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PRIMERA PARTE

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I

En una calle

que tortuosa

con sus aleros

la luz estorba;

medrosa y lúgubre

cuando las sombras

de la alta noche

la envuelven lóbregas,

calle que llaman

de la Almanzora,

en la opulenta

rica paloma

de las ciudades,

que el nombre roba

á la Granada

que la blasona,

hay una casa,

que hoy se desploma,

cuyas paredes

el viento azota,

la lluvia inunda

y el sol empolva;

abandonada

se desmorona,

los jaramagos

en ella brotan

y entre ruinas

doliente asoma

el arco bello

que un tiempo alcoba

fué de la linda

Leila la Horra.


II

En otros tiempos remotos,

dolor de la gente mora,

que de Granada recuerda

la prepotencia y la gloria,

aquella casa, hoy hundida,

alcázar fué y noble joya

de bravos Benimerines,

noble linaje que goza

por sus preclaras hazañas

alto renombre en la historia.


Ben-Jucef el Meriní,

de aquella casa que doran

la opulencia y la grandeza,

es el sostén y la honra,

y su luz y su delicia

es Leila la encantadora,

la de los negros luceros,

la de la faz majestosa,

la de los cabellos de oro,

la de la purpúrea boca,

la de la ebúrnea garganta,

la del talle de diosa,

la del seno palpitante,

la altiva, la que enamora

al que su belleza mira

si el céfiro la destoca,

ó al que su cantar escucha

en la noche silenciosa,

si al pié de sus miradores

pasa por su mal ó ronda.

Por pudorosa y honesta

la llaman Leila la Horra,

y tambien Leila la Hijara

porque su pecho es de roca:

y ella, el amor ignorando,

de su adolescencia goza,

como el naciente capullo

que áun no desplegó sus hojas.


III

Pero llegó muy presto

su edad florida,

pasó su adolescencia

dulce y tranquila,

y los insomnios

encendieron en fiebre

sus bellos ojos.


Si ántes era una rosa

por linda y fresca,

es ya la triste niña

blanca azucena,

que sufre y llora,

y lágrimas y penas

la descoloran.


Y aunque el viejo la guarda

como un tesoro,

de las miradas torpes

de avaros ojos,

y celosías

no dejan ver su encanto

que el sol codicía;


y aunque esclavos feroces

y muros densos,

á audacias de galanes

ponen respeto,

ama la hermosa,

que no hay puertas ni muros

que amor no rompa.


Nace en la ardiente vida

y allí se esconde,

que el alma tiene el gérmen

de los amores,

y comprimidos,

se exhalan misteriosos

en los suspiros.


IV

Y tales los de Leila se exhalaron,

tan apenados, tan profundos fueron,

tan claro al padre su dolor contaron,

que sus fieras entrañas abrasaron

y su altivez indómita rindieron.


– «¡Ah de la vida y su tormenta brava! —

siniestro el xeque murmuró, y sombrío: —

¡Surge á la luz la mariposa esclava,

el dormido volcan revienta en lava,

el arroyuelo se convierte en rio!»


Y tembló: formidable en su memoria

se alzó horrible, cual lúgubre agonía,

cual tremenda vision expiatoria,

la infinita amargura de su historia,

dolor tras de dolor, dia por dia.


¿Dónde estaban los lauros triunfadores

que arrancó de las lides su pujanza?

¿Dónde sus horas plácidas de amores?

¿Dónde las tiernas, las fragantes flores,

sér de su sér y luz de su esperanza?


El ciego incontrastable torbellino

rugiente se abatió sobre su casa,

cual fuego intenso, destructor, sanguino,

que al soplo misterioso del destino

deja luto y horror por donde pasa.


Sus mujeres las frentes doblegaron,

sus hijos en sus cunas se extinguieron,

los años con su peso le agobiaron,

y ya débil en brazo, se agostaron

los altos lauros que su faz ciñeron.


Todo perdido en sueños de agonía

y en el delirio del dolor flotaba;

todo en su corazon rugiente hervia,

y Leila sólo á su afanar reia

y con su dulce amor le consolaba.


¡Y ella tambien, el último tesoro,

la flor preciada de esplendor naciente,

ya en los ojos de luz acerbo el lloro,

y los reflejos de sus trenzas de oro

como nimbo fatal en su alba frente!


– «¡Oh santo Allah! –  las ansias exclamaron

del postrado Jucef: – ¡Oh Dios sombrío! —

y en sus ojos las lágrimas brotaron,

y por su blanca barba resbalaron

cual trasparentes gotas de rocío.


V

¿Por qué su maldicion? Pasan los años,

pero no pasan nunca las memorias,

que en la conciencia ennegrecida encienden

siniestra luz entre la oscura sombra.

No, de la infamia el torcedor recuerdo

nunca el dolor y la vergüenza borran;

nunca de la crueldad la horrenda imágen

el sentimiento conturbado ahoga,

ni el crímen de brutales apetitos

en las alas del tiempo se evapora.

