Читать книгу Crímenes en el crepúsculo - Francisco Prieto Echaso - Страница 5
Primer cuaderno
ОглавлениеCecilia ha sido secuestrada. Un tipo se ha comunicado contigo. Has escuchado la voz de la muchacha. Te dicen que puedes contratar a un negociador o Cecilia morirá. Tú les has pedido quince días. Ellos han colgado. Tú tomas el teléfono y me hablas.
Me dices lo que acabo de escribir. Yo exijo una reunión de inmediato contigo y con Elsa. Me dices que Elsa pasa el día con uno de sus amigos, Álvaro, el delantero… No recuerdas de qué equipo, me dices, y añades que está enculadísima con el tipo. Yo te digo que tratándose de Cecilia responderá de inmediato. Finalmente me prometes que la localizarás por el celular, que me esperarán en dos horas en la casa, y yo que si no puede ser de inmediato, y tú que han de estar cogiendo, que seguramente ella tendrá el celular apagado. De cualquier modo, me das el número del celular de Elsa. Oigo la voz de una mujer que te acompaña. Cuelgo. Marco, sin embargo, de inmediato el número de Elsa que hace años me dio, cuando contrató nuestros servicios para el personal de primer nivel de sus empresas y de las tuyas. Para mi sorpresa, la mujer ha contestado. Le digo, directo, de qué se trata.
—¡Puta madre! ¡Ahora!
—Nos vemos en tu casa, en dos horas.
—Ya me jodiste el día. (Cuelga).
Creo que fue entonces cuando la ira me cubrió. Un rechazo a lo que había sido mi vida, un desprecio repentino, una conversión. Haber llevado una vida de servicio era algo que, me di cuenta de golpe, no podía sino envilecer al hombre como yo mismo estaba envilecido. El desprecio que, de pronto, experimenté por Elsa y por Enrique, su marido, no era sino el resultado de una vida trucada, la mía. El resultado de quien es educado, ignorante de su origen, en una escuela católica pero, luego, cuando sus padres salieron al exilio, le descubren lo que él ya sabía y nunca se atrevió siquiera a decirles: sus padres le descubren, pues, lo que ya sabía, que era judío, y lo mandan con un rabino al tiempo que ellos mismos reasumen la condición judía. Como le confió su padre: “hay que saber cuándo y dónde conviene ser judío y dónde y cuándo no”.
No negaré que soy una persona vanidosa, de ésas que en el momento menos pensado padecen la inclinación exhibicionista del pavo real. Pero no me encuentro, en realidad, culpable y la vida me ha enseñado que nadie es, en rigor, culpable.
Soy un judío que no lo es, que ni siquiera lo ha sido, como quien dice, un judío genético. Aunque vaya usted a saber cuántos no judíos penetraron a las mujeres de las que provengo: mongoles, moros, teutones, ¡sepa! Para colmo, nací en Cuba cuando mi padre, judío renegado que se había bautizado antes de que yo naciera, ocupaba una posición relevante en el ministerio de Hacienda dentro del gobierno del dictador Batista. A raíz de la llegada de los revolucionarios, papá decidió abandonar el país. Parece que tenía cola larga que le pisaran y que ése fue el motivo. Esto es algo que yo he supuesto ya que él había sido inspector de Hacienda antes de llegar a ocupar el cargo de oficial mayor. Ah, papá había llegado a Cuba de niño con sus padres, ambos judíos italianos que cuando la marcha de Mussolini sobre Roma se olieron lo que vendría y pusieron pies en polvorosa. ¿Qué cómo sé estas cosas? Me las contó Víctor, el zapatero remendón del barrio en que yo nací, el barrio de Cayo Hueso, en La Habana, judío polaco que conocía la historia —llegaron en el mismo barco— y, supongo, me quiso rescatar de la traición de mi padre, de la herejía y de la impiedad. Víctor, a quien quise mucho, creo que a nadie he querido de modo tan espontáneo y desinteresado como a él, me hizo prometer que nunca le diría a papá, a mamá lo que él me había contado. En realidad, de no ser por Víctor no hubiera conocido entonces mi origen ya que mi padre había sacado actas de nacimiento falsas en el pueblo de Güines, en la provincia de La Habana, donde aparecían mamá y él como nativos de ahí e hijos de un matrimonio nacido en Reggia Emilia de apellido Santangelo. Cuando Víctor me lo descubrió yo busqué las actas de nacimiento y le dije que era falso lo que me había contado, él me dijo que, en no pocos pueblos de Cuba, en los registros civiles, en el cuaderno de actas, dejaban espacios cada año, no muchos por cierto, con el propósito de extender certificados que se cobraban muy caros. Añadió que no me extrañara que mi padre, por lo que pudiere suceder, guardase sus actas originales. Con el tiempo supe que aquella práctica estaba bastante extendida en la América Latina.
