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Capítulo 5
De su huida, y los sucesos en ella hasta la Corte

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Índice

Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento; alquilómele, y salíme a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espetéme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: «Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates». Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho de mi tío hacía, ofendido con la carta que decía en esta forma:

«Señor Alonso Ramplón: tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde, por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md. lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible, si no vengo a sus manos, y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey y a Dios».

No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.

Miróme y dijo:

-Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato.

Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije:

-En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan.

-¿Cuál coche detrás? -dijo él muy alborotado.

Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije:

-Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente.

-Si hace V. Md. burla -dijo él, con las cachondas de la mano-, vaya, porque no entiendo eso de los criados.

Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y movido a compasión, me apeé, y como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto, se previno diciendo:

-Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. Como de estas hojaldres cubren en el mundo lo que V. Md. ha tentado.

Yo le dije que le aseguraba de que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía.

-Pues aún no ha visto nada V. Md. -replicó-, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que si como sustento la nobleza me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura, por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres tenía) se perdió en una fianza. Sólo el don me ha quedado por vender y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así.

Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntéle cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte, porque un mayorazgo roído como él en un pueblo corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros.

-Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca.

Yo vi el cielo abierto, y en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían, como él, porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no solo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas.

-Muchos hay de esos -dijo-, y muchos de estos otros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de esa duda.

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