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Capítulo 3
ОглавлениеAyer, sin embargo, Paulina no volvió a hablarme del juego. Evitó durante todo el día dirigirme la palabra.
Su modo anterior de conducirse conmigo no había cambiado.
Cuando nos encontramos sigue tratándome con absoluta indiferencia, a la que añade incluso un desdén hostil. No intenta, lo veo claramente, disimular su aversión hacia mí. Por otra parte, tampoco oculta que le soy necesario y que me tiene como reserva para otras ocasiones propicias.
Una relación extraña se ha establecido entre nosotros. No me lo explico, dada la arrogancia y el orgullo con que trata a todo el mundo.
Sabe, por ejemplo, que yo la amo con locura, y me permite, incluso, hablarle de mi pasión, francamente, sin trabas. No podía demostrarme mejor su desdén con este permiso: “Ya ves, hago tan poco caso de tus sentimientos, que todo lo que puedas decirme o experimentar me tiene absolutamente sin cuidado.”
Ya antes me hablaba mucho de sus asuntos, pero jamás con entera confianza. Por si eso fuera poco, en su desprecio hacia mí ponía refinamientos del siguiente género: sabiendo que me hallaba al corriente de tal o cual circunstancia de su vida, de una grave preocupación, por ejemplo, me contaba sólo una parte de los hechos si creía necesario utilizarme para sus fines, o para alguna combinación, como un esclavo. Pero si ignoraba todavía las consecuencias de los acontecimientos, si me veía compartir sus sufrimientos o sus inquietudes, no se dignaba jamás tranquilizarme con una explicación amable.
Como ella me confiaba a menudo misiones no solamente delicadas, sino peligrosas, estimo que debería haber sido más franca. Pero, ¡a qué inquietarse de mis sentimientos, por el hecho de que yo también me alarmase, y quizá me atormentase tres veces más que ella por sus preocupaciones y sus fracasos!
Yo conocía desde hacía tres semanas su intención de jugar a la ruleta. Me había incluso avisado de que yo debía jugar en su lugar, pues las conveniencias prohibían que ella lo hiciese. En el tono de sus palabras comprendía, entonces, que ella experimentaba una honda inquietud y no el simple deseo de ganar dinero. Poco le importa el dinero en sí. En eso hay un objetivo, circunstancias que puedo adivinar, pero que, hasta este momento, ignoro.
Naturalmente, la humillación y la esclavitud en que ella me tiene, me darían —se da a menudo el caso— la posibilidad de preguntarle a ella misma derechamente y sin ambages. Puesto que soy para ella un esclavo, que no merece consideración a sus ojos, no tiene que impresionarse por mi atrevida curiosidad. Pero aunque me permita que le dirija preguntas, no por eso me las contesta. Algunas veces ni siquiera me atiende. ¡Así estamos!
Ayer se habló mucho, entre nosotros, de un telegrama enviado a Petersburgo hace cuatro días y que no ha sido aún contestado. El general está visiblemente agitado y pensativo. Se trata, seguramente, de la abuela.
El francés también está desasosegado. Ayer, por ejemplo, tuvieron, después de la comida, una larga conversación. El francés afecta hacia nosotros un tono arrogante y despreocupado. Como dice el proverbio: “Dejad que pongan un pie en vuestra casa y pronto habrán puesto los cuatro. “ Con Paulina finge igualmente una indiferencia que bordea la grosería. Sin embargo, se une de buena gana a nuestros paseos familiares por el parque y a las excursiones a caballo por los alrededores.
Conozco desde hace tiempo algunas de las circunstancias que han puesto al francés en relación con el general. En Rusia proyectaban establecer, en sociedad, una fábrica. Ignoro si su proyecto ha fracasado o si hablan todavía de él.
Además, me he enterado, por casualidad, de una parte de un secreto de familia. El francés sacó efectivamente de apuros al general el año pasado, facilitándole treinta mil rublos para completar la suma que éste debía al Estado, cuando presentó la dimisión de su empleo. Naturalmente, el general se halla a merced suya, pero ahora, sobretodo ahora, es la señorita Blanche la que desempeña el principal papel en todo eso. Estoy seguro de no equivocarme.
¿Que quién es la señorita Blanche?
Aquí, entre nosotros, dicen que es una francesa distinguida, a la que acompaña su madre, una dama muy rica. Se sabe también que es una prima lejana de nuestro marqués. Parece ser que antes de mi viaje a París el francés y la señorita Blanche habían tenido relaciones mucho más ceremoniosas, vivían en un plan más reservado. Ahora su amistad y su parentesco se manifiestan de una manera más atrevida, más íntima. Quizá nuestros asuntos les parecen en tan mal estado que juzgan inútil hacer cumplidos y disimular. Noté anteayer que Mr. Astley hablaba con la señorita Blanche y su madre como si las conociera. Me parece también que el francés se había entrevistado con anterioridad con Mr. Astley.
Por otra parte, Mr. Astley es tan tímido, tan púdico, tan discreto, que verdaderamente se puede fiar de él. No sacará, seguramente, la ropa sucia. El francés apenas le saluda ni le mira, lo que quiere decir que no le teme.
