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IV · Lottie
ОглавлениеSi Sara hubiera sido una niña común y corriente, la vida que llevó en ese colegio de la señorita Minchin durante el transcurso de los años siguientes, no habría resultado bueno para ella. La trataban más como a una huésped distinguida que como a una alumna. Si su carácter hubiera sido egoísta y dominante, con tantas mimos se habría convertido en una niña insoportable. Y de haber sido indolente, nada habría aprendido. En su fuero interno, la señorita Minchin no la estimaba demasiado, pero como mujer de negocios se abstenía muy bien de hacer o decir algo que pudiera desagradar a la discípula más adinerada del colegio. Sabía perfectamente que si Sara le escribía a su padre manifestándose a disgusto o desdichada, el capitán Crewe la retiraría de allí enseguida. La señorita Minchin sabía también que si a los niños se les mimaba mucho y no se les prohibía hacer lo que quisieran, se encontrarían a gusto en el lugar donde recibían tal tratamiento. Por lo tanto, Sara siempre era elogiada por sus excelentes lecciones, por sus buenos modales, por su afectuosidad hacia sus condiscípulas, por la generosidad con que daba a un mendigo una moneda de su bolso bien provisto. El acto más simple que hiciera era considerado como una virtud, y si no hubiera tenido tanto sentido común y una cabecita lúcida, Sara se habría convertido en una personita egoísta e insoportable. Pero esa niña juiciosa veía con mucha lucidez y tino las circunstancias, y muchas veces hablaba de ello con Ermengarda.
—Las cosas suelen suceder por azar —decía—. A mí me ha rodeado una serie de circunstancias afortunadas. La casualidad ha hecho que siempre me haya agradado el estudio y los libros, y que recuerde lo que aprendo. El azar hizo que naciera en una familia con un padre hermoso, bueno e inteligente, que me puede dar cuanto quiero. Yo no sé —y aquí su semblante era muy serio— cómo podré descubrir si realmente soy una niña buena o aborrecible, si aquí me encuentro sólo con gente que me trata tan bien Tal vez yo tenga un carácter espantoso y odioso, pero nunca he tenido la oportunidad de demostrarlo, porque nunca he pasado contrariedades.
—Lavinia nunca pasa contrariedades —comentó Ermengarda—, y, sin embargo, sus modales son horribles.
Sara se frotó la punta de su naricita, meditando sobre la respuesta de su amiga.
—Bien —dijo por fin—; tal vez... tal vez la causa esté en que Lavinia crece demasiado deprisa.
Este comentario era el resultado de haber oído decir a la señorita Amelia que Lavinia estaba creciendo tan rápidamente, que ella creía que le afectaba a la salud y al carácter.
Lavinia era rencorosa y sentía envidia de Sara. Hasta entonces, era la líder del colegio, pero había logrado tal liderazgo a costa de actuar como mandona. Era bonita y gozaba del prestigio de ser la niña mejor vestida hasta la llegada de Sara con sus abrigos de terciopelo y plumas de avestruz. Esto había sido espantoso para Lavinia, pero la situación empeoró al comprobar que la simpatía de Sara atraía la amistad de sus compañeras.
—Sara Crewe tiene algo especial —reconoció un día Jessie sinceramente a su amiga íntima—, nunca se hace sentir superior, y bien podría hacerlo, Lavinia. Yo creo que me costaría trabajo no hacerlo, aunque sólo fuese un poquito, si tuviera cosas tan preciosas, e hicieran tanto ruido conmigo. Es fastidiosa la manera cómo la señorita Minchin la pone como ejemplo cuando los padres de otras niñas vienen de visita.
Entonces Lavinia, imitando la forma de hablar de la directora, contestó.
—”Nuestra querida Sara debe contarnos de sus experiencias en la India... Querida Sara, muéstrale tu exquisito francés a la señora Pitkin”. No entiendo cuál es el mérito de todo lo que sabe, ya que hablaban francés en su casa. Tampoco entiendo por qué su padre es tan importante; eso de ser funcionario en la India...
—Bueno, cazó tigres —contestó Jessie—. La piel que tiene Sara en su habitación, esa que tanto le gusta y con la que habla como si fuera un gato, pertenecía a un tigre que cazó su padre.
—Siempre está haciendo tonterías —interrumpió Lavinia—. Mi mamá dice que esa manía que tiene de imaginarse cosas es una tontería, y que cuando sea mayor será una excéntrica.
Que Sara nunca se daba importancia, era muy cierto. Tenía una almita afectuosa, y compartía gustosa sus privilegios y sus pertenencias. A las pequeñitas, a las que desdeñaban y tiranizaban nunca las hacía llorar. Con dulzura maternal, pese a sus pocos años, cuando una se caía y se arañaba las rodillas, corría a ayudarlas a levantarse y les daba una palmadita cariñosa, o descubría en su bolsillo algún bombón o alguna otra golosina para calmarlas. Las pequeñas adoraban a Sara. Se sabía que más de una vez les había ofrecido té en su propio cuarto y habían jugado con Emilia, utilizando su servicio de té, con flores azules. Ninguna había visto hasta entonces un juego de té de muñecas tan verdadero.
