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Me tocó asistir a una tragedia y mi mujer me urge para que la escriba, afirmando que contiene sentimientos elevados y que puede ser educadora de las costumbres caritativas.

Conocí al maestro de escuela don Manjarrés, y entré en su intimidad y en la de su mujer casualmente. Este adverbio de modo quiere decir que no hice nada para conocerlos; pero es verdad que al percatarme de lo que allí se estaba preparando, intervine: adiviné las agonías, que son mi ambiente… Pero este es materia del aparte que sigue.

Al frente de casa había otra, más vieja y siempre cerrada; nunca se veían visitas.

Un domingo oímos gritos. Supimos que uno de los hijos del maestro se había herido al caer de un naranjo. Fuimos a ver. Así me inicié en el conocimiento de Manjarrés, doña Josefa, un perro y dos gatos.

¡Lo que es la afinidad! ¿Quién creyera que esa tarde estaba propincuo a gran acopio de agonías?

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El amor que dirige mi actividad es a las agonías y entierros. Eso me embriaga. Cuando voy detrás del muerto, o cuando estoy atisbando desde un rincón del cuarto del agonizante, me siento en “otra parte”, no peso y comprendo. Ejercí el monagato, no por la paga sino por el olor. Ya verán. Apenas me llega la ráfaga compuesta, adivino la cadaverina, la separo del perfume de flores y del que viene en frascos, y guiño los ojos para hacerles ver que no me engañan, que penetro a la esencia del cadáver y de los enterradores; la cara que ponen y todas sus actitudes también son compuestas. Me jacto de ser el que sabe del sentimiento simple que llamaré “enterrador”.

Lo primero en mi felicidad de esos instantes es la liviandad; sensación de flotar, de estar “allá” y de que nadie puede engañarme. Se trata del olfato. Los cegatones y duros de oído comprendemos por medio del olfato. Ir detrás de un ataúd ocupado, oliendo y analizando: he ahí la felicidad. El cura de…, al que serví de monacillo, tenía gracia para enterrar: la voz llena y la potencia de la figuración contrastaban con el cadáver y los deudos; eran burla a la mentira de ellos.

Si pesaran un cadáver y compararan su peso con el del cliente cuando agonizaba, comprenderían que vida es movimiento vibratorio que solivia. El infierno es la total pesantez y la infinita duración. “Me siento ligero”; “me produce sensación de ligereza”; “el tiempo vuela”: frases que se escuchan en la felicidad. “¡Qué largas las horas!”, exclama el pecador o enfermo.

No digan que se trata de los gases de la putrefacción, pues no bastan para la diferencia de peso entre el vivo y el muerto. Además, hay el hecho de que la diferencia está en relación directa con la genialidad, es decir, que la mayoría se pudren completamente: sus cadáveres son la misma cantidad que cuando respiraban. En el Cielo, morada de los genios, no hay gravedad ni duración, y en el infierno…, etc.

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Manjarrés era más bien alto; las piernas muy largas y flacas. Pero se le veía que había nacido para gordo: era un enflaquecido, flacura de maestro de escuela; no era esa su condición natural, sino que la padecía. Usaba bigotes colgantes y, en el bolsillo interior izquierdo del saco, un cepillo para dientes, con las cerdas de para arriba, condecoración de todo maestro de escuela. Mientras discurría, abría y cerraba su vieja navaja de bolsillo, muy comida y limpia por sobijos y amoladuras; también sacaba de los bolsillos pedazos de tiza; estos y tiznajos son la única abundancia en casa del maestro.

