Читать книгу Las relaciones entre el Gobierno y el Congreso en el régimen político peruano - Francisco Eguiguren - Страница 12

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En el Perú, tras la declaración de la independencia en 1821, desde la primera Constitución se adoptó la república como forma de gobierno y un régimen de tipo presidencial, inspirado en el “modelo” de los Estados Unidos de Norteamérica1. Sin embargo, a este régimen presidencial se le fueron incorporando, desde el inicio y progresivamente, diversas instituciones políticas propias de los regímenes de tipo parlamentario2, que fueron alterando el modelo original y han llevado a considerar que en nuestro país existe un régimen presidencial “atenuado” o “parlamentarizado”.

Muy probablemente el caso del Perú resulta el más particular dentro de los países latinoamericanos, pues incorpora, bajo un esquema de tipo presidencial, la mayor cantidad de instituciones de origen parlamentario, insertadas con la intención de establecer límites y contrapesos frente al significativo poder real del Presidente de la República, tanto dentro del propio Poder Ejecutivo como, principalmente, desde el control del Congreso. Así, a lo largo de los años y en forma progresiva, se fueron contemplando la necesidad de refrendo ministerial para la validez de los actos del Presidente de la República; la compatibilidad entre las funciones de congresista y ministro; la existencia de un Consejo de Ministros y de un Presidente de dicho Consejo; la posibilidad de interpelación, de los votos de censura y de confianza aprobada por el Congreso hacia los ministros; la disolución del Congreso por el Ejecutivo; etc.

El hecho de que muchos de los textos constitucionales peruanos hayan sido elaborados y aprobados durante procesos de transición política desde regímenes de facto, ha tenido significativa incidencia en el tema que nos ocupa. En ciertos casos, como reacción ante los excesos del poder presidencial y de gobiernos autoritarios o dictatoriales, la nueva carta constitucional incorporó o fortaleció instituciones de tipo parlamentario, que pudieran crear mayor contrapeso al poder del Presidente. En otros, en cambio, como reacción a la experiencia de inestabilidad política derivada de los conflictos entre Gobierno y una mayoría parlamentaria opositora (como ocurrió con la aplicación de la Constitución de 1933 en los gobiernos de Bustamante y Rivero y de Belaunde) que generaron enfrentamientos agudos y bloqueo político que llevaron a la ruptura del orden constitucional y la instauración de un régimen de facto, las Constituciones de 1979 y 1993 optaron resueltamente por fortalecer las atribuciones del Presidente.

Es así que la experiencia política peruana, desde el inicio de la vida republicana y durante el siglo XX, estuvo signada por una alternancia pendular entre gobiernos democráticamente electos y regímenes de facto, inestabilidad que sin duda fue expresión política de una sociedad fuertemente segmentada y con raíces autoritarias, donde imperaba un escaso arraigo de los valores y prácticas democráticas en amplios sectores sociales y diversos escenarios de la vida nacional, así como una marcada debilidad orgánica y representativa de los partidos políticos.

Durante los primeros veinte años del siglo XXI las casos parecieron mejorar, pues tras la caída del decenio autoritario de Fujimori (fines del 2000) y el aporte del “Gobierno de Transición” a cargo de Valentín Paniagua, cuatro regímenes consecutivos fueron elegidos democráticamente (Toledo, García, Humala y Kuczynski) y se logró que culminen su mandato transfiriendo el poder a otro régimen democrático. Sin embargo, durante el último período presidencial (2016-21) se ha asistido a una nueva e inédita etapa de inestabilidad política, propiciada por el control del Congreso en manos de la oposición. Así, el Presidente Kuczynski se vio forzado a renunciar, tras 2 intentos parlamentarios de vacancia por incapacidad moral; el Vicepresidente Vizcarra, que lo sustituyó, afrontó otros 2 pedidos de vacancia por similar causal, el segundo de los cuales alcanzó los votos necesarios para vacarlo de la presidencia; el Presidente Merino, que ocupó el cargo por ser Presidente del Congreso, duró pocos días y debió renunciar ante la movilización social de protesta; finalmente, el Congreso designó como Presidente a Francisco Sagasti para culminar este mandato. En pleno siglo XXI, y en democracia, 4 Presidentes en menos de 5 años.

Es por ello por lo que puede afirmarse que, en el Perú, usualmente, las relaciones políticas entre Gobierno y Parlamento han sido disfuncionales y desequilibradas. Así, cuando quien ejercía el Poder Ejecutivo contó con el respaldo de una mayoría en el Congreso, logró concluir su mandato, pero se instauró un régimen con concentración de poder y virtual ausencia de control y contrapeso parlamentario. En cambio, cuando el Ejecutivo no logró contar con el apoyo de una mayoría parlamentaria frecuentemente se suscitaron entre ambos órganos agudos enfrentamientos que generaron situaciones de crisis política. En el pasado tales crisis solían culminar con un golpe de Estado a cargo de los militares; más recientemente tuvimos la experiencia del autogolpe de Fujimori (1992) y luego la ya referida inestabilidad política vivida durante los gobiernos de Kuczynski y Vizcarra, donde los presidentes cayeron por acción del Congreso; donde incluso se produjo el primer caso de disolución constitucional del Congreso (2019) y la elección de otro Parlamento para completar su mandato, lo que no supuso la superación de los conflictos políticos.

Ello lleva a sostener que la experiencia política peruana muestra cómo un mismo marco normativo constitucional, con un régimen presidencial “atenuado” por la incorporación de instituciones propias de regímenes parlamentarios, puede funcionar de manera bastante distinta según la composición y correlación de fuerzas políticas existente al interior del Congreso y de su relación de colaboración u oposición con el Poder Ejecutivo, lo que ha incidido en que se hagan más visibles o no los elementos parlamentarios del régimen político presidencial diseñado en las constituciones peruanas.

1. LA PAULATINA CONFIGURACIÓN DEL RÉGIMEN POLÍTICO EN EL PERÚ. LA PROGRESIVA INCORPORACIÓN DE INSTITUCIONES PARLAMENTARIAS EN UN ESQUEMA PRESIDENCIAL

Las Bases Constitucionales de la República (1822) y la primera Constitución peruana de 1823 adoptaron el régimen presidencial. El Presidente de la República se elige por votación popular por un período de 4 años y sin reelección inmediata (artículo 74); pero se exigió para la validez de los actos presidenciales que cuenten con refrendo ministerial (artículo 73°). Se establece que habrán 3 Ministros de Estado: Gobierno y Relaciones Exteriores; Guerra y Marina; y Hacienda (artículo 82°); se contempló la responsabilidad solidaria de los ministros por las resoluciones adoptadas en común y la responsabilidad individual por los actos propios de su despacho (artículo 84°). La iniciativa legislativa se reserva exclusivamente a los representantes parlamentarios (artículo 61°) pero la Constitución de 1826 reconoce también la iniciativa legislativa del Poder Ejecutivo. El Congreso contaba con una Cámara de Diputados y se contempla un Senado Conservador; los diputados gozan de inviolabilidad por sus votos y opiniones (artículo 57°) y las acusaciones penales en su contra son conocidas por el Congreso, no pudiendo durante sus funciones ser demandados civilmente ni ejecutados por deudas (artículo 59°). La Cámara de Diputados se renueva por mitades cada 2 años, debiendo luego de 4 años renovarse totalmente (artículo 55°).

Desde la segunda mitad del siglo XIX, empezaron a incorporarse otras instituciones propias del régimen parlamentario, como la compatibilidad entre la función ministerial y la parlamentaria, la existencia de un Consejo de Ministros y de un Presidente de dicho Consejo, la interpelación y el voto de censura contra los ministros (que nació de la práctica parlamentaria), así como la obligación de renuncia impuesta al ministro censurado. El propósito de la incorporación de estas instituciones parlamentarias era introducir algunos mecanismos de moderación y control ante la concentración de poder que ejercía el Presidente de la República y los reiterados excesos en que incurría.

La compatibilidad, entre las funciones de Congresista y su nombramiento como Ministro, característica de los regímenes de tipo parlamentario, fue tratada y resuelta de manera contrapuesta y oscilante en nuestras diversas constituciones del siglo XIX. Así, mientras la Constitución de 1823 no lo preveía, la Carta de 1826 admitió que un congresista pueda ser designado Secretario, a condición que dejara de pertenecer a la Cámara. A su turno, la Constitución de 1828 estableció su prohibición absoluta, mientras que las de 1834 y 1839 volvieron a admitirla, pero disponiendo la pérdida del cargo parlamentario. Los textos constitucionales de 1856, 1860 y la efímera Carta de 1867 (que fue reemplazada por la restitución de la longeva Constitución de 1860) establecieron la posibilidad de que el congresista pueda ser designado Ministro, pero señalaban que al aceptar un cargo proveniente del Jefe del Poder Ejecutivo (el Presidente de la República) se producía la vacancia del mandato parlamentario.