Bueno, como acabo de contar encontrábame en el impasse de una conversión cuando me puse en camino a casa de los Hoyo del Rincón, que tal es el apellido de mi cliente Enrique, el marido de Elsa. Aprovecho para dar testimonio de que tuve relaciones sexuales con Elsa y que éstas se iniciaron durante el transcurso de una noche hace ya muchos años. Tengo por ella una debilidad acentuada como la tiene todo hombre a quien una mujer bella y que le gusta, le ha dicho repetidas veces en la intimidad que con él, ella es punto y aparte, que cuando cedía a una extraña obediencia de los sentidos y a la atracción fatal por un hombre, se imaginaba siempre que yo aparecía en el horizonte y ella gritaba llamándome para llenarse de energía, zafarse del tipo y correr a mis brazos.
Nunca entendí la solidez de su relación con Enrique Hoyo del Rincón y tampoco la cuestioné por una especie de pudor ya que los momentos que hubiesen sido los adecuados nos pillaban después de unas cogidas en que, agotado y gozoso, si algo no me apetecía, era precipitar lo que deseaba evitar a toda cosa, o sea, involucrarme en serio con aquella mujer. Esto pudo haber pasado porque en más de una ocasión Elsa me decía antes, en y después que ya nada le importaba, que se enterara todo el mundo, que estaba dispuesta a abandonar a su marido y a su hija, que había llegado a sentir vergüenza de sí por haberme dicho que la suya con su marido era una relación sólida y sería triste destruirla, pero que, ¡y dale con lo que ya era un estribillo!, cuando estaba conmigo ya nada, de veras, le importaba.
Aquellas cosas sucedieron hace veinte años en Monterrey, donde yo estaba en una misión de la CIA. Luego, Enrique puso las oficinas corporativas de sus negocios en la Ciudad de México y Elsa hizo lo mismo con los suyos. Yo estuve, entretanto, un tiempo destacado en Roma, Colombia otro entre Somalia y Etiopía, vuelta a Roma y, finalmente, a México donde me establecí, a los dos años, como rescatador profesional aunque sin romper de modo definitivo mis contactos con la Compañía. Volví a ver a Elsa una tarde en que me encontraba de compras en El Palacio de Hierro. Primero sentí un súbito rechazo: el maquillaje no podía ya disimular completamente las arrugas, sus pecas se habían multiplicado y cuando la besé en ambas mejillas advertí el olor de fumadora impenitente que salió de su boca. Sin embargo, bastaron unas pocas palabras, ese ponernos al día, que me casé, me separé y no teníamos hijos; ella que Cecilia era su orgullo, que si la veía no la podría reconocer, que la crisis económica del 95 fue el gran momento para que multiplicaran ella y Enrique sus respectivas fortunas, de cómo Enrique había estado activísimo en el impulso a Vicente Fox que terminó con éste en la Presidencia de México, de cómo ella y la entonces compañera de trabajo de Fox habían hecho excelentes migas y que ya no sabía si la Fundación de la luego primera dama fue idea de cuál de las dos, en fin, apenas bastaron las primeras palabras para que me diera tiempo de observar el cuerpo de aquella mujer al que el ejercicio, alguna dieta y el deseo siempre avivado mantenían tan apetecible que olvidé las arrugas, las pecas, el aburrimiento de nuestros últimos encuentros. Fuimos a comer, nos bebimos durante la ingesta en un restaurante francés una botella de Chateauneuf du Pape y terminamos en un hotelito barato “porque contigo, amor, tiene que seguir siendo así, ¿a poco no?”. Confieso que me puse un poco nervioso y es que yo, más joven que ella, siempre fui consciente de la competencia desleal con respecto a su marido, no porque éste fuera mayor sino, es obvio, porque los amantes crean un ritual y nada tan afrodisiaco como tener tiempo para dar vueltas a la hilacha de la imaginación con el calentamiento sucedáneo a la espera. Me quedaba claro que me la podía tirar una vez a satisfacción y que pretender resucitar las nieves de antaño podía ponerme en evidencia, quiero decir, en ridículo así que le advertí que tenía una reunión a las seis de la tarde con el embajador de los Estados Unidos. Las cosas marcharon bien, creo que tuvimos un orgasmo compartido pero esta vez no la oí susurrar “qué duro, qué duro, es como volver a empezar”. A lo mejor lo del orgasmo compartido fue mera ilusión porque no puso reparo alguno cuando me levanté de la cama por la reunión con el embajador y, sobre todo, porque cuando nos despedimos no me preguntó cuándo nos volveríamos a ver y, simplemente, dijo “fue rico, Aldo, a ver si algún día nos volvemos a encontrar por ahí”. Y ahora, quiero decir, entonces, cuando se acercaba la hora de volverla a ver para planear el rescate de su hija Cecilia, me cubrió, de nuevo, aquella conversión, el odio, y me vi estrangulándola en frío, sin deseo, sin buscar humillarla, en un extraño frenesí de desprecio que nunca antes había experimentado y que aún no alcanzaba a explicar.