¿Qué fué de aquella triste, profanada

entre el horror de noche tormentosa,

al resplandor del implacable incendio

que las cabañas míseras devora,

muertos los padres, los hermanos muertos,

al pié de la tajada escueta roca

que vecina á la playa de Almuñécar,

eternas baten las inquietas olas?

Ellas, subiendo, largas se llevaron,

léjos, muy léjos, las cenizas rojas;

ellas, envueltas en su hirviente espuma,

al fondo de la gruta tenebrosa

lanzaron los cadáveres, y el alba

cuando, indecisa, esclareció la costa,

no encontró los vestigios miserables

de la infame tragedia pavorosa.

Pero no borró el mar de igual manera

en Jucef el recuerdo, que no hay onda

que lave la conciencia y que se lleve

lo que al hinchado corazon sofoca,

lo que en el alma perdurable grita,

lo que eterno ante Dios sangriento llora.

Y por eso Jucef del mirab santo

la blanca piedra con la frente choca,

y ruega á Allah con llanto de agonía

perdone, al ménos á su Leila hermosa.


VI

Pero como Dios no oye

á los réprobos, y el llanto

de Jucef mojaba inútil

las losas del santuario,

y el semblante entristecido

de Leila más y más pálido

se mostraba, y más sus ojos

ardientes, febriles, lánguidos,

el cuidado paternal

por ciego dió en el engaño.

No vió que el amor es vida

cuando anhela un sér soñado,

y anhelándolo le goza,

y se sublima esperándolo.

Creyó que la helada muerte

ya alzaba el horrible brazo

sobre la rubia cabeza

que era su vida y su encanto,

y viendo que Dios no oia

sus ruegos, se volvió al diablo,

con la rabiosa esperanza

del que está desesperado.

La casa, hasta entónces triste,

de Jucef ardió en saraos,

en zambras y en regocijos,

y entre el giro acompasado

de indolentes bayaderas,

resonó sentido y largo,

como el suspiro del viento

de la palma en el penacho,

al compás de guzlas de oro,

el melancólico canto

del desierto, que suspira

el beduino cansado,

que sigue á la caravana

en sus amores soñando.

En Bib-Arrambla hubo justas,

cañas, sortijas y bravos

toros de Ronda, en que, audaces,

sus rejoncillos quebraron

caballeros de gran prez,

que ambicionaban el tálamo

de la incomparable Leila;

y aunque el mismo Rey, lanzado

á la arena y vencedor

en su triunfo confiando,

del airon de grana y oro,

con gran peligro arrancado

de la cerviz de una fiera,

á sus piés la hizo regalo,

al agradecerlo ella

lo dijo con tal desmayo,

que harto claro se entiende

lo inútil del agasajo.

Al fin ya de todo punto

loco Jucef é insensato

hizo venir de Marruecos,

en fuertes jaulas cerrados,

seis viejos leones rojos

para en la vega soltarlos,

y probar si en la árdua caza

algun galan abrasado

por los encantos de Leila

lograba al fin el milagro

de hacerse amar de la hermosa

por gentil y por bizarro,

que aquel que embiste á leones

por lograr un fin ansiado,

para no amarle es forzoso

tener corazon de mármol.


VII

El dia va falleciendo,

en fúlgidos resplandores

se va el ocaso encendiendo,

y ya las sombras mayores

de los montes van cayendo.


Sobre la cumbre nevada

del Veleta, sonrosada

por el rojo sol poniente,

alza la luna la frente

por nubecillas velada.


Por el ameno pensil

del soto corre el Genil

entre floridas riberas,

y las gallardas palmeras,

y la alameda gentil,


y en peñascos y en colinas

los nopales, las encinas,

responden en són amante

al beso fresco y errante

de las auras vespertinas.


Bajo la enramada espesa,

clara y profunda la presa

como un espejo se tiende,

y en blancos chorros desciende,

y en su murmurio no cesa.


Leve el humo en la alquería

revela el fuego que arde

en el hogar, y á porfía

dan las aves su armonía

á la oracion de la tarde.


Todo es fresco y perfumado,

la vega, el soto y el monte;

y el valladar azulado

de las sierras, anegado

en el distante horizonte,


Para tener siempre á raya

al cristiano en la frontera,

porque ya la luz desmaya,

va previniendo la hoguera

en sus torres de atalaya.


Que en la tregua Alfonso afloja,

y ya blanden la cuchilla,

en las quebradas de Loja,

con gentes de la Cruz Roja,

los Infantes de Castilla.


En tanto el sol apresura

su ocaso, y con largos brillos

en las cúpulas fulgura

de Granada, que en la altura

muestra sus fuertes castillos.


VIII

Por un sendero

que al soto baja

un bello jóven

gallardo avanza.

