombre. Concentrarse es el método para vencer.

En este diciembre los árboles deben dar unas sombras muy frescas a las orillas de los ríos del Trópico; las selvas deben tener un silencio religioso en estos mediodías y el mar debe estar tibio, debe enviar a las costas tufaradas de vida. Nos sentimos el animal perfectamente egoísta.

NOS LLAMAMOS filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese nombre es mucho para cualquiera. Sólo un estoniano, el conde Keyserling, pudo tener la desfachatez de escribir dos enormes volúmenes con el título de Diario de viaje de un filósofo.

Todos nuestros colegas, desde antes de Thales, han sido modestos. En los manuales de filosofía lo primero que se explica es aquello de que filósofo quiere decir amigo de la sabiduría; se enseña allí, en las primeras hojas, a descomponer la palabra en philos y en sophos, con lo cual el estudiante imberbe cree que sabe griego y les repite eso a las primas, junto con aquello que decía Sócrates en los alrededores de la Acrópolis durante sus noches de moralizador: “Sólo sé que nada sé”.

Habíamos principiado este diario: “Sonaban en la vecina iglesia, melancólicamente, las cinco campanadas...”, y borramos eso porque eran reminiscencias del estilo jesuítico de nuestro maestro de retórica, el padre Urrutia. Un compañero nuestro, que siempre ganaba los premios, comenzaba así las descripciones de los paseos a caballo: “Eran las cinco de la mañana cuando, después de recibir la Santa Hostia, salimos alegres, como pajarillos, a caballo, nosotros y el reverendo padre Mairena...”.

A las cinco (no se puede comenzar de otro modo, definitivamente), abandonamos los lechos, que, entre paréntesis, han sido los lugares de nuestras mejores lucubraciones, inclusas las referentes a Venus.

Salimos hacia El Poblado, en tranvía, por una de esas hermosas carreteras antioqueñas que son las más baratas del mundo.

Eran las siete cuando comenzamos a trepar con nuestros morrales hacia la montaña oriental del valle de los indios sedentarios del Medellín, por una carretera de un kilómetro que se continúa en una pendiente pedregosa; el kilómetro de carretera se hizo para que tres caciques fueran a sus quintas a digerir rezos y hurtos.

Pero antes de seguir y para que el libro se amolde a la definición que nosotros hemos creado, después de inspirarnos en el padre Ginebra, a saber: “Organismo ideológico impreso”, diremos cuál será este viaje a pie, cuáles sus finalidades, cuáles sus motivos y cuál el efecto pragmatista que nos propondremos al escribirlo y al darlo a la estampa. El reverendo padre Urrutia jamás decía dar a luz un libro, y, por haberlo escrito así, uno de nosotros perdió el curso de retórica.

Diga el lector si eso de organismo ideológico impreso no cumple con lo que enseña el padre Prisco de todo lo definido y nada más que lo definido. Y como, según Aristóteles (conste que apenas hemos oído hablar de él), definir es obra genial, desde que dimos a luz esa definición nos hemos apellidado aficionados a la metafísica.

Hacemos muchas digresiones; el lector tiene que perdonarlo, pues es defecto de nuestra educación clerical.

El viaje se define así: Medellín, El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura, Armenia, Los Nevados, a pie y con morrales y bordones. A propósito de bordón, observa el coaficionado don Benjamín que los Ignacios afirman que el jesuita debe ser como bordón de hombre viejo. Esta observación ennobleció ante nosotros mismos nuestras figuras; nos dio aplomo. Lo airoso o desairado de la actitud humana depende de la ideología presente entonces en el campo de la conciencia. De ahí que aquellos que tienen gran movilidad espiritual sean también variadísimos en sus actitudes físicas. Respecto de los bordones, quedaban ennoblecidos por el recuerdo de la disciplina jesuítica.

Vimos y sentimos las nubecillas doradas por el sol y las sensaciones poeticofisiológicas que produce el amanecer al viajero; pero de esto resolvimos no decir nada porque son tema de estudiante de retórica, así como resolvimos llamar siempre sol al sol y nunca astro rey ni Febo.

A la media hora de caminar había nacido la idea de este libro y habíamos resuelto adoptar como columna vertebral moral del viaje la idea de ritmo.

El ritmo es tan importante para vivir como lo es la idea del infierno para el sostenimiento de la Religión Católica. Cada individuo tiene su ritmo para caminar, para trabajar y para amar. Indudablemente cuando un hombre y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos; es porque unidos son importantísimos para la economía del universo. Por el ritmo podrían calificarse los hombres...

Respirábamos el aire de la mañana como buenos profesores de gimnasia sueca. Esas inspiraciones hondas nos traían las mismas emociones que producen en todos los que han gastado veinte o veinticinco pesos en literatura estimulante (Dr. Crane, Marden, Atkinson, etc.). Cada uno de nosotros se propinaba una buena dosis de autosugestiones. Entonces fue cuando apareció nítida la idea del ritmo, a saber: para no cansarse hay que descubrir nuestros ritmos, ajustar a ellos nuestros pasos y el movimiento de bordones y acompañarlos de profundas respiraciones de atleta yanqui.

La salud, la conservación de nuestra elasticidad juvenil, son finalidades del viaje. ¡Cuán desconocido y despreciado es el deporte por los colombianos clericales! Quieren mucho el cuerpo humano, pero en la oscuridad; es un amor de facto.

* * *

Necesitamos cuerpos, sobre todo cuerpos. Que no se tenga miedo al desnudo. A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas.

