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5 En casa del alcalde
ОглавлениеA K, casi para su sorpresa, la entrevista con el alcalde le causaba pocas preocupaciones. Intentó explicárselo con el hecho de que, según sus experiencias hasta ese momento, el trato oficial con las autoridades condales había sido muy fácil para él. Por una parte eso se debía a que, respecto al tratamiento de sus asuntos, era evidente que se había emitido de una vez por todas un determinado principio de actuación, supuestamente muy favorable para él, y por otra, se debía a la unidad digna de admiración del servicio, que precisamente allí donde no existía en apariencia se presentía perfecta. K, cuando alguna vez pensaba en estas cosas, no estaba muy lejos de encontrar su situación satisfactoria, a pesar de que, después de los ataques de bienestar que le aquejaban, se dijera que cabalmente ahí radicaba el peligro. El trato directo con organismos administrativos no era demasiado difícil, pues éstos, por muy organizados que estuvieran, siempre tenían que defender cosas invisibles y distantes en nombre de señores invisibles y distantes, mientras que K luchaba por algo viviente y cercano, por él mismo, sobre todo, al menos últimamente, por su propia voluntad, pues él era el atacante, y no sólo él luchaba por él mismo, sino con toda seguridad por otras fuerzas que no conocía, pero en las que podía creer según las medidas de los organismos administrativos. Pero como los organismos desde un principio le habían manifestado su buena voluntad en cosas inesenciales —hasta ese momento tampoco se había tratado de más—, le habían impedido la posibilidad de pequeñas y ligeras victorias y con esa posibilidad también la correspondiente satisfacción, así como la fundada seguridad resultante de ella para otras luchas más grandes. En vez de eso le dejaban deslizarse por todas partes, eso sí, sin abandonar el pueblo, y, mediante esa táctica, le mimaban y debilitaban, evitando toda lucha y situándolo en una vida extraña, extraoficial, completamente opaca y turbia. De esa manera bien podía ocurrir, si no estaba alerta, que él algún día, pese a toda la deferencia del organismo y pese al cumplimiento completo de todas las obligaciones oficiales tan exageradamente fáciles, fuese embaucado por el favor supuestamente concedido y condujese su vida con tan poca precaución que se desmoronase, y el organismo competente, aún suave y amistoso, por decirlo así, contra su voluntad pero en nombre de cualquier orden público desconocido para él, viniese para deshacerse de él. Y ¿qué era su vida extraoficial allí? K no había visto nunca una mayor fusión entre vida y función pública que allí, tan fundidas estaban que a veces podía parecer que la vida y la función pública habían intercambiado sus puestos. ¿Qué significaba, por ejemplo, el poder formal que Klamm había ejercido hasta ahora sobre la posición oficial de K, si se comparaba con el poder real que tenía Klamm sobre su alcoba? Así concluyó que sólo había lugar para un comportamiento relajado frente a la administración, mientras que en lo restante siempre sería necesaria una gran precaución, un mirar hacia todos los lados antes de dar un paso.
K encontró por lo pronto confirmada su idea de la administración local con el alcalde. Éste, un hombre amable, obeso y afeitado pulcramente, estaba enfermo, padecía un ataque de gota y recibió a K en la cama.
Así que aquí está nuestro agrimensor—dijo; quiso levantarse para saludarle, pero no pudo y se arrojó, disculpándose y señalando hacia la pierna, de nuevo sobre el cojín. Una mujer silenciosa, casi como una sombra en la habitación oscurecida por las pequeñas ventanas y las cortinas corridas, trajo una silla a K y la colocó al lado de la cama.
—Siéntese, siéntese, señor agrimensor—dijo el alcalde—, y dígame sus deseos.
K le leyó la carta de Klamm y añadió algunos comentarios. Una vez más sintió la extraordinaria ligereza del trato con la administración. Asumían literalmente toda la carga, se les podía cargar con todo y uno quedaba intacto y libre. Como si el alcalde hubiese sentido lo mismo a su manera, se volvió incómodo en la cama. Finalmente, dijo:
—Como habrá notado, señor agrimensor, ya conocía el asunto. El que no haya emprendido nada tiene dos motivos, primero mi enfermedad, y segundo que, como usted no venía, pensé que había renunciado al trabajo. Ahora que ha sido tan amable de venir a verme, debo decirle la desagradable verdad. Ha sido aceptado como agrimensor, como usted dice, pero, por desgracia, no necesitamos a ningún agrimensor. No hay ningún trabajo para usted. Los límites de nuestras pequeñas propiedades han sido trazados, todo ha sido registrado convenientemente, apenas hay transmisiones de la propiedad y las pequeñas disputas de límites las arreglamos entre nosotros. ¿Para qué necesitamos, pues, a un agrimensor?
