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MEMORIAS DE UN LOCO

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Era ya muy tarde, o por mejor decir muy temprano.

Los relojes de la villa de Madrid habían marcado las tres de la mañana.

No había alumbrado; pero el reflejo de la nieve que cubría las calles hacía la noche muy clara, aunque el cielo estaba muy oscuro.

Salía yo de una de esas casas…

Pero antes de que os diga la casa de donde salía, debo deciros quién soy yo.

Soy un hombre ni feo ni hermoso, que acabo de cumplir treinta y seis años, y que en la época en que pongo la fecha de mis memorias tenía veinticuatro.

Soy una persona decente, porque soy rico, y lo fue mi padre y también lo fueron mis abuelos.

Porque soy rico y persona decente me fastidiaba en aquella época.

Ahora no me fastidio: ahora agonizo.

Pero en aquella época estaba hastiado.

A los veinticuatro años había viajado mucho, y de mis viajes sólo había sacado en limpio una suma enorme de recuerdos embrollados.

Mi pensamiento era una especie de torre de Babel.

En mi continuo trato con toda clase de gentes sólo había encontrado una verdad.

Que nuestro hombre y nuestra mujer no existen.

O, precisando más la frase, que nuestro amigo y nuestra amante son dos fantasmas soñados por nuestro deseo.

Sin embargo, muchos hombres me han ofrecido su bolsa y su vida, y muchas mujeres su cuerpo y su alma.

Yo tomaba lo que estos hombres y estas mujeres me vendían a beneficio de inventario, y ponía en cuenta corriente sus sacrificios frente a mi dinero.

Lo que significa que descubrí otra verdad que se contiene en los siguientes versos:

Pues el amor y la amistad se venden,

lo que hay que procurarse es el dinero.


Si yo hubiera sido pobre, me hubiera afanado por adquirirle, para tener un día el placer de estrechar las manos de muchos amigos y ser estrechado entre los brazos de muchas amantes.

Pero como era rico, me encontré en posición de entrar en el mundo de las afecciones por la puerta principal desde el momento en que me decidí a ser hombre de mundo.

Y tuve amigos y amantes… a docenas.

Pero comprendí que estos amigos y estas amantes no merecían ni aun los honores de la farsa.

Acabé por hastiarme y pensé en el suicidio.

El hastío es la modorra del espíritu, su condensación, su no hay más allá; su mortaja, su ataúd, su pulvis es.

Un hombre hastiado es un muerto que anda; un muerto que en vez de apestar a los vivos es apestado por ellos.

Me decidí por el suicidio.

Pero no adopté el medio vulgar de darme un pistoletazo, de suspenderme, de sumergirme, de darme de puñaladas o de beber ácido prúsico.

Tales medios no los adoptan más que los desesperados de mal género.

Los que temen a los acreedores.

Los que han sido bastante necios para referir su existencia a la posesión de una mujer.

Los etcétera, etcétera.

Un hombre hastiado debe morir noblemente luchando brazo a brazo con el hastío, forzándole, estrechándole, entrando de lleno en los excesos de todo género, hasta caer bajo los estragos de una vida monstruosa, absurda.

Yo lo adopté todo: la crápula, la orgía el desorden, el placer…

Yo esperaba que apareciese la tisis.

Pero la tisis huyó espantada de mí.

Inútilmente forcé mi organización, procuré gastarme.

Mi organización resistió como una máquina de acero.

Entonces me entregué resignado a mi destino.

Como si un genio fatal y poderoso se hubiese propuesto oponerse a mi voluntad, se me hizo imposible el suicidio, a no ser apelando al medio ruidoso y poco decente de levantarme la tapa de los sesos, o de hacerme matar en un duelo.

Me reduje, pues, a satisfacer las necesidades materiales, y no pudiendo vencer al hastío, le acepté con dignidad.

