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Introducción: Cuando tiembla la casa del poder

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Todo libro comienza como deseo de otro libro, como impulso de copia, de robo, de contradicción, como envidia y desmesurada confianza. Beatriz Sarlo

Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento. Lucia Berlin

Cuando apenas salgo de la infancia quiero ser poeta. “Querer ser poeta” para una chica argentina tiene detrás “solo un nombre / Alejandra Alejandra / debajo estoy yo / Alejandra”. Pero me enojan las lecturas sobre Pizarnik: las que la vuelven faro de cierto gesto afectado, corrido, mínimo, frágil. Esa sombra terrible de Alejandra me persigue muchos años. Y esa paranoia solo conduce a otro manantial: Juan Gelman, esos libros casi chorreantes de política, de tallar en piedra lo que importa, de picar el lenguaje hasta que el diamante te explote en la cara. La adolescencia es un tiempo de lecturas salvajes: Pizarnik “y” Gelman. Como diciendo: por favor, muchachas, ocupémonos del mundo.

Hace poco vi en la televisión una entrevista a Beatriz Sarlo en la que le preguntan por la narrativa contemporánea y ella distingue algunas autoras interesantes de “esas chicas que escriben solas en sus cuartos sobre los posters de los Rolling Stones”. Hay un hilo que recorre estas escenas, estos textos, y la “historia” de la literatura misma: cuando un varón escribe, aunque lo hace sobre sí, aunque sea sobre su educación sentimental, las comunidades de lectores/as están más disponibles a ver ahí el “aullido” de una generación. Para las escritoras la construcción de una voz pública tiene otros ribetes y hay distintas formas de lidiar con eso. La victimización y los intereses sectoriales –como señala Mary Beard– o la impostura, por enfrentar burdamente las opciones, parecen los dos lados de la misma moneda.(1)

Durante muchos años me envuelve esta tensión: ¿por qué las mujeres y disidencias sexuales escriben –o hacen– lo que efectivamente escriben o hacen? ¿Por qué nunca la banda de rock más escuchada de una década está integrada por chicas? ¿Por qué yo también tengo la cabeza organizada por varones –por sus discos, sus libros, sus luchas, sus heroicidades, sus símbolos–? Estas preguntas –que no son interesantes, son más bien esa pasión detectivesca que es la puerta de entrada al problema– muestran el otro hilo subyacente: “mujeres y política, asunto separado”. No porque las mujeres y disidencias sexuales no hayan sido motor de la política –exactamente al revés: los cuerpos feminizados y vulnerabilizados son el fantasma que recorre la Historia con mayúsculas–, sino porque pareciera que para tocar “los grandes temas” hay que hacerlo a costa de excusarse u olvidarse de “los pequeños”. Y a ese rincón de lo pequeño, lo secundario, lo menor se manda todo lo vinculado a lo femenino o feminizado, en esta organización de sexos y géneros encarnada en los varones, aunque también en las mujeres y disidencias sexuales.

Me obsesionan las fotos de personas fumando, o que tienen algo dentro de la boca –un chupetín, una birome, lo que sea que traten como un cigarrillo–. Superpongamos dos: una foto de Alejandra con su biblioteca detrás, los ojos revoleados, sus labios apenas sostienen el pucho casi como por accidente. Y otra de Juan, con el cigarrillo entre las manos, el bigote, la mirada firme, el pulso aguerrido. Exagerar sirve para escenificar la distancia. El contraste amplifica estas fotos, las hace tomar vuelo, pedir pista: un imaginario de la política como las marchas, los sindicatos, las camperas de cuero, las noches pegando los carteles por la ciudad, la “rosca” –y las disputas más crujientes que la mera realpolitik–, esas capas hechas y deshechas, cosidas de mil modos. Y después, otro imaginario de lo que quedaría afuera de ahí: los afectos, las amistades, los cuerpos, los deseos, los hijos, las vulnerabilidades, las comunidades, el sexo, las angustias, las fantasías, los patios de atrás –y hasta el desborde que todo esto produce, como en esa escritura poética–.

“Compromiso” y “subjetividad” apenas sirven para etiquetar, más que géneros, posicionamientos ante estos (supuestos) bloques; desde luego el par es torpe, pero ayuda a activar la escisión que organiza estos imaginarios. Sobre todo, para enfatizar el difícil acceso de las mujeres y disidencias sexuales a una palabra ensayística, política, generacional, nacional. Dos asteriscos sobre esta afirmación: por un lado, las históricas –relativas, situadas, disputadas– formas en que, hacia las mujeres y disidencias sexuales, se puede leer cualquier cosa menos política. Por otro, que contra los esencialismos no podría suponerse que, inversa y binariamente, todo lo que hace una mujer es feminista o político a priori. Lo que se juega es el “reparto de lo sensible”, las condiciones de politización. Pero a un esencialismo no se lo transforma con otro.