Una ley de 1887 aprobó la reforma constitucional que habilitaba exclusivamente la compatibilidad de las funciones de Congresista con la de Ministro, sin que conlleve la vacancia del mandato parlamentario. Ya en el siglo XX, la Constitución de 1920 mantuvo la compatibilidad de ambas funciones, pero con la suspensión del mandato parlamentario mientras se ejerza la labor ministerial. La Carta de 1933 eliminó esta última restricción, estableciendo la conservación y ejercicio de ambas funciones. Incluso se admitió que los parlamentarios que ejerzan cargos de ministros puedan asistir a las sesiones de sus Cámaras, con derecho a participar en los debates y a votar en ellos.

Si bien la Constitución de 1856 (que solo rigió cuatro años y era de inspiración liberal) instauró formalmente la existencia del Consejo de Ministros, se pueden hallar sus antecedentes en la responsabilidad solidaria de los ministros, ya prevista en la Carta de 1823, y en una práctica reiterada de reuniones entre el Presidente y sus ministros para abordar temas políticos de importancia. La Ley de Ministros de 1862 confirmó el carácter de cuerpo consultivo del Consejo de Ministros, pero no pudo, finalmente, establecerse su competencia deliberativa para ciertos asuntos, en mucho porque prevaleció el criterio de la Constitución de 1860 (para entonces vigente) que no le confería esta atribución. Poco después, al aprobarse la Ley de Ministros del 19 de febrero de 1863, que introdujo algunas reformas a la norma de 1862, quedó reconocido el voto deliberativo del Consejo de Ministros como requisito para la validez de ciertos actos del Poder Ejecutivo3. Las Constituciones de 1920 y 1933 recogieron y dieron continuidad a esta reforma. Pero, aunque el Presidente de la República requiere para la validez de sus actos la refrendación de algún ministro o del Consejo, es el propio Presidente quien nombra y remueve con entera libertad a sus ministros. A su vez, el Consejo de Ministros podía reunirse sin la presencia del Presidente de la República, pero sin poder adoptar ninguna decisión normativa o política de importancia.

Aunque la existencia del Presidente del Consejo de Ministros estaba contemplada en las leyes de ministros de 1862 y 1863, sus atribuciones —por la orientación presidencial del régimen político— resultaban mucho menores de las que corresponden a un Primer Ministro o Jefe de Gobierno de los sistemas parlamentarios. Su competencia se limitaba a poder convocar a reunión del Consejo de Ministros, fijar la agenda del orden del día de los temas a discutir en la sesión, y presidirla en caso de que no esté presente el Presidente de la República. Su potestad para seleccionar a los ministros del gabinete y proponerlos al Presidente de la República, era rara vez ejercida en la práctica. No llegaba a ser realmente un intermediario entr e el Presidente y los Ministros, ni un “jefe” o superior de éstos.

La Constitución de 1933 buscó darle mayor importancia al Presidente del Consejo de Ministros, no solo porque mencionaba expresamente su existencia (a diferencia de las Cartas anteriores) sino porque establecía que el Presidente de la República debía consultar su consentimiento para disponer la separación de algún Ministro. El Presidente del Consejo —al asumir sus funciones— debía concurrir al Congreso para exponer la política general del gobierno. A pesar de ello, Manuel Vicente Villarán anota que la figura del Presidente del Consejo de Ministros no adquirió gran relevancia política, señalando:

La institución de la Presidencia del Consejo de Ministros no tiene la utilidad ni la importancia que pensaron sus autores de 1856 y 1862. El volumen político del Presidente de la República no deja sitio al presidente del Consejo. La Presidencia del Consejo, débil de nacimiento, está casi atrofiada. El caso se halla dentro de la lógica del sistema de gobierno presidencial, que excluye como exótica e inadaptable la existencia de un Jefe de Gabinete que posea algo más sustancial que un título de honor y precedencia. Al lado de un Presidente, que es Jefe Supremo del Poder Ejecutivo, no cabe un Primer Ministro con poderes de un verdadero Jefe de Ministerio, so pena de crear una dualidad intolerable y nociva (1994, p. 59).

La potestad de las Cámaras de interpelar a los ministros surgió de la práctica parlamentaria, especialmente en la Convención de 1855-56, pero fue solo en la Constitución de 1860 donde se le reconoció formalmente y se estableció que el ministro o ministros involucrados tenían la obligación de concurrir a contestar la interpelación formulada desde el Congreso o de alguna de sus Cámaras. Fue también la práctica parlamentaria la que definió que la interpelación debía versar sobre hechos y temas concretos, que tenía que ser interpuesta por escrito y ser respondida oralmente, suscitándose luego un debate entre el ministro y los congresistas. Recién la Constitución de 1933 reguló con mayor precisión este instituto, disponiendo que la interpelación procedía si era admitida por un quinto de los parlamentarios hábiles, ya sea de una Cámara o del Congreso, según quién la convoque. Con ello se respetaba de mejor manera el derecho de las minorías, pues la ley de 1878 exigía que la interpelación fuera aprobada por acuerdo de la Cámara, lo que obviamente exigía la conformidad de una mayoría.

En cuanto al voto de censura, fue también la convención constituyente de 1855-56 (que por su predominio liberal buscaba imponer limitaciones al Poder Ejecutivo) la que impulsó incorporarla desde la práctica parlamentaria. Así, la Ley Orgánica de Ministros, que se aprobó el 4 de diciembre de 1856, establecía en su artículo 37°: “No merece la confianza pública el Ministro contra quien emitan las Cámaras un voto de censura”. El antecedente más remoto de esta institución parlamentaria entre nosotros, según Villarán, es un voto de censura planteado en 1847. Pero la Constitución de 1856 no contempló la censura, sino solo lo hizo la ley de ministros de dicho año, aunque sin estipular su fuerza jurídica obligatoria, pues no imponía al ministro censurado la renuncia forzosa ni al Presidente tener que aceptar la dimisión.

Tampoco en la Constitución de 1860 se plasmó el voto de censura, por considerarse contrario a nuestro sistema presidencial, a la separación de poderes y a la autonomía del Presidente de la República. Sin embargo, dicho cuerpo legislativo aprobó la Ley de Ministros de 1862 que sí contemplaba expresamente la censura, pero como atribución del acuerdo de ambas Cámaras y sin disponer la obligación de renunciar al ministro censurado. Dicha ley señalaba que el voto de censura procede “para desaprobar la conducta de un ministro por las faltas que cometa en el ejercicio de sus funciones y que no merezca acusación”.

Un aspecto verdaderamente importante, es que no obstante las limitaciones a la procedencia y eficacia del voto de censura establecidas en la Ley de Ministros de 1862, la práctica parlamentaria siguió un camino diferente. En efecto, lo corriente fue que bastara la aprobación de la censura por una sola Cámara y que el ministro censurado renunciara necesariamente, procediendo el Presidente de la República a aceptar esta dimisión. La Constitución de 1920 vino a reconocer y formalizar dicha práctica, aclarando que el voto de censura era un problema de desconfianza hacia el ministro y no de desaprobación por la comisión de faltas o delitos; la Carta de 1933 confirmó este temperamento, aunque prefirió retomar el término “censura” en vez de “desconfianza”. Asimismo, convalidó la costumbre de que el pedido de censura podía ser formulado por un solo parlamentario, aunque obviamente su aprobación requería la decisión favorable de la mayoría de la Cámara. Dispuso también que el voto de censura deba ser votado en la misma sesión en que se solicitaba.

2. EL DEBATE CONSTITUYENTE SOBRE LA POSIBILIDAD DE ADOPCIÓN DE UN RÉGIMEN PARLAMENTARIO

Los frecuentes excesos del poder presidencial propiciaron algunas propuestas encaminadas a adoptar un régimen parlamentario; pero fueron rechazadas por considerarse ajeno a nuestra tradición política y carecer de partidos sólidos con organización disciplinada e ideas políticas definidas, lo que hacía impensable contar con mayorías estables como las que requiere dicha forma de gobierno. Villarán da cuenta de una propuesta del Presidente Manuel Pardo (en 1872) a favor de aprobar que se pueda llamar a congresistas al cargo de ministros, manteniendo su mandato parlamentario, como un camino hacia el régimen parlamentario (1994, p. 77); y recoge también las reflexiones del diputado José María Químper respecto a que si bien el Gobierno debe considerar la posición política de la mayoría parlamentaria, la instauración de un régimen parlamentario resultaba prematura por las deficiencias de los partidos políticos antes anotadas (Villarán, 1994, p. 80).

Un debate similar se retomó durante la convención constituyente de 1919, que aprobó la Carta de 1920, pero la mayoría desestimó la propuesta de un régimen parlamentario por considerar que con las atribuciones de control y fiscalización conferidas al Congreso (interpelación y censura de ministros, compatibilidad entre los cargos de parlamentario y de ministro, potestad para nombrar comisiones investigadoras, etc.), este órgano contaba ya con poder suficiente frente al Ejecutivo, lo que hacía innecesario seguir avanzando hacia un sistema parlamentario. Villarán señala que, aunque fue común que los presidentes conformen gabinetes mixtos, incorporando a algunos congresistas, rara vez se invitaba como ministro a personajes con gran peso político o dominio en el parlamento, “temeroso de que intenten dominarlo a él, utilizando su valimiento parlamentario”; pero que también era poco frecuente que los jefes de mayorías o grupos parlamentarios estén interesados en ser ministros (1994, p. 85).

