Читать книгу El orden del caos (2ª Ed.) - Francisco Collado Rodríguez - Страница 8
ОглавлениеIntroducción
Sobre historia literaria, caos y otras construcciones humanas
La historia de la novela anglosajona está íntimamente ligada, según la crítica tradicional, al desarrollo de la clase media inglesa y británica y a un posterior y progresivo rechazo de la ideología mantenida por ésta. De esta clase media es preciso destacar el hecho de que comenzó su gran asalto al poder político ya en el siglo XVII, anticipándose con ello al predominio burgués en muchos otros países europeos. No en vano fueron los ingleses los primeros de la época moderna en derrocar y ejecutar a un rey por medio de una revolución burguesa. También es necesariamente destacable el hecho de que la burguesía inglesa manifestó pronto su rebeldía contra la convencional Iglesia papista. Cuando los colonos anglosajones se trasladaron a las tierras norteamericanas que habrían de conocerse como Nueva Inglaterra, se llevaron con ellos, además de su esperanza de iniciar una nueva vida, una fe religiosa que abjuraba asimismo de la rigidez e hipocresía de la Iglesia de Inglaterra. Los puritanos que se asentaron en Nueva Inglaterra transportaron así un bagaje cultural que combinaba el deseo de triunfo material con la necesidad de demostrarse a sí mismos que estaban entre los elegidos de Dios. Religión, clase media y economía, tras la experiencia luterana, eran ya factores íntimamente relacionados: la famosa leyenda “In God We Trust” formó desde el principio una combinación muy eficaz con el sueño norteamericano, combinación que llevaría a un sostenido progreso económico en el que, sin embargo, se dejarían entrever frecuentemente las tensiones existentes entre el puritanismo y la Ilustración, entre la fe y la razón sobre las que se había asentado el nuevo país norteamericano.
Elegidos y condenados, ricos y pobres, hombres libres y esclavos se constituyeron en el discurso como pares de opuestos cuyo análisis ocupó muchas páginas de la literatura de la nueva nación. Por lo que respecta a la historia de la novela, el siglo XIX vio el “enfrentamiento” entre dos tipos de narraciones aparentemente distintas: el romance y la novela realista, Hawthorne o Melville contra Howells; en tanto que los primeros encontraron agujeros desconocidos y fantásticos en la realidad que simbolizaban sobre el papel, el segundo y, con él, la escuela de naturalistas que siguió en cierta manera sus huellas, insistió en la descripción de una realidad concebible en términos burgueses y racionales. De la mano de Henry James, la introspección modernista condujo a una narrativa psicológica que para algunos como Faulkner o Steinbeck podía ser combinada con el naturalismo. Comenzado el siglo XX, el optimismo de los racionalistas ilustrados hacía ya varias décadas que había sido derrotado por una novela más proclive a descubrir el detritus social, la corrupción política, la miseria de los trabajadores o, en términos socio-científicos, la entropía de la cultura norteamericana. La novela del país americano había ido gestando así una interpretación paralela a la de la Historia sobre la cultura y las tensiones ocultas del país. El optimista reductivismo newtoniano, que interpretaba el funcionamiento del universo a partir de un limitado número de leyes naturales, fue progresivamente erosionado por las fuerzas termodinámicas del universo de fuerza del siglo XIX y por las dudas de conocimiento que continuamente asaltaban a la mente modernista. Tras la Segunda Guerra Mundial, los acontecimientos se precipitaron hasta convertir culturalmente el sueño norteamericano en una auténtica pesadilla: puritanismo, Ilustración, entropía, consumo, bomba atómica. Algo había venido fallando desde los días en que los padres de la República aceptaron, en su Declaración contra el rey inglés, elevar el deseo de felicidad a la categoría de bien público. La realidad se atisbaba ya mucho más compleja de lo que el mismo Franklin hubiese podido pensar. Presionada por la termodinámica a un lado y por la energía atómica a otro, la concepción newtoniana del Universo había fallado en su búsqueda de la verdad última sobre la vida ¿No se podría encontrar tampoco ya la verdad última sobre los Estados Unidos y su sueño de libertad y felicidad? La postguerra volvió a poner de evidencia la complejidad de ese fenómeno que llamamos realidad, y un joven marinero que estaba viajando de un sitio para otro en un buque de guerra comenzó a pensar en la historia de la novela, en la cultura, en la incertidumbre de la existencia y en su propio y complejo país. Su diagnóstico comenzaría a ver la luz en unos pocos años, pero de manera tan compleja como la realidad misma que analizaba en su obra: ya había descubierto que el caos era el objeto más serio de estudio al que se podía dedicar.
