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PRÓLOGO

Un siglo ha pasado desde el parto de aquel provocador compendio de reflexiones, inicialmente nombrado El derecho a no obedecer, que asombró a quienes se dieron a su juiciosa lectura y que ocasionó el deleite de unos y el desgreño de otros. Su título oficial finalmente fue Una tesis y constituyó el trabajo de grado con el que Fernando González optó al título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas en 1919 en la Universidad de Antioquia, tras haber publicado con notable éxito la obra Pensamientos de un viejo tres años antes. Las ovaciones que con tino se escuchaban desde la academia y algunas tribunas de prensa contrarrestaron las enconadas críticas apocalípticas de la Iglesia y algunos de los sectores más conservadores de la sociedad antioqueña. El eco de la reyerta superó los límites del departamento y se instaló en las salas de redacción al otro lado de la cordillera para continuar un debate que ubicó a los administradores de la fe de una parte y a los defensores de un pensamiento auténticamente libre y desinhibido, de la otra.

La intervención eclasiástica censuró el trabajo de grado de Fernando González, no sin antes intentar desacreditar, con ligeros argumentos, su contenido insurrecto. Con belicosidad y fatalismo, el clero renegó amargamente no solo de que el claustro universitario hubiera permitido semejante provocación como cumplimiento de un requisito académico, sino además de su posterior divulgación, bajo el temor de lo que pudiera venir después del éxito de una aparente promoción de ideas anticlericales y anticatólicas. Otros críticos, más mesurados, aunque no menos aguerridos, a pesar de no compartir en todo o en parte las reflexiones de González sí defendieron su sagrado derecho a expresarlas y exaltaron la genialidad que suponía pensar por sí mismo.

Con todo, la polémica que rodeó la presentación, la aprobación y la publicación de Una tesis fue nada menos que una gran caja de resonancia para todo aquello que apenas comenzaba a despuntar: la agudeza intelectual y la genuina identidad de Fernando González. Como sucede a menudo con lo que es tachado de prohibido o pecaminoso, el rechazo y la censura que desde poderosísimos círculos sociales y políticos se imprimieron a la tesis de González no surtieron otro efecto sino el de avivar el interés de los entornos letrados sobre lo que estaba en ciernes. Era apenas el comienzo.

Una tesis estaba cargada de apuntes originales cuidadosamente seleccionados y agudísimas sentencias que enaltecían el individualismo, la introspección reflexiva, la autoconciencia y la división del trabajo. Esta especialización, propia de la perfectibilidad del ser humano, era el sustrato necesario para lograr que las sociedades globales entraran en una dinámica de solidaridaddependencia que arrebataría espacio a las confrontaciones y, de paso, minimizaría el gobierno de las sociedades, permitiendo al mismo tiempo el ascenso del individuo. Un anarquismo romántico, pero práctico. Su más grande amenaza sería, por el contrario, la inobservancia de lo que González llamó la “ley de proporcionalidad de actividades”, causa principal de la “corrupción de la democracia en Colombia”: mucho intelectual de tertulia trasnochada, pero poco progreso técnico. En un panorama legal, político y social atravesado por el Concordato, era previsible, entonces, la molestia de los prelados.

De esta forma, con los reflectores puestos sobre su incipiente obra, Fernando González se hizo abogado. A fuerza de necesidad y pragmatismo, según cuenta el ilustre profesor y su esmerado biógrafo Javier Henao Hidrón, comenzó por ejercer el litigio al lado de prestantes personalidades en el mundo del derecho en la capital antioqueña. Sin embargo, no sería una actividad que le apasionara ni que le representara mayor interés, lo que en modo alguno quiere decir que la ejerciera sin brillantez o rigurosidad. Basta leer lo más selecto de su prolífico legado, juiciosamente recogido en la presente obra.