Observa don Benjamín, ex jesuita, que su maestro de novicios, el reverendo padre Guevara, les ordenó que no se bañaran durante un año, porque así les sería fácil conservar la inmaculada castidad de San Luis Gonzaga. ¿Qué mujer atrevida podría acercarse a un novicio? Este sistema del padre Guevara es mucho mejor que el alambre de púas.

En Colombia, desde 1886 no se sabe qué sea alegría fisiológica; se ignora qué es euritmia, qué es eigeia.

¿Podría un sedentario de este pueblo andino comprender al yanqui que se lanzó en bola de caucho por el Niágara, o al galo que atravesó el Atlántico en solitaria navecilla de vela? ¡Meses y meses en medio y en garras de ese divino monstruo glauco, oscuro, plata, oro! ¿Podrán nuestras mujeres comprender a la Lindy americana? El gran efecto del excursionismo es formar caracteres atrevidos. Que el joven se acostumbre a obrar por la satisfacción del triunfo sobre el obstáculo, por el sentimiento de plenitud de vida y de dominio. El hombre primitivo no comprende sino los actos cuyo fin es cumplir sus necesidades fisiológicas.

Los pueblos acostumbrados al esfuerzo son los grandes. Así, los países estériles están poblados por héroes. La grandeza de Roma se explica porque ese puñado de Rómulos eran hombres desesperados que tuvieron que robar sus mujeres y sus tierras. Fue el mejor, entre ellos, quien cargó y corrió más briosamente con su joven sabina; quien mejores músculos y atrevimiento tuvo para la lucha. Así comenzó el estímulo y de ahí nacieron las sugestiones, emociones y moral de los fuertes que produjeron a los Gracos, Pablo Emilio, Mario, César, Nerón... Cuando fueron ricos y nacieron los complejos literarios, cuando nació esa vulgaridad que se llama emociones estéticas, que de todo tienen menos de estéticas, vino la raza sedentaria que fue testigo de las invasiones y triunfos sobre Roma de aquellos bárbaros barbudos, fornidos, orgullosos de sus músculos, de su moral de hombres de presa y de su estética de superhombres.

CADA CIENCIA que se posea es una ventana más para contemplar el mundo. Así, el viajero que sea botánico, gozará de la vegetación; el mineralogista, etc. El hombre de ideas generales, como nosotros, goza de todos los aspectos, pero con la desventaja de la disminución de cada uno de ellos.

El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la carne. Los ojos le sirven sólo para ver la comida, el obstáculo y la hembra; el oído, para oír ruidos, y el tacto, olfato y gusto, para los fines primordiales.

Sirve para ilustrar esta idea el considerar el yo como un prisionero en casa cerrada y que, mediante labor, fuera abriendo miradores y salidas al mundo.

Íbamos, pues, de cara al oriente, trepando a Las Palmas, por el camino bordeado de eucaliptus, entregados a nuestro amor a la juventud, al aire puro, a la respiración profunda, a la elasticidad muscular y cerebral. Bajaban serranos y serranas, vacas y terneros, todo oliendo a leche y a cespedón.

Entramos a despedirnos de parientes que veraneaban por allí, gente sedentaria que al vernos de viajeros a pie, nos miraban tristemente como a vesánicos. Ninguno de nuestros conciudadanos (si es que en Colombia aún tiene uno conciudadanos) podía comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina cuando se va para la oficina, cuando se viene del mercado. No está aún en las posibilidades mentales de nuestro pueblo el comprender los fines interiores. Cuando nos ven hacer gimnasia nos miran con ojos espantados. Una de nuestras criadas huyó de la casa después de vernos hacer los movimientos de Ling, diciendo que no trabajaba en casa de locos. Encontramos en cada pueblo jovenzuelos montados en mulas orejonas que nos miraban como a seres extraños. En las posadas nos decían: “Pero, ¿vienen ustedes a pie?”. La señora de la fonda “La Ciénaga” nos dijo que si su marido no hubiera estado allí para recibirnos, ella nos hubiera hospedado en el cuarto de los sospechosos. Todos nos repetían: “Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me metería por aquí, a pie”. Nuestro pueblo es muy tímido e ignorante: las frutas hacen daño; bañarse es perjudicial. Dicen: “La cáscara guarda al palo”. Todos parecen educados por el padre Guevara...

Llegamos al pie de la cuesta para trepar a Las Palmas, a la casa donde solemos beber leche espumosa, postrera, es decir, última o la bajada, leche olorosa a vaho de ternero. La mujercita había salido a buscar sus vacas y encontramos en la casa a su hermana, hermosa quinceña, maestra en escuela campestre de El Retiro. Carnes prietas, quemadas por la brisa de la tierra alta, y espíritu generoso como el de todas las maestras. Sí; las maestras son muy generosas... Esta serrana, vestida con un faldín prensado, en esa mañana de plenitud, nos trajo algunas emociones e ideas. Pensamos que la belleza es la gran ilusión; pensamos que la naranja es una esfera de oro, y que para comérsela se tira la corteza dorada. ¡Aquella falda prensada!... Pero no; nosotros no queremos describir lo que pasaría, si fuéramos a comernos aquel fruto de la altiplanicie andina. No queremos describirlo porque podrían acusarnos de corruptores de la juventud, como lo hicieron con el maestro Sócrates –“Sócrates, embadurnado de gracia como si fuera con una miel”– los socios de la Juventud Católica de Atenas, Meletus, Anytus y Glycon. A nosotros también podrían acusarnos el hijo de don Jesús y el hijo de don Enrique. ¿Qué pasaría entonces? Pues que este areópago de santos montañeros nos condenaría a perder nuestros empleos judiciales –peor que la cicuta–. ¿Y qué haríamos? De pueblo en pueblo, montados sobre este esqueleto de los Andes, a pie, iríamos repartiendo nuestros retratos de andarines, circuidos de estas leyendas: “Voyage autour du monde; around the world. Se hablan ocho idiomas, entre ellos el medellín y el chibcha. Contribuya con su óbolo para este viaje que hará progresar la industria del alpargate”.