Quizás el hito más importante en este debate hacia la transición hacia un régimen parlamentario se presentó con motivo de la Constitución de 1933, elaborada poco después del derrocamiento del gobierno de Augusto Leguía, que se había mantenido once años en el poder (1919-1930) mediante sucesivas y cuestionadas reelecciones. Dicha Carta respondió a una natural reacción de desconfianza y cuestionamiento ante el excesivo poder presidencial, optando por restringir las atribuciones del Ejecutivo y fortalecer las del Congreso, al punto que algunos la califican como una Constitución “orientada hacia el parlamentarismo”. En la Exposición de Motivos del Anteproyecto de Constitución de 1931, elaborado por la comisión que presidió Manuel Vicente Villarán, se señalaba:

La primera interrogación que nos hemos hecho los autores del anteproyecto es si debían alterarse los poderes que nuestra historia constitucional asigna al Presidente de la República. No es raro escuchar opiniones favorables a un cambio de régimen y a la implantación entre nosotros del gobierno parlamentario. El carácter bien conocido de esta forma de gobierno, es anular o reducir a casi nada el poder personal del Jefe del Poder Ejecutivo, trasladando su autoridad al gabinete. La objeción capital contra esas opiniones tiene un carácter práctico. El gobierno parlamentario o de gabinete es un régimen que las constituciones pueden preparar pero no crear. Se establece y realiza por obra de fuerzas políticas ilegislables que logran, en circunstancias determinadas, dar a las mayorías congresionales potencia bastante para dominar al Presidente y obligarlo a ceder la realidad del gobierno a gabinetes impuestos por las Cámaras (...). El Perú no ha podido establecer el parlamentarismo, a pesar de que los textos constitucionales y la ley de ministros contienen absolutamente todos los elementos que lo hacen legalmente posible (...). Y a pesar de todo continúan gobernando los presidentes y no los gabinetes (...). En el Perú el Congreso ha carecido de fuerza para implantar en los hechos el parlamentarismo que se halla de derecho en las entre líneas de la Constitución. Lo que ha faltado en el Perú para dar vida al parlamentarismo no son textos escritos, sino una redistribución de valores políticos entre el Congreso y el Presidente de la República, cuyo resultado fuese romper definitivamente el equilibrio de fuerzas hacia el lado del Congreso. Hasta ahora, la balanza se ha inclinado del lado del Presidente, y la observación de nuestra historia y nuestra psicología y costumbres políticas conduce a la creencia de que, en el próximo porvenir, las mayorías de los congresos carecerán de aquella popularidad, cohesión y disciplina, de aquella inflexible y agresiva voluntad de poder, que serían necesarias para colocar al Presidente bajo su tutela, imponerle gabinetes parlamentarios y gobernar por medio de ellos. La institución del Presidente con facultades propias y extensas de gobernante efectivo, está sustentada en el Perú y en la América toda por una fortísima tradición y por hábitos populares incoercibles. Responde a un estado social y económico que impone sus leyes inflexibles a la evolución política. No podemos imaginar la abolición del régimen presidencial sino como resultado de un cambio de cosas profundo precedido tal vez de una revolución [...] (pp. 40-41).

Algún tiempo después, Villarán (1994) escribiría:

En realidad, la Constitución de 1933 contiene, sobre el papel, todos los resortes legales que permitirían a nuestros congresos establecer el régimen parlamentario si tuvieran el grado necesario de poder político efectivo de que han carecido hasta ahora. Esta Constitución representa el punto más avanzado de la serie de reformas que los Congresos han venido acumulando en la dirección del gobierno parlamentario. Casi nada falta, en la letra de la legislación, para hacerlo posible. Sin embargo, al lado de la literatura constitucional, y en oposición a ella, prevalece en la vida real con inexorable perseverancia el gobierno presidencial, hondamente arraigado en las costumbres y cuyo vigor parece acentuarse como reacción frente a las fórmulas escritas que intentan sustituirla (pp. 182-183).

Considero que estas aseveraciones tienen el gran mérito de denotar un claro conocimiento de la relación que tiene que existir entre los postulados normativos sobre el régimen político, contenidos en la Constitución, y su vinculación o posibilidad de aplicación en la realidad política y social del país. Pero, aunque compartimos mucho de lo expresado en dichas afirmaciones, creemos algo exagerado sostener que nuestros textos constitucionales contenían todos los elementos necesarios para instaurar el parlamentarismo y que solo faltó la voluntad política de las cámaras para hacerlo posible.

Aspectos centrales de todas nuestras constituciones han sido la elección popular directa del Presidente de la República, su doble condición de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, su carencia de responsabilidad política ante el Congreso, así como su atribución para nombrar autónomamente a los ministros, sin intervención del Congreso. Aquí se encuentran los elementos políticos medulares de un régimen presidencial, que excluyen la principal fuente del poder político y la legitimidad de un régimen parlamentario, pues en este solo el parlamento emana de la elección popular directa, lo que le permite nombrar al Jefe de Gobierno y al Gabinete que conforman el Poder Ejecutivo, quienes son políticamente responsables ante el parlamento. Si a ello sumamos el liderazgo real, a nivel social y político, ejercido por el Presidente desde el inicio de nuestra vida republicana, la tradición caudillista y autoritaria, las supuestas posibilidades de tránsito de un sistema presidencial a otro parlamentario ciertamente se presentaban muy poco viables.

En todo caso, este Anteproyecto de Constitución fundamentó su opción por la continuidad de un régimen esencialmente presidencial en el Perú, pero cuidando de mantener instituciones de corte parlamentario destinadas a atenuar el poder del Jefe de Estado y a controlar sus actos por el Congreso. Para contribuir a la estabilidad del régimen, se propuso que la elección del Presidente y el Congreso se realicen simultáneamente y por un término similar de mandato, suprimiendo el sistema de renovación parcial periódica de la Cámara de Diputados.

La Constitución de 1933 plasmó la continuidad de este modelo presidencial “híbrido”, aunque acrecentando algunas de las atribuciones del Congreso. Los miembros del congreso constituyente sostuvieron que, dado que nuestra forma de gobierno se apartaba del presidencialismo y el parlamentarismo puros, optaban por mantener este sistema “ecléctico”, al que denominaban “parlamentarismo atenuado o moderado”. A su entender, con ello se apartaban de las exageraciones del presidencialismo, pero evitaban los riesgos del parlamentarismo incontrolado (Villarán, 1994, p. 182).

3. LA CONSTITUCIÓN DE 1979 Y LA OPCIÓN POR EL FORTALECIMIENTO DEL EJECUTIVO

El funcionamiento del régimen político plasmado en la Constitución de 1933 resultó muy accidentado, pues ningún gobierno electo en procesos inobjetables logró concluir su mandato entre 1933 y 1968, siendo derrocado por un golpe militar. Se pusieron de manifiesto las dificultades para la estabilidad política de un sistema de corte presidencial, debido al incremento de algunas atribuciones del Congreso tomadas del régimen parlamentario, sobre todo cuando el Congreso era dominado por una mayoría opositora al Poder Ejecutivo. Así, durante los gobiernos de Bustamante (1945-48) y de Belaunde (1963-68), se produjeron agudos conflictos debido al bloqueo de las propuestas legislativas gubernamentales, la aprobación en el parlamento de leyes objetadas por el Ejecutivo, reiteradas interpelaciones o censuras al gabinete o a ministros, etc. Ello generó cuadros de virtual ingobernabilidad que, finalmente, tuvieron como desenlace la producción de un golpe militar.

La crítica política principal que se hizo al régimen adoptado en la Constitución de 1933 fue que el incremento de los rasgos parlamentarios del régimen constitucional y de las atribuciones del Congreso, condujeron a la inestabilidad política e gobernabilidad. Esta experiencia fue tomada en cuenta por los constituyentes que elaboraron la Constitución de 1979, proceso desarrollado como parte del retorno a la constitucionalidad para culminar el gobierno de la Fuerza Armada que rigió el país entre 1968-80. De allí que un rasgo característico de dicha Constitución fue su opción resuelta al fortalecimiento de la posición y atribuciones del Presidente de la República y el Poder Ejecutivo. Esto se logró tanto mediante el reconocimiento constitucional de algunas nuevas potestades al Presidente, como a través del recorte o la disminución de ciertas atribuciones que la Carta de 1933 confería al Congreso. Entre las principales características y novedades de la Constitución de 1979 en esta materia, cabe señalar:

- Con el argumento de acrecentar la legitimidad política del Presidente de la República, se incrementó el número de votos exigido para su elección popular, requiriendo obtener “más de la mitad de los votos válidamente emitidos”; a diferencia de la Carta de 1933 que solo exigía una votación superior al tercio de los votos válidos. Si ninguno de los candidatos obtenía en primera instancia dicha votación, se procedería a una “segunda vuelta” para dirimir, también mediante votación popular directa, entre los dos candidatos con las votaciones más altas. Se abandonó así el sistema de la Constitución de 1933 que establecía, cuando ningún candidato obtuviera la votación mínima exigida, que el Congreso elegiría al Presidente entre los tres candidatos que obtuvieron mayor votación popular, algo propio de los sistemas parlamentarios. La duración del mandato presidencial se estableció en cinco años, sin posibilidad de reelección inmediata hasta luego de transcurrido un período presidencial.

