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Оглавление1. LOS TRES POLOS DEL MAL
En realidad, hay tres dimensiones y no solo dos polos que se entrelazan. Ante todo, está el mal en sí mismo; en segundo lugar, el conocimiento que se adquiere de él; y, finalmente, la respuesta afectiva que se le da.
En sí, el mal está en las cosas, nos guste o no, lo sepamos o lo ignoremos, tanto si lo padecemos como si no sentimos de él el más mínimo rasguño: he aquí el polo objetivo. Luego, puede suceder que nos informen o que tomemos conciencia de él: este segundo aspecto, que actúa como bisagra de los otros dos, es de gran importancia, pero aquí será solo bosquejado rápidamente, evocado en aras de completitud. Finalmente, el mal duele y por su causa sentimos tristeza, dolor o desgarro: he aquí el polo subjetivo. Es por aquí, por donde generalmente surge la pregunta acerca del mal: casi siempre con motivo de un sufrimiento experimentado. No es habitual que la pregunta acerca de él se inicie como fruto de un camino de reflexión filosófica. Entramos en el mal por el otro extremo, si puede decirse así, y es ahí por donde todo comienza: por la desgracia devastadora. Es porque uno sufre que se pregunta acerca del mal: tal es el camino ordinario de la experiencia humana. Debido a que alguien tiene dolor, irá a ver a un médico, de quien sin duda espera que le alivie, pero también y primeramente que haga un diagnóstico (he aquí el conocimiento), identifique exactamente la enfermedad (he aquí el polo objetivo), con el fin de sanar y aliviar (he aquí el polo subjetivo).
¿Dónde está la causa? ¿Dónde el efecto? La causa es la enfermedad, cuyo efecto percibido es el dolor. Por el contrario, la causa que me empuja a solicitar una cita con el médico es el dolor padecido. El orden de las causas acaba de invertirse ante nuestros ojos, según consideremos la realidad (la enfermedad causa el dolor) o la reacción subjetiva (el dolor experimentado causa la toma de conciencia de la enfermedad). El orden de las cosas es inverso al orden del conocimiento que alcanzamos de ellas. Esto es habitual en todos los campos del conocimiento humano (excepto en el de la lógica): lo primero es la causa, pero ésta es captada en último lugar; lo primero que se conoce es el efecto. La causa que realmente hace que una manzana caiga del árbol es la atracción de la masa de la Tierra, pero lo que conozco en primer lugar es la caída de la fruta: el efecto es conocido antes que la causa, como lo muestra la historia de la mecánica. La señal de ello es que durante siglos las personas han visto caer cosas, pero no fueron capaces de comprender la causa. La atracción de las masas no esperó a Newton para ejercer su causalidad, la cual estaba solamente oculta a la sagacidad de los seres humanos, quienes explicaban el fenómeno observado con la doctrina de los cuatro elementos, suponiendo que las cosas en las que dominaba el elemento «tierra» tendían a ir hacia abajo como a su lugar natural. ¡Sencillamente, se equivocaban! Newton no cambió su causa, sino que proporcionó una explicación más exacta.
De distintas formas nosotros observamos el efecto antes de conocer su causa, que, sin embargo, goza objetivamente de la primacía: observamos las nubes y la lluvia sin conocer los fenómenos meteorológicos que las producen. Los ejemplos son innumerables en todas las ciencias experimentales, ciencias exactas o ciencias humanas. Lo mismo ocurre con la filosofía: los fenómenos aparentes de las cosas nos son conocidos antes que su realidad más íntima. Finalmente, así es la vida: lo que percibo de la apariencia de alguien me es accesible antes que su vida íntima. La sustancia de las cosas nos es conocida a través de sus manifestaciones, que se dan primero a la experiencia sensorial.
La causa de los sucesos nos es, pues, conocida después que sus efectos. Lo mismo sucede con el mal. El hecho negativo que produce tristeza nos es revelado por la tristeza experimentada. Es el dolor el que alerta de una enfermedad, aunque la enfermedad haya causado el dolor. Sería una irresponsabilidad conformarse con aliviar un dolor sin tratar de delimitar el mal para eliminarlo. Curar un síntoma rara vez es suficiente. Pero al mismo tiempo conviene subrayar que es el dolor el que ordinariamente advierte, y que es por este efecto que el mal objetivo se nos manifiesta: la desgracia revela el mal.