K, sin que hubiera pensado antes en ello, estaba convencido en su interior de haber esperado una comunicación similar. Por eso mismo pudo responder inmediatamente:
—Eso me sorprende mucho y arroja todos mis cálculos por la borda. Sólo espero que se trate de un malentendido.
—Por desgracia, no —dijo el alcalde—, es como le digo.
—Pero ¿cómo es posible? —exclamó K—, no he emprendido un viaje larguísimo para ahora ser mandado de vuelta.
—Ésa es otra cuestión —dijo el alcalde— sobre la que yo no tengo que decidir, pero le puedo explicar cómo se ha producido ese malentendido. En una administración tan grande como la del condado puede ocurrir alguna vez que un departamento disponga algo y que otro disponga otra cosa diferente, ninguno sabe del otro, el control superior, es cierto, actúa con gran precisión, pero, por su naturaleza, demasiado tarde, y así pueden originarse pequeñas confusiones. Siempre se trata de pequeñeces, como, por ejemplo, su caso; en asuntos importantes aún no he conocido un error, aunque las pequeñeces son con frecuencia lo suficientemente desagradables. En lo que concierne a su caso, le contaré abiertamente los pormenores sin secretos oficiales: para esto no llego a la categoría de funcionario, soy un campesino y nada más. Hace mucho tiempo, cuando llevaba pocos meses de alcalde, llegó un edicto, no sé de qué departamento, en el que se comunicaba de la forma categórica tan peculiar a los señores que se debía contratar a un agrimensor y en el que se encargaba a la comunidad que preparase todos los planos y registros necesarios para su trabajo. Ese edicto, naturalmente, no podía afectarle a usted, pues eso fue hace muchos años y no me habría acordado si ahora no estuviese enfermo y tuviese tiempo suficiente para reflexionar en la cama sobre las cosas más ridículas. Mizzi —dijo de repente, interrumpiendo su informe, dirigiéndose a la mujer que aún correteaba por la habitación realizando una actividad incomprensible—, por favor, mira en el armario, a lo mejor encuentras el edicto. Data —se explicó ante K— de mi primera época: en aquel tiempo aún lo guardaba todo.
La mujer abrió en seguida el armario, K y el alcalde miraban. El armario estaba lleno a rebosar de papeles, al abrirlo rodaron dos gruesos rollos de expedientes, enrollados como si fuesen troncos. La mujer saltó asustada hacia un lado.
—Abajo, tiene que estar abajo —dijo el alcalde, dirigiendo sus movimientos desde la cama. Con actitud obediente, la mujer, abarcando los expedientes con sus dos brazos, arrojó hacia abajo todo el contenido del armario para llegar a los papeles situados en la parte inferior. Los papeles ya cubrían la mitad de la habitación.
—Se ha trabajado mucho —dijo el alcalde asintiendo con la cabeza—, y eso sólo es una pequeña parte. La masa principal la he conservado en el granero, aunque la mayor parte se ha perdido. ¿Quién puede guardar todo eso? En el granero, sin embargo, aún queda mucho.
—¿Vas a encontrar de una vez el edicto? —se volvió de nuevo hacia la mujer—. Tienes que buscar un expediente en el que está la palabra «agrimensor» subrayada con color azul.
—Esto está demasiado oscuro —dijo la mujer—, traeré una vela.
Y salió de la habitación pasando por encima de los papeles.
—Mi esposa es una gran ayuda para mí —dijo el alcalde— en este trabajo pesado que, sin embargo, se debe realizar en los ratos libres. Cierto, para los escritos dispongo de un ayudante, el maestro, pero pese a ello resulta imposible terminarlo todo, siempre queda mucho sin concluir, todo eso se encuentra guardado en esas cajas —y señaló hacia otro armario—. Y sobre todo ahora que estoy enfermo, se acumula—dijo, y se recostó cansado pero con orgullo.
—¿No podría ayudar a su esposa a buscar? —dijo K cuando la mujer ya había regresado con la vela y buscaba el edicto arrodillada ante las cajas.
El alcalde sacudió sonriente la cabeza:
—Como ya le dije, no tengo secretos oficiales para usted, pero no puedo llegar tan lejos como para dejarle que busque en los expedientes. El silencio invadió la habitación, sólo se podía oír el roce de los papeles, el alcalde quizá dormitaba un poco. Un ligero golpeteo en la puerta hizo que K se diese la vuelta. Eran, naturalmente, los ayudantes. Al menos se mostraron algo educados, no irrumpieron en la habitación, sino que primero susurraron a través de la ranura de la puerta.
—Tenemos mucho frío fuera.
—¿Quién es? —preguntó el alcalde asustándose.
—Sólo se trata de mis ayudantes —dijo K—, no sé dónde me pueden esperar, en el exterior hace mucho frío y aquí molestan.