En 1921, siendo todavía un joven (con los pensamientos de un viejo), comenzó a ejercer como magistrado en el Tribunal Superior de Manizales. En el curso de los dos años durante los que lideró la judicatura en el Viejo Caldas profirió, cuando menos, ciento veinte sentencias de carácter penal, entre otras muchas providencias menores o de otros asuntos. La corta edad de González cuando aceptó la tarea de administrar justicia no se revela en la profundidad y agudeza de las decisiones en las que participó, todas ellas dotadas de una minuciosidad fáctica y una precisión conceptual que verdaderamente honraban el encargo de restablecer equilibrios y deshacer entuertos.

González, dice Henao Hidrón, consideraba la abogacía “poco adecuada como punto de apoyo para emprender la búsqueda de la verdad”. Era, ante todo, un pensador del más libre espíritu latinoamericano, ocupadísimo siempre en intentar ver las cosas desde otra perspectiva. Un eterno buscador de puntos de vista. Incansable caminante de los senderos lógicos de la retórica y la argumentación. Se topó en la justicia con un fecundo escenario donde podía aplicar las operaciones lógicas que se siguen de las normas jurídicas y los actos humanos: cada acción encierra en sí misma la potencialidad de su efecto. En Viaje a pie (1929) concretó estas reflexiones. El abogado, ciertamente, “es el hombre de la dialéctica”, que no está preocupado por la verdad sino por hacer parecer su afirmación como cierta, sin perjuicio de que mañana promueva su antítesis con igual pretensión de veracidad. Es el “titiritero de la certeza, el creador de la verdad” y, jocosamente, como era su estilo, remata: “¿En dónde se ha visto que dos hombres se insulten e inmediatamente se abracen? En los estrados de la justicia. ¡Es la pantomima de la verdad!”.

Cuando escribió Viaje a pie, González ya había dejado de ser magistrado varios años atrás y estaba viviendo su segunda aventura judicial: era juez en Medellín. Ya había madurado su experiencia como administrador de justicia y había tenido el tiempo suficiente para desmenuzar las enseñanzas del buen ejercicio de la judicatura. Siempre fiel a la rigurosidad del imperio de la ley, Fernando González entendió que no hay acto más humano que el de impartir justicia entre los hombres, por lo que se preocupó de imprimirle un carácter metódico y científico, pero además, un pragmatismo y una agilidad que permitieran la realización material de lo justo entre todos los intervinientes y lectores. El buen juez, dice, “cuenta la historia en toda su esencia; establece luego las proposiciones que enuncian del modo más corto los problemas sometidos a su resolución; cita las leyes que dan contestación a ellos, y falla”. No se distrae en “enumerar hechos inútiles” ni en “razonar inútilmente”. Alinderar adecuadamente el problema que es traído a su conocimiento es la “preocupación del buen lógico y del Juez”.

No le faltó tampoco firmeza para enderezar el juicio de los falladores bajo su jerarquía, a quienes no solo exigió prontitud en la dispensación de la justicia, sino claridad y técnica judicial. No fueron pocos los eventos en los que, palabras más, palabras menos, sin el más mínimo asomo de grosería u hostilidad, hizo suya la frase que se le atribuye al ensayista y crítico británico Samuel Jhonson: “Su manuscrito es bueno y original, pero la parte que es buena no es original y la parte que es original no es buena”. Llevó la erudición al servicio de la judicatura y viceversa.

Fernando González aplicó este raciocinio con su ejemplo. Todas las providencias aquí compendiadas son completamente ilustrativas de su auténtica manera de concebir el acto de justicia, desde la posición tanto del juez como de la parte. Enriquecidas por una narrativa envolvente y directa, las sentencias proferidas por González demostraban que la puridad de la técnica judicial no desdecía en absoluto de la posibilidad de aterrizar el encumbrado formalismo jurídico a la realidad de a pie. En efecto, en la causa criminal del 23 de diciembre de 1921 en el Tribunal de Manizales, tras describir exclusivamente los hechos fundantes del pleito (limpiando de ripio el resto del juicio), desarrolló una completísima teoría sobre la naturaleza y la valoración de los indicios y su capacidad demostrativa en un pleito, a diferencia de los siempre falibles testimonios.