Ya ven los lectores a dónde nos llevarían los de la Juventud Católica si describiéramos a ese hermoso fruto de la serranía despojado de su corteza y de cara al sol naciente, o, mejor dicho, de cara a las estrellas, y nosotros, según D’Annunzio, “Chini sopra di lei come per bere d’un calice”. Y, además, somos filósofos castos. Continuemos, pues, nuestro viaje de modo que este libro pueda caer en manos de pálida virgen. Es nuestro deseo, además, que sirva de sermonario a los curas de esta tierra de santos y santas palúdicos.

TREPAMOS sobre el lomo andino. Allá abajo, en ese vallecito del Aburrá enmarcado por altas cordilleras, hemos vivido treinta y cuatro años, perseguidos por el Diablo, ese anciano que aún conserva la cola de nuestros antepasados los monos, recibiendo las ideas generales a precios carísimos de manos del Negro Cano, el librero. ¡Qué juventud! Allá, en la altura, reímos alegremente...

A la derecha estaba la antena del inalámbrico. La torre se eleva, huyendo de la limitación de las montañas, buscando el ámbito universal. ¡Qué esfuerzo para levantarse de esta tierra! Esa torre fue para nosotros la representación de lo que los romanos llamaban humánitas.

Un romano tenía humánitas cuando se había hecho universal; cuando era un ciudadano del universo. Un Nerón elevó su corazón y su mente por encima de todo prejuicio humano; llegó al supremo egoísmo; todo lo relacionaba con su propio ser, y, así, se hizo dios. Un Mohandas Gandhi elevó su corazón y su mente a la inmensa altura donde sólo existe amor. Este, por otro método, se hizo también dios, o sea, hombre. Ambos tenían humánitas.

En esa mañana olorosa a cespedón se levantaba por encima de las colinas que la circuían, buscando la liberación del límite, de las fronteras, buscando el espacio, res communis omnibus, haciéndose humana, la antena de Marconi.

* * *

Hay por allá fuentecillas más puras que la pureza, que forman la quebrada Las Palmas, de cuya agua debe beber el que quiera redondear su concepto de agua. Sabe a musgos, a sombra; al beberla vienen las imágenes de monte, de helechales y de grutas milagrosas. Siente uno que el mundo está lleno de fuerza, vis vitæ, de esa fuerza que hace germinar al óvulo. Se siente deseo de cambiar la frase de Linneo: Omnia animalia ex ovo, así: Omnia ex vi.

POR ESE CAMINO, ya lejos del marco estrecho de nuestros treinta y tres años, lejos de las ideas generales suministradas a precios altísimos por el Negro Cano, lejos del monótono amor de nuestras primas, abrimos los ojos y vimos que todo es amor y muerte. Unos racimos de flores inverosímiles, moradas, carnosas, servían de regios lechos amorosos a los insectos, a los pistilos y a los estambres.

Nos encontramos dos viejas que sirven de correo hebdomadario entre Medellín y La Ceja. Reparten en las casas riberanas al camino todo lo que necesita el hombre primitivo: tres o cuatro noticias, ollas y recados amorosos.

“Todo depende del ánimo”, nos dijo una de estas viejas al preguntarle si llegaríamos a La Ceja. ¡Qué frase tan llena!

Desarrollamos la idea de la anciana en la siguiente forma:

Los que triunfan, lo deben a una creencia arraigada, generalmente a la creencia en sí mismos. Son fracasados los que no han creído en algo que les sirviera de columna vertebral para desarrollar su personalidad; algunos, muy interesantes por cierto, creyeron fuertemente, pero la creencia se desvanecía para ser reemplazada. Estos son aquellos de quienes se dice: “Eran muy inteligentes y nada han realizado; ¡qué inexplicable!”.

He aquí un joven de facultades mediocres; pero, ¡qué hermoso porvenir el suyo! Está hinchado de egoencia como un sapo bravo. Cree en sí mismo con una convicción jesuítica. Y es constante en el amor a sí mismo, como tu estúpido amante a ti, grácil Julia. Claro que ama su labor, pues si ama su persona, no se cansa en su trabajo. Este es malo hoy, pero mañana o después, ¿quién será capaz de igualarlo? El mundo lo buscará, lo necesitará. Este jovenzuelo chilla como una virgen, y al fin, todos miran y lo perciben y acaban por creer lo mismo que él: en la enorme joroba de su egoencia.

Hay que curar al fracasado haciéndole creer en sus fuerzas, en su importancia. Los educadores (y todos lo somos, ya del niño, ya del amigo enfermo, ya del prójimo decaído) deben hacer nacer o renacer la fe en las fuerzas propias.

Es curioso este ánimo humano; este reino de la psicología es admirable: el hombre es lo que se cree. Por eso dijimos: ¡Qué hermoso porvenir y qué hermosa obra la de este joven que se cree héroe o predestinado y que chilla ásperamente como una cigarra hasta que lo busquen y lo perciban y crean en sus gritos!

