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II
EL HERMANO DEL VERDUGO

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EL hombre que de una manera tan intempestiva se presentaba á los hermanos de la niebla, adelantó un paso; extendió hacia ellos el brazo derecho armado con un venablo, en el mismo ademán imperioso que debe preceder á veces á las órdenes de un rey; y su voz firme y sonora pronunció en un tono que en nada amenguaba lo exigente de su ademán, la palabra:

– ¡Aguardad!

Aquel hombre era el mismo que antes de la llegada de los seis hermanos, como debe recordarse, había abandonado la cabaña de una manera brusca.

La intimación de la orden que detenía á aquella asamblea, cuya misión en aquel punto había terminado, produjo durante un momento en ella una sensación de asombro; después, pasado éste, Adam Wast, conteniendo á sus compañeros que se adelantaban hacia el desconocido, le dijo:

– ¿Y quién eres tú, y con qué derecho te presentas mandándonos detener?

– ¿Quién soy yo? contestó ferozmente el interrogado. ¿Quién soy yo? Un hombre que como vosotros está ofendido; un hombre que como vosotros quiere vengarse.

– Y bien, nada tenemos que ver en eso, contestó John Asta-de-buey; lo que nos importa, sí, es sellar tu boca para que no revele lo que tus oídos han escuchado; elige entre todos nosotros, esceptuando al que por su edad no debes aceptar como contrario, y señaló á Jorge Rak, uno con quien batirte en un empeño á muerte.

El cortador pidió con una mirada á sus compañeros su opinión acerca del reto que acababa de lanzar en nombre de todos al intruso, y los cuatro cuya edad les permitía empeñar un lance de tal especie, mostraron harto claro, con una significativa inclinación de cabeza, la aprobación de la propuesta, que el del venablo rechazó, contestando:

– Os he elegido como cómplices, y no os acepto como enemigos.

– ¡Como cómplices! exclamó el estudiante adelantando un paso, al par que los demás, excepto Jorge Rak ¡como cómplices!

– Sí, porque lo que estáis meditando, bien considerado, es el proyecto de un crimen. No malgastemos el tiempo en disputas inútiles ¿me aceptáis como un igual entre vosotros? ¡Si ó no!

– Antes, respondió Adam Wast conteniendo de nuevo con una mirada á los suyos, la prudencia aconsejaba reducirte al menos á un estado que no te permitiese revelar el secreto que has sorprendido por acaso tal vez, tal vez llenando un servicio pagado; pero has añadido un motivo más para que cada uno de nosotros procure matarte: nos has ofendido.

– Si te he ofendido, repuso con sarcasmo el desconocido, porque te he dicho, Adam Wast, que proyectabas un crimen. ¿Queréis saber cuáles son mis razones? pues bien, escuchad: tú Adam, oscuro abogado, ambicioso y egoísta; tú, poseído del demonio del orgullo; tú, que has leído en la biblioteca de San Servan antiguos pergaminos; tú, que has estudiado la historia de las revoluciones de los pueblos, quieres hacerte de la miseria pública un escalón para elevarte de tu nada; has soñado, después de haber envidiado la fortuna de los tribunos romanos, que lograron por un medio semejante ser cónsules ó césares, has soñado, te digo, hacerte tribuno del pueblo inglés; has saludado con placer los tres azotes de ese pueblo, el obispo, el hambre y la peste, como poderosos aliados de la lucha de tu miseria; has procurado presentarte doquier como un santo, tú, que eres un demonio; como un mártir, tú que eres un verdugo. ¡Silencio digo!, añadió haciéndose atrás y armando su ballesta, con un gesto terrible de amenaza; he querido que aguardéis, y aguardaréis; he querido que me escuchéis, y me escucharéis.

Aquel hombre dispuesto á todo, aquel hombre mandando á otros seis hombres, acabó por dominarlos merced á su valor, á su audacia y á su fuerza de voluntad.