Los feminismos ensayan, entonces, al menos, dos viajes: sacudir los archivos para mostrar las negociaciones, tensiones e intervenciones que las mujeres hacen con lo que la política hace de ellas –las anarquistas, socialistas y vanguardistas de las primeras décadas del siglo XX, Eva Perón, Victoria Ocampo y la generación de los años cuarenta, las militantes de los setenta, las madres y abuelas de Plaza de Mayo, entre otras– y también volver sobre las alejandras, sobre las historias mínimas, fugaces, silvestres –la saga de lo que llamo “las hermanas menores”–. La ciudadanía desde los feminismos tiene ese filón múltiple –las luchas públicas, las luchas privadas– para después hacer volar por los aires la división en sí entre estas “esferas” o “ámbitos”: la larga marcha por la participación de las mujeres en la construcción de lo público (voto, trabajo remunerado, derechos, poder) y la reinvención de lo público como zonas de lo común (instituir, escribir, cuidar, trabajar, maternar, abortar y amar también es político).

Feminismos y política, política y feminismos. Este libro es un intento de unir esos mundos, los muchos mundos. (Los libros como territorios, los territorios como textos, los museos como instituciones, el rock como feminista, el peronismo como modernizador, la modernización como liberalismo, los daños como vulnerabilidad, el trabajo como racionalidad, la pareja como épica, y así). No importa tanto cada núcleo o palabra; importa la “y”, la “unión”, esos mundos de la política “real” –solo escribo “real” como consenso apurado o sencillo– y los mundos de la politización feminista. Una zona de promesas.

Del poeta Pier Paolo Pasolini no pude elegir ninguna cita como epígrafe, quizás porque en estas páginas están todas sus citas juntas, que es otra forma de decir esto: Pasolini encarna el siglo XX porque, como nadie, tiene un pie adentro y un pie afuera de la época (es decir, metido en el barro hasta el cuello). Período y época no son sinónimos, ni equivalentes, a veces entre sí se empastan, se pisan, pero raramente comienzan y culminan juntos. La periodización, aunque no está dada y pueda construirse, es una cronología, una cuenta, un lapso que empieza y termina, mientras que lo epocal es un estado de la imaginación pública, está hojaldrado de sensibilidades, flujos ciegos, espectros, promesas, en un amasado no siempre coincidente, que lleva encima emergencias, continuidades, rupturas, desvíos.

¿De qué está hecha nuestra época? También de los feminismos. En la Argentina desde su primera convocatoria en 2015, Ni Una Menos ha sido la gramática que adopta el movimiento de mujeres y disidencias sexuales al yuxtaponer las memorias históricas con las luchas contra la violencia de género, primero; la rediscusión por el trabajo, después; y la implementación de la educación sexual integral y la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo como modos de transformación de la producción, reproducción y cuidado de la vida. Un salto en la historia para volver sobre la historia misma: los feminismos en la Argentina no empiezan ahí, pero desde entonces impactan un nuevo orden sensible –para matizarlo, discutirlo o incluso confrontarlo–. (Este orden también se hace –no exclusiva ni únicamente– atravesado por el cruce de juventudes y política que reinaugura el kirchnerismo, o que reinaugura la crisis del 2001).

Los feminismos desbordan sus audiencias históricas y empiezan a ser un significante disponible –y en disputa– de modo cada vez más masivo y masificado. Esta dinámica plantea nuevas contradicciones: sin el mercado no se puede; solo con el mercado no alcanza. Escombro y brillo. Junto a los espectros de lucha: la fibra política de quienes lo han hecho posible –cuando los feminismos no llegaban a los medios, cuando su palabra irritaba, o incluso en las distancias entre no “declararse” feminista y vivir como tal–. Agachar la cabeza frente a algo más grande. Y además: cuáles son las construcciones de referencialidad y cómo son habitadas: no hacer política “desde arriba hacia abajo”. (La única forma de ser feministas no es imitar a Simone de Beauvoir.) Juvenilismo y, a la vez, genealogía.

En el 2019 la marcha de cierre del Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales y No Binaries coincide con el debate presidencial entre seis candidatos varones.(2) ¿Dónde está viva la democracia? La democracia también vive en las multitudinarias plazas feministas y en las elecciones gubernamentales. Democratización de la democracia. Como si lo más complejo no fuera la política feminista, sino esa política haciendo temblar la casa del poder y, a la vez, haciéndose temblar a sí misma cada vez que conquista (más) poder. Este libro quizá solo puede ser escrito porque existe un Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, porque la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito está grabada en la roca. Simple y definitivo: dar la discusión ya está (casi) ganado. No se trata de pedir dar las discusiones, sino de darlas, en todo lo que hay para darlas. ¿Qué hace la política con lo que los feminismos hacen de ella? ¿Qué hacen los feminismos con lo que sus politizaciones hacen de ellos?

Tres verdades a medias: si todo es política, nada es política. Aun así: politización de materiales inesperados, no todo lo que dice “política” en letras de neón es la política. Tampoco lo es todo lo que se puede hacer sobre lo común. Algo, entonces, que se podría formular como lo que pasa en el medio, en el cruce, más que en el congelamiento de lo uno o de lo otro. Tríos, terceridades. Donde las cosas se juntan, se contaminan, se mezclan. Y una intuición: lo más potente es lo que los feminismos le hacen a la política “tradicional” porque, transversales en distintas inscripciones partidarias, movimientos sociales y sociedades civiles, no agotan su fuerza social en una persona o signo, sino que exceden las “representaciones” y “mediaciones” que han tallado la modernidad. Un gobierno nunca es solo un gobierno y no toda imaginación política es imaginación estatal. (Feminismos es la otra forma de nombrar las relaciones entre un Estado y sus sociedades civiles).