No obstante, por oficio, los filósofos tienden a insistir en la causa, hasta llegar, a veces, a descuidar sus efectos. Durante siglos, han «teorizado» sobre el mal, dejando la preocupación por el sufrimiento concreto a los médicos, cuidadores, psicólogos o religiosos. Y porque centraron su atención en el mal, mientras pasaban de puntillas sobre el dolor, prepararon el actual giro de 180 grados: las reacciones «pathocéntricas» más perturbadoras se estaban preparando para llenar este vacío. ¿Acaso Platón y Aristóteles, aparentemente poco inclinados a los sentimientos, no fueron inmediatamente seguidos por la reacción epicúrea, centrada en el placer y el dolor? ¿Acaso la hipertecnologización médica y científica no induce hoy a una reacción utilitarista, obsesionada con maximizar el bienestar (etiquetado con el término de «felicidad») para el máximo número de seres sensibles, y a mitigar el sufrimiento, incluso de los animales?
¿Y si se evitaran estos movimientos pendulares? ¿Y si, en lugar de balancearse de un polo (objetivo) a otro (subjetivo), nos esforzáramos en mantener uno y otro en su justo lugar? Es para alcanzar este proyecto de delicado equilibrio que se esforzará nuestro análisis. Pero como este es de orden filosófico, destacará el primero de los tres aspectos. Puesto que la mayoría de nuestros contemporáneos están obnubilados solo por sufrimiento, el análisis insistirá en la objetividad del mal.
Hay, pues, que distinguir tres niveles: el mal, el conocimiento del mal y la resonancia del mal.
El polo objetivo: el mal como privación
El mal es real y está en las cosas antes de que tomemos conciencia de él. Existe una realidad del mal, independientemente del hecho de que podamos sufrirlo y anterior a todo conocimiento.
«El mal está en las cosas, pero no es una cosa.» Este es el leitmotiv. Con razón, los filósofos dicen que es una privación. Ello no impide que comporte una objetividad independiente de nuestra evaluación, y que su gravedad no sea necesariamente proporcional a la devastación de nuestra desgracia. Ahora mismo puede ocurrir en el otro extremo del mundo un cataclismo, una inundación, un tsunami o un terremoto que destruya casas y equipamientos: todos estos son males objetivos, independientes de la información que aún no nos ha llegado, independientes también de la emoción subsiguiente. Se tratará de males tanto más graves cuanto que los bienes destruidos sean de mayor categoría: personas humanas, infraestructuras, animales, campos o bosques. Sostenemos, por lo tanto, que existe el mal, gritamos que existe el mal, a veces terrible, en las cosas mismas, y que no es suficiente con mirar hacia otro lado, cerrar los ojos o ignorarlo para que desaparezca. Tal es la irreductible existencialidad del mal en las cosas.
Imaginemos que alguien tiene cáncer y está enfermo sin saberlo: por el momento, no han aparecido ningún síntoma, ni hay ningún diagnóstico. Pero la enfermedad está ahí, aunque esté en un estado inicial, aunque sea en la ignorancia más total, aunque esté sin doler.
Enfermedad, muerte, fracaso, desequilibrios ecológicos o cataclismos: he aquí la comitiva de males que devastan el mundo. Este polo objetivo es obviamente el primero, es el más radical y condiciona a los otros dos. Volveré sobre ello en detalle.
El conocimiento del mal
El segundo aspecto atañe al conocimiento que tomamos de este mal objetivo. Cuando un noticiero informa de un cataclismo devastador en Nepal, los periodistas transmiten una información a través de canales rápidos y variados. La información, por supuesto, no produce la calamidad: en cuanto información veraz y correcta, no es mala. Sería «mala» información solo si, a su vez, estuviera echada a perder por el mal, si estuviera mal hecha, es decir, faltara a la verdad o a la calidad requerida. En resumen, si estuviera privada de lo que debería ser. Supongamos, por el contrario, que es de calidad: es entonces una buena información, aunque traiga malas noticias.