Por eso, curad al amigo abatido, haciéndole creer en sí mismo o en algo que le sirva de eje, de hilo madre para tejer la tela de su vida.

¡Cuán propia es esta vida moderna, rápida, difícil y varia, para perder toda fe, para ir por la vida como madero agua abajo!

Todos los seres que se ponen en contacto por primera vez luchan para decidir cuál sea el amo, para saber cuál abdica de sus creencias y demás accesorios psíquicos y convertirse en un admirador, en un esclavo del otro.

Esta lucha es inconsciente. Pero está tan unida a la vida, que casi se confunde con ella. De esta brega terrible, cuyo jadeo nos pareció percibir al oír a la vieja y al contemplar el amor de los insectos entre las corolas, salen determinados los destinos individuales y el de la humanidad. De niños tuvimos intuición de esto, y grabamos como máxima: Nuestro destino es irremediable y nadie tiene la culpa de él.

Aquellos toros que luchan ante la vacada..., y los insectos gallardos, belicosos, todo es luchar por el dominio, que pertenece a quien mejor ánimo tenga. El ánimo, esa fuerza desconocida que nos hace amar, creer y desear más o menos intensamente. El ánimo, que no es la inteligencia, sino la fuente del deseo, del entender y del obrar.

Nuestra idea, nuestra pobre opinión acerca de un problema jurídico, no fue aceptada por la Academia, cuando la expusimos... Después la dijo un pirata lleno de vida, y la dijo con no sé qué, con cierto ardor..., y fue aceptada, admirada. No podemos quejarnos: lo aceptado fue la fuerza vital de aquel pirata.

En definitiva, lo que hace mover al mundo no es sino el ánimo de los héroes.

* * *

Al oír a la vieja, también te recordamos a ti, bendita Julia, y te compusimos este canto:

¡Oh, tú, amor, mujer y bestia! ¡Bestia divina en todo: en tu cuerpo prieto, en tu cabellera ferina, y en tus ojos...! ¡Cuánta luz en tus ojos negros! ¡Era como luz en la noche! Allí, más que en parte alguna, estaba tu fuerza que se nos imponía, que nos hacía despreciar nuestro lote de vida, para admirarte. Era igual el destello de tus ojos al destello de los ojos ferinos entre las oscuras cuevas.

Y así, bestia en todo tu ser, nos destrozaste la personalidad, rompiste con tu sola presencia los ejes de nuestra individualidad; todo nos fue baladí, excepto tú, nuestra vencedora.

Así es el amor. Vencimiento del amante y triunfo del amado. Era la vida que encerrabas tú, era tu ánimo lo que se imponía a nuestra pobreza, y por eso te ansiábamos como al agua en el desierto.

¿Por qué inculparte cuando fuiste de aquel mancebo duro como manzana, si su fuerza te atrajo irresistiblemente como la luz en la noche al insecto... y te abandonó destrozada de amor, pues la vida encerrada en él era movimiento, frivolidad, nada de esclavitud?

Así, pues, siempre es la fuerza vital la que domina. En todas las manifestaciones de este vivir, triunfa la energía descubierta por el doctor Mesmer; va recorriendo el tiempo y riéndose de todo...

* * *

Al oír a la vieja, se nos iluminó el problema de la vejez, el de la enfermedad, el del pesimismo, del escepticismo, de la tolerancia, el problema todo de la vida, incluso el problema social.

La vejez, que se compone de falta de fe, tolerancia y amor, no es sino agotamiento de esa energía que causa todo el fenómeno variado de la vida.

Los valores positivos, los del triunfo, acompañan a la juventud.

Los códigos morales, las virtudes aceptadas, petrificadas, las catalogaron hombres debilitados ya. Predicador de moral se llega a ser al declinar de la vida.

Es cierto que hay un estado de alma enfermizo, el estado colombiano, que consiste en estar obnubilado, metido en una idea como en una concha, en una idea religiosa. A esto, que se llama fanatismo, se le ha dado un alcance inmenso, y bajo ese nombre algunos espíritus liberales de América han tratado de clasificar los sentimientos juveniles: el entusiasmo, el amor, la afirmación imperiosa de su propio valor y del valor de su obra.

Han perdido de vista que la abundancia de vida se afirma indefectiblemente, que es exclusivista. Ya puede ser ilusión el amor de un joven –vaso de vida–: su ánimo hará que esa ilusión sea realidad.

Al contrario, quien envejece se petrifica y para él lo imposible adquiere magnitud inmensa. La vejez, “la hora jorobada del reumatismo”, va acompañada de todas las virtudes que describe el catálogo universitario.

El problema de los pueblos aparece iluminado por este concepto de nuestra vieja. Cuando se agota la energía de la raza, aparecen los predicadores de la paciencia y demás parásitos. Grecia nos da un ejemplo cuando, al decaer, apareció aquel tábano sobre el caballo Atenas: Sócrates. Contaba él mismo que un frenólogo le dijo que su cabeza era el nido de las malas pasiones. Sócrates, feo y frío, lógico como un serrucho, tolerante y descreído, apareció cuando se acabó el ánimo griego. Surgió la moral, ese chorro inicuo de frases que sale de las bocas sin dientes.

También Alemania de hoy, con sus jóvenes tiesos y de cabeza sonrosada: ahí han aparecido los predicadores de la energía, de la guerra. Nietzsche –¡cómo se alegra la vida al recordarlo!– fue el goce dionisíaco. Alemania, a pesar de la confabulación universal, impide que el viejo continente se convierta en erial.