Nos volveríamos a ver en una situación incómoda. Sí, para ellos y para mí. Sobra decir que yo estaba vacunado contra el dolor, uno no es ajeno a lo que hace; en cuanto a ellos, puedo asegurar que su hija y la carabina de Ambrosio les era exactamente lo mismo. ¿Quién asegura que hay una naturaleza humana, un necesario vínculo con los seres a los que nos atarían vínculos de sangre y de convivencia? Mi experiencia me ha enseñado que eso, como todo, depende de la circunstancia histórica y social que se viva.
El caso es que llegué, una doméstica abrió la puerta y me condujo hasta la biblioteca-bar-saladetelevisión de la casa de los Hoyo del Rincón. No tardó Enrique en aparecer. Cubierto en una bata de felpa, salía del baño, “al mal tiempo buena cara, Aldo, no hay que dejarse caer, ¿qué te sirvo?, ¿como antes un irlandés a lo macho?”. Sin esperar mi respuesta, fue a la barra, tomó la botella de Jameson y me sirvió una cantidad generosa. Él, en una copa coñaquera, escanció una cantidad, a mi juicio un tanto excedida, del XO de la casa Hennessy con que solía beber hasta caerse en tiempos ya lejanos. Brindamos y me preguntó, a bocajarro, cuál sería el sobreprecio en la actual circunstancia y yo que todo dependería, era necesario, añadí, que entrara en contacto con la banda. De una vez le pasé mi tarjeta pidiéndole que me transfiriera la próxima llamada a mi celular. Enrique me preguntó qué tanta esperanza podían abrigar cuando se abrió la puerta y entró, con grititos y sofoco, Elsa. Fue hacia Enrique y lo envolvió en un abrazo al tiempo que se vaciaba en ayes de dolor con una naturalidad que cualquiera que no la conociera hubiera dado por auténticos. “Ay, amor, ¿por qué a nosotros, por qué?, no es justo, Enrique, me cae que no lo es”, repitió no recuerdo cuántas veces. Luego se separó de él, inclinó la cabeza, supongo que diseñó el modo en que había de saludarme y, finalmente, con un sentido exacto de donde yo me encontraba, dio las espaldas al marido, vino hacia mí, fijó sus ojos en los míos, avanzó despacio y con parsimonia hasta donde yo estaba, puso las manos sobre mis hombros, recostó por un momento su cabeza en mi pecho y, tomando distancia, exclamó: “¡Yo sé que nos vas a ayudar!”.
Les pedí que se sentaran. Lo hicieron en un sofá para dos y yo, a continuación, en una silla. De inmediato, les dije que era esencial cuando los volviesen a llamar, no importaba quién contestase, que aparentaran calma —en realidad, estaban en calma, pero uno debe guardar las apariencias—, y, además, en contrapunto con la gentileza anterior, pregunté si, de veras, querían recuperar, viva, a Cecilia. Ellos protestaron, simularon que se escandalizaban —y en ese momento creo que, en efecto, se habían escandalizado—, así que los tranquilicé, les dije que era una pregunta de rigor, como preguntaría, el médico oncólogo a quien va a visitar una persona que teme el cáncer de colon si ha tenido sangrados. Como de inmediato dijeron que confiaban en mí para recuperar a Cecilia y los dos, como para que no abrigase dudas, comenzaron a ponderar las virtudes de la muchacha, informándome, entre otras cosas, de que ya había terminado su licenciatura en Counseling y había obtenido una beca para cursar un doctorado en San Diego. Me dijeron que estaba llena de ilusiones, que hasta había roto con su novio, a quien tanto quería, un muchacho buenísimo, chef titulado, su restaurante en Polanco de comida francovietnamita ¡una maravilla, de veras!... (Mientras ponderaban las virtudes de Cecilia caí en la cuenta de que, en efecto, dejé de verla cuando era apenas una niña que, a juzgar por la madre y por la madre de Enrique, a quien conocí en una cena de la embajada americana —una americana pennsylvannia dutch— debía ser, cosa que ellos ni siquiera insinuaron, una belleza, altamente apetecible, seguramente violada antes de que… En fin, qué cosas se me ocurrieron, se me vinieron a la mente una detrás de la otra mientras Elsa y Enrique ensartaban lugares comunes.
