Читать книгу El último trabajo de Mark Green - Fernando Pérez Rodríguez - Страница 6
El encargo
ОглавлениеLa llegada de las primeras lluvias había constatado el fin del verano en aquella zona un tanto alejada del centro de Donostia que se asomaba al mar desde un precipicio ensordecedor e inaccesible. Ese cambio de tiempo devolvió a la zona su acostumbrada tranquilidad alejando a los turistas y a los vecinos ocasionales.
Mientras la lluvia golpeaba los cristales y los árboles se movían empujados por el intenso viento, Mark Green, uno de aquellos residentes casi fijos, recorría su casa con un sobre cerrado. La vivienda, un sólido y antiguo caserío, estaba formada por gruesas paredes de piedra y un fuerte esqueleto de madera que a Mark le gustaba acariciar. Lo había reformado por completo hacía cinco años con el único propósito de abrir aquel enorme ventanal frente al cual solo estaba la inmensidad del mar. No era la casa que había imaginado de adolescente en su Montana natal, aun así, aquel lugar poseía ciertos rasgos que habían formado parte de sus ensoñaciones; la madera, el crepitar del fuego, el horizonte despejado del mar, la soledad…
Mark había cumplido los cincuenta con un trabajo que lo obligaba a mantenerse en plena forma, pero los achaques iban llegando. Hasta hacía un par de años su cuerpo era una máquina bien engrasada. Ahora, por el contrario, debía acudir de forma regular a un fisioterapeuta para que le aliviara las molestias que le surgían en la región lumbar y en el hombro izquierdo.
Abrió con decisión el sobre para comprobar su contenido. Sus ojos azules se fijaron en la foto intentando retener todos los detalles. Mujer madura, de su misma edad, media melena tostada, ojos oscuros y saltones, nariz decidida y labios gruesos. Aquel rostro le pareció familiar, como si ya la hubiera matado antes. En el dorso de la foto se podía leer una fecha. Dentro del sobre, además de la imagen, había una pequeña llave que guardó en su bolsillo sin dejar de observar la cara de su próximo encargo. La mirada de aquella mujer lo golpeó en su subconsciente. Parecía una mujer honesta, nada que ver con sus anteriores trabajos: hombres y mujeres de rostros crueles o codiciosos; durante un leve instante dudó. En ese momento, no podía saber que aquel encargo iba a dar al traste con todos sus planes futuros poniendo en riesgo su propia vida.
***
Mark suspiró antes de lanzar la foto junto con el sobre al fuego de la chimenea. La decisión ya estaba tomada. Solo tenía dos semanas para hacer el trabajo. Apenas un día para aceptarlo.
—¡Qué prisas! —murmuró con un toque de tristeza recordando los viejos tiempos cuando aprendió el oficio, hacía más de veinte años, y cada encargo se organizaba durante meses. Ahora todo se había vuelto urgencia, y su gremio, antes casi una secta, se había llenado de chapuceros y de psicópatas.
Mark era un profesional. Solo aceptaba casos claros, sin connotaciones políticas, religiosas o raciales, para eso ya estaban los grupos ultras o los extremistas religiosos. Además de esas condiciones solo tenía otra más: nada de niños. Con las mujeres no tenía problemas, él no hacía discriminaciones.
Observó cómo las llamas consumían los papeles antes de ir a la cocina a prepararse un batido de frutas. Después, salió a la terraza que casi colgaba sobre el acantilado para tomárselo. Aquella mañana había cumplido rigurosamente con su hora y media de entrenamiento diario, incluyendo cuarenta minutos de carrera por los caminos cercanos.
Consultó el reloj, en unas horas tendría que marcharse para llegar a tiempo de dar su contestación. Se podría haber ahorrado el viaje de casi quinientos kilómetros, pero prefería tomar la decisión con tranquilidad en su refugio. Aquello formaba parte de un ritual que lo había mantenido a salvo durante muchos años, las llamadas o mensajes podían convertirse en hilos para llegar hasta él.