- El Presidente de la República, durante su mandato, solo podía ser objeto de acusación constitucional y antejuicio ante el Congreso por haber incurrido en traición a la patria, por impedir las elecciones, el funcionamiento del Jurado Nacional de Elecciones o del Tribunal de Garantías Constitucionales, o por disolver el Congreso fuera del supuesto previsto en la Constitución. Esta enumeración ya estaba prevista en la Carta de 1933 y buscaba contribuir a la continuidad en el ejercicio de la función presidencial.

- El Presidente de la República seguía conjugando las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, siendo nulos los actos presidenciales que no cuentan con refrendo ministerial, como una forma de control intraorgánico en el Poder Ejecutivo y de fundamento para que el Presidente no sea políticamente responsable ante el Congreso. En cambio, los ministros resultan individualmente responsables por sus propios actos o por los actos presidenciales que refrendan; asimismo, todos los ministros son solidariamente responsables por los actos delictuosos o infractorios de la Constitución o las leyes en que incurra el Presidente de la República o que se acuerden en el Consejo de Ministros, aunque salven su voto, a no ser que renuncien inmediatamente al cargo. Los ministros reunidos conforman el Consejo de Ministros, a cuya cabeza existe un Presidente del Consejo. Corresponde al Presidente de la República nombrar y remover al Presidente del Consejo; también el Presidente nombra y remueve a los demás ministros, a propuesta y con el acuerdo del Presidente del Consejo, respectivamente. Los ministros no pueden ejercer ninguna otra función pública, excepto la de congresista.

- Las potestades de interpelar, censurar o extender confianza a los ministros se reservan exclusivamente a la Cámara de Diputados, corrigiendo la innecesaria duplicación de funciones que establecía la Carta de 1933 al conferir esta facultad a ambas cámaras. Ello fortaleció la posición de los ministros frente al parlamento, situación que se complementó con el incremento del número de votos requeridos para que se apruebe la censura, pues mientras la Carta de 1933 habilitaba a que pueda plantearla un solo congresista, la Constitución de 1979 disponía que debía formularla no menos de 25% del número legal de diputados y su aprobación quedaba sujeta al voto favorable de más de la mitad del número legal de éstos. El ministro o los ministros contra quienes se apruebe un voto de censura tenían que renunciar, estando obligado el Presidente de la República a aceptar esta dimisión; similar es la consecuencia cuando el ministro solicitaba, por propia iniciativa, un voto de confianza y no lo obtenía. Esta Constitución disponía que la censura se debata y vote por lo menos tres días después de su presentación, precepto que no existía en la Carta de 1933 y que permitía incluso su debate y votación inmediata.

- El nuevo Gabinete de Ministros debía concurrir ante el Congreso para exponer su programa general de gobierno y principales propuestas de medidas políticas y legislativas; presentación que no daba lugar a la emisión de voto parlamentario de aprobación o rechazo de confianza.

- El Senado, además de poder invitar a los ministros para rendir informe, ejercía una importante función de control político, al quedar sujetos a su ratificación los nombramientos hechos por el Poder Ejecutivo de los magistrados de la Corte Suprema, del Presidente del Banco Central de Reserva, de los Embajadores, así como de los ascensos a general y grados equivalentes de los oficiales de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. También correspondía al Senado designar al Contralor General, a propuesta del Presidente de la República, y a tres de los siete miembros del Directorio del Banco Central de Reserva.

- Se otorgó al Presidente de la República la facultad de disolver la Cámara de Diputados, siempre que esta haya censurado o negado confianza a tres consejos de ministros. Esta potestad presidencial solo podía ejercerla una vez durante su mandato, sin admitirse en el último año de éste, lapso en el que la Cámara solo podrá aprobar una censura mediante el voto favorable de dos tercios del número legal de diputados. El decreto presidencial de disolución de la Cámara de Diputados conllevaba la obligación de convocatoria a elecciones para ésta y su realización en el plazo perentorio de treinta días. Si no se producían las elecciones, la Cámara disuelta recobraba sus funciones y quedaba cesado el Consejo de Ministros, sin que sus miembros pudieran volver a ocupar un cargo ministerial durante el resto del mandato presidencial.

- En el campo de la función legislativa, dentro de la orientación hacia el fortalecimiento del Poder Ejecutivo, se introdujo la posibilidad de que el Congreso pueda delegarle facultades legislativas para que dicte decretos con fuerza de ley en las materias y el plazo expresamente delimitados en la ley de delegación. Asimismo, se reconoció al Presidente la potestad para dictar medidas extraordinarias en materia económica y financiera, con cargo de dar cuenta al Congreso. Esta última atribución, profusa e injustificadamente utilizada durante el período 1980-92, evolucionó, por obra de su uso práctico y de la interpretación predominante, hasta ser asumida como una modalidad —ciertamente muy imperfecta en su regulación— de los denominados “decretos de necesidad y urgencia”. También se reconoce la potestad del Presidente de formular observaciones a los proyectos de ley aprobados por el Congreso, mediante una suerte de “veto suspensivo”4.

- La Constitución de 1979 innovó también en materia de la aprobación de la ley anual del Presupuesto del Sector Público, disponiendo que si el proyecto remitido por el Poder Ejecutivo al Congreso, para su estudio, debate y aprobación, no era votado y aprobado antes del 15 de diciembre, entraba en vigencia la propuesta que elaboró el Poder Ejecutivo.

En definitiva, la Constitución de 1979 fortaleció las atribuciones del Presidente de la República y del Poder Ejecutivo, pero sin abandonar el carácter “híbrido” del modelo imperante en nuestra tradición constitucional. Las relaciones entre gobierno y parlamento sufrieron un cambio de orientación con respecto a la Carta de 1933, inclinando esta vez la balanza a favor del Poder Ejecutivo, sin que ello implicara la supresión (aunque sí su disminución cuantitativa y cualitativa) de numerosos mecanismos de control parlamentario.

4. LA CONSTITUCIÓN DE 1993 Y LA REAFIRMACIÓN DE LA TENDENCIA AL FORTALECIMIENTO DEL PRESIDENTE Y EL PODER EJECUTIVO

La elección de Alberto Fujimori como Presidente en 1990, permitió establecer una continuidad de tres gobiernos consecutivos democráticamente elegidos (en procesos inobjetables) situación singular en la experiencia política peruana. A su vez, supuso el primer caso práctico de utilización del sistema de segunda vuelta previsto en la Constitución de 1979 para la elección presidencial. Pero a diferencia de lo sucedido en los gobiernos precedentes de Belaunde y García, Fujimori carecía de una mayoría parlamentaria (propia o constituida mediante acuerdo político) lo que hacía temer que se repitiera aquella fatal constante de ingobernabilidad o crisis política; más aún cuando el país sufría los estragos de una década de violencia política y acción armada de grupos subversivos y terroristas.

Finalmente, el régimen democrático fue quebrantado, pero esta vez no por el habitual golpe militar sino por un autogolpe de estado montado por el propio Fujimori, con el respaldo de la cúpula militar, logrando rápidamente el apoyo de los grupos de poder económico y de amplios sectores de la población, en clara confrontación con los partidos políticos “tradicionales”. El gobierno de Fujimori ensayó diversos intentos de justificación de esta medida, pero la verdad era otra. El Ejecutivo, pese a que carecía de mayoría en el Congreso, no buscó seriamente propiciar alianzas con otras organizaciones políticas en el parlamento para construir una base de respaldo o compromiso para el desarrollo de su política, no obstante que en muchos casos esta posibilidad quedó evidenciada, como con la aprobación de reformas económicas en el Congreso o por delegación de facultades legislativas al Poder Ejecutivo. No existía un abuso de interpelaciones parlamentarias ni de censura a ministros, o una situación de ingobernabilidad por el bloqueo político del Congreso a la gestión gubernamental.

Tras el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, se cerró el Congreso y el Tribunal de Garantías Constitucionales, se destituyó arbitrariamente a gran número de jueces, fiscales y altos funcionarios de la Cancillería. El régimen fujimorista asumió una orientación autoritaria, aspirando a concentrar todo el poder en el Presidente (y el Ejecutivo) para gobernar sin mayor oposición ni control. En claro desprecio por las reglas democráticas, se prefirió el camino dictatorial para aprobar un conjunto de decisiones políticas y económicas que requerían de reformas constitucionales previas, sin siquiera intentar establecer acuerdos sobre puntos específicos con la oposición en el Congreso.

Tampoco el Perú necesitaba de una nueva Constitución, pues ningún sector político o académico había formulado tal planteamiento; a lo más, podían establecerse algunas reformas puntuales para corregir ciertas deficiencias advertidas en la aplicación y vigencia de la Carta de 1979. Sin embargo, el régimen dictatorial de Fujimori se vio forzado —principalmente por presiones de la comunidad internacional— a anunciar un pronto cronograma de retorno a la normalidad institucional democrática, que conllevaba la elección popular de un Congreso que debía elaborar una nueva Constitución y reemplazar al parlamento que había sido arbitrariamente disuelto por el gobierno.

