Читать книгу De la felicidad y otras cuestiones públicas - Fernando Miguel Leal Carretero - Страница 8

CUESTIÓN 1 ¿En qué consiste exactamente la felicidad? *

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La verdad, señoras y señores, es que tiene mucha gracia esta situación: cuatro profesores de filosofía, por necesidad unos más solemnes que otros, pero todos en algún grado solemnes, han sido invitados a hablar sobre la felicidad. Y si faltara solemnidad en los invitados, la ocasión es ella misma solemne. Pero primero: ¿qué podría haber de menos solemne que la felicidad? Y segundo: ¿qué autoridad para hablar de la felicidad podría tener la filosofía?, o más específicamente: ¿qué autoridad podría tener un profesor de filosofía para hablar de la felicidad? Sin duda se podría decir que hay algo muy puntual que le da tal autoridad, a saber, el hecho histórico de que la filosofía (como hemos visto en mis predecesores) ha producido discursos largos y alambicados sobre la felicidad. Me atrevo, sin embargo, a ir contra la corriente de esta objeción diciendo que ese hecho no le puede dar a la filosofía (y a fortiori a los profesores de ella) ninguna autoridad, a menos que debamos admitir que ese discurso filosófico, además de largo y alambicado, es en lo esencial correcto, acertado, atinado; vamos: que da en el clavo acerca de su tema, que es la felicidad. Y allí es donde la cosa tiene mucha gracia, porque o mucho me equivoco o esa condición no se llena y resulta que el discurso filosófico no da en el clavo, sino que de hecho se aleja muchísimo de su tema y consigue eludir todo lo que importa acerca de la felicidad. Esta es la primera idea que quisiera expresar aquí, y enseguida vuelvo a ella.

La segunda idea que quisiera transmitir aquí es que en años recientes dos grandes áreas de la investigación científica han hecho suyo el tema de la felicidad: la economía y la psicología. Yo no soy ni economista ni psicólogo, sino sólo, al igual que mis colegas en esta mesa, simplemente filósofo, pero lo que llevo leído de esas literaturas me invita a pensar que tampoco los economistas y psicólogos, a pesar de los enormes méritos de las investigaciones respectivas, aciertan bien a bien, o al menos no aciertan todavía. Este es la segunda idea, y les pediría que me dieran un poco de tiempo antes de volver a ella.

Todo lo anterior parece indicar que yo me remito a una tercera autoridad, que no es ni la de la filosofía ni la de la ciencia, las cuales por lo visto no admito en realidad como autoridades, para poder hablar de la felicidad. Así es, en efecto: y esta tercera autoridad a la que me remito es la autoridad del sentido común. Pero antes de remitirme expresamente a ella, quisiera remitirme a otra autoridad, una cuarta pues: la autoridad de la experiencia. Y es que, si alguien en otras épocas de mi vida me hubiese invitado a hablar en público, o incluso en privado, de la felicidad, estoy casi seguro de que habría rehusado hacerlo por la sencilla razón de que en esas otras épocas no era yo feliz. Y aquí estoy diciendo algo muy importante: no hagan caso de nada que les diga nadie acerca de la felicidad si no admite antes que es feliz o al menos que alguna vez lo ha sido. Esta es acaso la tesis más fundamental que quisiera proponer aquí: de nada debe hablar nadie, o si habla nadie debe hacerle caso, si no tiene conocimiento de causa, vale decir si no tiene la experiencia de la cosa de que habla. Vengo pues a hablarles aquí de la felicidad no desde la perspectiva de un filósofo a secas sino desde la perspectiva de una persona feliz, o si se empeñan ustedes, ya que se trata de un banquete de filosofía, desde la perspectiva de un filósofo feliz. Porque o mucho me engaño o muchos filósofos no son felices, y entonces el que sean filósofos no garantiza que haya que hacerles caso.

Siendo feliz yo mismo que les hablo aquí y ahora de felicidad, ¿en qué digo que consista la felicidad? Dicho de la manera más sencilla que puedo: en tener una vida familiar ordenada y armónica. Así de simple. Creo, con otras palabras, que a ese animalito que es el ser humano, tal y como es, aquello que en el fondo lo hace feliz no es otra cosa ni puede ser otra cosa que el tejido de relaciones cercanas y cálidas que constituye la familia. ¿Significa eso que toda persona que tiene una familia y vive en familia es feliz? Por supuesto que no: decir algo así sería decir algo tan patentemente falso que habría que reír a carcajadas. Hay familias felices y familias infelices; y como decía Leo Tolstoy al principio de su Anna Karenina, todas las familias felices son iguales, mientras que cada familia infeliz es infeliz a su propia y distintiva manera. Lo que estoy diciendo es más bien que, si una persona es feliz, lo es porque lleva una vida familiar con ciertas características, que son por cierto siempre las mismas, como dice Tolstoy.