Aquel vasto paisaje le ayudaba a poner paz en su ajetreada mente. Nunca había pensado en surcar los mares, pero su contemplación durante horas era un bálsamo tranquilizador. Desde su mirador se podía adivinar con facilidad, en un día claro y soleado, una buena parte de la costa guipuzcoana y vizcaína. Se tomó unos minutos antes de regresar con paso acelerado al interior. Su bolsa de viaje era escasa, solo iba a estar fuera unas horas, y todo tenía que entrar en los cofres de la moto. Además, lo único imprescindible estaba ya archivado en su cabeza. Sobre la enorme cama, nunca compartida, fue depositando lo necesario para su breve escapada: una jersey grueso gris, un gorro de lana, un pantalón vaquero, una gorra, dos cazadoras de diferentes colores y un par de mudas. Entremedias de toda esa ropa escondió un pequeño botiquín, un puño americano, un objeto negro que acababa de terminar de cargar y un fajo de billetes de cien euros. En su armario entreabierto, se podían observar media docena de jerséis, cazadoras y pantalones similares a los que acababa de escoger. En los cofres laterales fue colocando lo seleccionado con cuidado y en un orden determinado, asegurándose un par de veces de que no le faltaba nada, luego sacó la moto del garaje sin arrancarla.
Con el equipaje listo volvió a hojear en internet los horarios de los trenes que llegaban a la capital, así como las líneas de metro que conectaban sus próximos destinos. Se terminó de vestir con ropa informal antes de ponerse el mono de cuero de color oscuro con protecciones. Miró el reloj, tenía el tiempo casi justo, apenas media hora de margen, para realizar el recorrido previsto.
Tras comprobar la alarma dos veces, repasar de nuevo su equipaje y cerrar su casa, se subió a una potente BMW de mil centímetros cúbicos que lo esperaba junto al muro de la villa, para salir minutos después derrapando por aquellos caminos llenos de curvas y mal asfaltados que rodeaban su residencia.
Al internarse en la autopista la conducción se volvió más monótona, casi sin curvas ni coches, y Mark rememoró la primera vez que llegó a la ciudad donde ahora estaba su hogar. Como a cualquier norteamericano joven de clase media alta, le encantaba viajar, y Europa era un destino perfecto para conocer muchas culturas diferentes en poco tiempo. Con una extensión inferior a su país, aquel pequeño continente acumulaba una historia registrada de varios miles de años.
Mark había recalado por accidente en aquella ciudad norteña; él prefería el sol y las gentes del Mediterráneo, con ese espíritu había recorrido durante dos meses las costas de Grecia, Yugoslavia e Italia, pero su viaje se torció tras discutir con sus compañeros en la frontera alpina entre Italia y Francia. Sus amigos de la universidad continuaron hacia el sur, rumbo a España, con la idea de llegar hasta Marruecos. Él partió solo en dirección contraria: hacia París. Más tarde, cuando se cansó de recorrer calles asfaltadas, sus pasos lo llevaron hasta el océano Atlántico, y al cruzar la frontera de Francia descubrió su actual hogar.
Mark no recordaba en aquel momento, con una recta interminable por delante, el porqué de la discusión, pero desde aquel día no volvió a verlos, tampoco volvió a viajar acompañado.
Cuatro horas después, con una sola parada para repostar y estirar las piernas, abandonó su moto en el parking de la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Allí mismo se quitó el mono, dejando al descubierto su vestimenta; una camiseta y unos pantalones vaqueros que completó con un grueso jersey, una cazadora a juego y una gorra con el logo de una conocida ciudad. En una mochila guardó algo de ropa; el resto, excepto el dinero, se quedó en los cofres de la moto. Verificó su aspecto en un baño público, se caló la gorra y bajó a la estación de metro. Tras efectuar varios cambios de línea sin necesidad, y con cierta prisa tras consultar el reloj, volvió a la superficie en plena Puerta del Sol, donde cogió un taxi hasta la estación de Atocha.
En la puerta del enorme edificio se distrajo un rato esperando la llegada de varios trenes. Cuando la estación estaba casi en ebullición por el número de personas, avanzó con pasos decididos hacia la consigna para localizar esa taquilla cuyo número aparecía escrito en la llave. Sin dejar de prestar atención a lo que ocurría a su alrededor recogió el sobre de la taquilla antes de volver a desaparecer en el metro.
