Читать книгу El infierno del amor: leyenda fantastica - Fernández y González Manuel - Страница 3
PRIMERA PARTE
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En una calle
que tortuosa
con sus aleros
la luz estorba;
medrosa y lúgubre
cuando las sombras
de la alta noche
la envuelven lóbregas,
calle que llaman
de la Almanzora,
en la opulenta
rica paloma
de las ciudades,
que el nombre roba
á la Granada
que la blasona,
hay una casa,
que hoy se desploma,
cuyas paredes
el viento azota,
la lluvia inunda
y el sol empolva;
abandonada
se desmorona,
los jaramagos
en ella brotan
y entre ruinas
doliente asoma
el arco bello
que un tiempo alcoba
fué de la linda
Leila la Horra.
II
En otros tiempos remotos,
dolor de la gente mora,
que de Granada recuerda
la prepotencia y la gloria,
aquella casa, hoy hundida,
alcázar fué y noble joya
de bravos Benimerines,
noble linaje que goza
por sus preclaras hazañas
alto renombre en la historia.
Ben-Jucef el Meriní,
de aquella casa que doran
la opulencia y la grandeza,
es el sostén y la honra,
y su luz y su delicia
es Leila la encantadora,
la de los negros luceros,
la de la faz majestosa,
la de los cabellos de oro,
la de la purpúrea boca,
la de la ebúrnea garganta,
la del talle de diosa,
la del seno palpitante,
la altiva, la que enamora
al que su belleza mira
si el céfiro la destoca,
ó al que su cantar escucha
en la noche silenciosa,
si al pié de sus miradores
pasa por su mal ó ronda.
Por pudorosa y honesta
la llaman Leila la Horra,
y tambien Leila la Hijara
porque su pecho es de roca:
y ella, el amor ignorando,
de su adolescencia goza,
como el naciente capullo
que áun no desplegó sus hojas.
III
Pero llegó muy presto
su edad florida,
pasó su adolescencia
dulce y tranquila,
y los insomnios
encendieron en fiebre
sus bellos ojos.
Si ántes era una rosa
por linda y fresca,
es ya la triste niña
blanca azucena,
que sufre y llora,
y lágrimas y penas
la descoloran.
Y aunque el viejo la guarda
como un tesoro,
de las miradas torpes
de avaros ojos,
y celosías
no dejan ver su encanto
que el sol codicía;
y aunque esclavos feroces
y muros densos,
á audacias de galanes
ponen respeto,
ama la hermosa,
que no hay puertas ni muros
que amor no rompa.
Nace en la ardiente vida
y allí se esconde,
que el alma tiene el gérmen
de los amores,
y comprimidos,
se exhalan misteriosos
en los suspiros.
IV
Y tales los de Leila se exhalaron,
tan apenados, tan profundos fueron,
tan claro al padre su dolor contaron,
que sus fieras entrañas abrasaron
y su altivez indómita rindieron.
– «¡Ah de la vida y su tormenta brava! —
siniestro el xeque murmuró, y sombrío: —
¡Surge á la luz la mariposa esclava,
el dormido volcan revienta en lava,
el arroyuelo se convierte en rio!»
Y tembló: formidable en su memoria
se alzó horrible, cual lúgubre agonía,
cual tremenda vision expiatoria,
la infinita amargura de su historia,
dolor tras de dolor, dia por dia.
¿Dónde estaban los lauros triunfadores
que arrancó de las lides su pujanza?
¿Dónde sus horas plácidas de amores?
¿Dónde las tiernas, las fragantes flores,
sér de su sér y luz de su esperanza?
El ciego incontrastable torbellino
rugiente se abatió sobre su casa,
cual fuego intenso, destructor, sanguino,
que al soplo misterioso del destino
deja luto y horror por donde pasa.
Sus mujeres las frentes doblegaron,
sus hijos en sus cunas se extinguieron,
los años con su peso le agobiaron,
y ya débil en brazo, se agostaron
los altos lauros que su faz ciñeron.
Todo perdido en sueños de agonía
y en el delirio del dolor flotaba;
todo en su corazon rugiente hervia,
y Leila sólo á su afanar reia
y con su dulce amor le consolaba.
¡Y ella tambien, el último tesoro,
la flor preciada de esplendor naciente,
ya en los ojos de luz acerbo el lloro,
y los reflejos de sus trenzas de oro
como nimbo fatal en su alba frente!
– «¡Oh santo Allah! – las ansias exclamaron
del postrado Jucef: – ¡Oh Dios sombrío! —
y en sus ojos las lágrimas brotaron,
y por su blanca barba resbalaron
cual trasparentes gotas de rocío.
V
¿Por qué su maldicion? Pasan los años,
pero no pasan nunca las memorias,
que en la conciencia ennegrecida encienden
siniestra luz entre la oscura sombra.
