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Prefacio

Entre el padre, Henry Marette, y su hija Françoise, que se convertirá en Françoise Dolto, algunos jalo-nes de una correspondencia sugieren un itinerario notable. Veinticuatro años han pasado entre las bre-ves líneas fechadas el 8 de noviembre de 1914 en que, al día siguiente de una declaración de guerra, acaba de cumplir seis años y admira su bello uni-forme de capitán en la foto, y la extensa y “confiada síntesis definitiva” del 15 de junio de 1938 cuando, en el umbral de una nueva guerra, se dirige a aquel a quien considera el único capaz de escuchar la ver-dad sobre el aislamiento familiar impuesto por la violencia reivindicativa de su madre. A riesgo de no verlo más, ha decidido despedirse claramente del drama iniciado después de la muerte de Jacqueline, su hermana mayor. El duelo por esa hija tan querida y la fidelidad absoluta exigida a cada uno de sus cumpleaños, temida cada año para el aniversario de su muerte o celebrada con una misa para su naci-miento, durante años hará de Françoise, quien se somete plenamente a ello, “la otra hija”, o aun “la hija que queda”. A ese padre, cuyo pudor extremo

teme, le escribe que lo extraña, que le gustaría mucho que le hablara de su juventud; le pide que acepte su exuberancia sin criticarla, para poder mostrarse “¡paf! –tal como pienso y con todo mi co-razón”. Se muestra conmovida cuando, embarcado en un buque transatlántico que lo lleva a los Esta-dos Unidos, él se preocupa tan vivamente por no estar junto a ella en el momento en que es sometida a una operación de apendicitis. “En tus líneas había tanto afecto que mi corazón se sentía muy cerca del tuyo. Y, sin embargo, no es una novedad: me consta que tu afecto hacia mí se ha duplicado por otro que fatalmente ha recaído un poco sobre mí”.1 1 Acaso podría expresarse mejor aquella sombra que pesaba sobre esa pequeña de doce años. Su última síntesis aún testimonia la confianza durable, púdicamente construida con el correr del tiempo y de las pruebas. Ella sabe que, tras la apariencia de severidad de las críticas paternas sobre su persona, él intenta conte-ner la rabia de una madre desesperada que asiste al alejamiento definitivo de su hija. ¿No es ése, acaso, el padre amante y “tiernamente querido” que en medio de una gran depresión la alentó a iniciar, en 1934, una cura psicoanalítica gracias a la cual logra alcanzar el pleno dominio de sus facultades? Mediante esta carta, cuya copia fue hallada en sus archi-vos y de la cual jamás se sabrá si fue enviada –y, en última instancia, al término de este itinerario, tampo-co importa–, ella desea dar testimonio para sí misma de su transformación radical, del orgullo que eso le causa, y también del orgullo que siente por ser la hija de ese padre, y poder al fin realizar los sueños y la vida de los que se siente definitivamente digna.

Asimismo, al comenzar el viaje analítico que le permitió descubrir su vocación, sin duda ya había descubierto la apuesta esencial, en la que su padre fue un compañero privilegiado: “Mi mayor deseo en este momento es conducir hasta el final este difícil tratamiento, porque sé que la mejor manera de agradecerte es convertirme en una mujer –en el sen-tido pleno de la palabra– de la que puedas sentirte orgulloso, y todo ello simplemente dejando actuar en mí la naturaleza que me has dado”2.

Muriel Djéribi-Valentin

1 Carta del 25 de abril de 1929.

2 Carta del 22 de julio de 1934.

Padre e hija

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