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V
En que doña Guiomar comienza a contar su historia a Miguel de Cervantes

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– No puede llamarse con verdad desdichada la criatura que no lo fue desde su nacimiento, y aun en el seno yo de mi madre, para mí empezó la desdicha. Nací en esta hermosa ciudad de Sevilla, y en su calle que llaman del Hombre de Piedra, y con tan dura fortuna, que el instante del primer aliento mío, fue el del postrero de mi padre. Matáronle cuando nací yo, y a las puertas de nuestra casa, siendo su muerte la más rara tragedia que se vio en los pasados tiempos, ni se verá en los venideros.

Era mi padre viejo, pero alentado y tan entero, que su vejez parecía primavera bajo nieve, o invierno que bajo su hielo tenía galas de primavera. Natural de Méjico era mi padre, y rico, y a Sevilla vino con unas galeras de rey, de las que era general.

Acudió el gentío a la Torre del Oro a ver la flota, y entre las damas que estaban en los estrados que para ellas se habían puesto junto a la orilla, asistía mi madre, que era una hermosa doncella de veinte años, y tan desamorada y esquiva, que no parecía sino que el amor no alentaba para ella, según que era de desabrida con todos los que se rendían a los encantos de su hermosura. Si la hubiera contentado el claustro, hubiérase entendido que el santo amor de Dios no dejaba en su corazón lugar para el amor al hombre; pero tampoco era esto, porque una tía monja que tenía en las del Espíritu-Santo quiso llevársela consigo, a lo que ella no se acomodó, diciendo que Dios no la había hecha para que la sofocasen tocas ni monjiles, ni para enojarse entre cuatro paredes.

Pluguiera a Dios que mi madre hubiera tenido vocación de monja, que así yo no naciera, ni pasaran por mi familia desdichas que parecen una maldición que alcanza a la desventurada vida mía.

Limpiose doña Guiomar con un pañizuelo los líquidos diamantes que por la amargura de sus tristes memorias de sus hermosos ojos se desprendían, por lo cual Miguel de Cervantes la dijo:

– Enjugarnos yo, hermosa señora mía, esas lágrimas que por vuestras alabastrinas mejillas corren, con mis labios, si tan bienaventurado fuera que ya me llamara vuestro esposo; y tal procuraría que fuese para vos mi amor, que no lágrimas de amargura, sino de contento del alma enamorada vertieseis, si es que mi amor podía enamoraros, cosa en la que no espero, porque si la esperara, ya en la sola esperanza encontraría la ventura milagrosa de este amor que por vos me abrasa las entrañas, y es mi vida en mi muerte y mi contento en mi tristeza.

– No hay para qué repetirme que me amáis, – dijo doña Guiomar, – sino es que creéis que soy desmemoriada; que ya me lo habéis dicho, y yo, escuchándooslo y continuando en oíros, os he dicho claramente que os amo; que si no os amara, la primera palabra de vuestro amor hubiera sido la última; y eso de enjugarme las lágrimas con vuestros labios callarlo debisteis, que hay tales cosas que cuando no se pueden hacer no deben decirse; y pase esto por alto, que a galantería sin intención quiero achacarlo, y no a otra cosa; y sin más de esto, y esperando que a mi lado seáis tal y tan hidalgo como me lo parecéis, con la relación de mi historia continúo, que ya que me amáis, según decís, quiero que sepáis quién es la desventurada mujer que ha alcanzado no sé si la desdicha o la fortuna de enamoraros. Decía yo, que a la llegada de las galeras de que era general mi padre, y entre las damas y caballeros que a su llegada habían acudido y ocupaban los estrados en la orilla, dispuestos, estaba mi madre, sin más compañía que la de dos tías, viudas y ya ancianas, que eran los únicos parientes que la quedaban, y tan hermosa, que unos versos que un enamorado suyo, poeta tan desdeñado como los otros que no eran favorecidos de las musas, la compuso, decían:

Porque copien un instante

los encantos que atesoras,

sus puras linfas sonoras

impulsa Bétis amante;

y las ondas, al pasar,

murmuran en su tristeza,

recordando la belleza

que ya no pueden copiar.