* * *

Aquí llegamos con la frase de la vieja, con ese concepto en que se niega la antítesis de vejez y de juventud, este concepto en que se reduce todo a la cantidad de ánimo; este concepto de que el idearium y las pasiones son meros efectos del ánimo, explicables por la cantidad de energía, y confesamos que esa frase coincidió con nuestra experiencia. Nos hemos ido alejando de la juventud y de la creencia. A medida que crece nuestra pobreza vital, aumenta nuestra moralidad y nuestro apego a los prejuicios y al valle en donde el Negro Cano comercia con las ideas generales.

Venid vosotras, ¡oh, ideas de juventud y de vida, a alegrar a los abandonados de la alegría de sentirse tibios, pletóricos del jugo sagrado del árbol prohibido! ¡Venid, jóvenes ideas, retozonas como muchachas de falda corta!

* * *

Esta frase de la vieja respondía muy bien a nuestra experiencia. El hombre, cuando llega a los treinta años, a esa cima dorada, principia a anidar filosóficamente. Dicen que en el niño se reemplazan completamente en un año las células que componen su organismo, y que ese renovarse es lento en el hombre maduro y desaparece casi completamente en el viejo. Lo mismo pasa con las ideas y emociones. ¡Qué más dogmático que un anciano! A los treinta años el hombre adopta una filosofía. Las siguientes notas, tomadas de nuestro diario del día en que cumplimos la edad de Jesucristo cuando lo crucificaron por orden del diletante Pontius Pilatus, comprueban todo esto:

ABRIL 24 DE 1928. –A pesar de esta abrumadora tristeza, pondré contención y arte (alegría) en mi vida. Ese es el imperativo categórico: alegrarnos y alegrar a quienes nos rodean. Generalmente nos entristecemos unos a otros; nos amargamos este relámpago, este epifenómeno que es la vida humana.

Estoy triste porque no hallo un fin que me interese. Si todo es igual, ¿por qué no adoptar el de la alegría? En eso consiste el ser buenos, en alegrarnos.

Caen mis cabellos y mis dientes se amarillean. Crecen las niñas, y crecerán otras, y vendrán amaneceres, atardeceres, soles y cielos esplendorosos. ¡Mis cabellos, entonces, idos, y mis dientes amarillentos! ¡Qué epifenómeno es mi vida!

¡Qué bagatela, tan efímera y deseable, la belleza! No hay más remedio que irse agarrando a un propósito que nos escude contra la tristeza de la decadencia y de la muerte.

¿Por qué, si soy un vulgar y despreciable epifenómeno, esta tristeza? ¿Por qué florecen árboles y florece la belleza femenina, y sigue el devenir, y yo me quedo, me voy muriendo?

Por momentos quisiera destruir lo bello... ¡Deseo horrible del que decae, del hombre que envejece y que no admite el hecho, la posibilidad siquiera, de que haya belleza que no sea suya y que siga el vivir después de su muerte!

Tú, futura muchacha de quince años, frívola como el espíritu y como el agua, informe o infinitiforme como el aire, tú, grácil muchacha, pasarás tu mano larga y llena de fuego latente como el centro de las esferas celestiales, pasarás tus afilados dedos por los suaves cabellos de mis descendientes. ¡Yo quisiera asesinarte, hermosa y futura muchacha! ¿Por qué no te haces imposible al mismo tiempo que mi juventud se aja? En verdad que esto de envejecer, esto de llegar a los treinta y tres años, es una burla sangrienta que nos hace el tiempo, esa suprema necesidad.

* * *

Estas viejas son felices en el camino. “Soñamos con él cuando la necesidad nos obliga a quedarnos en casa”. ¿Qué más propio del organismo humano que vivir al aire libre, respirarlo en toda su pureza, beber agua viva, comer los alimentos que nos ofrece la tierra, sin intervención del arte? Caminar es el gran placer para el cuerpo, pues todo está hecho para ello.

Hay una prueba a priori de que la organización económica del mundo es absurda: esa organización ha creado la ciudad y la vida sedentaria. ¡Hay una lista enorme de enfermedades ciudadanas! Y, para conservar la juventud, el ciudadano ha inventado sustitutos a la vida gitanesca; son la gimnasia y las preparaciones químicas. ¿Puede el arte concentrar la vida que hay en un fruto recién cogido, concentrarla en una lata? Hoy, los sabios llaman a eso vitaminas.

Estas viejas llevan la alegría a los campos. ¡Y qué casas estas de las montañas de Antioquia! Parecen nidos de aves puestos sobre precipicios. Para llegar a ellas hay que ser elástico y ágil como el mono.

* * *

Almorzamos en casa de la muchacha que fue, hace cinco años, la alegría de los escopeteros, cazadores de tórtolas. Hoy es una señorita de treinta años, endurecida y agriada por la soltería. Cruel destino el de la mujer que permanece virgen y soltera. Se convierte en monstruo duro, pesimista y vengativo.

LLEGAMOS MOJADOS y tristes a El Retiro, ese criadero de buenas gentes. Para que el lector comprenda cómo era nuestra tristeza, diremos que era bíblica; la Biblia afirma que el hombre después del coito es un animal triste.