Desanduvo el recorrido con más tranquilidad. Durante unas horas se perdió por el centro de la ciudad observando el paisaje urbano, a la vez que su mente, sin distraerse, intentaba organizar el siguiente paso. Ya había aceptado el trabajo, ese recorrido disparatado de cientos de kilómetros desde su casa hasta la consigna de la estación solo tenía aquel fin. En unas horas recibiría el primer pago por el encargo, la tercera parte del total, pero mientras esperaba el momento oportuno para verificar ese ingreso, debía ponerse manos a la obra. Dos semanas no era mucho tiempo.
La pequeña tienda regentada por un chino parecía perfecta. Recorrió las estanterías llenas de trastos, observando a las pocas personas que había en su interior y volvió al mostrador donde el chino no paraba de moverse vaciando cajas a medio abrir.
—Buenos días. Quiero un teléfono móvil.
—Buen día. ¿Qué clase tú quiere?
—Uno normal, con cámara y conexión a internet —solicitó Mark.
—Tenemos este. Muy bueno —aseguró el chino mostrándole un teléfono más grande que la palma de su mano y dentro de una caja con caracteres chinos.
—¿Tiene conexión a internet?
—Sí, señol.
—¿Wifi? ¿Cámara de fotos?
—Todo completo.
—¿Cuánto?
—Ciento diez eulos. Regalo funda —contestó el chino con su mejor sonrisa.
—Necesito también una tarjeta para poder hablar.
—OK. ¿Qué compañía?
Mark miró detrás del mostrador y señaló una. Le daba igual cuál fuera.
El chino volvió a sonreír.
—Muy buena. Necesito calnet.
Mark sacó sin inmutarse varios billetes junto a un viejo carnet de conducir de color rosado. El chino leyó en voz alta aquel nombre falso y cogió con rapidez el dinero, luego se dedicó a rellenar el contrato. Mark firmó con un garabato; después, encendió el móvil. El icono de la señal aparecía parpadeando, metió el pin de la tarjeta y efectuó una llamada de comprobación al mismo bazar chino. Una vez satisfecho, abandonó la tienda deambulando entre callejuelas con el teléfono apagado y la batería quitada. Se paró a comer el menú del día en un atestado restaurante para turistas. A los postres, por fin abrió el sobre. Dentro había un papel con una dirección y un número de teléfono anotados. Lo guardó en el bolsillo antes de pedir la cuenta. En el baño, destrozó el ajado carné junto con el papel con la dirección y tiró los restos por el retrete. Tras asegurarse de que desaparecía por el desagüe, abandonó aquel insulso local camino de una boca de metro.
El tema de la documentación era uno de los dos puntos flacos de su trabajo, uno de los hilos por los cuales podían llegar hasta él. Para cada encargo necesitaba una distinta. Hasta la fecha él mismo se las había confeccionado, pero con la desaparición del viejo carné de conducir y tras los atentados de Madrid, tendría que recurrir tarde o temprano a los profesionales. Por esa, y otras razones, aquel era su último encargo, tenía el dinero suficiente para vivir holgadamente el resto de su vida y más muertos de los que deseaba sobre su espalda.
Al salir del metro, muy cerca de la dirección archivada en su mente, Mark volvió a colocar la batería al móvil y lo conectó para mandar un breve mensaje al número escrito en el papel. Minutos más tarde un pitido le avisó de la contestación: «Todo OK».
Mark sonrió, en teoría su cuenta se había incrementado en doscientos mil euros, el tercio por adelantado de este trabajo. La crisis también había traído una bajada en los honorarios. Hacía apenas dos años, por este pedido habría ganado un millón de euros. Ahora tenía que conformarse con seiscientos mil.