A su turno, en el caso de la servidumbre de tránsito de don Emilio Restrepo, fallado en Medellín en 1929, rescató de los anales del derecho romano los conceptos que en honor a la tradición jurídica colombiana iluminaban la solución de ese caso en concreto, no sin antes explicar concienzudamente los pormenores de los hechos y las normas jurídicas sobre los cuales debía desarrollarse el silogismo que conduciría a la solución final. Llama poderosamente la atención cómo su estilo narrativo en las providencias propone casi una relación epistolar íntima con los intervinientes en el juicio, mientras da la impresión de dictar, indirectamente, una conferencia a un público que no forma parte del pleito pero que sabe que tiene interés en el mismo y va a leer con detalle su decisión. Las referencias (y elogios) personales a los apoderados y a los auxiliares de la justicia, con nombre propio en cada caso, son instrumentos poderosísimos para acercar la justicia a su destinatario: es una manera retórica de aterrizar el ideal de lo justo a la plaza, a la calle y a la vereda.

Algo similar se percibe en la sentencia del 16 de octubre de 1922 tras la instrucción de un homicidio en zona rural de Supía (Caldas), en la que se permite disertar acerca de las claras y claves diferencias que existen entre la codelincuencia y la simple complicidad. Lo mismo sucede en la intervención un par de decenios después, en 1947, ante el Tribunal Superior de Medellín, ya fungiendo como litigante (en este caso, abogado de oficio), en la que desarrolla una profunda teoría revitalizadora y beneficiosa de la pena. Gran teórico y lúcido expositor atinó a decir en aquella oportunidad: “El delito y el pecado apetecen la pena, porque la mala conciencia no muere sino en ella. Un defensor así, con esta moral, en Colombia, es un imposible: por eso no ejerzo sino obligado”.

Este particular ejercicio de la profesión con fuerza propia se impuso sobre el poderío desvanecedor de los años y el olvido, motivo por el cual en el centenario de Una tesis es posible redescubrir la faceta de Fernando González como jurista muy al margen de las reflexiones filosóficas que ya lo habían inscrito en el panorama de las letras colombianas. En el desempeño de su oficio como magistrado, juez y litigante, hizo de las suyas. Ávido lector del Quijote, fundó en las enseñanzas de este vasto tratado sobre la naturaleza humana varias de sus opiniones y conceptos jurídicos. En el ya citado juicio del 23 de diciembre de 1921 en el Tribunal de Manizales, por ejemplo, trajo a cuento la experticia de los abuelos de Sancho para la cata del vino en parangón con la destreza que se requiere de un auxiliar de la justicia. A su vez, en la causa criminal iniciada en contra del presbítero Miguel A. Gómez por el delito de riña, alabó la paciencia del civil que inicialmente no correspondió una provocación del prelado, afirmando que seguro aquel había leído el Quijote, pues tenía claro que “es de villano y de espíritu cobarde el pegar a sacerdotes y mujeres”.

Pero, sin duda, es en el célebre caso de la cesantía de Nepomuceno Marín donde su genialidad encontró el punto exacto en el que la administración de justicia se nutre de la diversidad de la literatura para erguirse. Nuevamente en cita del Quijote, esta vez con referencia inequívoca al episodio del Caballero de los Espejos, González predica metafóricamente que el formalismo legal y la ficción jurídica del imperio de la ley verdaderamente sirven de poco si no cumplen su cometido único de hacer efectivos los derechos de los ciudadanos. La ley se justifica y se aplica en función de la utilidad que ello le representa al individuo engranado en la sociedad para garantía de sus derechos. Esta idea, por sí sola, supondría una premonición temprana del paradigma del Estado colombiano apenas consolidado en la última década del siglo xx.

Los entretenidos y emotivos fragmentos de la faceta de jurista de Fernando González que se encuentran en estas páginas, en exquisito maridaje con la reedición que rememora en toda su dimensión el manuscrito de Una tesis, llegan a manos del lector con la certeza de que su estilo coloquial y a la vez erudito garantiza la inmortalidad de su obra que, como dijo alguna vez Borges a propósito de una de Wilde, “no ha envejecido; pudo haber sido escrita esta mañana”.

Carlos Arturo Barco Alzate

Bogotá, agosto de 2019

Una tesis. El derecho a no obedecer

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