En este estado, pues, me encontraba a las tres de la mañana, aquella en que las calles de Madrid estaban cubiertas de nieve.

Salía yo de una de esas casas, donde todo es permitido, donde se ríe, se bebe, se habla libremente, se fuma y se está medio tendido y con el sombrero puesto.

Una de esas casas, en cada una de las cuales tiene abierta una candente y luminosa página el mundo.

Donde las mujeres se presentan tales cuales son, arrojada la careta del decoro.

Donde los hombres hacen gala de sus vicios.

Yo no gozaba allí; pero estaba mejor que en otras partes, porque allí al menos veía claro, y no estaba obligado a fingir ni a violentarme.

Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle.

Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces.

Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba.

De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra.

Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña.

Aquella niña era una trapera.

Iba sola, y la acompañaba un perro.

Yo llevaba en la boca un cigarro sin encender, y con intención de encenderle me dirigí a la trapera.

La muchacha tenía muy poca ropa, y el perro muchas lanas.

Sin embargo, la muchacha parecía resistir admirablemente el frío, y el perro tiritaba.

La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta.

Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia mí de una manera amenazadora.

La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

– ¡Eh! ¡quieto, Mustafá! le dijo, dejándome oír una voz infantil y fresca, al par que armoniosa y grave: ¿no ves que es un caballero?

El perro retrocedió, y yo me acerqué más.

La muchacha me miró de nuevo.

Hay miradas que son una historia.

Hay miradas que son un poema.

Hay miradas que son una sátira.

Hay miradas que dilatan el alma.

Hay las por el contrario que la comprimen.

La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla.

La historia de una vida de sufrimiento.

La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras:

«Sufro y espero.»

Estas dos palabras son la historia del género humano.

Sufrir y esperar.

¿Qué sufría aquella niña?

La pobreza con todas sus consecuencias, acaso.

¿Qué esperaba?

¡Quién sabe lo que puede esperar una criatura!

La muchacha era toda ojos: unos hermosísimos, rasgados y elocuentes ojos negros.

Aquellos ojos se descataban de una manera enérgica, y parecían más grandes y más negros que lo que lo eran en realidad, sobre un semblante flaco, muy pálido, muy triste.

A pesar de la tristeza de aquel semblante, los ojos sonreían, pero con la triste sonrisa de la resignación.

Su mirada dilató mi alma, la hizo aspirar una pasión pura.

Yo creo que fue compasión hacia aquella niña lo que me hizo sentir su mirada.

Y a más de la compasión un no sé qué misterioso, que no era amor ni deseo porque ni deseo ni amor podía inspirarme aquella pobre criatura.

Sin embargo, han pasado doce años desde que la vi la primera vez, y aún no he podido olvidar su primera mirada.

Me sonrío con ella como se sonríe a un hermano querido.

Me dio paz con su mirada en el alma.

Han caído dos lágrimas sobre el papel.

Siempre que las lágrimas asoman a mis ojos tiemblo de miedo.

Porque cuando mis ojos se arrasan, me sobreviene al poco tiempo uno de esos horribles ataques, en que no pudiendo resistir lo íntimo del dolor de mi corazón, grito y me revuelco, y me destrozo: y entonces vienen las ligaduras y el lecho de tormento y el horrible casco de nieve.

¡Me creen loco!

Es necesario pues olvidar, procurar olvidar; secar las lágrimas y esconder estas memorias.

La miré frente a frente, y ella me miró durante algunos segundos con una curiosidad infantil.

– Encienda usted, caballero, me dijo, levantando su farol y abriéndole.

Encendí mi cigarro.

Luego volví a mirar a la traperita que cerró el farol y se puso a rebuscar de nuevo con su gancho.

Yo, no sé por qué, permanecía inmóvil junto a ella.

– ¿Cuánto ganas buscando trapos? la dije.

– Según: me contestó: diez cuartos, doce, dos reales. Antes se ganaba más; pero ahora… hay muchos traperos y pocos trapos.