Sus pasos lo llevaron cerca de donde vivía su próximo encargo. Dio una vuelta rápida por las manzanas que rodeaban aquel lujoso edificio del barrio de Salamanca. No había nada extraño ni ninguna dificultad añadida. Ninguna comisaría de policía nacional o local, nada de sucursales bancarias, joyerías o locales de lujo atestados de alarmas ni locales de copas con vigilantes. Era un área residencial de edificios amplios con aceras grandes llenas de árboles, poco tráfico y bastante actividad comercial. En un rápido vistazo contabilizó dos peluquerías, cuatro panaderías, tres fruterías, dos tiendas de comida tipo gourmet, un gimnasio, media docena de restaurantes pequeños, tres tiendas de ropa y un incontable número de bares de diseño. La zona destilaba elegancia y pijoterío a partes iguales.
Mark entró en uno de los locales situados frente al portal. Pidió una cerveza y comenzó a hojear el periódico sin perder de vista su objetivo. La espera tuvo sus frutos: la mujer se bajó de un enorme coche negro al otro lado de la calle. Del interior del vehículo salieron, además de ella, dos hombres con ropa informal, uno de ellos se alejó con prisa hacia la entrada del inmueble.
Mark ya sabía lo que suponía aquello, su presa tenía dos sombras, lo cual la convertía en un pez gordo o difícil de pescar. Por eso se lo habían encargado a él, querían un trabajo discreto, sin ruido. Ahora era tarde para renegociar su tarifa, los que le habían contratado no se andaban con tonterías a la hora de zanjar sus negocios. Solo había realizado dos trabajos para aquella gente, el último hacía año y medio. En aquella ocasión había tenido que liquidar a un antiguo socio que se había esfumado con un montón de pasta y una identidad nueva. Al final no tuvo tantos problemas para encontrarlo. La estupidez y la avaricia suelen ir de la mano. Aquel tipo se había empeñado en despilfarrar demasiado dinero en un paraíso fiscal poblado de palmeras y ojos atentos.
Abandonó el bar no sin antes memorizar la hora y la matrícula del coche. El principal objetivo de ese viaje era aceptar el trabajo y hacer un primer reconocimiento de la zona. Sin duda durante las próximas dos semanas iba a tener que emplearse a fondo para poder realizar el encargo que acababa de aceptar. Sintió un leve nudo en el estómago, la presencia de escoltas iba a obstaculizar el cumplimiento de los plazos previstos, necesita más tiempo o hacer las cosas más deprisa, ninguna de las dos le parecía una buena opción.
No le costó mucho llegar hasta la terminal del aeropuerto: dos taxis y un par de transbordos en el metro. En uno de los cambios de línea se deshizo de la gorra y de la cazadora. Una vez en la terminal, volvió a embutirse, sin quitarse los pantalones ni la camisa, en el mono de cuero. Exhaló con fuerza un par de veces. Sentarse en la moto le hizo sentirse como en casa pese a la distancia, pero en su mente ya se había colado una duda. No podía volver a su refugio sin haber hecho antes otra cosa.
Ya en la carretera, se detuvo en la rotonda para observar los carteles de dirección. Miró el reloj varias veces hasta dar cuerpo a una decisión que ya había tomado.
—Bueno. —Con un suspiro, enfiló con la moto revolucionada hacia el cartel que indicaba Madrid. Tenía que adelantar algo de tarea para la semana próxima. Las dificultades se habían incrementado, no podía perder demasiado tiempo en los preparativos. Era sábado por la noche, el momento ideal para conseguir el material que iba a necesitar.
Mark tenía por costumbre trabajar solo en todos los aspectos, nada de encargar a otros su documentación y nada de comprar sus armas a tipos de dudosa reputación. Además, lo hacía a la vieja usanza, es decir, eliminaba a sus objetivos a corta distancia sin regodearse, las torturas o los rifles automáticos se los dejaba a los salvajes o a los cobardes. Él prefería, aunque a veces le quitara el sueño un par de días, matar a sus encargos con dos precisos disparos a un par de metros de distancia. No quería sentir los últimos espasmos de sus víctimas ni mancharse con su sangre, pero tampoco quería disparar desde la lejanía sin ver sus caras, eso ya lo había hecho antes. Por culpa de esos planteamientos, de esa especie de código, Mark tenía algunos problemas para conseguir sus herramientas de trabajo. No era difícil adquirir unos cuchillos o navajas para rajar a alguien rápida o lentamente según el gusto, tampoco era difícil hacerse con un rifle de caza, pero conseguir una pistola, eso era otra historia. España no era todavía como su país, donde cualquier descerebrado podía acumular un arsenal en el trastero de su casa, aunque los cambios en la legislación durante los últimos años le habían facilitado la tarea.