No, de la infamia el torcedor recuerdo
nunca el dolor y la vergüenza borran;
nunca de la crueldad la horrenda imágen
el sentimiento conturbado ahoga,
ni el crímen de brutales apetitos
en las alas del tiempo se evapora.
¿Qué fué de aquella triste, profanada
entre el horror de noche tormentosa,
al resplandor del implacable incendio
que las cabañas míseras devora,
muertos los padres, los hermanos muertos,
al pié de la tajada escueta roca
que vecina á la playa de Almuñécar,
eternas baten las inquietas olas?
Ellas, subiendo, largas se llevaron,
léjos, muy léjos, las cenizas rojas;
ellas, envueltas en su hirviente espuma,
al fondo de la gruta tenebrosa
lanzaron los cadáveres, y el alba
cuando, indecisa, esclareció la costa,
no encontró los vestigios miserables
de la infame tragedia pavorosa.
Pero no borró el mar de igual manera
en Jucef el recuerdo, que no hay onda
que lave la conciencia y que se lleve
lo que al hinchado corazon sofoca,
lo que en el alma perdurable grita,
lo que eterno ante Dios sangriento llora.
Y por eso Jucef del mirab santo
la blanca piedra con la frente choca,
y ruega á Allah con llanto de agonía
perdone, al ménos á su Leila hermosa.
VI
Pero como Dios no oye
á los réprobos, y el llanto
de Jucef mojaba inútil
las losas del santuario,
y el semblante entristecido
de Leila más y más pálido
se mostraba, y más sus ojos
ardientes, febriles, lánguidos,
el cuidado paternal
por ciego dió en el engaño.
No vió que el amor es vida
cuando anhela un sér soñado,
y anhelándolo le goza,
y se sublima esperándolo.
Creyó que la helada muerte
ya alzaba el horrible brazo
sobre la rubia cabeza
que era su vida y su encanto,
y viendo que Dios no oia
sus ruegos, se volvió al diablo,
con la rabiosa esperanza
del que está desesperado.
La casa, hasta entónces triste,
de Jucef ardió en saraos,
en zambras y en regocijos,
y entre el giro acompasado
de indolentes bayaderas,
resonó sentido y largo,
como el suspiro del viento
de la palma en el penacho,
al compás de guzlas de oro,
el melancólico canto
del desierto, que suspira
el beduino cansado,
que sigue á la caravana
en sus amores soñando.
En Bib-Arrambla hubo justas,
cañas, sortijas y bravos
toros de Ronda, en que, audaces,
sus rejoncillos quebraron
caballeros de gran prez,
que ambicionaban el tálamo
de la incomparable Leila;
y aunque el mismo Rey, lanzado
á la arena y vencedor
en su triunfo confiando,
del airon de grana y oro,
con gran peligro arrancado
de la cerviz de una fiera,
á sus piés la hizo regalo,
al agradecerlo ella
lo dijo con tal desmayo,
que harto claro se entiende
lo inútil del agasajo.
Al fin ya de todo punto
loco Jucef é insensato
hizo venir de Marruecos,
en fuertes jaulas cerrados,
seis viejos leones rojos
para en la vega soltarlos,
y probar si en la árdua caza
algun galan abrasado
por los encantos de Leila
lograba al fin el milagro
de hacerse amar de la hermosa
por gentil y por bizarro,
que aquel que embiste á leones
por lograr un fin ansiado,
para no amarle es forzoso
tener corazon de mármol.
VII
El dia va falleciendo,
en fúlgidos resplandores
se va el ocaso encendiendo,
y ya las sombras mayores
de los montes van cayendo.
Sobre la cumbre nevada
del Veleta, sonrosada
por el rojo sol poniente,
alza la luna la frente
por nubecillas velada.
Por el ameno pensil
del soto corre el Genil
entre floridas riberas,
y las gallardas palmeras,
y la alameda gentil,
y en peñascos y en colinas
los nopales, las encinas,
responden en són amante
al beso fresco y errante
de las auras vespertinas.
Bajo la enramada espesa,
clara y profunda la presa
como un espejo se tiende,
y en blancos chorros desciende,
y en su murmurio no cesa.
Leve el humo en la alquería
revela el fuego que arde
en el hogar, y á porfía
dan las aves su armonía
á la oracion de la tarde.
Todo es fresco y perfumado,
la vega, el soto y el monte;
y el valladar azulado
de las sierras, anegado
en el distante horizonte,
Para tener siempre á raya
al cristiano en la frontera,
porque ya la luz desmaya,
va previniendo la hoguera
en sus torres de atalaya.
Que en la tregua Alfonso afloja,
y ya blanden la cuchilla,
en las quebradas de Loja,
con gentes de la Cruz Roja,
los Infantes de Castilla.
En tanto el sol apresura
su ocaso, y con largos brillos
en las cúpulas fulgura
de Granada, que en la altura
muestra sus fuertes castillos.
VIII
Por un sendero
que al soto baja
un bello jóven
gallardo avanza.