Vive allí la muchacha que, hace dos años, en un pueblo del norte de Antioquia, despertó los impulsos de don Benjamín. ¡El amor! Fueron estos unos amores de montaña aislada del mar; únicamente en estos pueblos aislados, en donde vive el Diablo, tiene el amor ese interés misterioso que le dan el pecado, el Diablo y el infierno; únicamente aquí tiene el amor la atracción del delito. Fueron amores en que sólo hubo la incitación. Ella –¡cuán sabrosas las dos sílabas de su nombre!– exclamaba, tiritando como una mariposa en peligro, cuando el instinto y la fuerza reconcentrados por doce años de jesuitismo, vencía los prejuicios de los buenos movimientos: “¡No seas loco!”. Amores de los que llaman castos, pero que son los más refinadamente sensuales, pues todo está en los ojos electrizados. También, quizá por contraposición, llaman casta a la paloma. Los únicos amores castos son los que van acompañados de la sinceridad; se realizan en donde hay ferrocarriles, en donde está cercano el mar.

¡El amor! Todo él está en los ojos y en los actos. ¿Para qué sirve la palabra allí? Una mujer quiere a un hombre: ¿Que el padre morirá? Que muera. ¿Que resulta el fin de todo? Que venga ese fin. Pero la mujer no lo dice; en esos casos no habla; en esos conflictos le brillan los ojos y obra; obra como rueda una piedra por la pendiente. Es que el amor es el negocio esencial; el afecto filial, el sentimiento de honor, las ideas, son accesorios lujosos, lo mismo que los pétalos: lo esencial es el pistilo y el estambre.

¡El amor! Todo está en los actos; no se debe hablar. Por eso decía Enrique Laserre que las mujeres tienen el pudor en las orejas.

ESCOLIO ACERCA DE STENDHAL, EN UN PASAJE DE “EL ROJO Y EL NEGRO”

A su antigua amante, mujer escrupulosa y sensitiva, quería reconquistar. Entra por la ventana, de noche, temeraria e imprudentemente. Ella lo recibe con palabras de odio que no tenían valor real, que eran fingidas, sugeridas por su confesor. Él, mientras le echa el brazo por la cintura, le habla de algo que a ella le interesa y que es extraño al asunto. Así logra ser amado intensamente.

Esto nos enseña que las palabras sirven casi siempre para disimular, para vestir los actos, para hacerlos amables al bautizarlos, para tergiversar su origen. Un acto, antes de estar bautizado, está en la niebla de la posibilidad, puede ser mil cosas, es indeterminado, vago, inexistente. Una vez que se le ha dado un nombre queda petrificado. La palabra es determinadora. Si le pedimos un beso a una mujer, lo niega indignada. Es porque entonces afirmamos; afirmamos que es capaz de regalar el beso. Pero si se lo damos sin hablar de él, todo pasa deliciosamente, porque entonces nada se puede afirmar, porque fue acto nuestro, porque nosotros hicimos el esfuerzo. Fue que no hablamos.

En el caso de Stendhal, a esa indeterminación de las intenciones femeninas se agregó el hacerla a ella más irresponsable ante sí misma, al obrar en momentos en que su atención estaba en otra parte.

En el caso de Stendhal sucedió también que lo arraigado en la naturaleza femenina era el sentimiento de amor, sofocado accidentalmente por la fraseología del confesor. Las ideas de éste estaban en aquella alma accidentalmente, y sangre suya era el amor al joven. Para obrar según ideas o sentimientos accidentales es preciso estar constantemente recordándolos, trayéndolos al campo de la conciencia. Sólo se obra conforme a una idea o representación cuando ella está en la subconciencia. De tal manera que el joven obró sabiamente al distraer la atención de ella, pues así obtuvo que su amada obrara de acuerdo con los sentimientos de la subconciencia. El pobre confesor quedó relegado a los momentos de meditación intensa. La vida nuestra es automática, instintiva; la parte de la voluntad y conciencia es mínima.

CONCLUSIONES

I. Un beso se da y no se pide.

II. En amor nada debe proponerse, sino hacerse.

III. A nadie se le debe proponer con palabras un acto indebido.

IV. Casi nunca que se propone se obtiene.

V. Casi nunca que se comienza acariciando se falla.

VI. Es común que la mujer se deje forzar, cuando por nada se entregaría.

VII. En amor no se debe hablar y jamás se debe dar el más leve indicio de que se recuerdan los favores o de que han envanecido.

VIII. Nada del amor se debe subir al plano de la conciencia con palabras dichas a la amada.

IX. La voluntad desaparece cuando la atención está ocupada en otra parte.

X. La mujer es el ser más enamorado del pudor, del honor, de la buena reputación y es una esclava del amor. ¡Qué deliciosamente frívola!

XI. Cuando no se ha hablado de un acto, queda la palabra como el gran recurso para tergiversarlo, para que desaparezca.

XII. Toda mujer que se distrae, se entrega.

* * *

Fue un delirio aterrador esa noche pasada en El Retiro, en ese hotel que parece una jaula desvencijada. La vitrola del frente arrulló hasta la una de la mañana los sueños que nos producía un cuarto de litro de aguardiente, y la figura gorda del huésped que a cada momento cruzaba nuestro cuarto con un candil en la mano... La vitrola, el aguardiente, el cansancio y la figura gorda de don Rafael producían una desarmonía psíquica propia para el fin de nuestras vidas pecadoras.