Un asesino a sueldo, además de buena puntería, debía tener buena memoria, le había repetido hasta la saciedad su socio y mentor, que llevaba seis meses muerto por culpa de una enfermedad degenerativa y una bala en la cabeza. Nada de repetir lugares, nada de frecuentar los mismos bares u hoteles cuando se está trabajando, aunque sea en encargos diferentes. Nada de utilizar varias veces el mismo nombre o disfraz y, sobre todo, nada de conseguir las herramientas en el mismo sitio. Douglas Shoot llevaba poco tiempo muerto, sus consejos todavía anidaban con claridad en su mente. Tenía sesenta años cuando un disparo acabó con su vida tras dos años de sufrimiento.
Mark recordaba todo con precisión milimétrica, sin necesidad de anotar nada. Seis encargos en Madrid, el último hacía tres años. Pese a ser una gran ciudad eso le limitaba el campo de acción en la tarea que quería realizar aquella noche. La crisis había afectado a casi todos los sectores de la economía española, salvo a los locales de lujo y a los prostíbulos. Eso sí, la desesperación o la codicia habían disparado los atracos en ambos tipos de establecimientos de las ciudades y los había llenado de guardas jurados o de matones sin mucha pericia, pero armados hasta los dientes. Aquel era su supermercado, en esos sitios podía agenciarse pistolas sin problemas y sin dejar pistas.
Con la decisión ya tomada, paró en una de las gasolineras de la M-40 de Madrid para encontrar lo que necesitaba. Encendió su nuevo móvil para consultar un par de páginas web antes de volver a ponerse en marcha.
No le costó encontrar el sitio, las indicaciones en internet eran claras y los letreros luminosos casi visibles desde la carretera. Dio un par de vueltas alrededor del local para ubicarse, luego se alejó para aparcar la moto en un lugar discreto cercano a la salida hacia la carretera que le permitiera salir con rapidez si la ocasión lo requería. Después de quitarse el mono se puso la cazadora guardando todas sus pertenencias en el cofre salvo las llaves, un fajo de dinero y aquel objeto negro parecido a un teléfono móvil.
El club estaba casi vacío, pese a ser medianoche. En la puerta, bajo los letreros luminosos, dos gorilas de gimnasio muy abrigados le cachearon amablemente para asegurarse de que no iba armado antes de dejarle entrar. Él también se aseguró de que aquellos dos tipos llevaban lo que iba buscando.
Mark estaba sobrio, así debía mantenerse durante las próximas horas, pero su pequeña representación había comenzado. Nada más entrar se agarró a la barra como si fuera su tabla de salvación. Con los ojos entrecerrados observó al barman mientras pedía una copa.
—Un gin-tonic —elevó un poco el tono—, pero de verdad. No esa mierda de la última vez.
Ya había logrado lo fundamental para un actor, llamar la atención. Con la elevación del tono y una palabra malsonante había conseguido que un montón de caras, la mayoría de mujer, se volvieran a observarlo.
—Hola —Mark saludó a una mulata que estaba en frente.
—Hola, guapo. —Ella se acercó al tiempo que el barman depositaba un gin-tonic mal mezclado en la barra.
—¡Eh! —gritó Mark—. No tengas tanta prisa, seguro que esta chica quiere tomar algo.
La mulata sonrió de manera forzada:
—Claro, cariño, pero no hay prisa.
—¿Qué quieres? —insistió Mark.
—Champán.
—¿Seguro?
La mulata asintió, mientras el resto de clientes y de chicas del local se alejaban poco a poco de la nueva pareja.
—¡Eh, chico! Trae una botella del mejor champán para esta señorita.