¿Qué características son esas? La cosa es tan banal, tan archiconocida, tan poco solemne y tan poco filosófica, que casi no me atrevo a decirlo en un foro como este. Todos ustedes conocen las características que son comunes a toda familia feliz y que la distinguen de las innumerables maneras que desbaratan la felicidad familiar. Si tienen suerte, las conocen porque las han vivido, al menos en algunos momentos de sus vidas; si no tienen suerte, lo lamento por ustedes, pero estoy seguro de que al menos las han visto de lejos, y ello tanto en carne viva, por conocer personas cuyas familias tienen esas características, como en las mil representaciones de la vida familiar que nos ofrece la poesía, el teatro, la narrativa histórica o de ficción, la pintura o el cine; y estoy seguro de que, viéndolas de una manera u otra, experimentan un anhelo por ellas. Ese anhelo es lo más humano que hay; y es justamente el anhelo de la felicidad.

Por cierto, y a manera de paréntesis: dije antes y repetiré en lo que sigue que se trata de algo que pertenece a nuestra naturaleza en tanto que animales de cierto tipo. La biología nos remacha esta lección: las especies sociales que disponen de un sistema nervioso de una cierta complejidad son exactamente iguales a nosotros y lo podemos ver una y otra vez en las descripciones de los zoólogos y los reportajes de los periodistas. Hay sin duda diferencias aquí y allá, y no todas las especies son iguales; pero algo así como la vida familiar es una constante. Y continúo.

Tengo la enorme suerte de vivir en una familia feliz y es sobre la base de esa experiencia vivida que me atrevo aquí a decirles que la cosa es así de simple. Y la autoridad de la experiencia se ve reforzada por eso que llamé antes el sentido común. Cuando a las personas les pregunta uno si son felices o por qué son felices (como es el caso de los múltiples cuestionarios ideados por los psicólogos y economistas; que ya es ganancia frente a la filosofía, toda vez que los filósofos nunca hicieron cuestionarios de estos, sino que se bastan solos para decirnos qué es la felicidad y no necesitan andarle preguntando a nadie; y cuando les preguntan, como Sócrates, realmente lo hacen con el propósito de confundirlos para conducir sus almas, como decía Platón, a ideas completamente diferentes a las del sentido común), repito: cuando a las personas se les pregunta, lo que ocurre es que dicen todo tipo de cosas (y ya los encuestadores se las ingenian para ordenar sus respuestas). Este tipo de evidencia tiene valor, de ninguna manera lo quiero negar, pero no tiene ni de lejos tanto valor como el que tiene cuando uno no les pregunta a las personas, sino cuando ellas espontáneamente hablan. Y en mi experiencia, lo que las personas dicen cuando no les preguntan, sino cuando espontáneamente hablan, dicen justa y precisamente lo que yo mismo acabo de decir antes: la gente es feliz cuando “todo en la familia está bien”. Esta expresión, que he escuchado innumerables veces, coincide perfectamente tanto con lo que yo he vivido como con lo que cualquiera de ustedes ha visto sea en carne viva o en representaciones artísticas, literarias e historiográficas.

Hasta aquí la parte probatoria fuerte de mi exposición. Hay una pequeña cuestión metodológica que necesita tocarse para enfrentar posibles objeciones a esta parte probatoria; vuelvo a ella más adelante. Pero en un evento como este debemos preguntarnos: ¿qué dice la filosofía? Podemos distinguir dos grandes discursos; hay más, pero estos dos son los más famosos y los que han ejercido mayor influencia a lo largo de los siglos. Por un lado, está la forma clásica que encontramos en Lao-Tse, Pirrón y Epicuro, en alguna medida en los estoicos, y a la que ha dedicado todos sus esfuerzos Pierre Hadot: la felicidad es cuestión de virtud y de paz interior, los cuales se alcanzan mediante ejercicios espirituales diseñados ex profeso para ese propósito. Por otro lado, la forma también clásica seguida por Kung Tse (o Kung Fu Tse o Confucio) y una buena parte de los estoicos, no pocos hombres militares y políticos (y algunas mujeres como Isabel I de Inglaterra, María Teresa de Austria, Catalina de Rusia o Margaret Thatcher), y más recientemente por el filósofo alemán Leonard Nelson, para quienes el fin último de los ejercicios espirituales es en todo caso la preservación o (en alguna medida) la transformación de la comunidad con miras a la felicidad social.