Del mismo modo, un paciente espera del médico que haga un buen diagnóstico, aunque sea preocupante por su contenido objetivo. El mal diagnóstico añadiría mal a una enfermedad ya suficientemente grave; añadiría mal al mal e introduciría otro mal. La enfermedad no empeora debido al mal diagnóstico; este afecta al conocimiento, el cual, probablemente, conducirá a estrategias susceptibles de empeorar la salud en lugar de sanarla.
La paradoja se expresa de la siguiente manera: el conocimiento debe ser bueno, aunque su objeto sea malo. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede establecer un buen diagnóstico de una enfermedad? ¿Cómo realizar un buen reportaje sobre un drama humanitario? Finalmente, ¿se puede hablar bien del mal? Ciertamente, y más vale, incluido en lo que respecta a las doctrinas. Es por eso que es temible, imposible en cierto sentido, hablar del mal, ya que precisamente uno desearía hablar bien de él. Es por eso también que es difícil encontrar las palabras correctas frente a alguien devastado por un mal. De ahí la sensación de impotencia, apenas acompañada de miedo y estremecimiento, para cualquiera que se ponga a enseñar sobre el mal.
Hablar mal del mal es añadir oscuridad, al modo como un mal diagnóstico empeora una enfermedad que de por sí no lo necesita, al modo como un mal juicio de un tribunal no solo no restaura la vida a la víctima asesinada, sino que añade un nuevo daño a sus seres queridos y a la sociedad en razón de la injusticia cometida.
Si se quiere dictar una sentencia justa, realizar un buen diagnóstico o producir un buen reportaje sobre males, debe ser, pues, posible hablar bien del mal. Es por ello que los filósofos insisten, en esto más que en otros temas, en la precisión absoluta, no solo en el tono sino especialmente en el contenido doctrinal. Una mala filosofía incrementa aquello que desearía evitar: no solo introduce el error, sino que, al impedir el planteamiento de las preguntas correctas, evita respuestas fructíferas. Es, pues, una de las tareas de la filosofía hoy poner un poco de claridad, un poco de verdad, si es posible, en un mundo ya suficientemente lúgubre como para que los amantes de la sabiduría añadan confusión u oscuridad.
¿Cómo es posible por lo tanto hablar bien del mal? Si el mal es privación, una «nada» en el seno del ser, el conocimiento verdadero es, en cambio, algo: un diagnóstico verdadero es un diagnóstico que está en correspondencia con la realidad; una doctrina verdadera es de la verdad, incluso si su correlato, aquello de lo que habla, no tiene consistencia. La dificultad radica en esto: es necesario como cosificar el mal para hablar sobre él y otorgarle una consistencia que, precisamente, no tiene; por lo tanto, traicionarlo.
Para la inteligencia humana, en efecto, en su función cognitiva, la verdad no es otra cosa que la correspondencia adecuada entre el juicio realizado y la cosa. Si alguien dice que «esta puerta está cerrada», la proposición expresada por estas palabras es verdadera si, y solo si, la puerta está realmente cerrada. La verdad radica en esta adecuación. Un diagnóstico que describe un «carcinoma metastásico en estadio IV» es verdadero si, y solo si, es así; será un buen diagnóstico en la medida en que es verdadero, lo más completo posible y lo más cercano a la enfermedad objetiva. De ahí el problema: el mal, precisamente, no es una cosa sino una privación de salud. ¿Cómo puede entonces un diagnóstico corresponder a una «no-cosa», a una «no-salud», a un «des-orden»? La respuesta radica ciertamente en el hecho de que el diagnóstico correcto corresponde a la verdadera existencia de esta no-salud. En este sentido, es un buen diagnóstico, que responde a lo que se espera de él.