—A mí no me molestan —dijo amablemente el alcalde—, déjelos entrar. Además, les conozco. Viejos conocidos.
—Pero a mí sí que me molestan —dijo K con franqueza y dejó vagar su mirada de los ayudantes al alcalde y de éste a los ayudantes, encontrando las tres sonrisas iguales—. Pero ya que estáis aquí —dijo a modo de prueba—, entonces quedaos y ayudad a la señora a buscar un expediente en el que aparece la palabra «agrimensor» subrayada con color azul.
El alcalde no puso ninguna objeción; lo que no podía hacer K, lo podían hacer los ayudantes. Se arrojaron inmediatamente sobre los papeles, pero revolvían los montones más que buscaban, y mientras uno deletreaba un escrito, el otro se lo arrebataba continuamente de las manos. La mujer, por el contrario, estaba arrodillada ante las cajas vacías, parecía haber dejado de buscar, en todo caso la vela estaba muy lejos de ella.
—Así que los ayudantes —dijo el alcalde con una sonrisa de satisfacción, como si todo ocurriese según sus propias disposiciones, aunque nadie pudiese suponerlo—, le resultan molestos. Pero son sus propios ayudantes.
—No —dijo fríamente K—, se han unido a mí aquí.
—¿Cómo que unido? —dijo el alcalde—. Querrá decir que le han sido asignados.
—Bueno, pues asignados —dijo K—, igual podrían haber caído del cielo, tan irreflexiva fue esa asignación.
—Aquí no ocurre nada de forma irreflexiva —dijo el alcalde, olvidó incluso el dolor del pie y se sentó en la cama.
—¿Nada? —dijo K—; y ¿qué ocurre con mi contratación?
—También su contratación fue fruto de la reflexión —dijo el alcalde—, sólo que hay algunas circunstancias accesorias que han creado confusión, se lo demostraré con los expedientes.
—Esos expedientes no se van a encontrar—dijo K.
—¿No? —exclamó el alcalde—. Mizzi, por favor, busca más rápido. Pero en un principio también le puedo contar la historia sin expedientes. Aquel edicto del que ya le he hablado lo contestamos agradecidos diciendo que no necesitábamos ningún agrimensor. Esta respuesta al parecer no llegó al departamento originario, lo denominaré A, sino, erróneamente, a otro departamento B. Así pues, el departamento A se quedó sin respuesta, pero por desgracia el departamento B tampoco recibió toda nuestra respuesta, ya fuese porque el contenido del expediente se hubiese quedado aquí o porque se hubiese perdido por el camino —en el departamento desde luego no, se lo puedo garantizar—, el caso es que al departamento B sólo llegó una carpeta del expediente en la que no había nada indicado salvo que se trataba del expediente incluido, pero en realidad desgraciadamente perdido, de la contratación de un agrimensor. Mientras, el departamento A esperó nuestra respuesta; es cierto que tenía notas sobre el asunto, pero como suele ocurrir comprensiblemente y puede ocurrir debido a la precisión con que se llevan todos los casos, el encargado confió en que responderíamos y que él luego o contrataría al agrimensor o seguiría manteniendo correspondencia con nosotros según las necesidades. Por consiguiente, descuidó las notas y se olvidó de todo. Al departamento B, sin embargo, llegó la carpeta, en concreto a un funcionario famoso por su escrupulosidad, se llama Sordini, un italiano, incluso para mí, un iniciado, resulta incomprensible por qué un hombre de sus capacidades ocupa uno de los puestos más subordinados. Este Sordini, naturalmente, nos envió la carpeta vacía para que incluyésemos el expediente. Ahora bien, desde el primer escrito del departamento A habían pasado muchos meses, cuando no años, y esto es comprensible, pues, cuando, como es la regla, un expediente recorre el camino correcto, llega a su departamento a más tardar en un día y se soluciona en ese mismo día, pero cuando yerra el camino, y debe buscar con celo en la excelencia de la organización el camino correcto, si no lo encuentra, entonces dura mucho tiempo. Cuando recibimos la nota de Sordini, sólo nos podíamos acordar difusamente del asunto, en aquel tiempo sólo éramos dos en el trabajo, Mizzi y yo, aún no me habían asignado al maestro, y sólo conservábamos copias de los asuntos más importantes. En suma, sólo pudimos responder de forma vaga que no sabíamos nada de esa contratación y que no necesitábamos a ningún agrimensor.
—Pero —se interrumpió a sí mismo el alcalde como si hubiese llegado demasiado lejos en su celo narrativo o como si al menos existiese esa posibilidad de haber llegado demasiado lejos— ¿no le aburre la historia?
—No, nada de eso —dijo K—, me divierte.
A eso contestó el alcalde:
—No se la cuento para su diversión.
—Sólo me divierte —dijo K— porque me deja entrever la ridícula confusión que, bajo determinadas circunstancias, puede decidir sobre la existencia de un hombre.