Los feminismos son horizontes de libertad –en una democracia de autonomía siempre relativa– que impulsan que las personas puedan elegir, incluso lo que no siempre se preferiría para sí. ¿Por qué juzgar a quienes no hacen lo que suponemos que haríamos si estuviéramos en su lugar? Aquí se traman dos problemas: “representatividad” y “mediación”. Este libro tampoco tiene por qué representar a cada quien, claro. Es político que así sea. La pasión por la política no es moral –apoyar lo bueno y condenar lo malo–: es la pasión por el conflicto. Y por lo que pasa, en especial, entre los órdenes de los conflictos.

“Mujeres”, “disidencias sexuales”, escritas hasta aquí, y “comunidad LGBTI” también conforman un conflicto, la mostración de las luchas por lo que los nombres abren y cierran, cierran y abren. Como señala María Pía López: “Sabemos que cuando decimos mujeres estamos nombrando una construcción política, que incluye lesbianas, travestis, trans. Mujeres es el nombre más rápido de nuestra aparición pública, pero al tiempo que lo usamos lo ponemos al borde del estallido, para que muestre todo lo que conlleva y encubre”.(3) Las mujeres y las disidencias sexogenéricas, lesbianas, gais, bisexuales, travestis, transexuales, intersexuales e incluso la adición de “+” o “*” marcan la constante puesta en cuestión de las “identidades” y que en la misma forma de la lengua pueda mostrarse esta incomodidad sobre quiénes son convocados/as, y en cuáles posiciones de poder. Desde luego, este señalamiento entronca con las discusiones históricas de quiénes son ¿los? sujetos de los feminismos.

Conflicto también es lo que hace chirriar las imbricaciones entre la lengua de los feminismos –los lenguajes inclusivos– y la lengua de nuestros saberes para que los modos de inclusión, más que patrimoniar una escena, produzcan acontecimientos políticos. Estos usos son situados e interrogados para seguir interviniendo el trabajo crítico, que consiste, justamente, en leer y escribir. Un vocabulario también es una estrategia (formas del lenguaje “y” formas de la política). Señalar las paradojas no es estar afuera de ellas.

Una introducción es un diario del duelo. Lo que sigue no es un manual ni una historia de los feminismos que pretenda decirlo todo. Se trata, más bien, de algunas de esas zonas de promesas, las de los feminismos en sus discusiones vivas: en las relaciones radioactivas con el pasado, en las imaginaciones de nuevas formas de estar juntos y en cómo lidiamos en el mientras tanto con un presente tan adrenalínico como llagado. Un libro es también sus límites. Es a pesar de esos límites que puede escribirse. No confío en que se escriba y después puedan salvarse las diferencias de razas, de clases, de géneros con una nota o un comentario. Funciona al revés: primero están esas diferencias y después está la escritura. (Pienso; luego sumo la perspectiva de clase: no). Y que también más que una “perspectiva de clase” es una perspectiva de la clase dentro de la clase. Ni folclorizar al “otro” ni horizontalizar las diferencias.

Cada uno de los cinco capítulos traza mapas, los perfora un poco y, a la vez, colecciona ciertas obsesiones –casi como un álbum de figuritas: historias, personajes, canciones, escenas– desde las instituciones (piezas entre el Estado, la comunidad, la letra), los museos (el arte, la cultura, el rock), las formas de violencias (la lengua de la vulnerabilidad y la lengua del delito) y los trabajos (las discusiones por la producción y reproducción de la vida) hasta los modos de amar (donde se cuece el cruce de los lenguajes públicos/privados). Organizar, sí; clausurar, nunca. No busco agotar cada núcleo, sino que entre sí aprieten un mismo nudo: la política. Junto con las cosas que no puedo sacarme de encima: juventud, clase media, filiación, sexo, siglo XX, cómo cada generación está encendida y rota a su manera.

Lo que sigue está hecho de caprichos y de razones, como todos los libros de ideas. De formas de leer. (El riesgo de una lectura es la falla tectónica en la que se funda toda lectura.) Este es un libro sobre feminismos y políticas, pero es también sobre la Argentina –entre las rendijas de la persiana americana– y sobre la época. Lo impulsa la manía por las preguntas, por cruzar las caras de la luna, por las flechas que apuntan a los dos lados, por lo que pasa entre lo instituyente y lo instituido. Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. Ahí vamos.

1. Beard, Mary, Mujeres y poder, Buenos Aires, Crítica, 2018.

2. Rolfi, Betina, “Corbatas y glitter”, Perfil, 14/10/2019.

3. López, María Pía, Apuntes para las militancias, La Plata, Estructura Mental a las Estrellas, 2019, p. 82.

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