La mulata lo acarició con calma un par de veces antes de susurrarle.
—¿Quieres que vayamos a un sitio más tranquilo?
Mark, pese a estar representando un papel, no puedo evitar cierta tensión en su entrepierna. Llevaba más de un mes sin tener sexo. Eso era mucho tiempo.
—No, ahora quiero beber contigo, ya me la chuparás luego —dijo Mark, elevando el tono de nuevo para que pudieran oírle.
En el local, además del tipo que atendía en la barra, solo había otro hombre, que parecía recoger las mesas o vigilar a las chicas. Ambos tenían más o menos su edad, ninguno estaba precisamente en buena forma. El resto de clientes tampoco parecían adversarios potenciales y las chicas ya tenían bastante con lo suyo como para meterse en líos. La norma de un sitio como aquel era muy clara: nada de broncas dentro del club, las peleas se resolvían siempre fuera para evitar la presencia de la policía en el interior.
—Vale —susurró la mulata simulando beber algo de champán al igual que Mark.
Las últimas palabras de él habían logrado la atención del otro tipo del local. Lo vio desaparecer tras una puerta durante unos minutos.
—Me estoy aburriendo —dijo Mark con desgana teñida de desprecio—. Vete a buscar un par de amigas para que organicemos una buena fiesta.
La mulata pareció obedecer las órdenes, pero en realidad se escabulló entre el resto de las chicas.
—¿Dónde vas? —gritó Mark. Con paso vacilante se apartó de la barra, tirando la botella al suelo. Sus manos habían empezado a sudar; una de ellas se la llevó inconscientemente al pecho. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Antes de poder acercarse al grupo de clientes y chicas, los dos tipos de la puerta ya estaban dentro.
—Señor, tiene que irse del club ahora —ordenó uno de los hombres, situándose frente a él. El otro ya estaba colocado a su espalda.
—¡Dejadme en paz! —gritó, intentando zafarse de su presencia sin decisión mientras le empujaban hacia el exterior.
Nada más cerrarse la puerta a su espalda los dos matones lo inmovilizaron. Ya sabía lo que iba a ocurrir. El puñetazo lo dobló por la mitad y le arrancó el primer grito sincero de aquella última hora. Medio doblado y sin fingir, Mark se dejó arrastrar lejos del local, entretanto una de sus manos rebuscaba en su bolsillo su táser.
Fuera no había nadie. Los dos tipos rebasaron el murete de cierre de la parcela. Estaban acostumbrados a aquel trabajo: un par de golpes más fuera de miradas curiosas antes de dejarle tirado entre los matorrales.
—Ahora no gritas, ¿eh? —le susurró el que lo había golpeado. El tono amable y correcto se había esfumado—. Te vas a enterar. Ya tenía yo ganas de dar un par de hostias —insistió ante el silencio del otro con una sonrisa. Su compañero aflojó inconscientemente la presión.
Aquellos dos matones de gimnasio no habían tenido un buen maestro, ni siquiera eran capaces de diferenciar entre víctimas y adversarios. Mark recordó, justo antes de soltarse, las palabras de su mentor y amigo: «No te confíes. Si un trabajo es demasiado fácil, esconde una trampa».
Esos tipos eran muy confiados; tal vez aquel día aprenderían una lección vital para su oficio.
Mark no tardó en librarse del que le sujetaba los brazos. Extendiendo la mano derecha hacia su otro adversario, ya con el aparato listo, pulsó el botón. La descarga eléctrica tumbó al fanfarrón de ciento veinte kilos de músculo sin cerebro. Sin perder tiempo, hizo un giro digno de un hombre más joven que él para alcanzar con una nueva descarga al otro oponente.
—A ti te durará menos el dolor de cabeza. —Sonrió Mark aún dolorido.
Aquel secarral seguía sin público, ahora con dos cuerpos en el suelo. Sin un minuto que perder, los ató de pies y manos, luego los amordazó para evitar gritos. Tras registrarlos y apropiarse de aquellas dos pistolas Star de 9 mm, se marchó, sin prisa. Ya tenía herramientas para su próximo encargo.