– ¿Y no tienes más oficio que éste?

– No señor.

– ¿Y con diez cuartos te mantienes?

– Como pan unos días, y otros pan y queso. Además, la señora Adela gana otro tanto.

¡La señora Adela! Aquel calificativo antepuesto a un nombre hasta cierto punto aristocrático, causó en mí un efecto inesplicable.

– ¿Quién es la señora Adela? la pregunté.

– Es una mujer que me ha criado.

Y al pronunciar estas palabras, creí notar en su entonación algo de doloroso, algo de impaciente, algo que revelaba que no era la señora Adela lo mejor del mundo para la traperita.

Comprendí que tenía delante una pobre existencia necesitada de amparo.

Nunca mi hastío de la vida llegó hasta el punto de hacerme indiferente a las desgracias ajenas.

Metí la mano en mi bolsillo y saqué una moneda.

Era una onza.

Yo había pensado darla un napoleón.

Sin embargo, alargué la mano hacia la niña y la entregué la onza.

La chica la tomó, probó su peso y se puso gravemente seria.

– ¡Gracias, caballero! me dijo, devolviéndome la onza. Me basta con lo que gano.

Y se puso de nuevo a revolver y a buscar, guardando un profundo silencio, y visiblemente contrariada.

– ¿Por qué no has tomado ese dinero? la dije.

La muchacha no contestó.

Me obstiné, y entonces, alzándose con una dignidad y una firmeza supremas, me dijo:

– Si no sigue usted su camino, caballero y me deja en paz, llamaré al sereno.

A tal arranque tomé mi partido: arrojé la onza en la cesta de la muchacha, y me alejé.

– Por favor, caballero, me dijo corriendo tras de mí y con acento entre suplicante y colérico: usted está equivocado y tira su dinero. Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y… no hablemos más.

– ¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza.

– Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y…

La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle.

Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.

– ¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente.

Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en mí una mirada insolente.

– ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

– Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita.

Yo creí deber atajar la conversación.

– ¿Es usted la señora Adela? la dije.

– Sí, señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente.

– Necesito hablar con usted a solas.

– ¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos.

Y se puso en marcha.

Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre mí, una mirada llena de ansiedad.

Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega.

Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos.

Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

Entonces, a la luz de un mechero de gas inmediato, pude observar ciertos rasgos de distinción degradada en el semblante angular y huesoso de aquella mujer: del mismo modo, no era difícil comprender que aún era joven; que si parecía vieja, lo debía a excesos, y que en otro tiempo debió ser notablemente hermosa.

Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija.

Estaba, pues, metido en una verdadera aventura.

– Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme; – me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió: – sin duda se trata de Amparo.

– ¡Se llama Amparo!

– Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato…

– ¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir.

– Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad.

– ¡Y se venden las hijas!

– Amparo no es mi hija, me contestó con precipitación y con acento singular. Hace catorce años la encontré en la calle.

– ¿Y sus padres no la reclamaron?

– No.

– Pero si usted no es su madre, al menos la ha criado usted.

– Por lo mismo quiero que sea feliz, dijo la trapera con su duro acento, que me causaba una sensación fría, punzante, indefinible.

– ¿Y para que sea feliz la vende usted?

– La mujer no es feliz más que vendiéndose; vendiéndose muy cara mientras es hermosa, arrancando al amor que compra, dinero para cuando sólo puede buscarse la caridad; ¡la caridad!..

Y después de haber pronunciado con acento de blasfemia su última palabra, se bebió de un trago una copa de aguardiente.

– Pues usted, la dije con desprecio, no ha sabido, por lo que se ve, aprovechar sus buenos tiempos.

– Es que yo no me he vendido, me contestó con una expresión singular: por lo mismo la vendo a ella.

– Creo que ella no piensa venderse.

– Hará lo que yo quiera.

– Pues bien: me encargo de esa muchacha.