La trampa radica en la siguiente ilusión, casi insuperable. Para expresar esta falta existente, esta enfermedad real, utilizamos palabras («carcinoma», «metástasis», «estadio IV») que significan conceptos, que corresponden a realidades que están ahí y que son cosas (un desarrollo observable de células). Pero estas células, en sí mismas, no son mal: son realidades que producen un mal debido al desorden que introducen en el organismo. Ahora bien, este desorden no es del ser y no siendo algo, siendo no-ente, escapa inmediatamente a nuestro entendimiento, a nuestros conceptos y a nuestras palabras. La inteligencia, de hecho, capta las cosas solo en la medida en que son entes: primo cadit in intellectu ens («lo primero que cae bajo la concepción del entendimiento es el ente») decía con precisión una fórmula mil veces repetida en la historia. De ahí la propensión a cosificar aquello de lo que hablamos y aquello sobre lo que pensamos. Esta es la raíz de la ilusión. Dado que un médico habla bien de este mal al realizar este diagnóstico, espontáneamente imaginamos que las células de las que habla son mal, que la metástasis o el estadio de desarrollo del carcinoma también lo son. En cuanto identificamos conceptualmente un mal, nos sentimos como obligados a atribuirle una esencia, siendo que no la tiene, a cosificarlo cuando no es una cosa, a presentarlo como ente cuando es una privación.
Lo mismo ocurre con la información periodística. Bien realizado, el reportaje es una cosa, como también una buena emisión. Imaginamos entonces que las imágenes de un atentado son el mal esparcido ante nuestros ojos. Sin embargo, la ilusión nos ha vuelto a atrapar: la muestra de ello está en que si, no teniendo otra salida, la brigada antiterrorista mata a un malhechor, lo vemos bien. Y la multitud exclama: «¡Afortunadamente! Han hecho bien.» Y, sin embargo, se trata también de una muerte, es decir, de una privación de vida, de un mal, incluso si es un mal menor justificado moralmente por la legítima defensa. En ambos casos, en el de la víctima y en el del terrorista, las imágenes o la información transmitida son las mismas. Una vez más, la ilusión lleva a confundir el mal con el conocimiento del mal.
Lo mismo ocurre con este libro sobre el mal. Lo que tiene el lector en sus manos no puede ser un mal: es un producto puesto en el mercado, que se compra, se ve, se toca e incluso se lee. Ha de tener palabras alineadas y conceptos elaborados para que tenga sentido. Necesariamente, ellos atribuyen esencia a aquello de lo que tratan: hablar del mal es cosificarlo para que pueda convertirse en el objeto de un discurso coherente y ordenado. Hablar del mal es ordenar el desorden, estructurar la no-estructura, cosificar aquello que no lo es, hacer ser lo que no tiene ser. He aquí, por cierto, una señal reveladora: cuanto más «fácil» sea el discurso sobre el mal, es decir, libre de una gravedad demasiado pesada, más se hablará de él y más se hallará por ello velado, escondido, transformado, quizá mistificado. Todo discurso sobre el mal traiciona sus rasgos dominantes, ya que estos rasgos no existen. Por ello, El espíritu deberá estar atento y rectificar a cada paso, a cada página, a cada línea, la inevitable ilusión. Deberá obligarse a entender en qué el mal no es en el mismo momento en que uno dice lo que es, no mirar con la menor complacencia estas imágenes de desolación, no encontrar placer al verlas, no estar viéndolas continuamente, no decirse cosas tales como «afortunadamente que no estábamos allí» mientras se bebe a sorbos un zumo de naranja frente a la pantalla del televisor. Uno empieza entonces a escapar de la ilusión.
El resto de este libro apenas volverá sobre este segundo campo del mal, a saber, «el conocimiento del mal», ya que son los otros dos polos los que retendrán la atención de nuestro análisis. Ello no impide que el conocimiento del mal, bajo cualquiera de sus formas, sea necesario para que uno pueda experimentarlo, hacer de él experiencia, y por ello sufrir por él y llegar a ser desgraciado. Y por ello se adivina hasta qué punto una correcta apreciación del mal es decisiva, puesto que condiciona la reacción afectiva que le sigue. Si el diagnóstico es incorrecto y el médico o el laboratorio no han detectado ninguna enfermedad, el paciente estará tranquilo y feliz, pero a costa de una mentira. Por el contrario, un reportaje escandalosamente emocional desencadenará una ola de solidaridad en el mundo, pero a costa de una inadecuación de los medios de socorro a llevar al lugar, o del desprecio de otras situaciones tan urgentes pero menos cubiertas por los medios de comunicación: recuerdo que un terremoto en San Francisco, habiendo ocasionado únicamente daños materiales, despertó más emoción y movilizó más energía que el que acababa de abatirse sobre Mongolia dejando tras de sí un cortejo de víctimas mortales. Los terribles atentados en nuestras grandes metrópolis suscitan más indignación y movilizan más a la opinión pública que los cientos de cristianos coptos asesinados en Egipto. La percepción del mal se encuentra, por lo tanto, en la bisagra entre el polo objetivo y el polo subjetivo. Pero conocer el mal no es aún sufrirlo.