Muchos biólogos y neurólogos creen todavía hoy en día que el funcionamiento de sistemas como el cerebro humano puede ser explicado por medio de procesos de reducción. En el trasfondo de convicciones de este tipo está la creencia de que la habilidad del conocimiento científico reside en su capacidad de analizar relaciones de causa que llevan a la predicción de sus posibles efectos. En consecuencia, la ciencia, en esta concepción clásica y newtoniana, tendría como uno de sus cometidos más importantes la predicción de los acontecimientos, algo irónicamente definido como “the founding myth of classical science” de acuerdo con la opinión de Prigogine y Stengers, dos de los más conocidos popularizadores del discurso científico de las últimas décadas: “We find ourselves in a world,” dicen estos científicos, “in which reversibility and determinism apply only on limiting, simple cases, while irreversibility and randomness are the rules” (1984: 8). Estos autores, junto con muchos otros como los conocidos James Gleick o Benoit Mandelbrot, se han dedicado a indagar en el funcionamiento de aquellos sistemas y comportamientos cuyos efectos y desarrollo no parecen ser muy previsibles de acuerdo con los postulados clásicos.
Como nos recuerda Pierre Buser (2001), fue el eminente matemático francés Henri Poincaré la primera autoridad moderna de la que se conoce que puso en entredicho las nociones deterministas, incluso las de aquellos sistemas más predecibles estudiados por la ciencia clásica. En su obra Science et Méthode (1908), señaló la posibilidad de que pequeñas diferencias en las condiciones iniciales de un sistema llegasen a producir grandes diferencias en el resultado final. Si nos concentramos en las matemáticas, ello significaría que un pequeño error al comienzo de una ecuación se expandiría enormemente, llevándonos a unos resultados abultadamente erróneos. La previsión exacta sería imposible y, señalaba Poincaré, habríamos llegado al denominado “fenómeno fortuito.”
De esta manera, si extendemos la posibilidad del fenómeno fortuito a otras áreas de conocimiento, podemos encontrarnos con que la previsión que caracteriza la noción newtoniana de la ciencia se encuentra rodeada de espacios habitados por la incertidumbre, lo contingente, lo imprevisible; por valores, en definitiva, asociados a la tradicional noción del caos. Este último término nunca pareció ser del gusto del burgués ni del carácter experimental de la Ilustración: la vida tenía aún muchos aspectos misteriosos para el ilustrado del siglo XVIII pero éste insistía en creer que el uso de la razón llevaría finalmente a la comprensión total de ese Universo que Newton se imaginase como un perfecto mecanismo de relojería. Una vez conocidas las leyes de la gravitación universal, se podrían anticipar eclipses, por ejemplo, varios miles de años antes de que sucedieran. O tal pensaron científicos como el famoso Laplace, que en su Essai philosophique sur les probabilités (1814) llegó a afirmar que la casualidad no era más que el término que dábamos a nuestra ignorancia sobre las diferentes causas que motivaban el desarrollo de los eventos.
A partir de las ideas de Poincaré, distintos planteamientos sobre el caos existente en el mundo físico se fueron sucediendo a lo largo del siglo XX. Unas dos décadas antes del final de la centuria las teorías del caos, en sus diversas variantes, se habían puesto de moda incluso en el terreno de la crítica literaria. El caos llegó entonces a constituirse para algunos casi en una religión alternativa a aquellas más tradicionales que insistían en encontrar un Logos humanizado como garante de sus creencias (Hayles 1991). En el mundo de la literatura creativa, el caos o la “caótica” como modo de entender la vida se fue consolidando sobre todo entre ciertos escritores postmodernistas ligados entre sí por su interés en las teorías científicas. Fenómenos como el cyberpunk, variante postmodernista de la cienciaficción, fueron progresivamente cambiando la sensibilidad de una serie de lectores interesados en temas relacionados con la ciencia y la tecnología y, poco a poco, se fue olvidando la noción de realidad que habían retratado tanto los autores realistas como los modernistas. Característico del postmodernismo fue ya la incertidumbre, la casualidad, lo aleatorio y la creencia en la teoría de las catástrofes. Del realismo tradicional, pasando por el psicológico modernista, la novela norteamericana de finales del siglo XX continuó su camino para experimentar con un paradójico realismo postmodernista donde el centro de conocimiento, el sujeto representado a través de la voz narrativa o el papel de personaje, no era ya ni estable ni, a veces, cabía denominar siquiera como sujeto (Collado 1999b).