– No me gustan las palabras de sentido ambiguo. Sepamos claramente de lo que tratamos. ¿Cuándo ha conocido usted a Amparo?

– Esta noche.

– ¿La ha hablado usted?

– Muy poco.

– ¿Y cómo entenderemos eso de encargarse usted de ella?

– Creo que puede ocuparse en otro trabajo más cómodo y beneficioso, que en el de recoger trapos.

– Sí, ciertamente.

– Por ejemplo: puede entrar en un taller.

– Es verdad: repuso aquella mujer, cuyo semblante se había cubierto con la expresión de la mayor reserva; pero es el caso, que cosiendo se gana muy poco, y que hay que pasar por un aprendizaje, durante el cual nada se gana.

– ¿Cuánto suele durar ese aprendizaje?

– Acaso un año.

– No hablemos más: venga usted conmigo.

Pagué: salimos del café y llevé a aquella mujer a mi casa.

Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete.

– De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán ustedes de todo, tome usted estos dos billetes de a mil reales, y empléelos en ropas y utensilios. Todos los meses venga usted por la cantidad que asigno a Amparo.

– ¡Gracias, dijo fríamente aquella mujer, y se despidió de mí.

Cuando me quedé solo, busqué el cuaderno donde estaban consignadas mis obligaciones, y anoté lo siguiente:

«Doscientos cuarenta reales para Amparo.»

Yo había hecho esto por temperamento, por costumbre, no por caridad.

Me acosté y me dormí.

Cuando desperté al día siguiente, había perdido el recuerdo de aquella aventura.

Entró Mauricio y me dijo:

– Ahí está una muchacha que pregunta por usted. Vino a las diez y ha vuelto otras tres veces a ver si se había usted levantado.

– ¡Una muchacha! exclamé con extrañeza.

– Sí, sí, señor, y no es maleja: dice que se llama Amparo.

– ¡Ah! Que entre, que entre.

Poco después entró Amparo.

La acompañaba su perro.

Venía peinada y limpia, pero muy pobre y muy ligeramente vestida.

Me saludó con gracia y con la misma digna lisura con que hubiera saludado a un conocido antiguo.

Sonreía tristemente y estaba encendida, sobreescitada.

El perro fijaba en mí una atenta e inteligente mirada.

– Perdone usted, caballero, me dijo Amparo, si he venido a incomodarle, pero he creído que debía venir a verle.

– ¿Y por qué, hija mía?

– ¿Por qué? ¿Con qué objeto ha dado usted dinero a la señora Adela? me contestó con precipitación y con vergüenza.

– No hablemos de eso, la dije, la señora Adela lo sabe.

– Nada me ha dicho, sino que ya no recogeremos más trapos; que compraremos vestidos y camas.

– ¡Cómo! ¿No teníais camas?

– No, señor: ese es mucho lujo para nosotras, dijo sonriendo tristemente: cuando se ha trabajado mucho, y sobre todo, cuando, se está acostumbrado a ello, se duerme muy bien sobre un ruedo.

De la misma manera que otros se muestran neciamente soberbios con su opulencia, Amparo se mostraba noblemente orgullosa con su miseria.

– Y bien, repuse: si nada te ha dicho esa mujer, ¿cómo sabes que yo la he dado dinero?

– Anoche, cuando usted se alejó con ella, apagué mi farol y me fui detrás: esperé a que saliesen ustedes del café, los seguí y vi que entraban en esta casa. Esta mañana cuando la señora Adela me enseñó dos papeles encarnados, cuando leí…

– ¿Sabes leer?

– Sí, señor, contestó sin el más leve asombro de vanidad Amparo; cuando leí lo que en aquellos papeles estaba impreso y vi que eran billetes de banco… dinero, adiviné que aquel dinero venía de usted.

– Y bien, ¿qué?

– Necesito saber con qué objeto se ha desprendido usted de esa cantidad.