El médico que hace un buen diagnóstico no llora por él; al contrario, puede estar orgulloso de su trabajo. Si sufre por él, no es en razón del diagnóstico sino por empatía con el paciente. Algunos incluso dirán que, para resistir en este oficio-vocación, el profesional de la salud debe «protegerse», lo cual sería una garantía de lucidez, de eficacia y, por lo tanto, de amor hacia las personas.
Seguir un reportaje sobre un drama todavía no es sufrir por el suceso. Y existen las actitudes compasivas de superficie, que proceden más bien de la autosatisfacción que se excusa de no hacer nada. Más aún, en lugar de sufrir por él, sucede que uno se satisface con él, si no de la desgracia de los demás, al menos por el espectáculo ofrecido como si fuera un show.
Las imágenes del atentado contra las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, se repitieron continuamente y se vuelven a emitir cada aniversario. Puede haber una forma no confesada de «deleite» en este «espectáculo», no en razón del sufrimiento de los demás, sino porque las imágenes no hacen daño: fueron buenas tomas. Y se podía ver el avión estrellarse contra la segunda torre gemela, personas desesperadas arrojándose por ventanas de un piso más allá del cien. Los telespectadores del mundo entero permanecieron pegados a su pantalla. Probablemente no padecieron por ello el menor sufrimiento. Más bien una extraña satisfacción, al menos la de no tener a ningún familiar involucrado en el atentado. No es el mal lo que fascinaba, sino el «buen espectáculo». Lo mismo ocurre con los chismes del vecindario que difunden malas noticias: «¿Sabes de lo que me he enterado? Pues que el vecino del cuarto, ...» o «el inquilino de la planta baja ...». Una vez más, la noticia no es un mal, sino información supuestamente cierta, que se difunde. No hace daño. Al contrario.
Sería igualmente triste que alguien sufriera al leer este libro sobre el mal. Uno tiene el derecho de esperar lo contrario: que encuentre en él al menos una satisfacción intelectual, algunas sugerencias, opciones para debatir, y que todo ello sea bueno. Idealmente, debería ser un buen libro sobre el mal. Si fuera a causar daño, a estar mal escrito, mal concebido, más valdría dejarlo estar cuanto antes y evitar añadir mal al mal en el mundo. Leer un libro sobre el mal no es experimentar todavía el mal. Para este fin, necesitamos un tercer factor, el más sensible, el de la afectividad, ya que solo ahí aparece la experiencia del mal.
El polo subjetivo: la desgracia
El mal real hace daño. Suele suscitar una respuesta afectiva: dolor, sufrimiento, tristeza, incluso desesperación. Es en este registro afectivo que lo experimentamos. Cierto, lo que es primero es el mal: la muerte, el fracaso o la enfermedad; pero este no toma su dimensión completa, ni apreciamos debidamente su alcance, más que en el momento en que resuena en el seno de nuestra subjetividad. Tal es, estrictamente hablando, la experiencia del mal. Y es por esta entrada que la mayoría de nosotros estamos embarcados en este asunto: es en el momento en el que sufrimos que se nos plantea la cuestión del «por qué»: ¿por qué este duelo?, ¿por qué este fracaso en la relación de pareja?, ¿por qué a mí?
Tal resonancia subjetiva nos informa menos sobre la objetividad del mal que sobre el valor que para nosotros tiene un suceso: llorar la desaparición de un amigo no nos hace tanto conocer la muerte cuanto la importancia que tiene el afecto que le tenemos a la persona querida. Podemos estar atormentados por la inquietud cuando no pasa nada peligroso, mientras miles de personas mueren en el mundo sin que nosotros lo sepamos y, más aún, sin que ello nos afecte.