Hay otros dos discursos filosóficos, que conozco sobre todo por sus manifestaciones occidentales sin atreverme a decir que son exclusivas de Occidente (ya vimos por los ejemplos que las dos anteriores no lo son). Las añado aquí nada más por completar las ideas. Uno es el discurso del cristianismo. Dirán ustedes que este es un discurso religioso y no filosófico; pero es negar los hechos históricos. El caso es que existe algo así como una filosofía cristiana, de enorme influencia, la cual comienza al menos cuando san Agustín, obispo de Hipona, transforma el platonismo de su época para incorporarlo (en vez de combatirlo, como hacían otros Padres de la Iglesia) al dogma cristiano, y que continúa ciertamente hasta Kant (a quien no podemos entenderlo sin el cristianismo y su específica concepción de la felicidad) y tiene algunos representantes en la actualidad, aunque muchos menos que antes. Aquí el concepto clave es el de felicidad eterna. No me interesa mucho insistir en él, ya que justamente rebasa la preocupación que nos reúne hoy, que es sin duda la felicidad terrenal.

El otro (ya cuarto) discurso hunde sus raíces en la filosofía antigua, pero fue de tal forma derrotado, en el discurso, por las visiones antes mencionadas que vivió una existencia soterrada y vergonzante hasta bien entrado el siglo XVIII y que continúa importunándonos en el presente. Esta es la idea de la felicidad como placer. Tampoco me detengo en ella demasiado, excepto para decir que es indefendible y aún más errada que las dos primeras concepciones. Vuelvo a ellas. Ninguna de las dos escuelas de que primero hablé aciertan a atrapar la naturaleza de los seres humanos y fallan por mucho, aunque cabe decir que en el intento producen cosas buenas e interesantes. Aquí me concentro en el error fundamental, que es una confusión entre dos aspectos muy distintos de los seres humanos. Con algo de malicia, que pescará quien conozca un poco la historia del pensamiento alemán del siglo XIX y sus secuelas de comienzos del XX, voy a usar dos términos de esta tradición para nombrar estos dos aspectos: todo ser humano, aparte de cuerpo, tiene un alma (Seele) y un espíritu (Geist). No tomen esto con solemnidad ontológica o metafísica: no estoy proponiendo aquí una discusión sobre el dualismo. Estoy hablando de cosas serias.

Eso que llamo el alma es, si ustedes quieren, el componente animal del ser humano, donde “animal” es un término descriptivo, no valorativo. El alma humana tiene por fin la vida en familia, que es por lo visto el único fundamento de la felicidad humana. Eso que llamo espíritu es en cambio todo aquello que los animales no tienen. Que no lo tengan ni habla mal de ellos ni bien de nosotros. Simplemente así son las cosas. El espíritu humano, a diferencia del alma humana, no tiene un fin sino muchos, muchísimos, una cantidad impresionante y tremendamente diferenciada de fines. Aristóteles nos quiso hacer creer que tales fines se reducen a cuatro: el placer, el dinero, la fama y el conocimiento. No está mal como tipología y algo de verdad tiene; pero admitamos que se trata de algo tosco. Con todo me sirve para lo mismo que le sirvió a Aristóteles, o sea como modelo: para simplificar las cosas. Yo no voy a hablar pues del placer ni del dinero ni de la fama (o lo que hoy día, con mucha mayor solemnidad y menor tino, se llama el poder), porque como nunca he perseguido ninguno de tales no tengo autoridad para hablarles de ellos. Mi espíritu, maltrecho si quieren ustedes, no ha perseguido otro fin que eso que Aristóteles llamó conocimiento y que yo preferiría menos altaneramente llamar “gusto por la lectura”, “gusto por pensar en las cosas”, “libertad para perseguir uno las preguntas que se le ocurren sin atención ninguna a la presión social”. De este fin sí puedo hablar porque tengo experiencia de él. Sé lo que es perseguirlo, no digo lograrlo, sólo perseguirlo, y estar motivado, compelido, obsesionado con él. Aprovecho para decir que tanto lo que persigue el alma humana (siempre lo mismo) como lo que persigue el espíritu humano (no una cosa, sino varias y muy diferentes) no son materia de voluntad, sino de obsesión y compulsión. Y parafraseando libremente a don José Ortega y Gasset, nunca está de más insistir en que así como no escogimos nuestro cuerpo (y todo mundo quisiera ser más alto o más guapo o más esbelto o más robusto), así tampoco escogimos ni nuestra alma (la misma para todos) ni nuestro espíritu (distinto para cada cual).