Pronto entramos en materia. ¿Cuánto les habían pedido y cuánto estaban dispuestos a dar? Es la pregunta clave, ya que si verdaderamente estaban dispuestos a salvar a su hija no había lugar sino para una respuesta, “todo”, y a partir de ahí llegar a un acuerdo que no les dejase con una mano delante y una detrás, tomando en cuenta que sus posesiones eran numerosas. Y es que Elsa Elizondo había heredado acciones en Vitro, tenía un par de prósperas franquicias en cosas de alimentos, aparte de una cadena hotelera, todas ellas administradas por la empresa X (ya no recuerdo cuál), y, si mi memoria no me traiciona, cuatro edificios de oficinas en zonas privilegiadas de Monterrey y de Guadalajara, en tanto que Enrique era dueño de un conjunto de empresas productoras que, a partir del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, había ido cerrando convirtiéndose en distribuidor de marcas norteamericanas, aparte del banco que había sido de su familia por varias generaciones y del que ahora poseía un número importante de acciones. Miré, alternativamente, al uno y a la otra. Elsa rompió el hielo:
—¿Cuánto crees que van a pedir?
—Depende de la información que tengan que, no dudo, sea mucha.
—Ni Enrique ni yo manejamos mucho efectivo.
—¿Seguro?
—Bien, habría que sacarlo de… Podría retirar mis fondos en IXE. Sí, no habrá problemas —dijo Enrique.
—Hay que negociar, Enrique —dice Elsa. Me miró: —Procura que no pase de cinco de millones.
—Si no hubiere de otra…
—¡Tú negocia! —Enrique.
Desde luego, me advirtieron que tenía que ofrecer mucho menos que cinco millones, negarme, en todo caso, a que fuesen veinte millones aunque me quedase en dieciocho. Les dije que procuraría que no pasaran de dieciocho con toda intención: qué cara, coño, qué expresiones las suyas. No exagero al decir que uno y otro quedaron horrorizados y me temo, por no afirmar que estaba seguro, que cuando estuvieran a solas se preguntaran el uno al otro si, de veras, estaban dispuestos a pagar esa cantidad. Bueno, no se lo plantearían así sino que establecerían no pocas hipótesis sobre un auxilio que rescatase a Cecilia sin que perdiesen más que un dinero para untar a los policías y a mí. Pienso, ay, Dios, dicen que el león cree que todos son de su condición, que se habrían dicho en perfecto acuerdo, “con que el riesgo de que la maten sea mínimo, al fin que aunque paguemos existiría ese riesgo”.
Bebimos los tragos. Elsa se sirvió una copa de Tío Pepe y en un momento en que Enrique fue a mear, me dijo:
—Cuando regrese Cecilia supongo que lo vamos a celebrar en nuestro hotelito de la avenida Central.
Le dije a Elsa que eso esperaba. La miré a los ojos, di un salto veinte años atrás, qué mirada fría la suya y supe que antes no era así. Si en aquellos años yo le hubiera puesto interés… ¿Habría podido evolucionar de otra manera? ¿Acaso yo también?
Enrique regresó para invitarme a una partida de ajedrez. Rehusé y me despedí.
Llegué a casa y me sobrecogió el silencio.