– Y tú, niño aun, añadió dirigiéndose al estudiante; tú que aun obedeces al influjo de los recuerdos de tu infancia, ¿quieres saber por qué te hallas comprometido en una empresa en que juegas tu cabeza llena de locos deseos, de ambiciones informes sin objeto fijo, de pensamientos necios como tu imprudencia? pues bien; es porque el demonio del orgullo se ha apoderado de tí; porque deseas crecer en estatura para que los necios te admiren; porque eres demasiado imbécil para creer en tu inutilidad; pobre instrumento que romperá el viento de la revolución como el huracán quiebra una caña. Sí: tú puedes servir de emisario, de espía, de alborotador; puedes servir de una manera admirable, porque cogido en el lazo, morirás sin nombrar tus cómplices; porque has soñado en esa gloria miserable que consiste en que el pueblo diga cuando marches á la horca: «ese es un mártir, ha muerto defendiendo nuestros fueros.» Créeme, Williams, busca tu gloria en los libros; podrás llegar á ser un teólogo insufrible; pero en el terreno que pisas, sólo puedes aspirar á ser un remedo de mártir.

El estudiante miró fijamente al que acababa de darle tan amistoso consejo, y contestó:

– Si yo me sublevo contra el poder que nos oprime, es porque ansío la paz y el orden que debe preceder á la propagación de la ciencia; no puede haber paz donde hay hambre, ergo

– Y bien, ya véis que os conozco, prosiguió el montero desatendiendo el razonamiento del estudiante; os conozco como vosotros conocéis que cuanto os he dicho es exacto. Ahora bien; cualquiera que sea el motivo que me impulsa á presentarme á vosotros como un aliado, ¿admitís mi alianza?

– Sepamos el valor de tu ofensa, contestó reprimiéndose Adam Wast, para juzgar hasta qué punto puede interesarte el éxito de nuestra empresa.

– ¡Mi ofensa! contestó el montero, cuyo rostro se cubrió de una sombría expresión de odio; ¡mi ofensa! Yo, después de ser lo que he sido, me transformé en montero, los hombres habían quemado mi corazón, le habían desgarrado; en cada uno veía un enemigo, y no quise sufrir su vista; entonces pensé en las selvas, en su inmensa soledad, con su sombroso pabellón de verdura, con sus libres arroyos, sus profundas grutas y sus cuadrúpedos y montaraces habitantes; pensé en el aislamiento; hice retroceder mi imaginación hasta el hombre de la naturaleza, sentenciado, es verdad, á sostener su vida á costa de un trabajo asíduo y terrible; pero libre como el aire que respira, como los arroyuelos que se precipitan á su antojo, como los pájaros que anidan entre el follaje de los árboles. Salí de Londres sin volver la cabeza para mirar á la ciudad maldita, y anduve todo el día vestido como véis y armado con esta misma ballesta; al declinar la tarde me hallé en el centro enmarañado y solitario de Middlesex Wood; hacía mucho tiempo que había dejado atrás los senderos de los gamos, y había llegado allí pisando yerba que tal vez era hollada por primera vez; me hice una choza de ramas al lado de un manantial, y me dije cuando la ví bastante capaz á darme abrigo: «hé aquí mi alcázar; seré el rey de la selva; si alguna vez los hombres penetran en mis dominios, pasarán de largo con sus brillantes cabalgatas de caza ó sus humildes harapos de mendigo; si alguna vez el bandido me pide un sitio en mi hogar, un lecho de pieles y un pedazo de carne, se lo daré ¡por San Huberto! El bandido es en cierto modo un montero de fieras humanas. La caza es libre, y el gamo y el jabalí darán su carne á mi hambre; la fatiga me hará robusto; el tiempo amenguará mis dolores, y viviré tranquilo.» Ya véis, dijo el montero después de una pequeña pausa, que yo había renunciado el amor de mis hermanos, sus leyes y su protección. Y viví algún tiempo tranquilo, si no feliz; resignado, si no satisfecho. Algunos hombres que sin duda pensaban como yo, se me unieron y al cabo llegué á ser un rey con vasallos, que dominaba á cien corazones valientes, á cien brazos capaces de cortar con un venablo la carrera al gamo más corredor. Pero mis hermanos de los pueblos repararon en sus hermanos de los bosques, y no quisieron permitir continuásemos ejerciendo una profesión tan penosa; nos enviaron algunos archeros para hacernos entender que Middlesex Wood había sido declarado coto real por el obispo canciller; que si queríamos continuar persiguiendo al gamo de las selvas, libre como el aire, y como el aire propiedad de todos, era necesario que pagásemos un crecido tributo, ó someternos por el contrario á ser cazados á la vez y colgados de una encina por los prebostes de los archeros. Nos negamos á satisfacer el tributo, y fuimos declarados caza real. Entonces nos dijimos: «¿á qué luchar? Dindem-Wood es libre; vámonos á Dindem-Wood.» Pero apenas penetramos en su espesura, nuevos archeros se encargaron de hacernos saber que las selvas y las praderas de Inglaterra que no pertenecían á señores de vasallos, pertenecían al rey; en Inglaterra no existía un palmo de tierra que no perteneciese á un coto real ó señorial. Entonces nos dijimos: «la lucha es precisa; luchemos: consideremos á los archeros del obispo y á los monteros de los señores como caza libre; ballesta contra ballesta, y horca por horca.»