Cuando uno iba a encontrarse con él, se detenía brusca y nerviosamente; metía las manos en los bolsillos y las sacaba; muchos movimientos incontrolados; se avergonzaba; por eso, donde los jesuitas le dieron el apodo de Verónica. Caminado, voz, acción, iras y tranquilidades, todo era falto de naturalidad en Manjarrés. Tenía conciencia de pecado. Este modo furtivo se encuentra en la especie humana; los otros animales…; sólo un perro danés, propiedad de una beata, ha tenido algo, muy remoto, del aire de los tímidos. ¿De dónde más, sino de que la personalidad humana es compuesta, puede provenir la conciencia de pecado? ¿Cómo explicar al tímido?

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¿Era “un grande hombre”? Sólo puedo afirmar que en él podía estudiarse el sentimiento de “grande hombre incomprendido”. Aquí, por primera vez, se pone, alinda y analiza este sentimiento.

Muchos somos los que nos sentimos “grandes incomprendidos”: todos los artistas y los que ejercen la filosofía; todos los pobres; los que padecemos y en cuanto padecemos. ¿Será defensa que suministra la naturaleza, para que los pobres no se aniquilen? ¿Seremos dioses miserables?

Es axiomático que el autor y el lector nos sentimos “grandes hombres incomprendidos”. Andamos diciendo que los funcionarios públicos no sirven y que triunfan los intrigantes. Si no lo sintiéramos, sentiríamos que somos nulidades. No sé si me entienden: el que tuviera conciencia de que “la culpa” es suya, de que no es rico o funcionario de categoría elevada, por incapaz, se anonadaría. Esta noción es la llave de los secretos vitales. ¡Mucho ojo, pues, a lo que sigue!

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Poco a poco fuimos intimando, hasta visitar su casa, para la investigación. Se me permitirá seguir el aparente desorden con que fui adquiriendo el conocimiento de este hombre detestable, pero digno de compasión. Se me fue entregando fragmentariamente. La certeza plena no la obtuve hasta su muerte. Cuando le hayamos enterrado podré contestar a todos los porqués. Suplico que demoren el juicio acerca de este informe psicológico. Principiaré con ciertos apuntamientos confidenciales:

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Manjarrés se cree “un filósofo” y un “postergado”. En el fondo goza con sus vestidos rotos. ¿Por qué no se afeita diariamente, si para ello no se necesitan riquezas? ¿Y el hedorcillo a sudor? ¡A mí no me engaña! Esos detalles miserables son la bandera desplegada de su orgullo; la publicidad de su sentimiento de “grande hombre incomprendido”.

Cuando fui a preguntar hoy por el niño herido, Manjarrés estaba encerrado en su cuarto; al despedirme de la señora Josefa, él salió, me acompañó hasta la calle y me dijo apresuradamente:

“La cónyuge opina a uno y le cela; la cónyuge ‘salva’ al marido, ja, ja…”.

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Hombre tímido en extremo, tipo del solitario por impotencia. Primero fue recadero de abogado y también abogadeó en su primera juventud; un su tío le tuvo en el bufete y allí aprendió. Estudió donde los jesuitas; con ellos se graduó en introspección, en creerse “condenado”, “perseguido”.

Su primera experiencia amorosa fue con una joven mulata, fortísima y virgen; ella fue la incitadora y él fracasó en el trance, debido a que los Reverendos educan a los jóvenes de modo que cuando aman, piensan en el remordimiento y el infierno, quedando asociado el hecho del amor con tantos dolores y miserias que resulta una inhibición. Esto fue lo que tuvo Manjarrés con la mulata y se tornó más solitario.

Una coja le salvó. La coja Elena; coja de la cadera derecha; alegre y vital. Esta buena mujer le volvió un poco a la realidad. Ya dizque murió hace años, y quizá sea el único ser femenino de quien hable tiernamente el maestro de escuela: “Las mujeres cojas de la cadera –díjome– son tesoros ocultos”.