Desde que mi mujer me abandonó, la casa se fue volviendo, progresivamente, sin que me diera cabalmente cuenta, hostil. Linda y yo no habíamos tenido hijos. Fue decisión de ella y mía también porque acaté sin más. Entonces no me hubiera importado tener uno o dos hijos, ahora me alegro. Me alegra no tener obligaciones, pienso que traer hijos a este mundo que no tiene salida es un error. En realidad, Linda y yo no creamos más vínculos que la pasión carnal, irrefrenable, impetuosa que nos unió. Durante muchos años ni siquiera nos percatamos de que fuera de ello, de que nos caíamos bien —¿irán ambas situaciones de la mano?—, y éramos una buena pareja de baile y de frontón, ateos los dos, teníamos que propiciar otros nexos aparte de participarnos algo de cuanto sucedía dentro de nosotros, sobre todo nuestros miedos. Pero enfrascados cada uno en el trabajo, no nos dimos tiempo. Mientras fuimos muy jóvenes un fin de semana, acaso diez días en el trópico eran suficientes para reavivar la pasión y entre la cama, la nadada, los raquetazos y los restaurantes volvíamos a sentirnos los amantes de Verona. Luego, un día, así suele suceder, yo me ligué a X, luego a Y, luego a Z y el nuevo hábito me fue quitando el apetito de Linda que, ya no recuerdo cuándo, conoció a un político de tendencias izquierdistas, representante por el Estado de Texas e inició un affaire.
Paso poco tiempo en casa y, cuando estoy, leo algo, reportajes, novelas policiacas, veo películas de Lubitsh, de Milestone, de Mamoulian, de Mankiewickz…, en fin, ese cine americano tan bien armado, dramatizado, sin que nada sobre ni falte, o dejando lo que falte a la imaginación del espectador. También oigo jazz, el jazz pianístico de Brubeck, de Peterson, de Jarrett, con frecuencia me sumerjo en el violín de Grappelli… Estoy en casa. Espero el timbrazo del teléfono o el tema del tercer hombre de mi celular, necesito que me espanten el tedio, me pongan en movimiento, revivan a este cadáver todavía ambulante. Uno se cansa también de vivir, aun cuando se goce de buena salud, se tenga un empleo excitante y una cuenta nada despreciable en el banco.
En espera del telefonazo fui al bar, me serví una cantidad generosa de Jameson, puse un concierto en vivo de Oscar Peterson. Luego me dejé caer, vaso en mano, sobre mi reposet. Me di cuenta de que la flojera se había apoderado de mí, que era intolerable, que la única salida… era refugiarme en el odio que experimentaba por Elsa y por Enrique.
Un odio gratuito. ¿Era yo el único poseído de este imperativo? Paladeaba en sorbos pequeños el whiskey y pasaba revista a las criaturas más objetivamente execrables que acudían a mi mente. Una galería de asesinos sanguinarios desfilaba y se cruzaban sus vidas y yo me percataba de que lo que repudiaba en ellos era el gesto soez, su objetiva fealdad, su falta de clase… Qué diferencia con el crimen de Lafcadio Wluiki, pero éste no experimentó el odio que germinaba dentro de mí, que venía echando raíces quién sabe desde cuánto tiempo atrás sin que yo me diera cuenta plenamente. Y ahora el odio tenía otro objetivo: esas personas que, como yo, habían pasado tan graciosamente por la vida, impermeables al dolor y, hasta eso, con una capacidad de asumirse como gente feliz. Despreciaba y a un mismo tiempo envidiaba a los arraigados, los que pueden presumir de un país, de una religión, que no tienen que dar cuentas a nadie, vamos, que no tienen que crear artificios para vivir, planes de existencia, ser creadores de una especie de destino. Y pensé que por qué yo era presa de este sentimiento irracional que no iba, siquiera, acompañado del desánimo, que no anunciaba la depresión. Soy ese sobreviviente que disfruta de un buen whiskey, de acompañar y degustar el asado con un tinto, de coronar la comida con café espresso y una copa de coñac; de regocijarse, incluso, con sus mentiras. Me hice muchas preguntas pero ninguna encontraba respuesta. El hecho simple es que me animaba una rebeldía sin asideras y no alcanzaba a descifrar contra qué o contra quién. Quizás me complicaba inútilmente y todo se debía a la fatiga, de estar estacionado en tiempo presente, vaciado de un pasado que pudiera conducir a alguna parte.