El país se vio así incurso en un proceso constituyente que era producto de una “salida política” antes que de una necesidad real. El denominado “Congreso Constituyente Democrático”, ampliamente dominado por el oficialismo fujimorista, elaboró una nueva Constitución que, aunque reproduce una parte significativa del articulado de la Carta de 1979, introdujo serias restricciones —de orientación neoliberal— en la intervención estatal en el régimen económico y en materia de los derechos económicos y sociales, así como un marcado retroceso en la descentralización y las competencias de los gobiernos municipales y regionales. A nivel de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, la Constitución de 1993 prosigue en el camino de acrecentar las atribuciones del gobierno y adopta un Congreso unicameral, abandonando nuestra tradicional bicameralidad.

La Constitución aprobada en el Congreso fue sometida, como estaba previsto, a un referéndum popular, el 31 de octubre de 1993, donde el “SI” obtuvo un apretadísimo (y bastante discutido) triunfo sobre el “NO”, por una diferencia de escasamente el 4% de los votos. Dicha Carta contempla las siguientes innovaciones en materia de las relaciones entre Gobierno y Parlamento:

a) Se permite la reelección presidencial inmediata, por un período adicional de cinco años. Este era quizás el principal objetivo del oficialismo y del golpe de Estado en materia de la reforma constitucional. No obstante, luego de ser reelecto en 1995 para un nuevo período de cinco años, Fujimori y sus seguidores en el Congreso aprobaron una ley, autodenominada de “interpretación constitucional auténtica”, que sostuvo que la reelección presidencial inmediata por una vez recién se computaba desde el gobierno en curso, por lo que Fujimori podría volver a ser candidato presidencial en el 2000 para un tercer período consecutivo, como en efecto sucedió, a pesar del carácter notoriamente inconstitucional de dicha norma y de la marcada oposición de la mayoría de fuerzas políticas y sectores de la población del país.

b) Aunque para acceder a la Presidencia de la República se mantiene la exigencia de obtener una mayoría absoluta de más de la mitad de los votos, se excluyen para efectos de este cómputo los votos nulos y en blanco. Ello tornaría menos difícil la posibilidad del triunfo de algún candidato en la primera vuelta.

c) Se contempla que el presidente del Consejo de Ministros pueda ser un ministro “sin cartera”, es decir,ejercer dicha función sin necesidad de que ocupe simultáneamente otro ministerio. Asimismo, se enumeran algunas atribuciones específicas del Presidente del Consejo de Ministros, tales como ser (después del Presidente de la República) el portavoz del gobierno, coordinar las funciones de los demás ministros; y refrendar los decretos legislativos, los decretos de urgencia y otras normas dictadas por el Ejecutivo. Con ello se fortalece su supremacía sobre el resto de los ministros.

d) Se establece un Congreso unicameral de ciento veinte miembros, cuya elección se realiza de acuerdo al sistema de representación proporcional. Si bien la determinación de la composición del Congreso, en atención a la organización territorial del país, se deja a la decisión de la ley, la Constitución estableció que para el proceso electoral de 1995 el Congreso se elegirá por “distrito nacional único”. Ello favorecía el centralismo y facilitaba la digitación de los candidatos al parlamento por el Presidente. Al interior del Congreso unicameral existe una Comisión Permanente elegida por este, cuyos integrantes no excederán del 25% del número total de congresistas, tendiendo a mantener la proporcionalidad de la representación parlamentaria de las distintas fuerzas políticas5.

e) Se suprime como atribuciones del Congreso la ratificación del nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema, de los ascensos al grado de general de los oficiales superiores de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, así como de los embajadores nombrados por el Presidente de la República; atribución que la Constitución de 1979 otorgaba al Senado.

f) Se establece que la obligación del Presidente del Consejo de Ministros y su Gabinete de concurrir al Congreso para exponer su programa de gobierno y las políticas y medidas de su gestión, debe efectuarse dentro de los treinta días siguientes de haber asumido sus funciones. Pero a diferencia de la Constitución de 1979, que disponía que esta presentación ministerial no daba lugar a ningún voto del parlamento, la Carta de 1993 señala expresamente que el Presidente del Consejo planteará una cuestión de confianza, lo que obliga al Congreso a votar concediéndola o negándola, con los efectos consiguientes para la continuidad del nuevo Gabinete.

g) Se mantiene la potestad del Presidente de disponer la disolución del Congreso, pero su aplicación procede cuando el parlamento haya censurado o negado confianza a dos Consejos de Ministros, a diferencia de la Carta de 1979 que exigía la caída de tres gabinetes ministeriales.

5. LIMITACIONES DE LOS MECANISMOS PARLAMENTARIOS INTRODUCIDOS EN EL RÉGIMEN PRESIDENCIAL PERUANO PARA DAR UNA SOLUCIÓN DEMOCRÁTICA EFECTIVA A CONFLICTOS POLÍTICOS ENTRE GOBIERNO Y CONGRESO

Como hemos señalado, la incorporación progresiva de un conjunto significativo de instituciones originarias del régimen parlamentario en el modelo presidencial peruano, configurando un régimen híbrido conocido como “presidencialismo atenuado o parlamentarizado”, buscaba introducir mecanismos de mayor control, contrapeso y racionalización del excesivo poder político del Presidente. Sin embargo, como sostuve en un estudio sobre el tema publicado muchos años atrás (Eguiguren, 1993, pp. 170-178), a pesar de la existencia de un andamiaje institucional parlamentario injertado en el régimen político presidencial peruano, esta mixtura origina que el funcionamiento de dichas instituciones conduzca a resultados bastante distintos de los que podría corresponderles en un modelo parlamentario.

Es por ello que cuando se producen graves conflictos entre el Gobierno y el Congreso, el régimen presidencial “atenuado” peruano presenta una “rigidez” política que no le permite realmente dar una solución democrática efectiva al problema. Esta situación, como desarrollaremos a continuación, se presenta respecto de los efectos que producen instituciones típicamente parlamentarias como la censura o negación de confianza a los ministros, la incorporación de un Presidente del Consejo de Ministros y su Gabinete, la disolución del Congreso por el Ejecutivo, etc.

5.1. La aprobación de la censura o denegación de confianza al Gabinete de Ministros, no conllevan el cambio de Gobierno ni (necesariamente) de la política gubernamental

En los regímenes parlamentarios, la aprobación de una censura o el rechazo de la cuestión de confianza contra el Primer Ministro o Jefe de Gobierno, producen la caída del Gobierno y su sustitución por otro elegido por la mayoría parlamentaria vigente. Ello debe conducir también a cambios en la orientación y gestión política, pues en dichos regímenes la continuidad del Gobierno está supeditada a que conserve la confianza política de un sector mayoritario del parlamento.

En el régimen político peruano, en cambio, si bien la aprobación de un voto de censura (o el rechazo al pedido de confianza) origina la caída y reemplazo del Gabinete o del ministro contra quienes se adopta, no implica un cambio de Gobierno ni necesariamente una variación en la política gubernamental. Y es que la Constitución establece que el Presidente de la República es el Jefe de Estado y también de Gobierno, cuya continuidad en el cargo no se ve afectada por la eventual caída del Gabinete o de algún Ministro; procediendo el propio Presidente a la libre designación del sucesor o sucesores, sin participación del Congreso. Es así que, por lo general, la aprobación de la censura o denegación de confianza conlleva un simple reemplazo de personas en el Gabinete, pero mantiene la continuidad de la misma política gubernamental, salvo que el Presidente decida introducir modificaciones en ella. Por ello, a pesar de obtenerse con la censura el cambio de Gabinete, puede subsistir o agravarse la discrepancia o el conflicto político existente entre el Congreso y el Presidente de la República.

Ahora bien, la Constitución de 1993, en su artículo 130°, establece que cada nuevo Presidente del Consejo de Ministros y su equipo ministerial deben concurrir ante el Congreso (dentro de los 30 días de asumir su función) para exponer y debatir la política general y principales medidas que se propone realizar en su gestión; estando obligado a solicitar una cuestión de confianza. De no obtenerla, el Gabinete caerá. Algunos han calificado este mecanismo como un “voto de investidura”; pero considero que no es tal, pues el Gabinete designado por el Presidente de la República asume funciones desde el momento de su juramentación. La presentación obligatoria ante el Congreso solo determina si obtiene o no un respaldo político (confianza) para su continuidad, pero no supone un requisito de confirmación o ratificación para el desempeño del Presidente del Consejo de Ministros o de la función ministerial6.

Sin perjuicio de ello, considero que debería eliminarse de la Constitución esta obligación del nuevo Gabinete de tener que presentar un pedido de confianza ante el Congreso luego de la exposición de las medidas de gobierno propuestas para su gestión. Y es que no encuentro mayor sentido político a forzar a los congresistas de oposición a votar sobre otorgar respaldo a un gobierno al que realmente no respaldan; sabiendo que si el Gabinete no obtiene tal confianza deberá dimitir y ello puede ser utilizado luego por el Presidente como fundamento para disolver el Congreso, si se produce la negación de confianza a dos gabinetes. Ello puede llevar a convertir este acto en un mero ritual, políticamente inútil, con una oposición que otorga una confianza no sincera ni duradera, solo para salir del trámite. En todo caso, más razonable sería dejar en libertad al Presidente del Consejo de Ministros para decidir si plantea o no una cuestión de confianza sobre su programa de gestión; así como a los congresistas tener libertad para determinar si quieren formular un pedido de censura al gabinete.