Este polo subjetivo de experiencia tiene un nombre: es la desgracia. No se identifica ni con el mal ni con el mero conocimiento del mal: leer este libro, saber lo que han dicho algunos filósofos no hace a uno infeliz. Un buen diagnóstico no es una desgracia; llega a serlo en cuanto me concierne y afecta, o toca a alguien cercano. Cuánta gente lo ha vivido de esta forma: cuando, a continuación de unos exámenes médicos, el médico anunció a mi amigo que estaba afectado por un cáncer de ganglios linfáticos, por más que fuera un diagnóstico bien hecho, éste sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Cuando salió del consultorio y se encontró en la calle, tuvo la sensación opresiva de que el aire se había enrarecido, la respiración se le acortó, los transeúntes no eran más que fantasmas, el saludo a distancia de un conocido sonó como un sueño. Se sintió angustiado. Esto es la desgracia. Imaginemos que, por casualidad, el diagnóstico fuese erróneo y que el laboratorio se hubiese equivocado (esto es lo que, de hecho, todos comenzamos a esperar durante la importante fase de negación1 ), no por ello mi amigo habría dejado de vivir la misma experiencia. Percibimos, por lo tanto, la relativa independencia entre los dos polos, el objetivo y el subjetivo.
De ahí la importancia capital, no solo de la precisión del diagnóstico, sino de la manera en que un médico lo anuncia al paciente. La mayoría de las veces, especialmente cuando hay una larga experiencia, se hace como debe hacerse. Pero siempre hay algunos que, brutos y descorteses, «arrojan» el diagnóstico a la cara de la gente: son malos médicos, sea cual sea su competencia técnica. A la inversa, los hay que tienen miedo de anunciarlo y descargan la responsabilidad en el personal sanitario, o se esconden detrás de cartas o, peor aún, de correos electrónicos. (Este defecto se encuentra menos en la medicina que en algunos empresarios, pomposamente proclamados CEO, que comunican despidos por vía escrita a dos firmas). También en este caso se trata de malos médicos (o de malos empresarios), porque les falta coraje.
Solo la experiencia acompañada de un sentido de humanidad hace comprender que, si nunca se puede mentir acerca de un diagnóstico, se trata del deber moral de decir la verdad, pero no decirla más que cuando es necesario, como es necesario, a quien es necesario, y de la manera más conveniente. Quizás convenga esperar primero a que el paciente se recupere del shock de la operación, quizás sea mejor implicar a los familiares, asegurarse de que todos lo escuchen, repetirlo varias veces. La empatía y la delicadeza, el respeto de las reglas formales, la inventiva, pero también y especialmente el tomarse el tiempo necesario, son indispensables. Conozco a un médico que cuando transmite al paciente el resultado de un análisis, aunque sea bueno, cambia su tono, adopta una especie de postura solemne y comienza a hablar invariablemente con una fórmula del tipo: «Bueno, Sr. García, ¡el resultado del electrocardiograma es perfecto!» Se protege a sí mismo con esta presentación y, de paso, protege la afectividad del paciente: él ha pasado suavemente del tiempo de la conversación al anuncio del diagnóstico.
Aquí nos encontramos en la categoría de la experiencia del mal, de la reacción subjetiva, de la desgracia o del sufrimiento. Filósofos, pastores, sacerdotes y psicólogos han insistido desde hace mucho tiempo en que estas reacciones son legítimas y normales. Mientras no se vuelva algo patológico, un duelo causa profunda tristeza.