Así me encontraba cuando sonó el teléfono. Lo primero que me dijo el de la voz era que le encantaba que la negociación fuera conmigo. Le respondí que sería difícil, espinosa, que Elsa y Enrique eran unos hijos de puta, “lo digo en serio, no dudaría que se estén resignando ya a perder a su hija, quiero decir, si piden demasiado”, y el de la voz qué cosa era pedir demasiado, yo “pedir demasiado”. Entonces, el de la voz me dio una detalladísima relación de los haberes de la pareja a los que añadió la fortuna que estaba en proceso, algo de lo que ni ella ni él me habían hablado, que ignoraba que venían haciendo desde mucho tiempo atrás y de que, a pesar de los riesgos, siempre habían salido bien librados. Supe, entonces, que Elsa y Enrique habían usado a pobres diablos para trabar diversas pirámides de inversores, que cuando los promotores caían, cuando iban con él para exigir fondos que exigían los clientes, eran asesinados. El asesino, me confía el de la voz, trabaja para su banda. Ahora, directamente, añadió, los “cabrones” han venido tejiendo una cadena de inversores de altos vuelos donde están implicados hombres de negocios, políticos, la orden religiosa de los legionarios de Cristo —o, al menos, dos de las figuras más próximas al fundador, no podía precisar si la orden estaba implicada o era a título personal—, personas ligadas al antiguo partido oficial mexicano y funcionarios actuales del gobierno de Guanajuato. El de la voz me dice que cuanto puedo imaginar que ellos pidan sería poco, así que me daban siete días como máximo para hablar con Elsa y con Enrique y pactar una cantidad adecuada. Dijo que estaríamos en contacto y puso punto final a la conversación.
Sentí, en un principio, una desasosegada sensación de desgano. Luego me pregunté cuánto podrían pagar Elsa y Enrique por la vida de Cecilia, cuánto dinero en efectivo tendrían en sus cuentas de banco, tanto corrientes como de inversión. De cuánto podrían disponer en el plazo ordenado. Al recordar que estaban metidos en un negocio como gestores de inversión, pensé si, acaso, no tendrían conexiones con algún grupo de narcotraficantes. Deseché la idea porque, sencillamente… Luego rectifiqué, me dije que era no sólo posible, sino probable que los dos blanquearan dinero. A través de sus relaciones era de creerse que les hubiera llegado una propuesta y dado su talante no veía por qué no la habrían aceptado. Cuando uno no tiene el instinto de poder, de hacer dinero, a uno le es difícil percatarse de que haya gente así. En mi caso ha ganado el instinto de aventura y del placer de modo que el dinero ha quedado supeditado siempre a tener lo suficiente para darme mis gustos, en realidad modestos. Mi ideal económico se ha centrado, hace ya demasiados años, en contar con un buen sueldo, ahorrar con inteligencia en función de un imprevisto y del día de mañana y hacerlo en inversiones que representasen un riesgo mínimo. Sólo de pensar el transcurso de una vida al tanto de las subidas y bajadas de valores en las bolsas me ha producido una flojera irreprimible. Por otro lado, nunca me preocupé por una vida larga y he tenido, durante mi existencia, un temor que aparece cuando menos lo espero a una enfermedad penosa que me orille a la inacción, a esperar pasivamente la muerte. He firmado peticiones de que no se prolongue mi vida y hasta formo parte de un club de eutanasia para estar listo en caso de que llegase el momento de proceder. Soy un hombre de mi tiempo y veo a Elsa y a Enrique como figuras grotescas ya que no hallo sentido a tener que vivir encadenado a esa doble lujuria: la del poder del dinero, la de coger y ser cogido. (Enrique, que estudió Derecho y fue profesor por hobby en el TEC, en Monterrey, forma parte de un grupo de profesores de jurisprudencia, casi todos de la UNAM que, de vez en cuando, conocen encuentros de placer con efebos. Lo supe por una indiscreción de un funcionario de la Secretaría de Gobernación).
Decidí, finalmente, pasar el día en paz. Hablaría con ellos a la mañana siguiente. Para no andar con cavilaciones desgastantes, les diría que tenían que ofrecer ciento cincuenta millones de pesos. Yo les ofrecería a los secuestradores esa suma y procuraría persuadirlos de que, en el fondo, cosa que pensaba, dejarían morir a su hija si la propuesta de esa cantidad fuera rechazada. Ciento cincuenta millones, empero, era una cantidad que debían tener como posible, pensé, y buscaría cerciorarme de cuánto, en realidad, les importaba Cecilia. Pensé que podía, con seguridad, obtener la devolución de Cecilia por menos, acaso por veinticinco o, en todo caso, cincuenta millones de pesos, pero las ganas de chingarme a Elsa y a Enrique ganó la partida. Es un mundo de costo-beneficio donde el mercado es rey, hay, en consecuencia, que estar a la altura.