– No me parecen mal esos versos, – dijo Miguel de Cervantes; – madrigal son, o más bien, madrigal doble; poeta era quien los compuso, y no de los peores, y por míos los tomara, antes con satisfacción que empacho de ellos; pero decidme, señora: ¿cómo es que vos habéis premiado esos versos guardándolos en vuestra memoria? ¿quién os los recitó, o quién os dio el papel en que estaban escritos?

– Hallose ese papel entre los de mi madre cuando murió, y a mí con su herencia llegaron esos desdichados versos, que yo no puedo recitar sin que se me llenen de lágrimas los ojos; que si el que esos versos compuso no hubiera nacido o no viviera, ni muriera mi padre, ni mi madre fuera desventurada, ni yo tendría un cruel enemigo de mi reposo.

– Lo que acabáis de decir, señora, aguija el ya grande interés con que vuestra historia escucho, – dijo Miguel de Cervantes; – pues ¿cómo, señora, si vuestra madre era tan ingrata y desconocida para el amor, versos tenía, para ella compuestos por un amador desdeñado, ni cómo este, sin ventura, pudo ser una desventura para vuestra madre entonces, y ser hoy para vos un crudo enemigo? Decidme su nombre, que si él hizo desdichada a vuestra madre, no lo seréis vos por él, o faltaráme por la primera vez la fortuna en un empeño.

– Decíroslo quiero, – respondió doña Guiomar, – porque bastante habéis hecho con darme música para que él viva atento hasta averiguar quién el de la música haya sido, y buscarle riña; conque así, ved si una dama que tan a su despecho tiene un enamorado o empeñado que tan celoso la guarda, aunque tan sin razón ni derecho para ello, os conviene por lo que pueda costaros.

– No digo yo, – respondió Miguel de Cervantes, – por el temor de un viejo, que tal debe serlo quien, teniendo vos veintidós años, pretendió a vuestra madre antes que vos nacierais, sino por el de todos los trasgos, jigantes, enanos y vestiglos de los libros de caballería, y aun por el de los doce de la Tabla Redonda que vinieran a reñiros con toda la cohorte de magos y de encantadores que en los tales libros se nombran, dejara yo de venir a daros música y a hablar con vos, si era que vos me concedíais esta merced venturosa.

– Hombre de años es ya, pero no viejo, – respondió doña Guiomar, – que aún no pasa de los cuarenta y cinco, y es uno de los capitanes más temidos y más respetados de los ejércitos de su majestad; lo que, y sus otras buenas cualidades, no es parte para que yo deje de aborrecerle y desee venganza contra él, y de tal manera, que si al fin ese amor que vos decís tenerme, y al que yo os digo correspondo cuanto corresponder puedo, llegase a sus buenos términos, yo no me desposaría con vos, si antes no me habíais vengado y libertado de ese hombre; que para que vos podáis estimarle en lo que vale, sabed se llama don Baltasar de Peralta, que ya por su buen ingenio, como por su valor, su nobleza y su hacienda, es en Sevilla de todos conocido y estimado.

– Conózcole, y más de lo que podáis figuraros, señora, – dijo Miguel de Cervantes un tanto sorprendido; – sé quién es, y lo que puede y lo que vale, y cuánta es su nobleza y cuánto su ingenio; y estimádole hubiera en mucho más, si no llevara peluca; que el quedarse, cuando la mucha edad no lo disculpa, con la cabeza rasa y sin un pelo, como bala de bombarda, paréceme a mí que es a efecto de malas cabilaciones y picardías; de lo que resulta, que yo no me fío de un calvo, ni con buena voluntad le miro; y a mayor abundamiento, llenádome habéis las medidas con decirme que de él ansiáis venganza, que como un cruel enemigo os persigue, y que no seríais mi esposa si antes de sus persecuciones no os libertaba.

– Decís bien, – exclamó doña Guiomar, – en lo de vuestra enemiga contra los calvos, que yo tengo para mí, que, como decís vos, la gran parte de las veces lo que la calvicie causa es el fuego de los malos y perversos pensamientos que en la cabeza arden, y queman la raíz de los cabellos y los mata.