—Aún no ha podido entrever nada—dijo el alcalde con seriedad—, y puedo seguir contándole la historia. Con nuestra respuesta, evidentemente, un Sordini no podía quedar satisfecho. Admiro a ese hombre, aunque para mí resulta un tormento. No se fía de nadie; aun cuando, por ejemplo, ha conocido a alguien en innumerables ocasiones como el hombre más digno de confianza, siempre desconfía de él en la siguiente ocasión y, además, como si no lo conociese de nada o, mejor, como si le conociera como un granuja. Considero que su forma de actuación es correcta: un funcionario debe proceder así, por desgracia no puedo seguir ese principio debido a mi carácter. Ya ve como le muestro todo abiertamente, a un extraño; no puedo actuar de otro modo. Sordini, sin embargo, consideró inmediatamente con desconfianza nuestra respuesta. Entonces se desarrolló una numerosa correspondencia. Sordini preguntó por qué se me había ocurrido de repente que no había que contratar a ningún agrimensor. Yo respondí con ayuda de la excelente memoria de Mizzi que la iniciativa había partido de la administración (ya hacía mucho tiempo que nos habíamos olvidado de que se trataba de otro departamento); Sordini, por el contrario: ¿por qué menciona ahora este escrito oficial?; yo otra vez: porque me acabo de acordar de él; Sordini: eso es muy extraño; yo: eso no es extraño en un asunto que se arrastra ya desde hace tanto tiempo; Sordini: sí que es extraño, pues el escrito del que yo me había acordado, no existe; yo: naturalmente que no existe, porque se ha perdido el expediente; Sordini: pero debe de haber una nota respecto a ese primer escrito. Yo: pues no la hay. Aquí me detuve, pues no osé afirmar ni creer que en el departamento de Sordini se había deslizado un error. Quizá usted, señor agrimensor, reproche en su mente a Sordini que la consideración a mi afirmación al menos tendría que haberle impulsado a investigar el asunto en otros departamentos. Pero precisamente eso no hubiese sido correcto; no quiero que en sus pensamientos quede una mácula sobre ese hombre; es un principio laboral fundamental de la administración que no se cuente con la posibilidad de errores. Ese principio está autorizado por la exquisita organización del Todo y es necesario cuando se quiere alcanzar una gran velocidad en la conclusión de los asuntos. Así pues, Sordini no pudo investigar en otros departamentos; además, esos departamentos no le habrían respondido, pues habrían advertido en seguida que se trataba de la investigación de un posible error.
—Permítame, señor alcalde, que le interrumpa con una pregunta —dijo K—, ¿no mencionó antes un organismo de control? El funcionamiento de la administración es tal, según lo que me cuenta, que me produce vértigo la sola idea de que ese control no se llegase a aplicar.
—Usted es muy severo —dijo el alcalde—, pero multiplique su severidad por mil y seguirá siendo una minucia comparada con la severidad que aplica la administración contra sí misma. Sólo un completo forastero como usted puede plantear esa pregunta. ¿Que si hay organismos de control? Sólo hay organismos de control. Cierto, no tienen como misión descubrir errores en el sentido grosero del término, pues en realidad no se producen errores y en el caso de que se produzca uno, como el suyo, ¿quién puede afirmar definitivamente que se trata de un error?
—¡Eso sería algo completamente nuevo! —exclamó K.
—Para mí es algo muy viejo —dijo el alcalde—. No estoy convencido de una manera muy diferente a la suya de que se ha producido un error; Sordini, a causa de la desesperación que le ha causado, ha enfermado gravemente, y los primeros organismos de control, a quienes debemos el descubrimiento del origen del error, también lo reconocen. Pero ¿quién puede afirmar que los segundos órganos de control juzgarán de la misma manera, y también los terceros y los restantes?
—Puede ser —dijo K—, prefiero no injerirme en esas especulaciones; también es la primera vez que oigo de esos órganos de control y, naturalmente, no los puedo comprender. No obstante, creo que aquí hay que distinguir dos cosas, la primera es lo que ocurre en el seno de la administración y lo que se puede entender de una manera u otra como oficial, y, en segundo lugar, mi persona real, yo mismo, que permanezco fuera del ámbito administrativo y a quien amenaza un perjuicio tan absurdo por parte de la administración que aún no puedo creer en la seriedad del peligro. Para lo primero probablemente posea validez, señor alcalde, lo que ha contado con tan extraordinario y asombroso conocimiento de causa, pero quisiera oír aunque sólo sea una palabra acerca de mi persona.