5.2. La composición del Gobierno y el Congreso no se modifican durante sus mandatos

En el Perú, la elección popular directa del Presidente de la República y de los congresistas se realiza por separado pero en el mismo acto electoral, manteniendo ambos órganos esta composición durante todo el mandato común de cinco años. La Constitución no contempla la renovación periódica parcial del Congreso, por lo que cualquier variación en la representatividad política real de las distintas agrupaciones parlamentarias en el electorado durante dicho período, no se verá reflejada en la composición y correlación de fuerzas políticas imperante al interior del Congreso. La Constitución prohíbe a los congresistas renunciar a su mandato y tampoco permite su revocación por los ciudadanos. De allí que los cambios en la composición política del Congreso se pueden dar cuando algunos parlamentarios renuncian a su bancada o pasan a otra agrupación, lo cual rara vez tiene mayor incidencia cuantitativa ni cualitativa en la conformación política del Congreso.

Aunque la Constitución contempla la disolución del Congreso, por decisión del Presidente, cuando ha censurado o negado confianza a dos Consejos de Ministros, mecanismo que podría incidir en la modificación de la composición política y correlación de fuerzas del parlamento por obra de una nueva elección popular, su posibilidad de implementación está bastante condicionada a decisiones del propio Congreso antes que del Presidente. Ello difiere de la mayor flexibilidad política que en los regímenes parlamentarios se otorga a la disolución del Congreso, como herramienta en manos del Gobierno a utilizar para acudir al “arbitraje” del electorado a fin de dirimir controversias agudas con el Congreso. Porque la disolución del Congreso conduce a nuevas elecciones parlamentarias, para buscar una nueva composición y correlación de fuerzas en el órgano parlamentario, que puede resultar más favorable o adversa al Gobierno, de lo que dependerá su continuidad o caída.

A su vez, el Presidente de la República, en su calidad de Jefe de Estado y de Gobierno, continuará en el cargo con independencia del cambio o la caída del Presidente del Consejo de Ministros y el Gabinete, ya sea por decisión del propio Presidente o de la aprobación de una censura o rechazo de confianza del Congreso. Además, el Presidente de la República solo puede ser acusado y destituido por el Congreso durante su mandato por un excesivamente limitado listado de causales: traición a la patria, disolución del Congreso fuera del supuesto previsto en la Constitución, no convocatoria a elecciones o por impedir el funcionamiento de los órganos electorales; supuestos que resultan, como lo ha confirmado nuestra experiencia política, muy poco factibles de aplicación.

En consecuencia, la composición y correlación de fuerzas políticas en el Poder Ejecutivo y el Congreso se establecen al momento de su elección, sin que existan mecanismos que puedan alterarla, significativamente, a lo largo del mandato común de ambos órganos. De allí que esta relativa inmutabilidad de la composición política del Ejecutivo y el Congreso, que puede tener incidencia en una correlación favorable o adversa al Gobierno en el Congreso, puede subsistir a lo largo de todo su mandato; y los conflictos entre estos órganos persistir sin solución efectiva, a pesar de que se susciten enfrentamientos y “escaramuzas” ente el Presidente, los ministros y el parlamento, lo que puede afectar la gobernabilidad y generar “bloqueos” políticos.

5.3. La exigencia constitucional de lograr más de la mitad de los votos para ser elegido Presidente de la República, sea en primera o segunda vuelta, no garantiza al Ejecutivo contar con mayoría parlamentaria

Las Constituciones de 1979 y 1993 incorporaron la exigencia de que para ser elegido Presidente de la República se requiera obtener más de la mitad de los votos válidos, sea en primera o en segunda votación popular directa. Su propósito fue, según sus impulsores, dar mayor respaldo de representatividad política al Presidente, quien sería ungido por una mayoría absoluta del número de votantes, como contraparte a las mayores atribuciones constitucionales que se le confirieron y supuesto refuerzo de su legitimidad frente a los frecuentes golpes de estado producidos durante la vigencia de la Constitución de 1933.

Pero esta exigencia de alcanzar una mayoría absoluta de votos, de ser necesario mediante una segunda vuelta, solo se aplica a la elección del Presidente de la República. Porque si bien las elecciones presidenciales y parlamentarias se realizan simultáneamente, la composición política del Congreso queda definida, indefectiblemente, en la primera votación, sin verse alterada por el resultado de la eventual segunda vuelta y de quién resulte electo Presidente.

Aunque la simultaneidad de las elecciones para Presidente y Congreso suelen generar un “efecto arrastre” de votos del candidato presidencial a su lista parlamentaria, nada garantiza que el Presidente electo logre conseguir una mayoría parlamentaria que le sea favorable. La experiencia demuestra, más bien, que existe una significativa distancia entre los votos obtenidos en la primera vuelta por el candidato a la Presidencia (incluso si a la postre resulta ganador) y la conseguida por su representación política en el Congreso, siempre muy inferior. Son ilustrativos los casos del primer gobierno de Fujimori (1990-92) y de los gobiernos de Toledo (2001-2006), García (2006-2011), Humala (2011-2016) y Kuczynski (2016); todos ellos elegidos Presidentes teniendo que recurrirse a la segunda vuelta, pero donde ninguno alcanzó mayoría parlamentaria propia en el Congreso. El caso de Kuczynski es el más significativo, pues el Fujimorismo obtuvo el primer lugar y una alta votación en la primera elección, controlando casi el 60% del Congreso, a pesar que perdió la presidencia en la segunda vuelta, lo que ha desencadenado gran inestabilidad política en todos estos años; evidenciada en dos pedidos de vacancia presidencial a Kuczynski y su ulterior renuncia, dos denegaciones de confianza al Gabinete, disolución del Congreso, elecciones parlamentarias para completar el mandato, y un nuevo pedido de vacancia contra el Presidente Vizcarra, por un nuevo Congreso fuertemente fraccionado en su composición política.

Considero por ello que la incorporación de la exigencia de una mayoría absoluta de votos, y de una eventual segunda vuelta, para la elección del Presidente, no ha aportado mayores soluciones. Ello porque parte de un supuesto político errado: que la mayoría matemática obtenida por el ganador en la segunda vuelta se traduce en una mayoría política real de respaldo efectivo del electorado al Presidente; lo que no es así, pues en la segunda vuelta muchos de los electores se ven forzados a escoger entre dos candidatos por los que no han votado ni respaldado en la primera votación. La segunda vuelta para la elección presidencial favorece el criterio de elegir “entre el mal menor”, lo que no supone un verdadero respaldo político efectivo ni duradero al Presidente finalmente elegido. Más aún cuando la composición política del Congreso queda definida en la primera votación.

Esta exigencia de contar con más de la mitad de los votos para alcanzar la presidencia, y la incorporación de la segunda vuelta, rara vez han permitido establecer alianzas previas en las candidaturas presidenciales ni para la conformación de listas parlamentarias. Tampoco han llevado a superar un sistema político multipartidario y tan fraccionado como el nuestro, donde en realidad ya no existen verdaderos partidos con solidez orgánica y representatividad social. La exigencia de obtener más de la mitad del total de los votos válidos para alcanzar la Presidencia conduce a una mera ficción política, que no resuelve la estabilidad del régimen cuando el Congreso es dominado por una mayoría parlamentaria opositora al Gobierno.

Frente a esta problemática, algunos han propuesto adoptar la segunda vuelta también para la elección del Congreso, para propiciar menos dispersión y fraccionamiento en la representación parlamentaria, pero que podría llevar a que su composición no refleje la pluralidad y proporcionalidad de la representación política del electorado, dejando sin acceso al Congreso a muchas agrupaciones minoritarias, pero socialmente relevantes, en un sistema que no es bipartidista.

5.4. La “debilidad” del Presidente del Consejo de Ministros y del Gabinete

La existencia del Consejo de Ministros y de su Presidente fueron adoptados desde mediados del siglo XIX (Constitución de 1856 y Ley de 1862) con la intención de limitar las atribuciones del Presidente de la República en el Poder Ejecutivo, pero también para que éstos asuman la responsabilidad política ante el Congreso, de la que carece el Presidente. Pero como señala Villarán (1994, pp. 54) nuestra Constitución y la práctica política crearon un Presidente de la República fuerte y un Presidente del Consejo y ministros débiles, pues es el Presidente de la República el que los nombra y remueve con entera libertad, sin que el Congreso pueda hacer mucho para sostenerlos contra la voluntad presidencial.

Es significativo que, aunque la Constitución señala que el Presidente de la República designa al Presidente del Consejo de Ministros y que a propuesta de este nombra o remueve a los ministros que integran el Gabinete, la verdad es bastante distinta. El liderazgo político del Presidente de la República hace que imponga la designación o continuidad de la mayoría de los ministros en el Gabinete. Además, el Presidente del Consejo de Ministros no es un Primer Ministro o Jefe de Gobierno, siendo más bien un coordinador o “jefe” administrativo de los ministros y un vocero gubernamental alterno del Presidente.