– ¡Bah! ¡bah! ¿Con qué objeto? Con el de que no pases más noches malas; con el de que aprendas un oficio y puedas ser la honrada mujer de un artesano.

– El padre Ambrosio me ha dicho que hay en el mundo personas caritativas; pero me ha dicho también que muchas veces se toma la caridad por pretexto.

– ¿Y quién es el padre Ambrosio?

– Un religioso exclaustrado de la Merced, que vive hace muchos años en la misma casa de vecindad donde yo vivo; un digno ministro del Altísimo; mi padre; la guía que Dios me ha dado viéndome desamparada en el mundo.

– ¡Ah! ¡un religioso!

– El infeliz no ha podido hacer otra cosa que enseñarme a leer y a escribir y procurar encaminarme a la virtud. Es muy pobre, pero… ¡es un sabio! Lo poco que sé se lo debo, y, sobre todo, él me ha hecho conocer que la mayor riqueza es la honra; la mayor felicidad tener la conciencia tranquila; el mayor mérito a los ojos de Dios, sufrir resignadamente la pobreza.

– De modo que tú, pobre, miserable, destinada a un trabajo rudo y penoso, mal alimentada, mal vestida, sin fuego con que calentarte, sin lecho en que dormir, ¿estás resignada con tu suerte?

– Sí, señor, contestó Amparo repitiendo su triste sonrisa.

– ¡Oh! Tú no conoces al mundo, eres muy joven; estás soñando.

– Me he criado en una casa de vecindad y tengo ya catorce años.

– ¿Pretendes tener experiencia?

– ¡Oh! ¡sí! Yo sé que si quisiera podría vivir cómodamente, vestir hermosas telas, concurrir a los teatros y a los paseos. Sé, porque la señora Adela me lo ha dicho, que un hombre muy rico está enamorado de mí. Lo sé tanto, como que me he visto maltratada muchas veces porque me he negado… a ser feliz, como dice la señora Adela.

– ¡Oh! ¡Tan joven y ya conoces el mundo!

– ¿No he de conocerle si me he criado entre lodo?

– Pero tu lenguaje es escogido, Amparo: tus maneras riñen con tu posición, pareces una señorita disfrazada.

– Lo debo al padre Ambrosio; lo debo a los libros que leo.

– Y…¿qué libros te ha dado a leer ese religioso?

– Cuando supe leer y escribir, me puso en las manos la imitación de Cristo del padre Kempis.

Yo no había leído el tal libro; pero supuse que sería un libro de devoción como otros tantos.

– ¿Y qué más? añadí.

– La Biblia.

– ¡Habrás leído, pues, el Cantar de los cantares!

Amparo me miró profundamente y se ruborizó, lo que demostraba que había leído aquel libro, que tenía talento y que había comprendido la intención de mi pregunta.

– El Cantar de los cantares es un admirable libro simbólico, me dijo.

– ¿Y no has leído más?

– Sí; sí, señor, los sermonarios de Bossuet y de Fenelón.

– ¿Y nada profano?

– Sí; sí, señor, la historia universal de Anquetil, el Telémaco, el padre Mariana y las poesías de nuestros clásicos.

– ¿Y novelas?

– Ninguna… ¡ah! sí: las de doña María de Zayas, los ejemplares de Cervantes y el Quijote, esa admirable novela.

Y había una lisura tal en la expresión de Amparo al contestarme; tal falta, tal negación de pretensiones, que era necesario creer que no sólo tenía talento, sino también elevación de ideas: ¡y junto a esto tal conformidad, tal resignación con lo ingrato de su fortuna!

Yo, que me había interesado por ella por compasión, empecé a interesarme por afecto, y por un momento sentí que mi hastío por la vida desaparecía; comprendí que había encontrado algo a que podía consagrarme dignamente: a hacer el porvenir de aquella joven tan simpática, tan merecedora de amparo, yo era entonces impío y me dije: – Ya que la casualidad la ha procurado un buen hombre que la eduque, yo, que soy rico, haré lo demás: el sacerdote por una parte, y el calavera de buen corazón por otra, haremos de ella un prodigio.