—Ahora voy a eso —dijo el alcalde—, pero no podría haberlo comprendido si no hubiera dicho lo anterior. Al mencionar los órganos de control me he anticipado. Así que regreso a las divergencias con Sordini. Como le he mencionado, mi defensa fue cediendo lentamente. Pero cuando Sordini tiene en la mano cualquier ventaja, por mínima que sea, ya ha vencido, pues entonces se intensifican su atención, su energía y su presencia de ánimo, siendo una visión horrible para el atacado y espléndida para el enemigo del atacado. Porque he experimentado esto último, puedo contárselo, como así hago. Por lo demás, aún no he logrado verle, él no puede bajar, tiene demasiado trabajo, me han descrito su despacho como una habitación consistente en paredes cubiertas con columnas de expedientes, y ésos son sólo los expedientes en los que está trabajando en ese momento, y como los expedientes se están sacando y metiendo continuamente, ocurriendo todo con gran prisa, las columnas se derrumban y precisamente el ruido y los crujidos que producen se han convertido en el distintivo del despacho de Sordini. Así es, Sordini es un trabajador y dedica al caso más pequeño el mismo cuidado que al más grande.
—Usted siempre denomina, señor alcalde, mi caso como uno de los más pequeños y, sin embargo, ha ocupado ya a muchos funcionarios; si al principio quizá era muy pequeño, se ha convertido por el celo de funcionarios como Sordini en un caso grande. Por desgracia, y en contra de mi voluntad, puesto que mi celo no me lleva a originar columnas de expedientes referentes a mí y a hacer que se derrumben, sino a trabajar tranquilamente en mi humilde mesa de diseño como un humilde agrimensor.
—No —dijo el alcalde—, no es ningún caso grande, en este sentido no tienen ningún motivo para quejarse, es uno de los casos más pequeños entre los pequeños. El volumen de trabajo no determina el rango del caso; sigue estando muy lejos de comprender a la administración, si es eso lo que cree. Pero incluso si dependiese del volumen de trabajo, su caso sería uno de los más insignificantes; los casos normales, es decir, aquellos en los que no se producen los supuestos errores, dan mucho más trabajo y, por añadidura, más productivo. Por lo demás, usted no sabe nada del trabajo que causó su caso, de eso quiero hablarle ahora. Al principio Sordini me dejó de lado, pero sus funcionarios vinieron, se produjeron diariamente interrogatorios de miembros respetados de la comunidad en la posada de los señores, de todos esos interrogatorios se levantó acta. La mayoría me apoyó, sólo unos pocos se quedaron extrañados, la cuestión de la agrimensura afecta a los campesinos, sospechaban algún acuerdo secreto, alguna injusticia, además encontraron un líder, y Sordini debió de llegar a la conclusión de que si sometía la cuestión al consejo municipal no todos se habrían mostrado contrarios a la contratación de un agrimensor. Así, algo evidente, esto es, que no necesitábamos a ningún agrimensor, se convirtió al menos en algo cuestionable. En especial destacó al respecto un tal Brunswick, usted no le conoce, quizá no sea un mal tipo, pero sí tonto y fantasioso, es un cuñado de Lasemann.
—¿Del maestro curtidor? —preguntó K, y describió al hombre con barba que había visto en la casa de Lasemann.
—Sí, es él —dijo el alcalde.
—También conozco a su esposa —dijo K un poco a la buena de Dios.
—Es posible —dijo el alcalde, y enmudeció.
—Es hermosa —dijo K—, pero un poco pálida y enfermiza. Parece que procede del castillo —esto último lo pronunció en un tono casi interrogativo.
El alcalde miró la hora, puso algo de medicina en una cuchara y la tragó con premura.
—Del castillo usted sólo conoce la zona administrativa, ¿verdad? —preguntó K con rudeza.