Al aire ondea

su toca blanca,

caftan le cubre

de burda lana,

su talle ciñe

revuelta faja

que el curvo alfanje

sostiene y guarda;

cubren sus piernas

rudas abarcas,

y el carcax lleno

de fuertes jaras,

y la ballesta

sobre la espalda,

y el cervatillo

que al hombro carga,

revelan, cierto,

que es pobre y caza,

y que cazando

su vida gana.

La res sangrienta

deja en la grama,

y en una piedra

que besa el agua,

se sienta y mira,

miéntras descansa,

absorto, inmóvil,

la faz nublada,

el sonoroso

raudal que canta,

y sobre el lecho

de piedras salta,

y allá se pierde,

y allá se escapa,

cual las mentidas

sombras livianas

de los ensueños

de la esperanza.

Tal vez Ataide,

que sufre y ama,

ve en la corriente,

pasando rápida,

su vida entera,

su vida ingrata,

en fugitivas

sombras fantásticas,

y en voz de llanto

doliente exclama:

«¡Ay vida triste!

¡Corriente amarga!»


Sus negros ojos

lucientes lanzan

fulgores lúgubres,

siniestras ráfagas,

cual si en su seno,

con furia insana,

se revolviese

tormenta brava.

Hay negros dias

de horas menguadas

en que anochece

por la mañana.

Consigo traen

nubes de lágrimas

y el duro cierzo

que hiela el alma.

¡Desheredado

desde la infancia!


Los años vienen,

corren, avanzan;

el niño es hombre,

la madre anciana,

y el raudal ciego

de la desgracia

siempre les dice

con voz aciaga:

«¡Ay vida triste!

¡Corriente amarga!»


Hondos suspiros

Ataide exhala,

que un imposible

su sér abrasa,

y al dueño hermoso

que así le encanta

decir no puede

sus tristes ánsias;

que ella es orgullo,

prodigio y gala

de la hermosura,

la vírgen lánguida,

la de las ricas

trenzas doradas,

ojos de fuego,

frente de nácar,

la dulce niña,

la altiva dama,

Leila la Horra,

Leila la Hijara.

¡Él tan humilde,

y ella tan alta!

¿Su amor en donde

potentes alas

hallar pudiera

para alcanzarla?

Y el pobre mozo

por sus entrañas

siente que corre

hiel que le mata,

algo que horrible

su sér desgarra;

y en el gemido

de su garganta

decir parece

con voz ahogada:

«¡Ay vida triste!

¡Corriente amarga!»


La vió en las fiestas

de Bib-Arrambla,

resplandeciente

como una hada;

hada sombría

doliente y pálida.


¿Por qué tan rica,

tan codiciada,

de la hermosura

gentil sultana,

así insensible

y así postrada?

¿Por qué en el Coso,

quebrando cañas,

lidiando toros,

rompiendo lanzas,

cien caballeros

de gran prosapia,

que prez y orgullo

son de Granada,

deslumbradores

de ricas galas,

lucientes joyas,

bruñidas armas,

sobre fogosos

potros del Atlas,

que el Coso barren

con sus gualdrapas,

en las cuadrillas

giran, se travan,

como un torrente

de fuego pasan

junto al estrado

de la acuitada,

y sus preseas

ante sus plantas

ansiosos ponen,

sin que una vaga,

leve sonrisa

conmueva plácida

su hermosa boca,

ni en dulce llama

sus negros ojos

lucientes ardan?

¿Por qué tal pena,

desdicha tanta?

Y cual si el sueño

que á Ataide embarga

fuese un conjuro

que la evocára,

en los fulgores

raudos de plata

que á la corriente

la luna arranca,

Leila aparece

trasfigurada,

los negros ojos

ardiendo en llamas,

voraz sonrisa

mostrando avara,

suelta la luenga

crencha dorada,

que en su aureola

radiante baña

las maravillas

de su garganta,

sus curvos hombros,

su seno que alza

aliento inmenso

que gime y canta

y en poderoso

volcan estalla.

Leila le absorbe,

Leila le abarca

en el encanto

de su mirada,

Leila le expresa

cuantas fragancias,

cuantas ternuras

enamoradas,

las almas sienten

que se embriagan

en el misterio

que amor se llama.

Dura un momento

la vision mágica,

la onda en que flota

léjos la arrastra,

y Ataide dice

con voz que espanta:

– ¡Hay vida triste!

¡Corriente amarga!


IX

Ya el crepúsculo en la noche

lentamente se va hundiendo;

con más esplendor la luna

brilla en el límpido cielo,

y en la inmensidad perdidos

resplandecen los luceros.

Es ya tarde: cuidadosa,

sin duda en ferviente rezo,

la infeliz Ayela aguarda

al hijo que es su consuelo,

su solo amor en el mundo,

su solo dolor acerbo.

De la piedra se alza Ataide

conmovido y macilento,

y sobre su res se inclina,

cuando un cavernoso estruendo,

atronador, formidable,

indescriptible, siniestro,

voz pavorosa de muerte,


El infierno del amor: leyenda fantastica

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