Pues bien: hablando del único fin espiritual que jamás he seguido les puedo decir con toda seguridad que ese fin, perseguir ese fin, acaso lograr aquí y allá alcanzarlo, no me ha dado ninguna felicidad en el pasado, no me la da en el presente y no me la dará en el futuro. Y ello por una sencilla razón: porque no está en la naturaleza de los fines espirituales, por maravillosos y sublimes que sean, darle la felicidad al ser humano. Tal vez le den algo más importante que la felicidad (¿y quién es nadie para decir qué es más importante que qué?); pero felicidad, lo que se llama felicidad, no se la dan, ni se trata de que se la den. De hecho, con muchísima frecuencia se la quitan, se la cercenan, la destruyen.

Ningún científico en tanto que científico, filósofo en tanto que filósofo, guerrero en tanto que guerrero, estadista en tanto que estadista, líder en tanto que líder, empresario en tanto que empresario, donjuán en tanto que donjuán, gastrónomo en tanto que gastrónomo, monje en tanto que monje, ha sido jamás feliz por la misma razón. En cambio muchos científicos, filósofos, guerreros, estadistas, líderes, empresarios, donjuanes, gastrónomos, monjes, han sido muy infelices, justo porque sacrificaron sus fines animales a favor de sus fines espirituales, porque persiguieron las obsesiones de sus espíritus a expensas de los impulsos de sus almas. Una de estas cosas la sé por experiencia, como dije antes, y las demás las sé por observación: bien en carne viva (viendo casos de personas que hicieron esos sacrificios), bien a través de las representaciones que sobre ellos han hecho poetas, dramaturgos, comediógrafos, novelistas, historiadores, pintores, cineastas, actrices y actores.

El espíritu no nos hace felices ni pretende hacernos felices; el alma sí, aunque fracasa de tanto en tanto. Y el espíritu es (como dijo un visionario alemán de comienzos del siglo XX) el adversario del alma: se atraviesa en su camino y le impide lograr su fin. No es el único adversario del alma y de la felicidad humanas; hay muchos obstáculos en el camino; pero es uno que me interesa enfatizar aquí, porque los filósofos, al discurrir sobre la felicidad, sucumbieron a la grave confusión de considerar que los fines del espíritu eran tan sublimes que conducirían no a la felicidad que todos andamos buscando en tanto que seres humanos, sino a una nueva, una inventada ex profeso por los filósofos, una felicidad superior.1

Esto podría llevar a la siguiente hipótesis: la felicidad de la que hablan los filósofos o bien es un fin del espíritu y por tanto no es propiamente felicidad, o bien es un modo de vida inventado (con su ataraxia y todo ese tipo de cosas) para substituir su incapacidad de ser felices. Quiero decir: imaginemos un filósofo o comerciante o político o ingeniero o matemático o lo que sea totalmente obsesionado con su trabajo (Geist), al grado de que las relaciones no le van y no le salen y es en sumo grado infeliz al tiempo, por otra parte, que con afán cultiva sus obsesiones. Si le da por filosofar, entonces se inventará que ser feliz no es eso (las relaciones con los padres, la pareja, los hijos) sino otra cosa que está a su alcance, y entonces inventará un modo de vida (un bíos, que decían los griegos) y se hará historias de que esa es la felicidad, incluso la verdadera felicidad. Yo digo: cuentos chinos. La importancia de la familia es un factum biológico fundamental. De allí se sigue el teorema de la felicidad (y la infelicidad). Nada puede substituir a la familia (incluyendo la relación de pareja como tal). ¿Por qué creen que las metáforas de la familia tienen el peso que tienen? ¿Por qué creen que las películas no funcionan sin human interest? Eso no significa que la familia sea lo único. No lo es. Pero ojo: tampoco la felicidad es lo único. Ambas son lo que son, y no otra cosa. De eso se trata aquí.