—Sí —dijo el alcalde con una sonrisa irónica y, sin embargo, agradecida—, es la más importante. Y en lo que concierne a Brunswick: si pudiéramos excluirlo de la comunidad, casi todos seríamos felices y Lasemann no menos que los demás. Pero en aquella época Lasemann ganó algo de influencia; desde luego no es un orador, pero sí un gritón y eso les basta a algunos. Y así ocurrió que me vi obligado a presentar el caso ante el consejo municipal, por lo demás el único éxito de Brunswick, pues, naturalmente, el consejo municipal, en su gran mayoría, no quería saber nada de un agrimensor. También esto ocurrió hace mucho tiempo, pero el asunto nunca ha llegado a tranquilizarse del todo, en parte por la escrupulosidad de Sordini, quien intentó averiguar los motivos tanto de la mayoría como de la oposición mediante las comprobaciones más cuidadosas, en parte por la necedad y el celo de Brunswick, que mantiene diversas relaciones personales con la administración y que ponía en movimiento con nuevas invenciones de su fantasía. Sordini, sin embargo, no se dejó embaucar —¿cómo podría embaucar Brunswick a Sordini?—, pero, incluso para no dejarse embaucar, era necesario iniciar nuevas averiguaciones y antes de que se hubiesen concluido, a Brunswick ya se le había ocurrido algo nuevo, pues es muy dinámico, eso forma parte de su necedad. Y ahora llego a una característica especial de nuestro aparato administrativo. Debido a su precisión también es extremadamente sensible. Cuando se ha ponderado un asunto durante mucho tiempo, puede ocurrir, sin que las consideraciones se hayan terminado, que surja repentinamente, como un rayo, una decisión del caso en un lugar impredecible e ilocalizable, una decisión que termina con él de manera arbitraria aunque, la mayoría de las veces, de forma correcta. Es como si el aparato administrativo no hubiese podido soportar más la tensión causada por la irritación de tantos años debido a la misma insignificante cuestión, y hubiese tomado por sí misma la decisión, sin la colaboración de los funcionarios. Naturalmente, no se ha producido ningún milagro y con toda certeza ha sido algún funcionario quien ha escrito la conclusión o tomado una decisión ágrafa, pero en todo caso, al menos por nuestra parte o por la de la administración, no se puede afirmar qué funcionario ha decidido en esa ocasión y por qué motivos. Son los órganos de control los que pueden constatarlo mucho después, aunque nosotros ya no lo sabremos nunca, además tampoco se interesaría nadie más por eso. Como he dicho, sin embargo, esas decisiones son la mayoría de las veces excelentes, sólo molesta de ellas que, como acostumbra a ocurrir, de esas decisiones sólo se sabe mucho después y, por lo tanto, mientras, se sigue discutiendo apasionadamente sobre el asunto ya decidido hace tiempo. No sé si en su caso se produjo una decisión semejante —hay circunstancias que hablan a favor y otras en contra—, pero si hubiera ocurrido, entonces le habrían enviado a usted el contrato y habría realizado el largo viaje hasta aquí; mientras, habría transcurrido mucho tiempo y Sordini habría seguido trabajando en el mismo asunto hasta la extenuación, Brunswick habría seguido intrigando y yo habría sido atormentado por los dos. Me limito a indicar esa posibilidad, con certeza sólo sé lo siguiente: un organismo de control descubrió entretanto que del departamento A salió hace muchos años una interpelación a la comunidad referente a un agrimensor sin que hasta ese momento hubiese llegado una respuesta. Me volvieron a preguntar y se volvió a aclarar toda la cuestión, el departamento A se quedó satisfecho con la respuesta de que no se necesitaba ningún agrimensor, y Sordini tuvo que reconocer que ese caso no había entrado en su ámbito de competencias y que, ciertamente sin culpa, había realizado un trabajo inútil y agotador. Si no se hubiera vuelto a acumular tanto trabajo de todas partes, como siempre, y si su caso no hubiese sido uno muy pequeño —casi se puede decir el más pequeño entre los pequeños—, todos habríamos podido respirar, creo que incluso Sordini, sólo Brunswick se mostró rencoroso, pero era algo ridículo. Y ahora imagínese, señor agrimensor, mi decepción, cuando, después de la conclusión feliz de todo el asunto —y también ha pasado mucho tiempo de eso—, usted aparece repentinamente y parece como si todo el caso tuviese que comenzar de nuevo. Comprenderá muy bien que estoy firmemente decidido, en lo que a mí concierne, a no permitirlo.
—Claro —dijo K—, pero aún comprendo mejor que aquí se ha cometido un terrible abuso conmigo y quizá, incluso, con las leyes. Sabré defenderme, por mi parte, contra todo esto.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó el alcalde.
—Eso no se lo puedo decir—dijo K.
—No quiero meterme donde no me llaman —dijo el alcalde—, pero quiero recordarle que usted, en mí, tiene, no quiero decir un amigo, pues somos completamente extraños, pero sí, en cierto modo, un compañero de negocios. Lo único que no concedo es que se le haya contratado como agrimensor, pero por lo demás siempre se puede dirigir a mí con confianza, aunque, ciertamente, dentro de los límites de mi poder, que no es muy grande.
—Usted repite una y otra vez —dijo K— que debo ser contratado como agrimensor, pero ya he sido contratado, aquí tiene la carta de Klamm.
—La carta de Klamm —dijo el alcalde— es valiosa y honrosa con la firma de Klamm, que parece verdadera, pero..., no, aquí no me atrevo a decir nada. ¡Mizzi! —exclamó entonces—. ¿Qué estáis haciendo?
Era evidente que ni los ayudantes, a quienes habían dejado de observar hacía tiempo, ni Mizzi, habían encontrado el expediente, pero luego lo habían querido guardar todo en el armario y no les había sido posible debido al gran desorden causado. Entonces a los ayudantes se les había ocurrido algo y era lo que estaban ejecutando. Habían volcado el armario en el suelo, lo habían llenado de expedientes, se habían sentado luego con Mizzi sobre la puerta del armario e intentaban ahora presionarla para que se cerrase.