Y dentro de mi corazón adopté a aquella niña.

Una adopción paternal, pura, desinteresada.

Había en Amparo algo que dilataba mi alma.

Ni yo podía pensar de otra manera: la corrupción de la mujer por medio del oro, me repugnaba: la rechazaban mi corazón y mi dignidad, y como jamás pensamos voluntariamente en lo que nos repugna, ni reparé que en Amparo existían los gérmenes de una gran hermosura, ni me incitó su pureza, ni miré en ella más que un ser débil digno de protección.

Por lo mismo, me apresuré a tranquilizarla respecto a mis intenciones.

La hablé con la elocuencia del sentimiento, con su forma poética, porque estaba seguro de ser comprendido por ella: con toda la espontaneidad de mi franqueza y de mi desinterés, y logré que Amparo se tranquilizase completamente.

– ¡Ah! me dijo con los ojos arrasados de lágrimas: ¡Dios se lo pague a usted!

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas.

Después salió.

Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña.

Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en mí una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

La recordaba (no podré deciros de qué modo) pero su recuerdo me dilataba el alma.

Era el amor de un padre satisfecho de su hija.

Dejé de pensar en la muerte.

Me detuve en el camino del suicidio.

Dejé de concurrir a los lupanares.

Arreglé mi vida.

Causé una dolorosa sorpresa en mis administradores, anunciándoles que iba a dedicarme al cuidado de mis intereses.

Hice todo esto bajo la influencia de este pensamiento: – He adoptado a un ser a quien debo procurar hacer feliz.

Amparo había hecho en mí una revolución: me había reconciliado con la vida.

En recompensa, yo varié de plan respecto a su porvenir: la práctica de un oficio mecánico me parecía indigna de ella.

Aspiraba en su nombre a más.

Algunos podrán creer esto exagerado; sí lo es, está en armonía con la exageración de mi carácter; yo siento de una manera poderosa, y para sentir me bastan pocas impresiones.

Amparo me había impresionado fuertemente.

No sabía donde vivía.

Un día encargué a Mauricio que la buscase.

Mauricio empleó cuantos medios se conocen para encontrar una persona de la cual se saben el nombre, las señas y la condición.

Gracias a lo bien montada que está la policía en España, Mauricio, que era uno de los mozos más listos que he conocido, no pudo dar con ella.

Preguntó a los traperos y le contestaron que no la conocían.

Fue al Ayuntamiento y sólo constaban allí el nombre y el número de Amparo como trapera.

Amparo empezó a hacérseme una dificultad: indudablemente a fin de mes, la señora Adela vendría en busca de su asignación; pero yo no quería esperar aquel plazo.

Habían pasado quince días desde mi aventura.

Era por la mañana y Mauricio entró alegre.

– Ya la tenemos, exclamó.

– ¿A quién?

– A la señorita Amparo.

– ¡Cómo! ¿sabes dónde vive?

– Está en la antesala.

– ¡Ah! exclamé saliendo de mi gabinete y atravesando la sala; entre usted, señora, entre usted.

Amparo entró.

Venía sencillamente vestida, un manto de sarga, un cordón de pelo al cuello con una pequeña cruz dorada, un pañuelo de seda sobre los hombros, una bata de percal, y un delantal negro; me pareció más alta y más bella: venía encendida, alegre, con un bulto bajo el manto; me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y entró en el gabinete, sobre una de cuyas mesas dejó el bulto que traía bajo el manto, y que produjo un sonido metálico.

– ¿Qué es eso? la dije.

– Esto es que Dios me favorece, me contestó: son tres mil reales que he ganado a la lotería.