El Gabinete no tiene competencias autónomas frente al Presidente de la República, sea en materia política o legislativa. De allí que Villarán concluye que la institución del Presidente del Consejo de Ministros no ha tenido la utilidad ni importancia que pensaron sus autores, porque “el volumen político del Presidente de la República no deja sitio al Presidente del Consejo”, débil de nacimiento y casi atrofiado (1994, pp. 58-59).

A esta dependencia de los ministros de la confianza presidencial, para llegar y continuar en el cargo, se suma la responsabilidad política que tienen ante el Congreso, que puede hacerlos pasibles del voto de censura parlamentaria (o de negación de confianza) lo que acarrea su inevitable caída. Esta exposición simultánea a “dos frentes” antagónicos, debilita la posición política de los ministros, optando por el sometimiento y lealtad al Presidente de la República, que es a quien deben su nombramiento. La necesidad de refrendo ministerial impuesta por nuestras constituciones para la validez de los actos presidenciales, luce poco efectiva como límite al poder del Presidente, dado que él puede prescindir de cualquier ministro que se resista a secundar la orientación política que determine; con el agravante para los ministros que deberán asumir ante el Congreso la responsabilidad política por los actos presidenciales que refrendan. Los ministros pueden entonces convertirse en meros “fusibles”, que se sustituyen para garantizar la continuidad de una política decidida por el Presidente, aunque esta no le plazca al Congreso.

Debido a que el Presidente de la República conjuga las funciones de Jefe de Estado y de Gobierno, le corresponde la dirección de la política gubernamental y la adopción de las principales decisiones. Si se quisiera limitar ese poder, podría otorgarse algunas de las competencias de gobierno, en ciertos sectores específicos, al Gabinete y a los ministros del sector involucrado, lo que haría más coherente y efectiva la responsabilidad que tienen ante el Congreso y permitiría un cambio de política cuando sean censurados o se les niegue la confianza parlamentaria. Ello no impediría que el Presidente de la República conserve la potestad de poderlos remover en caso de discrepancia política.

5.5. La virtual ausencia de una efectiva responsabilidad penal y constitucional del Presidente de la República durante su mandato

La ausencia de responsabilidad política del Presidente de la República, así como las limitaciones en la eficacia de la responsabilidad política ministerial ante el Congreso, hacen que el único mecanismo directo de control parlamentario al Presidente sería la posibilidad de someterlo al Antejuicio o Juicio Político. Esta institución, prevista desde tiempo atrás en nuestras constituciones, y actualmente en los artículos 99° y 100° de la Carta de 1993, permite acusar al Presidente y a determinados altos funcionarios por los delitos de función o infracciones constitucionales que cometan durante el ejercicio del cargo; siendo que de aprobarse por el Congreso su responsabilidad penal o constitucional, podrán ser sometidos a juicio y/o destituidos del cargo e inhabilitados hasta por diez años para el ejercicio de cualquier cargo público.

Pero, como sucede en muchas constituciones latinoamericanas, la Constitución Peruana contemplan un régimen especial para el sometimiento del Presidente a Antejuicio o Juicio Político, limitando las causales por las que puede ser acusado mientras ejerce su mandato, para así dar mayor estabilidad a la continuidad de la función presidencial. No obstante, el caso peruano resulta excesivamente restrictivo respecto a la normativa comparada, pues el artículo 117° de la Constitución de 1993 (manteniendo un tratamiento que viene desde mediados del siglo XIX) dispone que el Presidente de la República, durante el ejercicio de su mandato, solo podrá ser acusado ante el Congreso por: traición a la patria; disolución del Congreso (salvo el supuesto autorizado por la Constitución); impedir la realización de elecciones; o el funcionamiento del Jurado Nacional de Elecciones y los órganos electorales.

Esto implica que para poder acusar al Presidente de la República por cualquier otro delito o infracción constitucional, distinta a las taxativamente señaladas en el artículo 117° de la Constitución, habrá que esperar a que concluya su mandato; recurriendo recién entonces al Antejuicio o Juicio Político, prerrogativa que se extiende hasta cinco años después de haber cesado en el cargo. También se deberá aguardar a la culminación del mandato presidencial cuando se le quiera denunciar o juzgar penalmente por la comisión de delitos comunes, aunque entonces ya no será necesario recurrir al Antejuicio.

Ante las insuficiencias de esta normativa y la experiencia de diversas gestiones presidenciales, lo más adecuado sería realizar una reforma del artículo 117° de la Constitución, incorporando algunas causales adicionales que habiliten la acusación del Presidente de la República mientras ejerce el cargo, tales como: la imputación de graves delitos vinculados con actos de corrupción o enriquecimiento ilícito; violación de derechos humanos; vinculación con actos de narcotráfico u organizaciones criminales; delitos comunes graves; o graves infracciones de la Constitución.

Ha sido debido a estas serias restricciones para la acusación constitucional del Presidente de la República mientras ejerce el cargo, que el Congreso ha intentado, en varias ocasiones, instrumentar como “salida política” invocar la causal de declaración de vacancia del Presidente por permanente incapacidad física o moral (prevista en el artículo 213°, inciso 2 de la Constitución). Para ello se ha sostenido que la incapacidad moral comprende no solo la de carácter mental sino también la originada por imputación de conductas personales o políticas del Presidente que el Congreso califica como impropias de la dignidad del cargo o moralmente reprobables. Con ello se ha abierto un marco bastante discrecional para el manejo político parlamentario de la evaluación y eventual sanción de la conducta del Presidente, principalmente supeditado a si el Congreso pueda alcanzar o no el número de votos exigidos, que es de dos tercios de los congresistas.

Durante la vigencia de la Constitución de 1993, la vacancia del Presidente por incapacidad moral fue utilizada con éxito en el caso de Fujimori (2000), quien había viajado al extranjero para participar en una reunión internacional pero aprovecho luego para fugar a Japón, desde donde remitió su renuncia al cargo. Pero el Congreso rechazó aceptarla y aprobó su vacancia por incapacidad moral, con base a imputaciones de graves actos de corrupción y de violación a los derechos humanos producidos en su gobierno.

Pocos años después el Tribunal Constitucional, para prevenir el riesgo de una utilización política excesivamente discrecional de esta causal por el Congreso, incluyó en la sentencia dictada en un proceso de inconstitucionalidad, sobre el número de votos a exigir para la aprobación del Antejuicio o Juicio Político, para establecer que la declaración de vacancia del Presidente por incapacidad moral requería ser aprobada con el voto favorable de dos tercios de los congresistas, lo que exige un alto grado de acuerdo político parlamentario. Esta alta votación calificada fue luego incorporada en el Reglamento del Congreso.

Sin embargo, los alcances precisos del contenido de esta incapacidad moral no han sido aún objeto de un pronunciamiento más preciso del Tribunal Constitucional, lo que podría producirse ante el proceso competencia que acaba de interponer el Poder Ejecutivo, ante la admisión para debate y votación en el Congreso de una moción de vacancia, por esta misma causal, en contra del Presidente Vizcarra. No obstante, para evitar o reducir los riesgos de instrumentación política por el Congreso de esta causal de vacancia del Presidente, considero más aconsejable una reforma constitucional que la restrinja a los motivos de incapacidad física o mental permanentes (lo que resulta más objetico) eliminando la referencia a incapacidad moral, lo que debe ir acompañado de ampliar el listado de causales específicas por las cuales procede la acusación constitucional del Presidente de la República durante el ejercicio de su cargo.

6. ALGUNAS REFLEXIONES FINALES

Este año se conmemora el Bicentenario de nuestra declaración de Independencia y de vida republicana, bajo un diseño constitucional que adoptó el régimen presidencial pero le incorporó, progresivamente, numerosas instituciones políticas propias de los regímenes parlamentarios. El resultado de la aplicación de este régimen algo “híbrido”, ha sido que el mismo diseño normativo constitucional, denominado presidencial “atenuado o parlamentarizado”, ha funcionado de manera bastante distinta según si el Presidente haya logrado contar con una mayoría parlamentaria que lo respalde, o que el Congreso haya sido dominado por la oposición. Pero en cualquiera de ambos supuestos, este diseño constitucional ha resultado bastante ineficaz para lograr, en un caso, limitar los excesos del poder del Presidente (derivados de una tradición política caudillista y autoritaria, con debilidad de las instituciones democráticas); o, en otro, para dotar al país de gobernabilidad y mecanismos de solución para resolver conflictos políticos graves entre Gobierno y Congreso.

Todos los Presidentes que gobernaron bajo la Constitución de 1993 lograron culminar su mandato, salvo Kuczynski y Vizcarra, que fueron los únicos que enfrentaron un Congreso dominado por una mayoría opositora y beligerante, lo que los llevó a renunciar o ser vacado, respectivamente. Todos estos ex Presidentes se encuentran actualmente condenados en prisión, procesados por la justicia o prófugos de ella; denunciados penalmente tras concluir su gestión.