Esto es todavía comprensible, pero ¿por qué la señorita Blanche tampoco le concede ninguna importancia?
Hay que tener en cuenta que el marqués se traicionó ayer diciendo durante la conversación, no sé con motivo de qué, que Mr. Astley era colosalmente rico y que él lo sabía. Era, pues, la ocasión para que la señorita Blanche le mirase.
En resumen, el general es presa de la mayor inquietud. ¡Se comprende la importancia que puede tener para él en estos momentos un telegrama anunciando la muerte de la abuela!
Aunque estaba seguro de que Paulina evitaba una entrevista conmigo, afecté un aire frío, indiferente.
Pensaba que iba a hablarme de un momento a otro. Para desquitarme, ayer y hoy he concentrado mi atención sobre la señorita Blanche. ¡Pobre general, está perdido! Dejarse dominar a los cincuenta y cinco años por una pasión tan ardiente… es, evidentemente, una desgracia. Añádase a eso su viudez, sus hijos, su ruina, sus deudas y, finalmente, la clase de mujer de que se ha enamorado. La señorita Blanche es elegante, pero tiene una de esas caras que infunden miedo.
No sé si comprenderán bien lo que quiero decir. Por mi parte siempre he temido a semejantes mujeres.
Debe tener unos veinticinco años. Es alta y bien formada, de hombros redondos, busto opulento, tez bronceada, cabellos negros muy abundantes, suficiente para dos peinados. Tiene los ojos negros, la esclerótica amarillenta, la mirada cínica, los dientes muy blancos; los labios siempre pintados. Sus piernas y sus manos son admirables. Su voz tiene un timbre de contralto enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero generalmente su mirada es insistente y silenciosa, al menos en presencia de Paulina y de María Philippovna.
A propósito, una noticia inesperada. María Philippovna regresa a Rusia. La señorita Blanche me parece desprovista de instrucción; es una mujer de cortos alcances. Creo que en su vida no han faltado aventuras. Para decirlo todo, es muy posible que el marqués no sea pariente suyo y su madre pudiera muy bien ser una madre fingida. Pero está comprobado que en Berlín, que fue donde los encontramos, su madre y ella tenían buenas amistades. En lo que se refiere al marqués, aunque dudo en estos momentos que tenga tal título, el hecho es que pertenece a la buena sociedad, tanto entre nosotros como, por ejemplo, en Moscú o en Alemania. Esto es indudable. Me pregunto lo que es en Francia.
Se dice que posee un castillo.
Creía que pasarían muchas cosas durante esos quince días, pero, sin embargo, no sé aún de cierto si la señorita Blanche y el general han cambiado palabras decisivas.
En resumen, todo depende ahora de nuestra situación, es decir, de la mayor o menor cantidad de dinero que el general pueda ofrecerle. Si, por ejemplo, se afirmase que la abuela no había muerto, estoy seguro de que la señorita Blanche se apresuraría a desaparecer. Para mí mismo es un motivo de extrañeza y de risa el ver que me he vuelto tan entrometido. ¡Cómo me repugna todo eso! ¡Con qué placer lo abandonaría todo y a todos! Pero, ¿puedo alejarme de Paulina? ¿Puedo dejar de realizar el espionaje en torno de ella? El espionaje es seguramente una cosa vil, pero ¿a mí qué me importa?
Ayer y hoy, Mr. Astley ha excitado igualmente mi curiosidad. Sí. ¡Estoy persuadido de que está enamorado de Paulina! ¿Cuántas cosas puede expresar a veces la mirada de un hombre púdico, de una castidad enfermiza, precisamente en el momento en que este hombre preferiría hundirse debajo de tierra a manifestar sus sentimientos con una palabra o con una mirada? Es a la vez curioso y cómico.
Mr. Astley se encuentra con nosotros a menudo en el paseo. Se descubre y pasa muriéndose de ganas de acercarse a nosotros. Si se le invita, se apresura a rehusar. En los lugares donde nos sentamos, en el casino, en el concierto o delante de la fuente, no deja de pararse cerca de nosotros. Allí donde estemos —en el parque, en el bosque, en el Schlangenberg—basta mirar en torno nuestro para que, indefectiblemente, en el sendero vecino o detrás de una maleza, aparezca el inevitable Mr. Astley.
Creo que busca la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana nos hemos encontrado y hemos cruzado dos o tres palabras. Habla casi siempre de un modo entrecortado. Antes de darme los buenos días comenzó por decir: —¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa!
Se quedó luego callado, mirándome con aire significativo. Ignoro lo que intentaba expresar con eso, pues a mi pregunta “¿Qué quiere usted decir?”, se encogió de hombros con sonrisa maliciosa y añadió:
—Esto es así…
Y luego preguntó, de pronto:
—¿Le gustan las flores a la señorita Blanche?
—No lo sé —le contesté.
—¡Cómo! ¿Ignora usted esto? —exclamó con sorpresa.
—No, no sé nada —añadí riendo.
—¡Hum! Esto me da que pensar.
Hizo un movimiento con la cabeza y se alejó. Parecía muy satisfecho. Habíamos conversado en un francés bastante malo.