– No decía yo eso, – respondió Cervantes; – que San Pedro es calvo, y aun se me antoja haber visto en alguna parte que lo fue desde mozo; pero a mí, no sé por qué, los calvos me enojan, como me enojan otras muchas cosas que no enojan a nadie, y cuando una cosa me enoja, sobre ella me voy sin reparar en inconvenientes, y salga por donde saliere. Y, vive Dios, señora, que contento estoy, porque, al fin, de lo que habéis dicho aparece que yo puedo contentaros en algo, y ponerme en ocasión de que sepáis que para vos tengo yo toda la sangre que late en este corazón que os adora.

Miró tiernísimamente doña Guiomar a su enamorado, que al decir sus últimas palabras osó besarla las manos, por lo cual no se ofendió ella, aunque las recogió, y dijo:

– Tornando a lo que me dijisteis sobre si mi madre podía tener versos de un amador desdeñado, os diré, que si mi madre no era fácil para el amor, éralo, ¿y qué mujer no lo es? para la vanidad; y que aunque volvió a don Baltasar los versos que os he recitado y otros muchos, no fue sin guardarlos trasladados; lo que era causa de que don Baltasar, que veía, que si bien se le devolvían sus versos, eran leídos, como lo demostraba el ir abiertos los papeles en que se contenían, alentase esperanzas, y siguiese a mi madre a cuantas partes iba, y la diera música, y la rondase eternamente la calle, que de ella no se apartaba sino para comer de prisa y dormir breves horas.

Aconteció que cuando las galeras de rey llegaron, y desembarcó de la capitana mi padre, y subió al estrado en que mi madre con otras damas y caballeros estaba, no lejos de mi madre estaba don Baltasar, que era poco menos que su sombra; de modo que pudo ver mejor que lo que hubiera querido, que cuando mi padre vio a mi madre se inmutó todo, y que mi madre dejó ver el carmín de su sangre en sus mejillas, y sus ojos, antes para todos tan impíos, no pudieron ocultar el fuego del amor que de improviso, a traición, y sin que ella pudiera prevenirse, la había abrasado el alma.

Preguntó mi padre a algunos caballeros conocidos suyos que allí estaban, quién mi madre fuese, y destos principios vinieron a resultar muy pronto los fines de un casamiento y de una unión dichosa; pero turbada a poco por la orden que recibió mi padre, aun antes de los quince días de sus bodas, para partir con las galeras a Nápoles. Bien quería acompañarle mi madre; pero mi padre no quiso confiar a las instables ondas el tesoro de su ventura. Quedose, pues, mi madre casada y enamorada, y si no con el dolor de viuda, con las angustias de ausente; que las mujeres que bien aman, aunque yo de amores no entienda, tengo para mí que han de recelar y temer por todas partes una mudanza o un peligro que les roben su esposo, y a verle no vuelvan.

Pasaba el tiempo, y mi padre no volvía.

Teníale el rey empleado en sus galeras, y aunque menudeaban las cartas cuanto era posible, del afán de una carta esperada pasaba mi madre al del recibo de otra, y tanto más, que estaba en cinta de mí, y el tiempo pasaba, y temía mi madre que mi vida fuese para ella la muerte, y muriese sin volver a ver a su esposo.

¡Ay, señor mío, – dijo en llegando a este lugar doña Guiomar, y soltando con estas palabras un profundísimo suspiro, – que vamos acercándonos al triste suceso de la más nueva desventura que ingenio humano haya podido inventar para suspender el ánimo de sus lectores, con los no pensados y peregrinos casos de una novela! ¡Oh traiciones no adivinadas, oh desdichas no temidas, oh no merecidas tragedias!

Habéis de saber, señor mío, que mi madre, como esposa amante y mujer honrada, desde el punto en que mi padre partió hizo de su casa clausura, y de ella no salió ni para misa, que en un oratorio se la decían, ni recibió a amigos, ni aun en sus miradores dejose ver por acaso.