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Como era cariserio de nacimiento, seriedad nativa que se confunde con la santidad o con la investigación, y como todos sus movimientos eran de asustado (bruscos, con vergüenza), las mujeres no le amaban. Lo más remoto para ellas era que Manjarrés pudiera amarlas y perseguirlas; así, huían asustadas cuando les pedía algo o las miraba ansioso. Una dizque se expresó así: “Cuando Manjarrés está amoroso, se le ve el pecado mortal”. Frase muy acertada, pues no iba a la mujer sino durante el gran ataque, y la hembra considera al amor como el negocio de su vida, y por eso exige que se le trate el asunto largamente. Para ellas el juego es más importante que el fin; en las circunstancias antecedentes está su imperio; exigen que las enamoren, las regalen, adulen, engañen y tumben.

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Muy niño quedó huérfano y fue criado por el tío que ya dije que le tuvo de paje aprendiz de triquiñuelas. En esa casa fue en donde encontró a la coja, de la servidumbre del tío.

Estando de curial dio principio a eso tan en boga entre los tímidos, que llaman “educación de la voluntad”, arte que se halla en libros cuyas pastas ostentan caras con ojos muy abiertos, y fijos como candelas. A este arte maldito le somos deudores de Mussolini, Franco y Hitler.

Una vez (tenía veinte años) se obligó a ir a besar a la dactilógrafa del vecino, cuando ella pasó a lavar un tintero en la fuente; no se conocían y lo hizo; ella dejó caer el cacharro, que se volvió añicos. Estos ejercicios no eran por sensualidad, sino para “autodominarse”.

Estuvo una noche íntegra en un pie. Aprendió de memoria doscientos artículos del Código de Minas y dos alegatos de un abogado. Durante un mes se obligó a ejecutar lo que más le repugnara: copiar a mano, sin un error, informes de gerentes de sociedades anónimas; escribir veinte mil veces frases contrarias a sus sentimientos, como estas: “S… no robó”; “X… es honrado”, etc. Durante diez horas estuvo con los brazos estirados horizontalmente. Estos ejercicios conducen a lo que llaman hoy “acción intrépida”.

Coronó estas prácticas con un sistema de desdoblamiento que le perdió para las artes del tintero y le arrojó a las de la tiza y la hambre.

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Parió su doble; le puso el nombre de Jacinto. El proceso fue, poco más o menos:

Nadie puede verse a sí mismo infraganti. Hasta el descubrimiento del cine nadie se conoció en acto, pues en el espejo no se observa el movimiento ocular, que es lo expresivo. El cinematógrafo casi nos permite cogernos corporalmente. Ahora se trata de mi invento para autocapturarnos psíquicamente en flagrante: objetivarnos. Con la introspección logramos hacerlo, pero como entes sucedidos; los actos ya sucedieron cuando tenemos conciencia de ellos. Se logra apenas producir el remordimiento. Se trata ahora de un invento que permita al hombre estudiarse como actual.

Pues bien, creyó haber hallado el secreto divino que le permitiría rehacerse, dirigirse, ser el amado y honrado por todos, el triunfante.

El mecanismo fue el siguiente: la inteligencia sería Manjarrés, y el ejecutor, Jacinto.

Así quedó desdoblado el hijo de Holofernes. Adelante se verá por qué se le llama así.

Iba caminando, e imaginaba ver delante a Jacinto; le dirigía órdenes: “Camina más lentamente; irgue el pecho: ten la cara más llena”, etc. “Ve a los juzgados y deleita a los jueces”; “deleita a ese rico que va ahí; háblale de su figura juvenil”.

Cogía un espejo y conversaba con su doble: “Eso de seguir a las mujeres es sueño deletéreo. ¡Sé duro!”. La conversa era cuando le atacaba su gran manía de ir detrás de ellas, guiado por confusos deseos y esperanza de que le amaran.

Jacinto era el que dormía en duras tablas; permanecía en agua helada, zambullido hasta el cuello en la alberca, o quieto bajo la cruel ducha.

Cogió sapos, gusanos y lagartos; caminó con guijarros entre los zapatos; ayunó; vegetariano. Noches enteras parado en los dedos de un pie.