Es por eso que, por el contrario, un estudiante de medicina puede conocer muy bien las enfermedades sin haberlas padecido. ¡Sería un error sostener que solo aquellos que experimentan situaciones dolorosas están legitimados para hablar de ellas! Sería absolutamente ridículo exigir que un médico haya sufrido previamente las enfermedades que trata en sus pacientes. (Es interesante notar que un médico puede ser un mal consejero cuando sufre una patología, que no dejando de diagnosticarlo en otros, se le hará difícil detectar en sí mismo). Yo puedo tener una opinión sobre la liberalización de las drogas sin haber sido drogodependiente. Puedo hablar sobre la guerra sin haber sufrido sus tormentos. O como alguien dijo con una gravedad ciertamente ligera: «¡Reclamo el derecho a hablar sobre el suicidio antes de experimentarlo!» De ahí la confusión que casi roza la censura, cuando alguien trata de desacreditar las palabras de su interlocutor con el argumento de que «no está en el ajo», de que «no sabe de qué está hablando porque no está metido en ello», en resumen, que no sufre por el objeto del debate.
La experiencia vivida no necesariamente proporciona un mejor conocimiento de las cosas. Ciertamente da más densidad, genera un espesor existencial, pero no asegura la verdad del tema, es decir, la adecuación a lo que es. Sinceridad, ciertamente. Verdad, ¡no es tan seguro! Es más, a veces sucede que pedimos consejo a personas que no están involucradas en la situación de crisis suponiendo que están en mejores condiciones para juzgar con más certeza. Un historiador que, a años de distancia, hurga en masas de archivos puede entender una guerra pasada mejor que el soldado que la vivió en el frente. No necesariamente. Pero esto muestra suficientemente que la experiencia del mal no se confunde con el mal mismo, ni con el conocimiento que de él se adquiere. En cualquier caso, entendemos que es útil hablar sobre ciertos sucesos posibles (por ejemplo, sobre el final de la vida) antes de vernos confrontados con ellos, hablar a nuestro entorno de «voluntades anticipadas o testamento vital» e, incluso, redactarlas.
Ahora bien, esta experiencia del mal constituye ella misma un mal: la tristeza es una emoción que hace daño. Y he aquí una nueva paradoja: una buena resonancia subjetiva produce mal. El dolor es un ejemplo elocuente. A menudo se lo ha comparado con un sistema de alarma. Como cualquier sistema de alarma, es bueno y beneficioso: avisa a la conciencia de la presencia de un mal real. Hasta que Juan no experimentó un dolor en el estómago no fue a la consulta del médico. De modo semejante, la tristeza revela un vacío objetivo en la propia vida. La pena compartida, signo de compasión, es testigo de empatía hacia un amigo. El remordimiento señala un desorden en mi acción, y la desesperación es el indicio de que el hombre está destinado a una felicidad infinita. Ciertamente, todas estas señales pueden enturbiarse, desbordarse, ocultar la realidad en lugar de señalarla; pueden exagerarla, minimizar su importancia, pero ningún mal funcionamiento se opone a la señal de alarma: no reclama su eliminación, sino que requiere una «reparación», un reequilibrado, un mejor ajuste, en ningún caso una deconstrucción de la afectividad.
Sin embargo, no deja de ser menos cierto que la resonancia subjetiva, es decir, la desgracia experimentada, es una señal sui generis (irreducible a ninguna otra), porque produce un mal en el momento en que funciona correctamente. El dolor y la tristeza duelen, lo que no ocurre en ningún otro sistema de alarma: en el atraco de una joyería, la sirena que alerta a la policía no produce un pequeño robo. Por el contrario el dolor, cuando avisa de una enfermedad y funciona correctamente como indicador, duele: es un síntoma indispensable que prevé los problemas y al mismo tiempo causa un mal. Como consecuencia de ello, el médico le recetará analgésicos (para aliviar el dolor) y una terapia (para neutralizar el mal). Se tratan al mismo tiempo los síntomas y la enfermedad, lo que no sucede con ninguna otra señal de alarma.
En esta originalidad del síntoma radica la originalidad del dolor y del sufrimiento: en tanto que realidades y signos, el dolor y el sufrimiento son buenos; en tanto que trastornos psicosomáticos, son un mal. Duelen.
Pero tal paradoja manifiesta otra paradoja más radical. Es, pues, necesario que empecemos por el principio: ¿qué es el mal?
1. Las cinco fases del duelo descritas en 1969 por Elisabeth Kübler-Ross siguen siendo pertinentes, siempre que no se entiendan de forma mecánica: negación, ira, negociación, depresión, revuelta y aceptación.