Lottie Legh la idolatraba a tal punto, que sólo gracias a su inclinación maternal se libraba Sara de hallarla fastidiosa. Su joven madre había muerto y la llevó a la escuela un padre joven, más bien frívolo, que la trataba como a una mascota y la había convertido en una niña intratable. Él pensaba que la orfandad de su hija era digna de inspirar lástima, ardid que la niña utilizaba con bastante frecuencia. Cuando quería alguna cosa o se le negaba algo, lloraba o gritaba, y como siempre quería cosas inadecuadas, y aborrecía hacer lo que era conveniente, por lo común, su aguda vocecita resonaba chillando por todos los rincones de la casa. La primera vez que Sara la tomó a su cargo fue una mañana en que al cruzar delante de una salita, oyó a la señorita Minchin y a la señorita Amelia tratando de acallar los irritados gritos de una niña que, al parecer, se negaba a sosegarse. Y alborotaba tan furiosamente, que la señorita Minchin casi se veía obligada a gritar, en una forma imponente y severa, para hacerse oír:
—¿Por qué estás llorando?
—¡Oh! ¡Ah! ¡Ah! —oyó Sara—. ¡No tengo ma... má...!
—¡Oh, Lottie! —suplicaba señorita Amelia—. ¡Basta, querida!
¡No llores!
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —aullaba Lottie a pleno pulmón—. ¡No... tengo ma... má!
—¡Habría que castigarla! —afirmó la señorita Minchin—. ¡Te mereces una tunda, por mala!
Lottie lloró más fuerte que antes. La señorita Amelia empezó a sollozar. La voz de la señorita Minchin se elevó como un trueno, mas, luego se levantó furibunda de la silla, en un arranque de indignada impotencia, y salió del cuarto.
Sara se había detenido en el vestíbulo, pensando si debería entrar en el salón, ya que últimamente había hecho buenas migas con Lottie y quizá le fuera posible calmarla. Al salir la señorita Minchin y ver que Sara estaba allí, quedó desconcertada, comprendió que su voz, al traspasar las paredes, no debía haber sonado ni digna ni afectuosa.
—¡Oh, Sara! —exclamó tratando de esbozar una sonrisa diplomática.
—Me detuve —explicó Sara— porque sabía que era Lottie, y pensé que quizá... por casualidad, tal vez podría hacerla callar. ¿Puedo hacer la prueba, señorita Minchin?
—Si te animas... Tú sabes, hacer las cosas —añadió con tono aprobatorio—. Sí, tú podrás dominarla. Entra —y se alejó, seguida de la señorita Amelia.
Cuando Sara entró en la sala, Lottie estaba tirada en el suelo, gritando y pataleando. Sabía, por experiencia adquirida en su hogar, que el pataleo y los gritos a la larga la favorecerían, siempre que insistiera.
Sara se le acercó despacito, sin saber lo que iba a hacer. Luego se sentó en el suelo a su lado y esperó. Excepto por los irritados gritos de Lottie, el cuarto no podía estar más tranquilo. Esto era algo desconocido para la pequeña Lottie, que cuando protestaba, estaba acostumbrada a oír a los demás suplicarle, amenazarla y mimarla alternativamente. Lottie creyó conveniente comenzar de nuevo, aunque la quietud del ambiente y la carita pensativa de Sara restó a sus gritos la mitad de fuerza.
—¡No... ten... go... ma... ma... a... a... a! —chillaba, pero su voz no era tan penetrante.
Sara la miró con una luz de comprensión en los ojos y más interés aún.
—Tampoco yo tengo mamá —contestó Sara.
Esto era tan inesperado para Lottie, que sin dejar de llorar del todo, preguntó sorprendida:
—¿Dónde está?
—Se ha ido al cielo —dijo Sara—. Pero estoy segura de que a veces viene a verme, aunque yo no me dé cuenta. Y tu mamá lo mismo. Tal vez en este mismo momento nos miran. Tal vez estén en este cuarto las dos junto a nosotras.
Lottie se sentó de un salto, y miró a su alrededor en busca de su madre. Era una linda criatura de cabellos rizados y grandes ojos redondos y azules como la flor nomeolvides. Sara continuó con su historia; casi un cuento de hadas, pero tan real era para su propia imaginación, que Lottie empezó a prestar atención a pesar suyo. Le habían contando cuentos de ángeles vestidos de blanco que tenían alas y corona. Pero Sara describía un país verdadero y hermoso donde había personas reales.
—En aquel lugar hay prados extensos llenos de flores —narraba Sara, como si lo estuviera soñando— lirios mecidos por la brisa y en su ondular emanan un suave perfume que llega a todas partes. Hay cientos de niños que arman guirnaldas y ríen..., nunca se cansan, parecen flotar... los muros de oro y de perlas son bajos para que las personas se puedan reclinar y mirar hacia la tierra con una sonrisa y un mensaje de amor.
Cualquier cuento habría sido hermoso para la pequeña Lottie, pero éste tenía una atracción especial. Se sentó más cerca de Sara y escuchaba embelesada, sin embargo, el final llegó demasiado pronto y un puchero asomó a sus labios.
—Yo quiero ir allá —sollozó—. En este colegio no tengo mamá.
Sara advirtió la señal de peligro, y con una sonrisa se acercó aun más a la niña.
Tomando su manita regordeta, la abrazó con cariño y le dijo:
—Yo seré tu mamá... jugaremos a que eres mi hijita... Emilia será tu hermanita.
Los hoyuelos volvieron a aparecer en las mejillas de Lottie. —¿De veras?
—Sí —contestó Sara, poniéndose de pie de un salto— vamos a decírselo. Y después te lavaré la carita y te peinaré.
Lottie aceptó muy contenta; salió con sus pasitos cortos detrás de Sara y subió con ella. Ya ni recordaba que toda la escena anterior había sido causada precisamente porque no quería lavarse la cara ni peinarse para ir al almuerzo.
Desde aquel día Sara se convirtió en su madre adoptiva.