Ya en esta clausura, muriéronse la una tras la otra sus dos ancianas tías, y quedose mi madre sola con sus criados, que pluguiera a Dios no los hubiera tenido, o por lo menos a una traidora Lisarda, que fue la causa con sus liviandades, de lo que nunca recuerdo sin que de la congoja de mi corazón den muestra las lágrimas que salen por mis ojos.

Suspenso estaba nuestro Miguel oyendo a su acongojada amante, que en sus hermosos ojos dejaba ver el llanto que a ellos asomaba, como ansioso de correr por aquellas mejillas émulas de la rosa y vencedoras de la azucena; y en tanto la estrechaba las manos entre las suyas, sin que ella pareciese sentirlo, embebecida en la historia de su madre, que era el principio de sus desdichas.

Reposaba la mirada de doña Guiomar en la de Miguel de Cervantes, y la mirada de éste en la de ella, y no parecía sino que en aquellas dos miradas sus almas se mezclaban y se confundían para no ser más que una sola alma.

Dejó al fin ella salir de su pecho, o más bien de su pecho se escapó, otro profundísimo suspiro, y continuó su relación de esta manera:

– Hasta tal punto se parecía Lisarda en las proporciones de la figura y en los movimientos a mi madre, que viéndola por detrás, sólo por la diferencia del traje podía distinguirse a la criada de la señora.

Era además Lisarda muy hermosa y muy joven, y a estas prendas de la persona, realzadas por la lozanía de su edad temprana, juntaba una grande honestidad y la buena y cristiana crianza que la habían dado sus padres, humildes, pero honrados; amábala por estas sus buenas prendas mi madre, y por ser ella tan de su gusto, complacíala se le pareciese en la estatura y en la corpulencia, y en aquella su gallarda manera de andar y de accionar; cosas todas estas últimas que mi madre hubiera aborrecido, si hubiera adivinado las cosas que sobrevinieron, y que ya vos, señor Miguel de Cervantes, debéis haber vislumbrado con vuestro claro ingenio.

Y fue que don Baltasar de Peralta, no porque mi madre se hubiese casado había matado, o por lo menos sujetado a los preceptos de la virtud, de la religión y de la honra, que en sí son unos mismos, aquel su amor tirano y voluntarioso que a mi madre había tenido y tenía, sino que muy contrariamente, dejó a la rabia y a los celos, sin intentar siquiera combatir con ellos, que este amor aumentasen; no dejaba la ida por la venida a la calle del Hombre de Piedra, y pasaba en ella, oculto por una esquina, o embebido en el hueco de una puerta, luengas horas, particularmente de noche, ansiando ver a aquella que era la agonía de su vida, la desesperación de su alma y el sujeto de todos sus pensamientos.

Aumentaba el fuego de su amor y la rabia de su desdicha, con no ver asomarse jamás mi madre a sus miradores, con el de no salir nunca de casa ni aun a misa, y con no dar más muestras de estar viva que si hubiera estado encerrada en una tumba.

Respetando estuvo muchos días don Baltasar el decoro de mi madre, no atreviéndose a escribirla, ni aun a darla música; pero al fin pudo más en él la desesperación que el miramiento, y una noche llenó de músicos la calle, y sus concertadas voces y sus bien tañidos instrumentos, estuvieron dulcemente divirtiendo a los vecinos, sin que mi madre de ello se apercibiese, porque habitaba un aposento allá en lo interior de la casa, que era muy grande, y al que no podía llegar la música.

Pero la oyeron algunas criadas, que avisaron a Lisarda, que en un cuarto próximo al de mi madre dormía, y todas se fueron a ponerse en los miradores a gozar de la regalada música.

Habían dado en la imprudencia de llevar luz a la habitación, y en las vidrieras del mirador se pintaba, junto al de las otras doncellas, el bulto de Lisarda, que por ser tan semejante en el aire y en la forma de la persona a mi madre, como ya os he dicho, don Baltasar creyó, y creyéronlo los amigos que le acompañaban, que no era doncella que a mi madre en el bulto se parecía, sino que era mi madre misma la que, acompañada de sus doncellas, en el mirador estaba oyendo la música.

El manco de Lepanto

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