Tres años duró la experiencia. Como resultado, cierta alegría, proveniente de la satisfacción de mandar. Téngase presente que los males que sufrió e hizo padecer Manjarrés provinieron de que pensaba en sí mismo. Para ser “un hombre” y no “un filósofo” hay que atender al prójimo.

Logró que le invitasen al club, a beber, y que le recomendasen el cobro de acreencias prescritas. También obtuvo que un hotelero pagase el valor de la vajilla robada a una viuda. Tanta decisión mostraban los ojos dilatados de Manjarrés, que el hotelero pagó. Fue el primer triunfo de su método, pero también el último.

También el último, pues su mismo método le perdió. Una familia rica de la ciudad era de la clientela de su tío, y una señorona de ella enviudó: jamona gustosa, presuntuosa y de aires imperiales. Frecuentaba el bufete, precisamente cuando el desdoblamiento. No saludaba al escriba y ahí fue Troya.

En un paseo por Bermejal se le metió preguntarse: “¿Hay algo a que no sea capaz de atreverme?”. El Diablo le contestó: “Acercarte a la viuda y abrazarla”.

—¡Lo haré!

Desde entonces vivió aterrado en espera del instante en que tendría que atreverse.

Cuando oyó los pasos de la víctima, que subía los peldaños, salió, la abrazó y cayó desvanecido. Gritos. Le arrojaron ignominiosamente del bufete y de la casa. Vivió ambulante, hasta que le nombraron para maestro de escuela, hace veintidós años.

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Maestro de escuela, se casó con Josefa Zapata, su prima y la única para amarle. Le amaba, porque era enfermo y en él ejercía el oficio maternal y de mártir para que nació. Quizá se haya casado con Manjarrés porque no tuvo otro; para casarse con él no puede haber fácil razón suficiente.

Veintidós años han vivido así, yendo de escuela en escuela, y criando hijos, que es el destino del pobre. Ha sido tenido por “conservador”, quizá por el aire.

Le conocí cuando principió la “revolución liberal”. Le clasificaron entonces en “quinta categoría” del escalafón: el director de educación dijo: “¡Tírenle duro a ese godo!”.

Nuestra intimidad nació en sus días amargos. Cincuentón, y parecía de sesenta. Cuando no se encontraba en la escuela, bregando por enseñar a cien hijos de choferes, que son la hez, estaba en su casa, encerrado, escribiendo contra Josefa y el gobierno. Tenía ya cien cuadernos llenos de diatribas contra estos dos entes a los que atribuía “la culpa” de sus miserias.

Se pueden resumir así:

“No triunfan sino los más audaces ignorantes. Es imposible conseguir los primeros mil pesos; hay que robarlos; luego toda riqueza individual es robo”.

Pero casi todos contienen en su ochenta por ciento variaciones de una queja honda, la del “grande incomprendido”, es decir, que no ha podido redactar “su teoría del conocimiento” y “su arte de dominar”, a causa de Josefa.

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Recuerdo muy bien el día en que logré la confianza de Manjarrés. Le sorprendí y fue mío. Para el logro del conocimiento no hay sino estar atento y aguardar. Fue en un atardecer tranquilo; nublado, pero silencioso; en la mangada de Rodolfo, en un alto que domina al río Aburrá. Nos quejábamos:

“En este país –dijo él– no quieren sino maestros a su modo, que sean del “partido”; no ascienden sino a los que beben aguardiente con los inspectores de educación. José Vicente tuvo que gastar ochenta pesos en aguardiente de caña para ellos, para que desistieran de mandarle a Heliconia…”.

En seguida tratamos mal del presidente y de los jefes políticos.

Nuestra conversación en sí no tuvo atractivo para el lector; la importancia reside en que me percaté de que poco a poco nos alegrábamos. ¿Por qué? ¡Mucho ojo, lectores!

El maestro de escuela

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