Ahora bien: los filósofos tienen el grandísimo mérito de haber insistido en una teoría de la felicidad, a diferencia de los economistas y psicólogos, quienes sólo recientemente han descubierto el tema. Con todo, unos y otros han errado al abandonar el punto de vista del sentido común. David Buss, por ejemplo, notable psicólogo que intenta aplicar la teoría de la evolución a las cuestiones de la psicología social, habla de fuentes profundas de felicidad (deep sources of happiness) y enlista entre ellas lazos de pareja, amistad profunda, parentesco cercano y coaliciones cooperativas (mating bonds, deep friendship, close kinship, and co-operative coalitions). Como dijo Aristóteles, ¿quién no acertará al menos con parte de la verdad, siendo ésta un blanco tan grande? Yo me voy a lo seguro y digo simplemente: familia, que es lo principal y la base. Y en todo caso, añadiría (y aquí estoy de acuerdo con Buss), primero a los amigos, que son un complemento, nunca un substituto de la familia; y después, bastante después, relaciones de solidaridad y co-operación, que son en todo caso complemento del complemento. Pero eso sí: sin familia, nada. Muchas cosas complementan y hasta completan la felicidad familiar (y en caso de haber Geist, ya sabemos qué complicadas y aun obstaculizantes pueden ser algunas de ellas), pero ninguna puede ocupar su lugar.

Lo sorprendente, el escándalo de la filosofía es que se haya dejado la familia a un lado, a pesar de la evidencia del sentido común y la observación y experiencia propias. No digo que ningún filósofo calle la existencia de la familia (tantas cosas han dicho en sus prolijos discursos que no podían menos que mencionar a la familia de tanto en tanto, al menos de pasada), pero el caso es que no figura claramente en la historia de las concepciones filosóficas de la felicidad. Un filósofo reciente (Nicholas P. White, para más señas), intentando reconstruir (o deconstruir) tal historia llega a la conclusión de que no hay un concepto, porque si lo hubiera sería una guía, y o bien no hay guía o bien, si la hay, mejor fuera no seguirla. Luego propone abandonarlo de una vez. El razonamiento me parece tan impecable como la solución absurda.

Ya voy llegando al fin, pero antes quiero recalcar dos cosas. Una es que la felicidad es un tema que ocupa mucho a los seres humanos; hablamos de ella incesantemente y creemos buscarla de muchas maneras. Es obvio que la felicidad es algo muy importante para nosotros. La otra es que la felicidad, sea ella lo que sea, no es lo único importante para nosotros, y que en muchas ocasiones estamos dispuestos a hacer a un lado tal o cual oportunidad de ser felices porque le damos prioridad a alguna otra cosa. Con otras palabras, no siempre, no todos, pero a veces algunos sacrificamos la felicidad por otra cosa. Mucho podría decirse sobre estas dos cosas, pero el tiempo apremia.

Aquí he hablado de lo que hasta ahora he podido pensar (atando cabos, interpretando mi experiencia) acerca de la felicidad. No es un producto acabado, ni quiero que se lo entienda como tal. No creo equivocarme en lo que he dicho, pero puede ser, de hecho es probable, que no haya entendido todo lo que habría que entender para hablar sobre el tema. Se trata de resultados provisionales de una reflexión que acaso no acabe nunca. No tengo prisa por llegar a una conclusión, y sólo tomo la palabra porque me invitaron a hacerlo y doy en pensar que algo tengo que decir sobre el tema, por imperfecto que sea.

Digo que es imperfecto por una razón que tiene que ver con la investigación científica sobre la felicidad, que va viento en popa en los tiempos que corren. Esto me lleva a deslindarme respecto de esta investigación. No se puede ser filósofo e ignorar lo que dicen los científicos. Vamos pues. La investigación científica de la felicidad se funda en tres operaciones, cada una de las cuales induce a error.

Por un lado, se parte de cuestionarios, como ya dije: se pregunta a la gente, primero, si es feliz (en una escala del 1 al 10) y segundo, por qué es o no es feliz o qué determina o no determina el ser feliz. Y la gente hace lo que siempre hace cuando le preguntan los investigadores: inventa. No es esta la manera de averiguar las cosas; y con ese método poco en verdad se averigua.