En términos generales, la caótica distingue dos tipos básicos de condiciones que estudiar: por un lado están aquellos fenómenos que parecen ser asistemáticos pero de los que se sospecha que contienen un orden escondido que es preciso descubrir (Gleick 1987), por otro están aquellos fenómenos caóticos que, en su desarrollo, generan nuevas estructuras ordenadas (Prigogine y Stengers 1984): la mayoría de los lectores de la obra de Thomas Pynchon probablemente convendrán conmigo en que lo caótico es un criterio fácilmente aplicable a su producción creativa y en que es posible que exista un orden escondido en medio de tanto caos narrativo; asimismo, sus novelas parecen generar continuamente nuevos mensajes o, en términos científicos, áreas “negentrópicas,” de estructuración expansiva, donde en principio sólo parecería haber confusión y desorden comunicativo (White 1991).
Si la teoría del caos se puso de moda en las últimas dos décadas del siglo XX, sin embargo, ¿hay que entender que la novelística de Pynchon precedió en unos años a la misma cultura desde la que interpretó la realidad o, por el contrario, que es la actual perspectiva de la crítica contemporánea la que ahora “encuentra,” desde los postulados de la caótica, elementos de estructuración de un orden oculto en la obra del autor norteamericano? El siempre complejo objeto de análisis que nos ocupa se hace aún más problemático si a la noción de un supuesto orden en el aparente caos narrativo unimos otro conjunto de factores también conectados con la ciencia y de marcada importancia en la obra pynchoniana. A saber: el ya mencionado concepto de entropía y el paso de lo animado a lo inanimado como símbolo de la conversión de lo humano en lo post-humano o, en otras palabras, la importancia de la cibernética y del lenguaje como ente categórico, elementos ambos que llevan a la deshumanización de la sociedad contemporánea y al triunfo de la máquina sobre el ser humano.
Volviendo a los planteamientos anteriores sobre el cerebro humano: ¿será posible llegar a conocer su funcionamiento por medio de un proceso reductivo o habrá que tener en cuenta factores de la caótica para una mejor comprensión del mismo? Ciertamente, el cerebro es un ente muy complejo y el que generó obras como V., Gravity’s Rainbow o Mason & Dixon parece tener un componente añadido de complejidad, de ahí probablemente el hecho de que estos libros hayan generado una buena cantidad de crítica al respecto, crítica que va desde estudios meramente formalistas hasta, por ejemplo, el análisis de la incidencia de los ángeles en la narrativa pynchoniana. El mío es un intento nuevo de clarificar la narrativa del autor invisible pero mi objetivo principal es llegar a situar la obra pynchoniana en el contexto de la novela contemporánea como medio para poder estudiar los aspectos tanto ideológicos como literarios más notables que se desprenden de la particular interpretación de la realidad que en ella se percibe.
Para elaborar mi estudio, partiendo siempre de la premisa de que la obra del peculiar “autor invisible” es un caos que esconde un orden subterráneo, me centraré específicamente en tres aspectos que entiendo muy relacionados entre sí: su deuda con la historia literaria, manifiesta en los usos intertextuales o paródicos, la textualización que hace del discurso científico en su narrativa y, finalmente, la construcción literaria resultante como interpretación de una realidad compleja y posthumana en la que parecen añorarse elementos del pasado pero en la que también se acentúa la necesidad de subvertir el presente y oponerse al statu quo. La importancia de estos tres aspectos se hace ya evidente, en mi interpretación, desde sus primeras historias, publicadas cuando aún era estudiante en la Universidad de Cornell. El suyo fue, como confiesa en la Introducción de su colección de cuentos, un “lento aprendizaje” donde se puso de manifiesto la tensión entre su conocimiento de la literatura y su deseo de encontrar una voz propia para hablar de la realidad de su país. El camino textual que recorrió desde su apego a T. S. Eliot y a The Waste Land hasta la reconstrucción de la historia oculta de los Estados Unidos en Mason & Dixon es intelectualmente uno de los más complicados y asombrosos de la literatura norteamericana. A descubrirlo en más detalle y a analizar su inmensa construcción literaria se dedican las páginas que siguen, que comienzan en un primer y fallido intento por rastrear la figura del autor...