– ¡Ah! exclamé adivinando su intención.

– Tres mil reales que traigo a usted.

– ¿Y para qué quiero yo eso?

– ¿Para qué? me contestó mirándome gravemente, para que se reintegre usted de los dos mil reales que dio a la señora Adela.

– ¡Ah! ¿eres orgullosa?

– No por cierto, ¡sino que habrá tantos otros desdichados!

Se me nubló el semblante, y Amparo se apresuró a decir:

La caridad debe ser discreta; la caridad indiscreta hace más daño que beneficio; yo ya tengo todo lo que podía desear; un cuartito alegre, una cama blanda, ropa blanca y dos vestidos de calle. Trabajo; trabajo con ardor, y dentro de poco seré oficiala. Emplee usted esos dos mil reales en amparar otra desdicha, y los mil restantes guárdelos usted para dárselos doce a doce duros a la señora Adela: hay para cuatro meses; dentro de cuatro meses ganaré una peseta, que era cuanto deseaba. Con que… no hablemos más. Ahí se queda eso. Tengo que comer y estar a las tres en el taller.

Y escapaba.

– Espera, la dije, ¿no quieres tener nada mío?

– ¡Oh? sí, sí… el recuerdo… y el agradecimiento. ¿No basta eso?

– Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes se los entregases a la señora Adela.

– Los gastaría en aguardiente.

– Me rindo, pero con una condición.

– ¿Cuál?

– Ven mañana a almorzar conmigo.

Meditó durante un momento Amparo, y contestó:

– Vendré. Afortunadamente es domingo.

Y saludándome alegremente, escapó.

– ¡Ah! tiene usted suerte, me dijo Mauricio; es una prenda de rey.

Recuerdo que Mauricio, recordando un puntapié que le valió esta observación, habló en lo sucesivo con el más profundo respeto de la señorita Amparo.

Fuime a una joyería y gasté los tres mil reales que me había dado Amparo, en una bonita cruz de diamantes para ella.

La joya era de muy buen gusto, y debía parecer muy bien en el bonito cuello de la muchacha.

Además necesitaba dejar bien puesta mi vanidad.

Aquella inesperada devolución la había humillado.

Amparo me trataba por decirlo así, de potencia a potencia.

Yo no podía conservar aquel dinero.

Mi vanidad quedaba a cubierto, regalándola la cruz.

Sólo con este objeto la había convidado a almorzar conmigo.

El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa.

Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de mí, meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.

Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida.

Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.

Tenía la seducción de la pureza confiada en sí misma, que por nada se alarma, que nada teme: iba de acá para allá, y me lo revolvía todo.

– ¡Cómo se conoce que aquí no hay una mujer! decía: polvo por todas partes, ¡y un desorden!.. todo lo que hay aquí es bueno y bello; pero sería más bello, parecería mucho mejor, si estuviese colocado en su sitio. Y luego… ¡estas armas! ¿para qué son estas armas? ¿a quién tiene que matar un hombre honrado?

– Son objetos de arte, la dije.

– Traed: pues, a vuestro gabinete un cañón de a veinticuatro cincelado.

– ¡Ah! ¿no crees que sea necesario alguna vez?..

– ¡Nunca!

– ¿Ni aun por un asunto de honor?

– Me horrorizaría un hombre que por una cuestión de honor hubiera matado a un semejante suyo… ¿y estos libros?.. añadió pasando con la mayor facilidad de un objeto a otro. ¡Novelas!.. Creo que en lo peor en que puede ocupar un hombre su talento, es en escribir novelas.

– ¿Por qué?

– ¿No basta la vida real? ¿qué necesidad hay de exagerarla?

– La novela enseña.

– La novela vicia las costumbres.

– Eso lo dirá el padre Ambrosio.

– Sí por cierto; y basta para mí que el padre Ambrosio lo diga: es un ángel… ¡Ah! el padre Ambrosio sabe que vengo a almorzar con usted.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Nada: absolutamente nada. ¿No sabía el padre Ambrosio que iba sola de noche a recoger trapos por las calles?