Por otro lado, creen (como los filósofos antes que ellos) que felicidad es lo mismo que plenitud, florecimiento, virtud, etcétera. Sin embargo, he argüido que se trata de cosas distintas y a veces opuestas. Aprovecho para añadir un argumento más a mi arsenal: las feministas ven el problema con enorme claridad y lucidez cuando hablan del dilema de la mujer: ¿familia o profesión? Con todo, y por más admiración que me despierten sus reflexiones y análisis, cometen ellas un error: pensar que el dilema es sólo de la mujer. Pues no lo es: el hombre, o si se prefiere: el varón, lo ha tenido por más tiempo (después de todo, el feminismo es cosa recentísima). Y es que, independientemente de la guerra de los sexos, en un punto son hombre y mujer iguales: sólo a través de la familia pueden alcanzar la felicidad.

Finalmente, los científicos asumen que la felicidad es un efecto de muchas causas, es decir variables que pueden medirse. Yo sostengo que la causa es única. Y aquí es donde algún filósofo, máxime si es analítico, que es gente de peligro, me querrán preguntar si es causa suficiente o necesaria. Esto lo tengo menos claro, y de allí la imperfección de que hablé antes. Y es que, en cierto modo, lo que presento es una hipótesis, algo que falta notablemente en la investigación psicológica y económica, a saber que lo que los anglosajones llaman family bliss sea la base de toda felicidad, su causa última. Todo lo demás serán condiciones que permiten, o dificultan, la puesta en acción de esta causa. Mucho podrá tenerse acaso si se tiene todo lo demás, o una parte de lo demás, pero lo que no se tendrá, lo que definitivamente no se tendrá, es justamente felicidad. Se dirá que hay personas infelices que tienen una buena vida familiar; han acaso sacrificado sus anhelos espirituales (en el sentido antedicho) por mor de la familia. Parecería entonces que la felicidad tiene dos causas necesarias, una animal (“todo está bien con la familia”) y la otra espiritual (alguno se dedica a estudiar la poesía francesa medieval, otro a escalar montañas, un tercero a acciones filantrópicas), ninguna de las cuales es suficiente. Con lo cual tenemos un problema metodológico: ¿cómo distinguiremos el peculiar aporte de la vida familiar a la felicidad humana de todas las demás condiciones necesarias que se quisieran postular?

Lo que necesitamos en la investigación científica sobre felicidad es algo que los mejores metodólogos del presente están comenzando a inventar: procedimientos para deslindar la Causa (con mayúscula) de todas las pequeñas causas (con minúscula). Sin ponerme a citar nombres e ideas aquí, que no es el lugar, concluyo con un pequeño ejemplo: la identificación de la causa del cólera en Londres en los años cincuenta del siglo XIX por el médico John Snow. Esto es lo que necesitamos ahora: lo que un célebre profesor de estadísticas ha llamado shoe leather, ‘echársela a pie’, para demostrar que la vida familiar, con las características que todos conocemos, y no las enumero sino para evitar la banalidad, es lo que nos hace felices. Pero más allá de la evidencia científica (importante sin duda), tenemos la evidencia de la propia experiencia y de la propia observación desprejuiciada. Es una lástima que a los filósofos se les haya pasado este hecho, grande como casa, pero no será la primera vez, ni seguramente la última, en que den la espalda al sentido común y prefieran construir castillos en el aire.


* Versión ligeramente retocada de “La felicidad: filosofía, ciencia, sentido común”, Altazores: Revista Lúdica de Filosofía y Literatura, núm. 1, enero-marzo 2016, pp. 4-12. En su origen fue mi participación de un panel, con otros tres profesores, en el VIII Banquete de Fil-o-Sofía “La felicidad: filosofía y vida cotidiana”, Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 1 de diciembre de 2012.

1 Una tesis que se desprende de lo dicho es que el amor humano sólo puede cultivarse dentro de la familia (y tal vez un círculo estrecho de amigos), mientras que parece haber un fin espiritual designado con el mismo nombre pero con un significado completamente diferente. Confundir el amor (humano, animal, en minúsculas) con el Amor (espiritual, en mayúsculas) es un grave error. Lo que movía a Francisco de Asís o a Teresa de Calcuta, tal vez a Mahatma Gandhi, no tiene nada que ver con la felicidad como tal, es decir la felicidad familiar, y no puede como tal hacer feliz a nadie. Con otras palabras, el Amor (o tal vez la γάπη en el sentido cristiano de esa palabra) parece pertenecer al espíritu, no al alma.

De la felicidad y otras cuestiones públicas

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