Las mayorías parlamentarias relativas con que lograron contar los gobiernos de Belaunde (1980-1985), Alan García (1985-1990) y Fujimori (1992-2000), contribuyeron a dar estabilidad a las políticas gubernamentales, pero propiciaron también conductas muy teñidas de soberbia e intransigencia en el Poder Ejecutivo, a la par de una elevada dosis de obsecuencia en el Congreso. Por otra parte, los escasos márgenes de maniobra que esta situación dejaba a las minoritarias fuerzas de oposición, las indujeron a optar por posiciones esencialmente orientadas a la denuncia política. En cambio, la existencia de un Congreso dominado por una mayoría de oposición, como ha sucedido en los gobiernos de Kuczynski y Vizcarra, puso en evidencia los efectos de los elementos parlamentarios del régimen cunado se utilizan con beligerancia, generando inestabilidad política y la continuidad de conflictos irresueltos.

A pesar de las tantas instituciones parlamentarias incorporadas a nuestro régimen político (refrendo ministerial; Presidente del Consejo de Ministros y Gabinete Ministerial; censura y voto de confianza a los ministros; disolución del Congreso; compatibilidad entre las funciones de Congresista y Ministro) este sigue siendo predominantemente presidencial, porque se sustenta en la elección popular directa del Presidente de la República, en su calidad de Jefe de Estado y de Gobierno, y en su falta de responsabilidad política ante el Congreso. La experiencia política peruana evidencia que la incorporación de un conjunto amplio de instituciones típicamente parlamentarias en un régimen de raíz presidencial solo ha logrado limitar significativamente el poder presidencial cuando el gobierno carece de mayoría parlamentaria. Sin embargo, a menudo ello genera también agudos conflictos políticos o entrampamientos que el sistema no puede resolver satisfactoriamente, por el distinto funcionamiento de dichas instituciones fuera del régimen parlamentario del que han surgido.

Por eso considero que no se trata de seguir incorporando en las normas constitucionales más mecanismos parlamentarios, pretendiendo con ello limitar los excesos del poder del Presidente de la República. Porque bajo el mismo diseño constitucional, mantenido a lo largo de casi 200 años, lo determinante en el funcionamiento del régimen político peruano parece haber sido la composición y el comportamiento de las fuerzas políticas presentes en el Congreso, y su relación de apoyo u oposición al Gobierno. Habría que revisar, entonces, el marco normativo de los partidos políticos y del régimen electoral, pero a partir de una evaluación de la realidad concreta, para identificar los problemas que se requiere superar y las medidas a adoptar para intentar lograrlo con alguna posibilidad de éxito.

El tremendo desprestigio político, acentuado durante los últimos años, de los partidos, del Congreso, y de la propia política, son determinantes para descartar la viabilidad de proponer la adopción de un régimen parlamentario. A su vez, optar por un régimen presidencial “puro” podría llevar, por su esquema rígido de separación entre Gobierno y Congreso, a conflictos políticos de convivencia muy difíciles de soportar o solucionar, en una realidad institucional como la peruana, cuando el Presidente enfrenta una mayoría parlamentaria opositora.

La posibilidad de incursionar hacia un régimen más cercano al semipresidencial, no se encuentra muy alejada del marco constitucional vigente pues requeriría, principalmente, que el Presidente de la República conserve las funciones de Jefe de Estado, electo por votación popular directa, y que algunas de las funciones y competencias de gobierno (administrativas, normativas y de gestión) pero no todas, sean transferidas al Consejo de Ministros; y que sea el Congreso el que designe al Presidente del Consejo y a sus Ministros, sin que el Presidente del Consejo se convierta, del todo, en el Jefe de Gobierno. Aunque puede parecer una fórmula atractiva desde la visión académica, su viabilidad política de adopción no parece actualmente sencilla ni viable.

Mientras subsista el desprestigio del Congreso y de los partidos políticos, difícilmente podrá contar con legitimidad social y política una propuesta que conlleve a incrementar la participación del Parlamento en la formación del Gobierno, en desmedro de las atribuciones del Presidente. A su vez, la arraigada tradición presidencial puede suponer no solo la resistencia del Presidente y de los líderes partidarios a estos cambios, sino incluso de la propia ciudadanía. Pues estas reformas llevarían a hacer más corporativo y menos unipersonal al Poder Ejecutivo, haciendo más efectivos e intensos los mecanismos de control político del Congreso hacia el Gobierno. Es posible que una mayor distribución de competencias gubernativas entre el Presidente de la República y el Consejo de Ministros, pueda resultar menos compleja de plasmarse políticamente en una reforma constitucional.

Lo que no resulta razonablemente aceptable en el régimen político peruano, si queremos afianzar la institucionalidad democrática y un mejor balance de poderes, es que el Presidente de la República, la persona que dispone del mayor poder político y dirige el gobierno, carezca totalmente del contrapeso de una responsabilidad política; y que resulte casi inviable, durante su mandato, acusarlo penal o constitucionalmente para destituirlo por delitos o actos arbitrarios. Si algunas de las atribuciones y competencias de gobierno pasan directamente al Consejo de Ministros, al menos la responsabilidad política que tienen frente al Congreso puede otorgar un mejor y más efectivo control parlamentario de la gestión y política gubernamental.

1 El régimen presidencial responde a una separación rígida de poderes y funciones entre el Gobierno y el Congreso. Se caracteriza por la elección popular directa del Presidente de la República y del Congreso, con un Poder Ejecutivo unipersonal donde el Presidente ejerce simultáneamente las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno. El Presidente carece de responsabilidad política ante el Congreso y cuenta con un conjunto de Secretarios o Ministros, que designa y remueve libremente, sin que éstos integren un Consejo o Gabinete de Ministros ni estén sujetos a responsabilidad política ante el Congreso.

2 Pedro Planas, en su libro “Regímenes políticos contemporáneos” analizaba en 1997 los regímenes presidenciales de 14 países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Chile, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) concluyendo que: En todos ellos se contemplaba la necesidad de refrendo ministerial a los actos del Presidente; la interpelación de los ministros ante el Congreso, salvo en Chile; en 11 países (salvo México, Brasil y Chile) se prevé la censura de los ministros, aunque en algunos de ellos su aprobación parlamentaria no hace obligatoria la dimisión del Ministro; el Gabinete de Ministros existe en 8 países (Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela); el Primer Ministro o Jefe de Gabinete existe en Perú y Argentina, y en Venezuela un Vicepresidente Ejecutivo; en todos los países el Poder Ejecutivo tiene iniciativa legislativa ante el Congreso, y (salvo en México) en todos ellos los ministros podían participar con voz en los debates parlamentarios.

3 La ley contempló la necesidad del voto deliberativo del Consejo de Ministros para decisiones presidenciales en casos tales como: suspensión de garantías constitucionales, presentación de propuestas de reforma constitucional, convocatoria a sesiones extraordinarias del Congreso, celebración de tratados, aprobación de mensajes presidenciales ante el Congreso, solicitud al Congreso de permiso para salir del territorio nacional, nombramiento de agentes diplomáticos y prefectos, transferencia de partidas presupuestales, etcétera.

4 La Carta preveía que el proyecto de ley debía ser remitido para su promulgación por el Presidente de la República, quien debía hacerlo dentro del plazo de quince días; si no lo hacía en dicho lapso, el proyecto volvía al Congreso quien lo promulgaba directamente. Pero si el Presidente de la República, siempre dentro del plazo de los quince días, formulaba expresamente observaciones al proyecto de ley o a parte de este, la norma observada retornaba para su reconsideración por el Congreso, alcanzando carácter de ley únicamente si lograba la aprobación por más de la mitad del número legal de miembros de ambas cámaras.

5 La Comisión Permanente recibió algunas de las competencias y funciones que eran propias del Senado. Entre sus principales atribuciones están: acusar ante el Congreso a los altos funcionarios que cometan infracción de la Constitución o algún delito en el ejercicio de sus funciones (Antejuicio y Juicio Político); designar al Contralor General, a propuesta del Presidente de la República; ratificar el nombramiento del presidente del Banco Central de Reserva y del Superintendente de Banca y Seguros; ejercer la función legislativa que le delegue el Congreso; aprobar los créditos suplementarios y transferencias presupuestales, durante el receso parlamentario; revisar los decretos de urgencia que expida el Poder Ejecutivo durante el interregno parlamentario (cuando el Congreso haya sido disuelto) y elevar un informe sobre su validez ante el nuevo Congreso.

6 Durante el gobierno del Presidente Vizcarra, se produjo el caso de la designación del Gabinete presidido por Pedro Cateriano y la denegación de confianza tras su presentación ante el Congreso. Desde su designación presidencial y juramentación en el cargo, y hasta la obligada renuncia presentada debido a la denegación por el Congreso de la confianza solicitada, no cabe duda que Cateriano y los integrantes de su Gabinete fueron ministros y ejercieron el cargo como tales, sin que constitucionalmente requirieran ningún tipo de voto de investidura parlamentaria; lo que es distinto a la ulterior presentación ante el Congreso y la obtención del voto de confianza, que debe plantearse en forma obligatoria.

Las relaciones entre el Gobierno y el Congreso en el régimen político peruano

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