Este recurso a sí misma, esta manifestación de fuerza, me encantó.

– ¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego.

Y arrojó el libro a la chimenea.

Era un tomo del Baroncito de Faublas.

Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

Así con las tenazas el libro, y le saqué de la chimenea donde olía mal, arrojándole a la jofaina.

Prometí a Amparo hacer un auto de fe con todos mis malos libros, y mediante esta promesa se restableció nuestra buena armonía.

En seguida nos pusimos a almorzar.

Yo había cuidado de que el almuerzo fuese muy sencillo y compuesto de alimentos acomodados a las costumbres de Amparo.

Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate.

Amparo comía con apetito y sin encogimiento.

Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares.

Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.

– ¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá.

– Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días.

Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.

Comprendí que el mundo especial en que había vivido, ese mundo que se llama casa de vecindad, donde resaltan todas las miserias, todas las adyeciones, todas las ignorancias, la había hecho recelosa y desconfiada.

– Puedes almorzar así todos los días, la dije, si consientes en que se realice lo que he pensado respecto a ti.

Amparo me miró con una profunda y grave atención, y me preguntó:

– ¿Y qué ha pensado usted?

– He pensado, primero, en que la posición en que te encuentras es muy precaria.

– He nacido pobre, me contestó con altivez; mi porvenir es el trabajo; acaso con mucha aplicación y alguna suerte podré adelantar; tener dentro de algunos años un taller mío.

– ¿Y las enfermedades?

– ¡Buena manera de alentar a los pobres!

– Es que yo quiero asegurar tu suerte.

Amparo había dejado de comer, y noté que había perdido enteramente su tranquila confianza; que estaba preocupada, disgustada, pesarosa de haber ido a almorzar conmigo.

– Soy rico, muy rico; sobrino de un grande de España que no tiene hijos, ni los tendrá probablemente; heredaré sus rentas y su grandeza.

Nublose más el semblante de Amparo.

– No pienso casarme jamás, continué, y quiero que seas mi hija adoptiva.

Amparo me miró de una manera penetrante, como si hubiera querido asegurarse de hasta qué punto eran verdad mis palabras y la marcada conmoción con que las había pronunciado.

Sin duda mis ojos dejaban ver claro lo que mi alma sentía, porque la expresión de reserva y de duda desapareció del semblante de Amparo, sustituyéndola una dulce expresión de consuelo.

– ¡Ah! exclamó: ¡Quiere usted reemplazar a los padres que he perdido!

Y aunque procuró dominar su conmoción, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo gozaba, no sabré deciros qué placer; pero me sentía feliz y joven, y poderoso: me sentía engrandecido.

– Sí, la dije, mientras ella callaba, con la vista inclinada, las mejillas encendidas, sobresaltada: quiero que no vuelvas al taller.

– ¿Y qué he de hacer? me dijo. ¿Gravar a usted? ¿vivir en el ocio? No, no podría.

– Quiero que entres en un colegio.

– ¿Y para qué? No: eso no puede ser. Yo no acepto la adopción de usted.

– Ya te he dicho que estoy resuelto a no casarme jamás. Aunque soy joven, mi corazón está ya gastado; es muy viejo. Nada espera, nada desea.

– ¡Oh! ¡no me diga usted eso! ¡no quiero creerlo! ¡una vida así debe ser horrible!

– ¡Horrible, sí! ¡muy horrible! por lo mismo es necesario que un deber me ligue al mundo; a la vida: representa tú ese deber.

– Bien; me dijo, mirándome con una expresión que no pude comprender, acepto, seré su hija adoptiva de usted… pero en un convento.

– ¡En un convento! ¡monja tú!

– Sí; una vez monja, mi porvenir está asegurado.

Amparo (Memorias de un loco)

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