– Comprendo, observó Adam Wast; habéis perdido en la lucha.

– ¿Y cómo sostenerla? contestó el montero. Cuando apareció el peligro, los cobardes retrocedieron y dejaron reducido el número de mis monteros á una mitad; la otra mitad ha sido dispersada, ahorcada en parte, y en parte desarmada y azotada. ¡Ira de Dios, ingleses! ¡mi rostro está ensangrentado! ¡el talabarte de un mercenario ha macerado el rostro de un inglés!

– ¿Y quién te ha traído aquí?

– La casualidad: perseguido por los archeros, rodeado por todas partes, me ví entre mis verdugos y el Támesis: no debí dudar en la elección, y me arrojé al agua; algunas flechas pasaron junto á mí sin tocarme; la niebla me protegió, y tomé tierra en este islote, bien á punto por cierto para escucharos y saber que, como yo, había ingleses ofendidos, ingleses que querían vengarse.

Había tal fuerza de persuasión en el acento del montero, que Adam Wast desarrugó el entrecejo y le tendió la mano.

– Y bien, dijo, te creo y por mi parte acepto tu alianza. ¿Qué decís hermanos?

– Que sí.

– Bien.

– Le aceptamos, contestaron á un tiempo los preguntados, el cortador y el verdugo.

– ¿Cómo te llamas? dijo Adam Wast.

– Dik, contestó el montero.

– No le conocemos, observó el cortador; puede ser un espía.

– ¿Que no me conocéis? repuso con extrañeza Dik: ¿necesitáis que un hijo de mi madre os responda de mí? añadió dirigiéndose al verdugo y asiéndole una mano; pues bien, hermano mío, asegura á estos hombres que no tenemos sangre de traidores.

– ¡Su hermano! exclamaron con el acento de la admiración algunas voces.

– Sí; mi hermano es el verdugo de la Torre de Londres.

El verdugo se arrojó en los brazos de Dik, y ocultó el rostro sobre su pecho; algunos sollozos sofocados fueron el único ruido que turbó el silencio general.

– Y bien, amigos míos, dijo Dik, íd á vuestros puestos, que yo acompañaré á mi hermano y me veréis junto á él al toque de cubre-fuego.

Y con el mismo ademán imperioso conque al aparecer entre los cinco hombres les mandó aguardar, dijo señalando á la puerta:

– Partid.

Los cinco hombres salieron; cuando el montero y el verdugo quedaron solos, el último levantó su semblante bañado en lágrimas de conmoción, y dijo:

– ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡no has renegado de mí, hermano mío!

– ¡Renegar de tí! ¡porque eres verdugo! ¡Oh! has hecho bien; has elegido mejor caza que yo, y te envidio. Vamos.

El verdugo y el montero salieron de la cabaña asidos de las manos.

Los hermanos Plantagenet

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