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Dicen que fue un pulso electromagnético. Así lo informó la radio al sexto día después del corte; ¿o fue al quinto?, da lo mismo. Una señal común en frecuencia AM para todo Santiago, el único medio que logró resucitar tras el apagón y la primera nevada. Tuvimos que rescatar un viejo receptor a cuerda que compramos después del último terremoto, mismos que hoy se intercambian por vales de comida y agua en el comercio informal.

Oficialmente se debió a la caída de un satélite militar estadounidense cerca de Angostura de Paine. El aparato llevaba un detonador de pulso experimental que se activó con el golpe, dejando a oscuras y borrando prácticamente todo el valle central de Chile. Con majadería se nos ha pedido calma. Subrayan que el gobierno norteamericano está asesorando en todo al nuestro, que por estado de emergencia fue trasladado a Valparaíso. Sostienen que todo se solucionará dentro de unas semanas, que no es necesario desesperarse y que se han tomado las medidas necesarias para paliar la emergencia. En lo práctico tenemos agua, gas y electricidad, aunque esta última solo sirve para iluminar, ya que nada electrónico funciona.

En el banco me informaron que el dinero estaba seguro, pero que mientras no se reiniciara el sistema no estaba permitido generar circulante. Nos aconsejaron buscar cartolas y documentos enviados por correo físico antes de la primera nevada. Leticia se ha encargado de buscar esos papeles y ordenarlos por fecha. Se ha mantenido más calmada de lo que yo hubiese imaginado.

La entrada y salida de la ciudad está prohibida con vigilancia militar, la estación de ferrocarriles, los terminales de buses y el aeropuerto permanecen cerrados. Como si fuera necesario; ningún vehículo motorizado funciona. Tampoco hay metro ni movilización colectiva de ningún tipo. El plan, según se escucha entre los vecinos, es mantenernos en nuestras casas; al menos ahora se puede salir a caminar sin necesidad de usar mascarilla. La única certeza es que, desde hace diez días, el mundo que conocemos se ha limitado a la geografía y a la geometría de Santiago de Chile. Afuera podría haber estallado la Tercera Guerra Mundial y no tendríamos idea. Tal vez estalló.

Setenta y dos horas después de la primera nevada, un bando oficial declaró que los supermercados debían abastecer gratuitamente. Se nos pidió censar a nuestros grupos familiares y acudir tranquilos al almacén más cercano, que se otorgarían cuotas de alimentos no perecibles a cada grupo o individuo. No mucho, pero sí lo necesario para subsistir hasta que todo se regularice. Y aunque todos sabemos que los alimentos se están acabando, nadie dice nada. Es mejor así, se vive más tranquilo, nos funcionó para la pandemia.

Los niños parecen los únicos realmente felices. No entienden nada y les encanta estar de nuevo con los papás todo el día en casa. Supongo que el detalle de que coincidiera con las vacaciones de verano y que lo de la pandemia estuviera aún fresco, ha logrado que Martita (y todas las Martitas de la ciudad) no se den cuenta del verdadero estado de las cosas.

Y está la nieve de ninguna parte. Cada noche, exacto a las diez, empieza a caer. Los niños de la capital son felices jugando en sus patios, los papás nos cagamos de miedo. La radio sostiene que los copos vienen de la cordillera, afectada por los golpes ultrasónicos de la detonación del pulso. Explicaron que para nosotros fue inaudible, pero que, de algún modo (que soy incapaz de entender), produjo un tipo de variación telúrica en las nieves eternas de los Andes. Es verdad, soy un completo ignorante en esta clase de temas, pero por favor no me pidan que me crea esa hipótesis. Es verano, continuamos con treinta y cinco grados a la sombra, hasta los hielos eternos de la zona central están derretidos. Hace unos meses nos advertían que con el calentamiento global todo estaba seco, ahora quieren que aceptemos que había nieve en los cerros alrededor de la ciudad; misma que cada noche, con puntualidad de tren de alta velocidad europeo, se nos viene sobre Santiago.

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