Al aire ondea
su toca blanca,
caftan le cubre
de burda lana,
su talle ciñe
revuelta faja
que el curvo alfanje
sostiene y guarda;
cubren sus piernas
rudas abarcas,
y el carcax lleno
de fuertes jaras,
y la ballesta
sobre la espalda,
y el cervatillo
que al hombro carga,
revelan, cierto,
que es pobre y caza,
y que cazando
su vida gana.
La res sangrienta
deja en la grama,
y en una piedra
que besa el agua,
se sienta y mira,
miéntras descansa,
absorto, inmóvil,
la faz nublada,
el sonoroso
raudal que canta,
y sobre el lecho
de piedras salta,
y allá se pierde,
y allá se escapa,
cual las mentidas
sombras livianas
de los ensueños
de la esperanza.
Tal vez Ataide,
que sufre y ama,
ve en la corriente,
pasando rápida,
su vida entera,
su vida ingrata,
en fugitivas
sombras fantásticas,
y en voz de llanto
doliente exclama:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
Sus negros ojos
lucientes lanzan
fulgores lúgubres,
siniestras ráfagas,
cual si en su seno,
con furia insana,
se revolviese
tormenta brava.
Hay negros dias
de horas menguadas
en que anochece
por la mañana.
Consigo traen
nubes de lágrimas
y el duro cierzo
que hiela el alma.
¡Desheredado
desde la infancia!
Los años vienen,
corren, avanzan;
el niño es hombre,
la madre anciana,
y el raudal ciego
de la desgracia
siempre les dice
con voz aciaga:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
Hondos suspiros
Ataide exhala,
que un imposible
su sér abrasa,
y al dueño hermoso
que así le encanta
decir no puede
sus tristes ánsias;
que ella es orgullo,
prodigio y gala
de la hermosura,
la vírgen lánguida,
la de las ricas
trenzas doradas,
ojos de fuego,
frente de nácar,
la dulce niña,
la altiva dama,
Leila la Horra,
Leila la Hijara.
¡Él tan humilde,
y ella tan alta!
¿Su amor en donde
potentes alas
hallar pudiera
para alcanzarla?
Y el pobre mozo
por sus entrañas
siente que corre
hiel que le mata,
algo que horrible
su sér desgarra;
y en el gemido
de su garganta
decir parece
con voz ahogada:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
La vió en las fiestas
de Bib-Arrambla,
resplandeciente
como una hada;
hada sombría
doliente y pálida.
¿Por qué tan rica,
tan codiciada,
de la hermosura
gentil sultana,
así insensible
y así postrada?
¿Por qué en el Coso,
quebrando cañas,
lidiando toros,
rompiendo lanzas,
cien caballeros
de gran prosapia,
que prez y orgullo
son de Granada,
deslumbradores
de ricas galas,
lucientes joyas,
bruñidas armas,
sobre fogosos
potros del Atlas,
que el Coso barren
con sus gualdrapas,
en las cuadrillas
giran, se travan,
como un torrente
de fuego pasan
junto al estrado
de la acuitada,
y sus preseas
ante sus plantas
ansiosos ponen,
sin que una vaga,
leve sonrisa
conmueva plácida
su hermosa boca,
ni en dulce llama
sus negros ojos
lucientes ardan?
¿Por qué tal pena,
desdicha tanta?
Y cual si el sueño
que á Ataide embarga
fuese un conjuro
que la evocára,
en los fulgores
raudos de plata
que á la corriente
la luna arranca,
Leila aparece
trasfigurada,
los negros ojos
ardiendo en llamas,
voraz sonrisa
mostrando avara,
suelta la luenga
crencha dorada,
que en su aureola
radiante baña
las maravillas
de su garganta,
sus curvos hombros,
su seno que alza
aliento inmenso
que gime y canta
y en poderoso
volcan estalla.
Leila le absorbe,
Leila le abarca
en el encanto
de su mirada,
Leila le expresa
cuantas fragancias,
cuantas ternuras
enamoradas,
las almas sienten
que se embriagan
en el misterio
que amor se llama.
Dura un momento
la vision mágica,
la onda en que flota
léjos la arrastra,
y Ataide dice
con voz que espanta:
– ¡Hay vida triste!
¡Corriente amarga!
IX
Ya el crepúsculo en la noche
lentamente se va hundiendo;
con más esplendor la luna
brilla en el límpido cielo,
y en la inmensidad perdidos
resplandecen los luceros.
Es ya tarde: cuidadosa,
sin duda en ferviente rezo,
la infeliz Ayela aguarda
al hijo que es su consuelo,
su solo amor en el mundo,
su solo dolor acerbo.
De la piedra se alza Ataide
conmovido y macilento,
y sobre su res se inclina,
cuando un cavernoso estruendo,
atronador, formidable,
indescriptible, siniestro,
voz pavorosa de muerte,