En Antioquia hay muchos hombres gordos y de una gordura muy rara. ¿Por qué tendrán ese vientre esférico? Es un vientre de yegua; protuberante del ombligo para abajo; los botones del chaleco semejan una cincha y la bragueta de los pantalones se abre y deja ver los botones, semejando una boca que bosteza. Si ponemos allí, atravesando el chaleco, de bolsillo a bolsillo, una cadena de oro... ¡Es algo aterrador durante una pesadilla arrullada por la vitrola, después de un cuarto de litro de aguardiente y de siete leguas de viaje a pie! Como si fuera una idea trascendental, seguían nuestros espíritus en esa noche espantosa asediados con el problema de la gordura antioqueña.

Nos levantamos aterrados y escribimos el siguiente tratado de pesimismo. Lo transcribiremos aquí, para que el lector sepa cuál es el origen de toda filosofía pesimista. También escribimos un canto a la alegría:

La vida del hombre sobre la tierra es brega y tristeza. Vivir es luchar con el tiempo, el cual nos arrastra, a pesar de resistirlo. ¡Qué horrible es, durante algunos días, vivir!...

El único método para vivir que conserva la alegría, es vivir resistiendo al deseo que nos urge por el goce; vivir despacio, inervados.

Pascal dijo que el método liberta el espíritu. Esto lo dedujo indudablemente después de algunos días de vivir sin continencia.

La fuerza nerviosa es una cantidad determinada en cada uno y hay que gastarla con método. Educar la voluntad no es otra cosa que crear llaves de contención para los nervios; es un problema igual al aprovisionamiento de agua para una ciudad. ¿Qué es una juerga? Salir con dos o tres amigos en automóvil. Poner la vitrola a cantar Ramona..., y, después, otro disco femenino.

Este es el canto a la alegría:

¡Mejor que todo es la inervación!

¡Nada como la regularidad térmica del organismo!

¡Cuán horrible es la esclavitud!

¡La esclavitud del alma por los deseos es de temer como la muerte!

¡Peor que la muerte eres tú, apresuramiento!

Peor que el frío de la muerte eres tú, Ramona..., en esta noche en que el huésped nos deja entrever su enorme panza a la luz del candil.

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La grafonola acompaña siempre a lo más delicioso, las circunstancias antecedentes del amor. Porque, así como el delito, el amor tiene circunstancias antecedentes, concomitantes y consiguientes. Todo lo agradable de la vida es antecedente del amor; todo lo que llamamos alegría, en cualquiera de sus manifestaciones, es antecedente del amor. La perspectiva del amor es el encanto del viajero, el encanto de todo lo que vive, la ilusión de todo lo que existe, desde el átomo hasta Dios. ¿Qué importa el objeto? Es una disculpa para poder amar. Nacimos para eso y antecedentes del amor son todos los heroísmos y todas las obras. Así como en la fonda desconocida el viajero siente una alegría vaga que no es otra cosa que la perspectiva de las figuras femeninas posibles, asimismo está el amor detrás de las trabajosas obras de Hegel... Las circunstancias concomitantes y subsiguientes al amor son tristeza. Entonces se convence uno de que lo engañó esta madre Naturaleza que sólo se preocupa por la especie. Las circunstancias subsiguientes al amor son iguales a viajar durante días en un tren: se experimenta la misma desazón en la columna vertebral.

¡La grafonola! Todo iba despacio allá en la antigüedad. Una Friné o una Aspasia determinaban para toda una época las circunstancias del amor y de la gloria; hoy los reinados de la belleza duran a lo sumo quince días; somos más artistas, más frívolos. ¿Podemos leer un libro de quinientas páginas? ¿Hay algún héroe que lea de seguido el Don Quijote de la Mancha? ¿Hay alguna mujer bella cuyo amor dure más de veinticuatro horas? No; ningún editor parisiense se atrevería a darnos un libro que tuviese más de ciento treinta hojas. Los vestidos femeninos son de telas frágiles para que no duren sino el tiempo de una emoción. ¿Qué se hicieron aquellas ropas eternas que pasaban a las primas? Parece que nuestros antepasados no supieron que el hombre es una máquina muy delicada; vivían para la eternidad, y nosotros vivimos para el tiempo; y la eternidad es una, y el tiempo se compone de segundos. Nosotros dejamos el libro de cincuenta y tres hojas en el asiento del tren o del avión. ¡Aquella americana, aquella silueta estilizada que vimos a la orilla del mar, leyendo descuidadamente a Miomandre, y que dejó el libro sobre la silla de paja! Nuestros antepasados tenían casas de piedra, bibliotecas de tomos fabulosos, empastados en cuero, y sus mujeres eran anchas, carnudas. Las nuestras se parecen a nuestros libros de cincuenta y tres hojas; las leemos, nos leen, y nos dejamos tirados sobre los asientos de paja. Todo lo nuestro pertenece al tiempo, que está compuesto de segundos. Por eso, en nuestro delirio nos aterraba la gordura del antioqueño.

Esas mujeres de las grafonolas, esas mujeres cuyos cuerpos inducimos por sus voces y cuya boga dura unos quince días, determinan las modas del amor.

Y por eso, porque no tenemos ideas sino opiniones, porque no hay eternidad, porque no hay sino un pequeño manojo de segundos y un pequeño manojo de emociones, nuestras mujeres son delgadas y lo único que no les perdonamos es la constancia. ¿Qué cosa más horrible para nosotros que una mujer constante? Es como una idea fija; es como un vestido que uno no se pudiera quitar. El encanto de la mujer consiste en que nos abandona; es el mismo encanto de la vida; ¿pues qué sería de la vida y del amor a ella si no supiéramos que íbamos a morir?