—Así que no han encontrado el expediente —dijo el alcalde—, es una lástima, pero ya conoce la historia, en realidad ya no necesitamos el expediente, aunque tendremos que encontrarlo, probablemente se halle en casa del maestro, en la que aún se encuentran muchos expedientes. Pero ven con la vela, Mizzi, y léeme esta carta.
Mizzi se acercó y pareció aún más gris e insignificante que cuando estaba sentada al borde de la cama y se apretaba contra el voluminoso hombre que la tenía rodeada con el brazo. Su pequeño rostro llamó la atención ahora a la luz de la vela, con sus arrugas severas sólo suavizadas por el decaimiento causado por la edad. No hizo nada más que mirar la carta y dobló las manos.
—De Klamm —dijo.
Luego leyeron conjuntamente la carta, murmuraron un poco entre ellos y, finalmente, mientras los ayudantes gritaban hurras por haber logrado cerrar el armario y Mizzi los miraba agradecida, el alcalde dijo:
—Mizzi comparte mi opinión y ahora lo puedo decir. Esta carta no es ningún escrito oficial, se trata de una carta privada. Eso se puede reconocer claramente en el encabezamiento «Muy Sr. Mío». Además, en ella no se dice una palabra de que usted haya sido contratado como agrimensor, en realidad sólo se habla en general de servicios señoriales y ni siquiera eso se ha expresado de modo vinculante, sino que se dice que usted ha sido contratado «como usted sabe», esto es, la carga de la prueba de que ha sido contratado recae sobre usted. Al final, por lo demás, se le remite en asuntos oficiales exclusivamente a mí, como su superior más próximo, quien le comunicará los detalles, como en gran parte ha ocurrido ya. Para alguien que sepa leer los escritos oficiales y que, en consecuencia, lee mejor las cartas no oficiales, todo esto queda muy claro. Que usted, un forastero, no lo pueda percibir, no me extraña. En general, la carta significa otra cosa: que Klamm se propone ocuparse personalmente de usted para el caso en que se le contrate para servicios señoriales.
—Señor alcalde —dijo K—, interpreta tan bien la carta que al final no queda otra cosa más que un papel en blanco con una firma. ¿Acaso no nota que así denigra el nombre de Klamm al que pretende respetar?
—Eso es un malentendido —dijo el alcalde—, no desconozco la importancia de la carta, ni tampoco la denigro con mi interpretación, todo lo contrario. Una carta privada de Klamm tiene, naturalmente, mucha más importancia que un escrito oficial, pero precisamente no tiene la importancia que usted le otorga.
—¿Conoce a Schwarzer? —preguntó K.
—No —dijo el alcalde—. ¿Lo conoces tú, Mizzi? Tampoco. No, no le conocemos.
—Eso es extraño —dijo K—, es el hijo de un subalcaide.
—Querido señor agrimensor —dijo el alcalde—, ¿cómo podría conocer a todos los hijos de los subalcaides?
—Bien —dijo K—, entonces tendrá que creerme que lo es. Con ese Schwarzer tuve el día de mi llegada una disputa enojosa. Él mismo se puso en contacto telefónico con un subalcaide apellidado Fritz y recibió la información de que yo había sido contratado como agrimensor. ¿Cómo se explica eso, señor alcalde?
—Muy fácil —dijo el alcalde—, en realidad aún no ha entrado en contacto con nuestra administración. Todos sus contactos hasta ahora han sido aparentes. Usted, sin embargo, como consecuencia de su ignorancia de las circunstancias, los tuvo por reales. Y en lo que respecta al teléfono, mire, en mi casa, y yo verdaderamente tengo suficientes contactos con la administración, no hay ningún teléfono. En posadas, etc., es posible que pueda prestar buenos servicios, como un tocadiscos, pero nada más. Ha telefoneado aquí alguna vez, ¿verdad? Entonces es posible que me comprenda. En el castillo el teléfono funciona perfectamente, me han contado que allí se telefonea ininterrumpidamente, lo que, es natural, acelera mucho el trabajo. Ese ininterrumpido telefonear es oído en nuestros teléfonos como un rumor o un canto, seguro que usted también lo ha oído. Sin embargo, ese rumor y esos cantos son lo único correcto y digno de confianza que nos transmiten los teléfonos del pueblo, todo lo demás es engañoso. No hay ninguna conexión telefónica específica con el castillo, ninguna centralita que comunique nuestra llamada; si se llama desde aquí al castillo, allí suena en todos los aparatos de los departamentos más inferiores o, mejor, sonaría en todos, como sé con certeza, si los teléfonos no estuvieran desconectados en casi todos ellos. De vez en cuando, sin embargo, hay algún funcionario que siente la necesidad de distraerse un poco —especialmente por la tarde o por la noche—, entonces conecta los teléfonos y nosotros recibimos alguna respuesta, aunque una respuesta que no es más que una broma. Por lo demás, es muy comprensible. ¿Quién puede creerse legitimado para alborotar a causa de sus pequeños problemas personales en medio de los trabajos más importantes de los que se ocupan a una velocidad vertiginosa? Tampoco comprendo cómo un forastero puede creer que si él, por ejemplo, llama por teléfono a Sordini, el que contesta es Sordini. Más bien se tratará probablemente de un insignificante secretario de otro departamento. Por el contrario, en alguna hora especial, puede ocurrir que, si se llama al insignificante secretario, sea Sordini quien responda. Entonces, ciertamente, será mucho mejor salir corriendo y dejar el teléfono antes de oír la primera sílaba.