Porque ya no pensamos en la eternidad, porque somos un manojo de segundos, lo supremo para nosotros es el dinero. También éste se compone de centavos y con él se compra todo lo que se ha inventado para adornar el tiempo. Por eso, desde que Lutero descubrió que en Roma estaban vendiendo la eternidad, dejamos de creer en ella, pues es absolutamente evidente que todo lo venal es terreno.

¡EL DINERO! Indudablemente el nombre mejor para nuestro siglo es este: El siglo del hombre que hace fortuna. Vivimos a la caza de la fortuna; gastamos nuestras energías en la consecución del dinero. Es un afán tan grande como el que se tenía antaño por la bondad del alma.

Todo es para nosotros un medio de conseguir dinero; se persigue la ciencia, para ello; se desea la moralidad, la honorabilidad social, porque producen dinero; nuestro amor es frívolo y mercenario; por eso es tan agradable; la cónyuge –vocablo del lenguaje de los antiguos– se consigue porque tiene dinero. Deseamos tener carácter, porque es cualidad para conseguir dinero. Para eso cultivamos la literatura. Todos los segundos de nuestras vidas están empapados de la necesidad de conseguir dinero. Este es nuestro último fin, indudablemente.

Nuestras necesidades se han multiplicado; nuestros placeres son tantos como nuestros segundos... ¡Son tantas las mujeres hermosas y tantas las bagatelas que adornan sus cuerpos transitorios... y todo se vende! La moneda o, mejor dicho, el billete, es la piel mágica en que se viaja por países feéricos; ¡el billete es la imagen de todo lo agradable!

Movimiento rápido a leguas por hora, a kilómetros por minuto... Es necesario correr, acumular rápidamente, porque nos deja la vida. Este es el siglo del hombre que hace fortuna.

Nosotros, el hombre que hace fortuna, porque es un manojo de segundos y de emociones, es flaco, alto, demacrado, huesudo, de maxilares angulosos, ojos brillantes y anhelantes. El hombre que hace fortuna es la misma figura del perro cazador. Porque el hombre que hizo fortuna es gordo y apoplético como nuestros antepasados, lleno de hidratos de carbono.

Y morimos de apoplejía, de cáncer en el hígado, de nefritis, de gota, a los cuarenta y cinco años. Y generalmente el hombre que hizo fortuna es sadista y se derrite por las niñas de trece a catorce años: son las dependientas de sus grandes almacenes.

¡Honor al hombre de acción, al joven cazador, honorable, duro, superhombre, de egoencia desarrollada, cruel! ¡Honor al hombre seductor que ha metodizado todo en orden al dinero! El hombre de acción es hermoso. ¡Loor a nuestro hombre recto, de mirada firme, pletórico de ansias!

Sí; porque el hombre de acción, a pesar de que se contiene por sistema, es un ansioso; a pesar de que va paso a paso, por sistema, es un desesperado; a pesar de que sostiene el valor de la tranquilidad, es un intranquilo.

La paciencia, la contención, todas las antiguas virtudes de nuestros gordos antepasados, se predican a la juventud, pero no ya como virtudes, sino como métodos. La moral es pragmatista. Se aceptan las virtudes de los viejos tratadistas, pero porque son útiles.

¿Cómo se edifican hoy los templos? En un barrio que se intenta urbanizar, se regalan diez mil varas para una iglesia. ¡Así viene la bendición de Dios! Las calles se regalan al Municipio. Nosotros, el hombre moderno, practicamos todas las antiguas virtudes, pero no buscamos agradar a Dios, sino comprarlo; lo tratamos como los agentes viajeros a los empleados públicos: dándole propinas.

Nosotros, el joven de acción, grabamos en nuestras oficinas los mandamientos recibidos por este nuevo Moisés, el filósofo pragmatista.

¿Por qué no roba el hombre de acción? Porque pierde el crédito. Por eso no roban los Bancos; por eso no roban los países. El crédito ha reemplazado al Diablo en su papel moralizador. El joven pragmatista tiembla y palidece ante la perspectiva de perder el crédito, como temblaba y palidecía la monja hermosa después de abrazar a su amante por sobre los muros del convento, ante la perspectiva del rabo prensil del Diablo. El CRÉDITo. Es una creación nuestra, más imponente que Júpiter. ¡Cuántos tratados se han escrito acerca de este dios!

El mejor ejemplar del hombre que hace fortuna que hemos encontrado en Colombia, un indio rubio, el Dr. Y., nos decía que su maestro en universidad belga les daba este imperativo categórico: “No dejéis constancia escrita sino en último caso, para que no perdáis el crédito”. Sí; el hombre cazador teme a la prueba preconstituida; teme a la prueba material. ¡Qué antiestético es todo lo petrificado! El indicio es una prueba elegante; con él se puede probar lo que se quiera, o sea: nada se puede probar; es indeterminado como todo lo espiritual. No dejar rastro es el ideal en la acción. Por eso el robo es vulgar, y el hurto, que consiste en tomar lo ajeno sin que quede huella, progresa a medida que aumenta el auge del hombre-fiera. El hurto consiste en ejecutar un ACTO con la limpieza, suavidad e invisibilidad del viento. El adjetivo empleado para los negocios y los hurtos es este: LIMPIO. El hurto y el negocio son hermanos gemelos. Las cualidades de hurtador y negociante son las mismas; los procedimientos, idénticos. La diferencia está en que el hurtador se lleva todo el objeto, y el negociante devuelve parte de su valor en lo que se llama precio.

Viaje a pie 1929

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