—No lo había considerado así —dijo K—, no podía conocer esas particularidades, tampoco tenía mucha confianza en esas conversaciones telefónicas y siempre fui consciente de que sólo tiene una importancia real lo que se conoce o se alcanza en el mismo castillo.
—No —dijo el alcalde, acentuando la negación—, esas respuestas telefónicas poseen una importancia real, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo es posible que una información dada por un funcionario del castillo carezca de importancia? Ya se lo dije con ocasión de la carta de Klamm. Todas esas manifestaciones carecen de importancia oficial; si les atribuye una importancia oficial, se equivoca; sin embargo, su importancia privada, en un sentido amistoso u hostil, es muy grande, la mayoría de las veces más grande de lo que podría llegar a ser nunca una importancia oficial.
—Bien —dijo K—, aceptando que todo sea como usted lo ha expuesto, entonces yo tendría una buena cantidad de amigos en el castillo; bien considerado, ya antaño, hace muchos años, la ocurrencia de aquel departamento de hacer venir a un agrimensor fue un acto de amistad respecto a mi persona, y en el periodo que siguió se fueron encadenando esos actos hasta que, con un mal final, me atrajeron hasta aquí y ahora me amenazan con expulsarme.
—Hay algo de verdad en su forma de ver las cosas —dijo el alcalde—, tiene razón en que no se pueden tomar literalmente las declaraciones del castillo. Pero siempre es necesaria la precaución, y no sólo aquí, será más necesaria cuanto más importante sea la declaración de que se trata. En lo que se refiere a lo que ha dicho de haber sido atraído, me resulta incomprensible. Si hubiera seguido mejor mis informaciones, debería saber que la cuestión de su contratación aquí es demasiado difícil como para poder responderla a lo largo de una pequeña conversación.
—Así que como resultado —dijo K— sólo queda que todo es muy confuso e insoluble, salvo mi expulsión.
—¿Quién osaría expulsarle, señor agrimensor? —dijo el alcalde—. La misma opacidad de las cuestiones que le incumben le garantizan el tratamiento más cortés, sólo que, según parece, usted es muy sensible. Nadie le retiene aquí, pero eso aún no es una expulsión.
—Oh, señor alcalde —dijo K—, ahora es usted otra vez el que ve algo con demasiada claridad. Le enumeraré algunas cosas que me retienen aquí: los sacrificios que hice para salir de mi casa; el largo y penoso viaje; las esperanzas fundadas que me hice a causa de la contratación; mi completa falta de capital; la imposibilidad de encontrar un trabajo en casa y, finalmente, y no la menor, mi novia, que es de aquí.
—¡Ah, Frieda! —dijo el alcalde sin sorpresa alguna—. Ya sé. Pero Frieda le seguiría a cualquier parte. En lo que respecta al resto, aquí son necesarias algunas consideraciones e informaré sobre ello en el castillo. Si se emitiese una decisión o fuese necesario otro interrogatorio, iré a recogerle. ¿Está de acuerdo?
—No, en absoluto —dijo K—, no quiero ningún regalo compasivo del castillo, sino mi derecho.
—Mizzi —dijo el alcalde a su esposa, que aún permanecía sentada en la cama y apretada contra él y que jugueteaba soñadora con la carta, de la que había hecho un barquito. K se la quitó asustado—. Mizzi, la pierna comienza de nuevo a dolerme mucho, tendremos que renovar la compresa.
K se irguió.
—Entonces ha llegado el momento de despedirme —dijo.
—Sí —dijo Mizzi, quien había comenzado a aplicar una pomada—, la corriente de aire es muy fuerte.
K se volvió, los ayudantes, en su celo servicial e improcedente, habían abierto las puertas de par en par en cuanto K había hecho la indicación de retirarse. K sólo pudo inclinarse ligeramente ante el alcalde para preservar la habitación del enfermo del intenso frío que penetraba. Luego salió de la habitación, llevándose detrás a los ayudantes, y cerró rápidamente la puerta.